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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Buenas y malas noticias

2017 se fue cargado de malos augurios para la libertad de expresión y creación, como peaje innecesario y equivocado a pagar por alzar la voz contra los déspotas y abusadores, y 2018 continúa discurriendo por la misma senda. Las malas noticias abundan y las buenas escasean. Una buena es que esta noche el programa Días de Cine, sin proponérselo, va a enmendar la plana a una Academia de Cine que colectivamente hablando ha tenido la pésima e incomprensible idea de no considerar ni siquiera nominado a Juan Diego a los Premios Goya. El programa de la 2 de TVE, por el contrario, le otorga su humilde pero muy exigente y meditado premio al mejor actor español del año por su emocionante trabajo en la dura, aunque reconfortante, No sé decir adiós, ópera prima de Lino Escalera.

Juan Diego en No sé decir adiós. Super8 Media

Lo bueno de este caso es que no se trata de un reconocimiento de los que tanta grima les causan a los artistas: “en homenaje a toda una carrera…”, que ellos, con frecuencia supersticiosos, entienden como indirecta insinuación de una jubilación forzada. No, no se trata aquí de otra cosa sino de aplaudir con todo entusiasmo un trabajo impresionante de creación, el de un individuo que ve abrirse la puerta del abismo a sus pies y trata de mantener la dignidad ante sus hijas, que intenta seguir siendo fiel a sí mismo, a su cachazuda manera, con unas maneras austeras y obstinadas como pocos actores saben recrear en la escena y ante la cámara. La buena noticia es que en la atribución de este premio no hay componendas, cálculos de comercialidad ni aliados que votan al unísono a tal o cual candidato porque es lo que corresponde y así está mandado. Aquí es limpio en fondo y forma. Un honrado saludo al trabajo bien hecho. Un ¡bravo! a Juan Diego, uno de los más grandes, que sigue superándose a sí mismo.

Les parecerá tal vez que magnifico la importancia de esta noticia positiva, pero es que cuando miro a la prensa no veo más que malos rollos. Sigue, por ejemplo el monotema cinematográfico, pues no sólo la política española y catalana los gastan. El sábado Liam Neeson se quejaba de que estamos asistiendo a una auténtica caza de brujas que persigue a los actores por auténticas tonterías, sin despreciar, por supuesto, los casos probados de barrabasadas cometidas por otros, que han despertado legítimamente la conciencia de repulsa ante los abusos sexuales en el seno de la industria norteamericana. Neeson se colocaba en la misma honda del manifiesto parisino del que yo les hablé la semana pasada, publicado en Le Monde y encabezado por Catherine Deneuve, que denunciaba el puritanismo agazapado al socaire del movimiento #MeToo. Parece que Deneuve ha sido sensible a la presión y en el diario Libération ha publicado una carta en la que afirma, sin retractarse de lo firmado: “saludo cálidamente a las víctimas de estos crímenes desdeñables que pudieron haberse sentido ofendidas por la carta que fue publicada en (el diario) Le Monde; es a ellas y nada más que a ellas a quienes les ofrezco mis disculpas». Uno piensa, que nada hay en el manifiesto que exija pedir disculpas a nadie, porque en ningún caso se alude críticamente en el mismo a las víctimas reales de abusos, mujeres y hombres, que se han rebelado con razón venciendo el miedo y el silencio.

Catherine Deneuve en Libération: «Soy una mujer libre y continuaré siéndolo»

Por si a algunos les suena exagerado lo de “caza de brujas”, rápidamente ha venido a confirmarlo la aparición de una web que ofrece a los usuarios una herramienta justiciera para que sepan hacia dónde dirigir sus dardos en campañas de boicot y otras lindezas, y así puedan conseguir triunfos tan denigrantes como la exclusión de actores de proyectos en marcha, la expulsión de sospechosos de series de éxito y la condena moral sin juicio previo de cualquiera que pueda tener a alguien cabreado por razones más o menos presentables. El sitio web en cuestión calificará de Rotten Apple, o manzana podrida, a toda aquella película que tenga a alguien de su equipo acusado de algún delito, o falta, de índole sexual. Si la producción está sana y reluciente la cinta se calificará como manzana fresca. ¿A que no se imaginaban ustedes lo divertido que puede ser este juguetito? Prueben a introducir su película favorita y comprueben el resultado. Pueden hacer apuestas. Lástima que no se abre una web similar en España para detectar ranas en la charca de los corruptos; seguro que arrasaba con la pana.

Búsqueda de Girls en Rotten Apples

No, no se escandalicen. Aún no hemos visto nada. Lo del teatro Maggio Musicale de Florencia marcará otro hito en la historia de la infamia cometida en nombre de la más noble causa. Acabemos con los acosadores, abusadores y violadores a base de borrarlos de las obras de arte. Para denunciar la lacra terrible de los feminicidios a alguien (parece ser que al director de escena Leo Muscato) se le ocurrió modificar el final de la ópera Carmen y decidió que la protagonista no muriera, sino que matara ella misma a su maltratador empuñando una pistola. Aparte del respeto obligado a la obra clásica, ¿a nadie se le ocurrió explicarle que el mal se denuncia con mayor eficacia mostrándolo tal y como es y no haciendo que el bien triunfe? ¿Hace falta ir a la Universidad para darse cuenta del disparate que supone semejante idea si se aplica a diestro y siniestro?

 

Como un resultado más de la ola de insensateces levantada como reacción pendular ante los siglos de opresión contra las mujeres, alguien se preguntaba si era lícito poder disfrutar de la obra de quien está acusado de los nefandos crímenes que guardan relación –clara u oscura, lo mismo da- con la entrepierna. ¡Nunca más me reiré con un chiste de Woody Allen! ¡No volveré jamás a pisar en una sala en la que pongan una película de Roman Polanski!… y así sucesivamente. No sabemos a cuántos artistas engullirá el sunami, cuántos justos pagarán por pecadores, pero espero que Liam Neeson no dé con sus huesos en el paro. Que son capaces de intentar borrarle de las varias películas que tiene por estrenar en 2018, como a Kevin Spacey. No le va a servir de atenuante ni haber encarnado a Oskar Schindler.

Puritanos de todo el mundo, uníos

Preparando un viaje al centro de promoción del cine francés en París me topo con dos escenas en sendas películas, por estrenar durante 2018, que serían impensables hoy en día en el cine norteamericano, protagonizadas por JulietteBinoche y Marion Cotillard. Primera imagen del filme Un sol interior, de la directora Claire Denis: primer plano de Juliette Binoche tumbada boca arriba en una cama. La composición del encuadre no escamotea la desnudez y permite ver los senos de la actriz, fotografía, por cierto, que Facebook hubiera censurado, por supuesto, como no cejaremos de denunciar hasta que el Gran Hermano cambie sus absurdas normas. El personaje de Binoche se encuentra, lo descubrimos segundos después, manteniendo una relación sexual con otro personaje, un banquero de aspecto físico poco estimulante, interpretado por Xavier Beauvois. El modo franco y honesto de presentar esta acción es el propio de unos artistas, la directora y los actores, que tratan como adulto al público adulto, ni papel couché, ni ridículas sábanas artificiosamente colocadas para cubrir la piel de los personajes.

En Los fantasmas de Ismael, dirigida por Arnaud Desplechin, Marion Cotillard, actriz tan consagrada como Binoche, multipremiada y ganadora como ella de un Oscar, se presenta ante su marido, un director de cine de nombre Ismael, el gran Mathieu Amalric, después de haber estado desaparecida 20 años. Marion porta una bata de baño que deja caer a sus pies y exhibe su magnífica, madura y sensual figura sin tapujos ante la cámara. No durante un fugaz instante visto y no visto, sino durante unos segundos. De nuevo, la puesta en escena de Desplechin es tan pura y limpia como la de Denis, sin juegos de exagerado recato. ¿Podríamos imaginar en semejantes tesituras a dos grandes divas del otro lado del Atlántico?

El contraste de ese puritanismo acendrado, característico del cine de Hollywood, con la libertad de espíritu que muestra el de nuestro vecino francés –y esto eran sólo dos ejemplos de ello- no sólo se manifiesta en la pantalla, en el modo de representar la vida erótica en la ficción. Estos días ha vuelto a quedar  evidenciado en un manifiesto hecho público el martes 9 de enero en la capital parisina, publicado inicialmente en una tribuna publicada en el diario Le Monde y replicado de inmediato, como un terremoto de muy alta magnitud en la escala de Richter, en los medios de comunicación de todo el mundo. Un movimiento de afirmación crítica frente a los excesos que pueden cometerse en defensa de la dignidad de la mujer, a partir del estallido del caso Weinstein y sus múltiples ramificaciones, y que a juicio de las firmantes, entre cuyos nombres se encuentran muy reconocidas personalidades culturales, como la actriz Catherine Deneuve, la escritora Catherine Millet, la cantante Ingrid Caven, la editora Joëlle Losfeld, la cineasta Brigitte Sy, la artista Gloria Friedmann o la ilustradora Stéphanie Blake, suponen la irrupción de una “moral victoriana” agazapada en una especie de “fiebre por enviar a los cerdos al matadero”, que no se traduce más que en coartada para “los enemigos de la libertad sexual, como los extremistas religiosos”.

Catherine Deneuve. EFE

Me encanta la melodía del manifiesto, aunque, como cualquier persona capaz de pensar por sí solo, pudiera añadir o quitar comas, sustituir ésta u otra palabra, matizar tal o cual afirmación. Pero suscribo plenamente su espíritu y me regocijo enormemente por su aparición pública. Demuestra que la sociedad no está inerme frente a algunos síntomas evidentes de brutal regresión conservadora que se ha destapado en todos los órdenes y terrenos de la expresión artística, no sólo cinematográfica y política. En este humilde blog he intentado en repetidas ocasiones ponerlo de relieve al comentar las diferentes pieles adoptadas por la sibilina serpiente de la amenaza censora y el autoritarismo. El feminismo, filosofía y práctica política liberadoras que defiendo a ultranza, ha adoptado peligrosos perfiles que, como decía la escritora Abnousse Shalmani en una columna publicada en el semanario Marianne “se ha convertido en un estalinismo con todo su arsenal: acusación, ostracismo, condena” y es imprescindible fortalecerlo con un espíritu crítico despierto que se oponga a cualquiera de estas desviaciones.

El manifiesto en cuestión hace afirmaciones muy audaces, cuyo autor, de haber sido escrito por un hombre, hubiera sido apedreado en la plaza pública o fusilado al amanecer, reo del mayor de los desprecios, no sólo por mujeres encuadradas en el espectro más radical del feminismo, sino por gran parte de hombres, dirigentes políticos de la izquierda especialmente, que vienen sumándose a la confusión en la que nos hayamos, en cuanto a medios y objetivos, para conseguir la irrenunciable igualdad entre hombres y mujeres. Delimitar conceptos hilando fino no es práctica habitual cuando se defienden los derechos de las mujeres, lo que lleva por ejemplo a preconizar la prohibición de la prostitución en un inútil intento, condenado al fracaso, de acabar con las lacras que provoca la clandestinidad de esa actividad. Por eso, afirmar, como hacen las firmantes del manifiesto, que no es incompatible defender la dignidad y derechos de las mujeres y disfrutar siendo “objeto sexual de un hombre, sin ser una puta ni una vil cómplice del patriarcado” me parece un alarde de suprema valentía en la descripción de la complejidades de la psique humana.

«Denuncia a tu cerdo» eslogan criticado en el manifiesto. Christophe Petit Tesson / EFE

Naturalmente la contrarreacción feminista no ha tardado en acudir con la manguera para apagar el fuego de la razón y hacerme rebajar el optimismo de mis primeros párrafos. También el puritanismo se enseñorea en la vieja Europa y establece vínculos con el del otro lado del Atlántico. Del calibre retrógrado de los argumentos publicados en France Info dan muestra la sutil terminología del título “Los cerdos y sus aliados tienen razones para inquietarse” y las acusaciones que esgrimen contra las disidentes a las que acusan nada menos que de «reincidentes» en la defensa de «pederastas» y “en la apología de la violación», enemigas de la mujer que aprovechan su notoriedad y presencia mediática para «banalizar la violencia sexual». El lenguaje delata la ceguera. Decir: «tenemos derecho a no ser insultadas, silbadas, agredidas ni violadas» equiparando esos términos sofoca cualquier intento de matización e insinúa que quienes con ellas discrepamos les negamos semejantes derechos. Y continúan: «¿Los cerdos y sus aliados están preocupados? Es normal. Su viejo mundo está desapareciendo. Muy lentamente, muy lentamente, pero inexorablemente”.

Calificar a Catherine Deneuve y demás firmantes como aliadas de los cerdos machistas y defensoras de pederastas y de la violación desvela su disparatada insensatez. Lamentablemente, no siguen el consejo de Marta Nebot, que con total lucidez abogaba por el entendimiento y pide “no más peleas de mujeres en el barro”. Ni son capaces de detectar la contradicción que muy certeramente señala Elvira Navarro: «el tipo de moralismo desde el que se equipara a un baboso que nos ha tocado la rodilla con un violador se parece a quien acusa a una chica violada de ir provocando con pantalones cortos. Es el mismo esquema de pensamiento: el del acusador que ve pecado por todas partes«.

Belle de Jour: 50 años de escándalo

La historia del cine tiene estas jugadas caprichosas. Hace ahora cincuenta años en un festival que ha perdido fuelle en los últimos, La Mostra de Venezia, un filme “escandaloso” ganó el León de Oro. No se sabe si la organización le sugirió algo al Jurado, que presidía Alberto Moravia acompañado por otros ilustres de la pluma, como Susan Sontag, Carlos Fuentes o Juan Goytisolo, para que hicieran de ese modo un corte de mangas al Festival de Cannes que lo había rechazado “por insuficiencia artística”. Aunque las crónicas cuentan que hubo sus más y sus menos porque la neoyorquina quería premiar a Godard y el italiano se inclinaba por Marco Bellochio. Al final, a Carlos Fuentes le tiraba el parentesco mejicano de Luis Buñuel y Goytisolo, junto a un crítico ruso cuyo nombre no consta, inclinaron la balanza a favor de Belle de Jour. La agudeza hispano-mejicana le convenció de que La chinoise y La Cina é vicina ¡eran maoístas! ¡Lo tuvieron fácil, lo dicen en sus títulos!

No sabemos qué volumen alcanzaron las carcajadas de Buñuel cuando le contaron esas discusiones. Pero sí podemos imaginar que si hubiera podido cumplir su deseo póstumo, expresado en Mi último suspiro, un libro de cabecera para cualquier cinéfilo escrito por Jean-Claude Carrière a modo de memorias, de salir de la tumba para darse una vueltecita y ver cómo iba el mundo, nuestro más legendario cineasta, se hubiera partido de risa al escuchar las explicaciones de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España justificando que fuera el otro sordo genial, el pintor Goya, y no él, quien diera su nombre en 1987 a los premios que concede: “Propuesto en Asamblea, los académicos se enzarzaron en una polémica, zanjada por Ramiro Gómez, quien recordó que Goya había tenido un concepto pictórico cercano al cine y que varias de sus obras más representativas tenían casi un tratamiento secuencial”. ¡Por dios bendito! ¿nadie supo decir que Buñuel hacía películas? ¡Puro surrealismo, que así somos en este país de monarcas, rajoys y puigdemonts!

Pero volvamos a Belle de Jour. “Por insuficiencia artística”… ¡buen ojo, también los exquisitos de La Croisette, menudo patinazo olímpico y surrealista! No sólo se llevó el premio gordo veneciano sino que las críticas internacionales abrieron las ventanillas de la taquilla urbi et orbi, a todo lo cual Don Luis, impertérrito y socarrón respondía así: “Más que a mi trabajo, lo atribuyo a las putas de la película”. Por entonces, por si alguien no se acuerda, mandaba en España un señor bajito y genocida con uniforme de general; de modo que hubo que esperar ocho años para poder estrenarla, aprovechando la circunstancia, tanto tiempo esperada, de que este individuo estuviera llamando a las puertas del infierno, abiertas para él de par en par tres meses después.

Por aquella época el que junta estas letras se encontraba en Suiza fregando perolos en cocinas de restaurantes, sirviendo y despachando cervezas en bares y garitos varios. Con mis primeros francos suizos de sueldo decidí comprar un libro de gran formato con fotografías de Antonio Gálvez, un privilegiado de la cámara que pudo considerarse amigo de Buñuel y a él le dedica el ojo de su objetivo y su mirada cómplice y admirativa. Fue una gran inversión cuya cuantía no puedo recordar, pero es uno de esos tesoros que uno guarda en la estantería ocultos entre otros volúmenes ajenos al cariño que atesoran. Grandes fotografías que intentan algún tipo de surrealismo que hoy no sabría definir sin esfuerzo, imágenes en las que Buñuel ocupa la escena durante rodajes, descanso entre tomas, o incluso posando con su cigarrillo ladeado en la boca y su mirada extraviada. Cuando Gálvez visitó al maestro en Montparnasse, desde la ventana del hotel se divisaba el cementerio cuyos malos humores el aragonés exorcizaba con su gracejo baturro: “Mientras pueda verlos desde aquí, no hay problema”.

Luis Buñuel Fotografías de Antonio Gálvez. Eric Losfeld Editeur.

De ese ingenio tenemos tanto en sus películas que uno pensaría que no podía sobrarle en su vida cotidiana. No es así. Tenía para dar y repartir y en sus memorias puede comprobarse. También en la carta que le envió a Gálvez:

Méjico, 7 julio 1970. Mi querido Gálvez.

Lamento mil veces retrasar –según dice el editor- la aparición de su libro. No tengo la menor idea de qué puedo escribir: ¿un poema sobre la brisa que acaricia los cabellos de mi bien amada? ¿Un ensayo sobre usted? Soy un anti-ensayista nato. ¿Divagaciones sobre la política contemporánea? ¿Y cómo va Marcuse? ¡Qué absurdo! ¿Comentarios graves y sensatos sobre el papel foto en tanto que expresión artística? ¡Horror! etcétera. ¿Entonces, qué? Si tuviera la facilidad de un escritor que, hablando de una hormiga la transforma en catedral, le enviaría rápidamente mi elucubración, pero no es mi caso.

Creo que tendrá que apañárselas solo para la edición y no contar conmigo. De todos modos, si me llegara, en una semana, o en tres meses, una idea -¡oh, milagro!- digna de su libro, me apresuraría a comunicársela. Se lo digo en serio.

Un saludo cordial de su amigo. Luis Buñuel.

P.S. Que Losfeld publique esta carta, si se atreve.

Catherine Deneuve siempre ha hablado con un respeto infinito por don Luis. Cuando le pregunté por él en una entrevista, con el temor de engrosar las filas de los periodistas que por enésima vez lo hacían, año tras año. Enseguida me hizo perder cuidado: tuvo palabras emocionadas y manifestó que fue para ella un maestro al que admiró toda su vida. No era para menos, en una carrera que cuenta con ciento treinta títulos, a lo largo de tres décadas, ha trabajado con directores como François Truffaut, Roman Polanski, Manoel de Oliveira, André Téchiné, Lars von Trier o François Ozon, y le debe al ilustra aragonés dos títulos cumbres, Belle de Jour (1967) y Tristana (1970), de lejos ambos, “la crème de la crème”.

Catherine Deneuve en Belle de Jour

Catherine Deneuve es la encarnación de la burguesía “chic” parisina, vestida por Yves Saint Laurent y calzada por Roger Vivier cuando Buñuel decide arrancarle las lujosas ropas a Séverine, su personaje, y aliviar sus sofocos azotándola con la fusta, antes de entregársela al garrulo del conductor del carruaje, o embadurnar de barro, o de mierda de caballo, su manto y su cara. ¿Pero qué estoy diciendo? ¿Y los feministas más recalcitrantes qué opinan de esta película? ¡Ay, que no lo sé! Pero me encantaría saber cómo interpretan los guardianes de la moral seudoprogresista el rostro libidinoso de Deneuve-Séverine, casi relamiéndose semidesnuda en la cama: “A mí también me da miedo ese hombre”, le dicen, “a veces debe de ser terrible…” y ella contesta: «¿Qué sabrás tú, Pallas?»

Belle de Jour no presenta la prostitución en sus aspectos más siniestros, los de las mujeres vendidas, maltratadas y sojuzgadas, esa lacra de la sociedad hipócrita que obliga a millones de personas a venderse para sobrevivir pero luego les dice que lo que hacen atenta contra su dignidad y por tanto ha de prohibirse, en lugar de atacar las causas y evitar simultáneamente la explotación y el proxenetismo con la regulación estricta y el control sanitario que proteja a quienes decidan hacerlo voluntariamente.

Buñuel y Jean Claude Carrière, su amigo, su biógrafo, su guionista, hablan de fantasías sexuales, bucean en los abismos de la psicología y extraen del inconsciente materiales con los que se fabrican los deseos inconfesables en forma de parafilias como el masoquismo, el fetichismo, el voyerismo. Pero hablan de mujeres libres como Sèverine, burguesa adinerada, y su doble vida, que se entrega por placer a cambio de dinero. Y como no tienen ni la menor intención de pontificar ni entrar en discusiones bizantinas se ríen, se ríen de sí mismo, de los bienpensantes de la sociedad y de los espectadores. En Buñuel la risa es revolucionaria y no admite explicaciones, así es que no las busquen, como lleva haciéndose estas cinco décadas con la secuencia final de la cajita y su misterioso contenido. ¡Ja! ¡A ver si alguien es capaz de imaginar alguna excentricidad más chiflada que la del asiático que visita el burdel!