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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Los animales tienen alma

Los animales encuentran refugio cinematográfico en el género documental. Y éste, a su vez, suele acogerse al calor de una cadena de televisión, La 2 de Televisión Española, donde acaricia los oídos somnolientos de quienes pueden permitirse una siestecita en el mullido sofá de sus casas. “Los documentales de La 2”, esa institución que si no existiera habría que inventarla porque ofrecen una coartada cultural al páramo televisivo privado y son el último resquicio de televisión pública que aún resiste a la demolición planificada por el gobierno del PP.

Pero a veces los animales saltan de la pequeña a la gran pantalla y del género en el que son fuertes al de la ficción, que no siempre les ha tratado muy bien. El oficio que con más frecuencia les ha sido reservado es el de amenaza para los humanos: King Kong, Tiburón, los dinosaurios del Parque Jurásico, Anaconda u otras especies. Todos los citados, por fortuna, fueron creados artificialmente y ningún animal sufrió para meterse en el papel.

Aunque también han sido numerosos los pacíficos compañeros, fueran éstos niños, adultos o ambos a la vez. Aquí la lista podría ser extensa: la mona Cheetah, inseparable de Tarzan, el perro Rin Tin Tin o la perra Lassie, la ballena Willie…

Los niños, claro, siempre estuvieron desprotegidos ante las conservadoras ideas educativas, no siempre muy presentables, de un tal Walt Disney con sus dálmatas, su Dumbo, su Rey León, etc. Pero mucho peor que eso, los niños y sus papás han sido ignorantes del sufrimiento de los simpáticos animalitos de carne y hueso protagonistas de otras historias que tanta gracia les hacían, desde Babe el cerdito valiente hasta el legendario delfín Flipper.

Dicen las malas lenguas que muchos cochinillos tuvieron que ser sacrificados durante el rodaje de Babe. Y respecto a Flipper, Richard O’Barry comentó el gran trauma que supuso para él ver cómo el delfín llamado Cathy, del que era adiestrador, moría en sus brazos por el procedimiento de dejar de respirar voluntariamente (cosa que en efecto los cetáceos pueden hacer, a diferencia de los humanos). El suicidio del inteligente animal lo atribuyó a los padecimientos que soportó hasta convertirse en estrella de la televisión, de los que O’Barry se sentía responsable (aunque para encarnar el personaje de Flipper no sólo se utilizó un delfín sino cinco). O’Barry decidió convertirse en militante defensor de los derechos de los delfines y su historia se cuenta en una apasionante película titulada The Cove realizada en 2009 por Louie Psihoyos, que entre otros muchos premios ganó un Oscar al Mejor Documental. Psihoyos y O’Barry denunciaban las matanzas sistemáticas de estos animales en Taiji, Wakayama, Japón.

También hay documentales más luminosos, aunque no menos dramáticos, por motivos bien distintos, que The Cove. Me estoy refiriendo a una de las películas de no ficción más emocionantes que yo recuerdo haber visto nunca con animales de la jungla por protagonistas: The Last Lions, producido por National Geographic y dirigido por Dereck Joubert en 2011. Cuenta la lucha por la supervivencia de una leona y sus cachorros con tal habilidad narrativa y tal dominio del suspense y de la puesta en escena que se diría que los felinos eran actores perfectamente aleccionados para ubicarse en el encuadre, cosa que, naturalmente, no era cierta, pues el registro de imagen es estrictamente documental. Recuerdo una secuencia con un cachorrito arrastrándose herido que casi me hizo saltar las lágrimas de emoción. La recomiendo encarecidamente.

Hoy se estrena en España una película en la que los animales son en cierto modo protagonistas no acreditados. Su título, Spoor (El rastro) y su directora, la veterana Agniezska Holland. Y a pesar de que narra una historia con tintes oscuros, de crímenes en un medio rural, en los Sudetes polacos, creo que gustará a los amantes de los animales, aunque no verán en la publicidad que se haga mención a este aspecto de la misma porque se trata de un thriller cuyo interés aparente se aleja de él.

Una actriz para mí desconocida, Agniezska Mandat-Grabka, que recibió la recompensa a su excelente trabajo en el festival de Valladolid en forma de Espiga de Oro (ex aequo con Laetitia Dosch, por Jeune Femme), interpreta a una entrañable, bastante excéntrica y solitaria ardiente defensora del reino animal, comenzando por sus dos perros, la única familia que se le conoce.

Conmueve ver a la señora Duszejco buscarlos el día en que no aparecen como de costumbre correteando en su casa en el campo. Emociona verla enfrentarse a los cazadores que organizan grandes batidas para exterminar a la fauna salvaje. Nos ponemos a su lado cuando acude infructuosamente a la policía para denunciar a un vecino que mató a un joven jabalí, al que ella se abrazaba compungida e impotente mientras la fiera agonizaba. Podríamos abofetear en su nombre al cura que con absoluta insensibilidad e ignorancia le dice que su dios prohíbe matar pero sólo se refiere a las personas y no a los animales, porque ésos no tienen alma y por tanto no se salvarán.

Por las imágenes de Spoor (El rastro) se cuelan muchos animales, perros, jabalíes, corzos, zorros, hurones, pájaros que yo no identifico, mientras se va sucediendo una serie de crímenes que la policía, un tanto despreocupadamente, debe investigar. A veces observamos a través de la mirada de los animales el absurdo y desquiciado mundo de los humanos. Holland los fotografía agazapados entre las ramas de los árboles o la maleza del bosque, deja entrever su miedo, o les permite huir aterrados ante las detonaciones que escupen las escopetas de los asesinos, que es lo que la señora Duszejco llama a los que posan ufanos ante su cosecha de cadáveres de cuadrúpedos inocentes. Y vemos toda la compasión hacia esas víctimas de la crueldad humana –algunos lo llaman deporte- no sólo en la manera con que la señora Duszejco intenta protegerlas sino en el modo en que la realizadora pone el foco tanto en la mujer como en esos animales, desdeñando un tanto la trama policial, que resulta coja.

Es cierto que como thriller Spoor (El rastro) no satisfará demasiado a quienes se interesen particularmente por los mecanismos narrativos del género, la investigación, el suspense y el enigma sobre el autor de las muertes de los cazadores, porque en el fondo la realizadora tampoco parece demasiado interesada en él. El relato adquiere más densidad en el esbozo de un retrato colectivo, de una sociedad cerrada, atrasada, insensible y estúpida, y de una atmósfera viciada que en el de los personajes que cobran más presencia y cercanía, a excepción hecha de la protagonista. De lejos, la tontuna de algunos bípedos y sus ridículas maneras de morir nos recuerda al horizonte Fargo de los Coen, eso sí, trasladados al paisaje polaco, su idioma, su tipología y mentalidad.

La pregunta que yo le hubiera hecho a Holland de haber tenido ocasión es si puede aplicarse en este caso el viejo rótulo de “Ningún animal sufrió daños durante el rodaje”, lo que a menudo es completamente falso, o si los animales que son sacrificados en escena lo son también en la realidad. Me apostaría el bigote a que la respuesta no me iba a agradar. Y entonces me pregunto: ¿es legítimo denunciar en una película el maltrato animal maltratando a animales? ¿Es tolerable esa contradicción? ¿Ustedes qué opinan?

Ficciones y realidades, las fronteras del cine son difusas

Llego a Pamplona dispuesto a tomar el pulso a un Festival de documentales en su undécima edición, el Punto de Vista. En el tren me vienen siguiendo desde Madrid dos ideas. Una, que en la capital navarra todavía deben de quedar carteles de otro, mucho más humilde y pequeño, pero también más extraño; su nombre lo dice todo: CIDE, Festival de cine y dentistas, y clausuró su quinto año el pasado 28 de febrero. Si será peculiar –el nombre lo deja bien clarito- que es el único en el mundo conocido en su género, toda vez que otro de no sé dónde que podía hermanarse con él, o hacerle sombra, ya desapareció.

Parece que va de guasa lo de Cine y dentistas, pero el dúo Beatriz Lahoz y Blanca Oria que son sus animadoras están reuniendo granito a granito con su entusiasmo una bonita colección de celuloide en el que aparecen por un lado o por otro estos simpáticos profesionales a los que nadie quiere sonreir. Este año, para muestra los tres botones, se proyectaron La mujer sin cabeza (también titulada La mujer rubia, Lucrecia Martel, 2008), Marathon Mann (John Schlesinger, 1974) y Aventuras de un dentista (Elem Klimov, 1965). ¿Es o no de quedarse boquiabiertos?

La otra idea que me acompaña tiene que ver con la representación de la realidad a la que supuestamente aspira el género documental. Si las fronteras genéricas cinematográficas no hubieran sido suficientemente permeables a todo tipo de contaminaciones y convivencias, la semana pasada se estrenó un ejemplo sensacional de aquello que despachamos con la etiqueta de “falso documental”, Análisis de sangre azul, un híbrido entre ficción y no ficción que desafía toda capacidad del espectador para adivinar la naturaleza de imágenes rodadas en la actualidad pero presentadas como si fueran documentos valiosos de los años cuarenta.

Valiente, coherente, exigente y agudamente engañoso, el filme de Blanca Torres y Gabriel Velázquez es un tratado poético sobre la idiocia, sobre la aparición salvadora de un guiri alucinante y alucinado en un paradójico escenario en el que conviven la enajenación mental y el paraiso terrenal. Ustedes verán rollos del viejo formato doméstico mudo de Súper 8, convenientemente tratados, montados y enriquecidos con rótulos y música convertidos en el concienzudo trabajo científico de un doctor en psiquiatría enamorado de su profesión: amor y ciencia. Como propuesta narrativa no me dirán que no está a la altura de la excentricidad del Festival de Cine y Dentistas.

Si Análisis de sangre azul desborda el concepto de ficción e invade el de documental, las obras presentadas en el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra, Punto de vista, que se viene celebrando desde el día 6 y concluirá el día 11 del corriente, lo que hacen es reclamar nuevas definiciones para explicar a qué aspiran. Desde luego, a muchas de ellas el concepto de documental se les queda muy estrecho. Oskar Alegría, su director durante las cuatro últimas ediciones (para la próxima cede su puesto a otra persona aún no determinada) lo resumía con la idea de que estas películas, a diferencia de los documentales de La 2 y de todos los que se guían por parámetros en mayor o menor medida periodísticos o ensayísticos, no ofrecen respuestas y pretenden dejar en el aire muchas preguntas.

A mí me resulta muy clarificadora esta definición, aunque es tal la variedad y la riqueza de planteamientos narrativos de los trabajos que se exponen en Pamplona (también en el Festival Documenta Madrid que se celebrará del 4 al 14 de mayo) que seguramente no baste para abarcarlos todos. Además hay que añadir que muchos de ellos se caracterizan por la experimentación formal y casi todos por altas dosis de creatividad artística.

Lo que resulta muy frustrante es que, con rarísimas excepciones, estos filmes no traspasen el muro de cristal que les impide ser estrenados en salas comunes. En muchos casos son deslumbrantes. Por citar uno: We make couples, del canadiense Mike Holboom, un alucinante collage de imágenes y pensamientos críticos con el sistema capitalista, en clave marxista y sentimental. ¿Contradictorio? No tanto como puede parecer.