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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Arte, fiesta y tortura

Se acabaron los sanfermines. Se acabó la bacanal, la orgía de alcohool, sangre de toro, deseos de sexo a veces mal reprimidos, a veces estúpidamente mal reprimidos, algarabía, fiesta, jarana y despendole. Muchos vecinos de Pamplona agradecerán por fin poder descansar. A mí las fiestas desparramadas con grandes multitudes me traen al fresco. Lo que me duele profundamente es lo que rodea a esos bellos animales que tenemos por símbolo de nuestra España: los toros, sometidos a un estrés infinito durante la carrera hasta la plaza y no digamos durante su sacrificio ritual en la corrida. Del resto, allá se las componga cada cual y apenque con las consecuencias de sus actos.

Este  estridente escenario de los sanfermines servía de telón de fondo a la trama de La trastienda, dirigida en 1975 por Jorge Grau, con guion de José Frade y Alfonso Jiménez. Imagino que no debió de ser fácil rodar en un contexto tan ruidoso y caótico porque yo he vivido cuatro años en Pamplona y lo conozco a pie y detrás de las cámaras de TVE transmitiendo los encierros, las idas y vueltas de las charangas y el mareante sinfín de actividades paganas y religiosas.

Los Sanfermines de 1975 en La Trastienda from patxi mendiburu belzunegui on Vimeo.

La trastienda tiene un papel muy singular en la historia de nuestro cine porque en uno de sus planos aparece por primera vez, fugazmente, visto y no visto, ya pueden estar atentos quienes quieran comprobarlo, un desnudo frontal completo, después de 35 años de miserable represión franquista. El honor de esta función pionera le cayó a María José Cantudo, la actriz que encendió el chupinazo de la fiesta del destape, época de sacudirse la caspa, sarampión necesario y obligado que tuvo sus momentos febriles y sus consecuencias positivas y negativas, que de todo hubo, como en botica.

María José Cantudo en un fotograma de La trastienda

Pero, por supuesto, Jorge Grau no había sido el primero en poner sus cámaras de ficción en tan incomparable marco. La adaptación de la novela homónima de Ernest Hemingway, Fiesta (Henry King, 1956) llevó a una Pamplona de mentirijilla reconstruida en decorados mejicanos a sus estrellas Tyrone Power, Erroll Flynn y sobre todo a Ava Gardner, que pisaría con mucho garbo las calles de Madrid para bebérselo todo entre 1952 y 1967. Hasta el Don Quijote que nunca pudo acabar Orson Welles visitó las embarulladas calles pamplonesas- Y Francesco Rosi se fue a la fiesta con el taurino título de El momento de la verdad (1965). Encierros imposibles los hemos visto en Cowboys de ciudad (Ron Underwood, 1991) y en Knight & Day, conocida en España como Noche y día, donde Tom Cruise le regala a Cameron Díaz una inmersión inolvidable en moto en los encierros pamploneses que se desarrollan ¡en Cádiz! Al menos a Cruise y a la doble de Díaz no se les puede negar el valor porque la secuencia se las trae y ellos estaban allí, motorizados y rodando entre los animales sin trampa ni cartón.

Del inenarrable encierro de Cowboys de ciudad, ¡qué se puede añadir a las imágenes! Juzguen ustedes.

Volviendo al toro, acudo a un enamorado del animal, el malogrado Bigas Luna. “El toro es para mí el gran símbolo de España. Representa la belleza de lo ibérico y es el protagonista de una de las grandes contradicciones de nuestro país: la corrida. Fiesta con grandes cualidades estéticas y emocionales, pero que para mí no puede entrar en el siglo XXI”.

Uno de esos iconos que Bigas introdujo concediéndole un espacio estelar en su filmografía fue el Toro de Osborne, estampa inigualable que se enseñorea por esas carreteras de dios, ajena a su origen publicitario y también, protegido por la coartada de su inmovilidad, al desgraciado sino que le aguarda a sus congéneres de carne y hueso. Fue en Jamón, Jamón, todo un momento feliz de descubrimientos: dos jovencísimos actores que hoy pisan juntos o por separado las alfombras del Olimpo, Javier Bardem y Penélope Cruz, y summa artis del director catalán cuyo imaginario al completo se deslizaba gozosamente por sus imágenes. El erotismo pegado a la piel de los actores, los pechos de Penélope con su insospechado sabor a tortilla de patatas, el aroma del Mediterráneo entero condensado en la pasión por vivir, comer y follar. Bajo la imponente figura de uno de esos toros de cartón se concentraba toda la fuerza vital que posteriormente estallaba en sexo y violencia. Jamón, Jamón, un hito grandioso en nuestro moderno cine.

JAMÓN, JAMÓN from Ovideo on Vimeo.

Javier Bardem, con la fuerza desbocada de su juventud e inexperiencia, se convierte en Raúl, aspirante a torero, y como tal protagoniza una de las secuencias memorables –son unas cuantas en este filme- que nos dejó Bigas Luna, impregnada de humor, sensualidad y noble fiereza: el cuerpo a cuerpo desnudo con una vaquilla a la luz de la luna, como pidiendo a gritos el acompañamiento musical de la célebre tonadilla… En otra secuencia Raúl tiene la desgraciada idea de emprenderla con los testículos del animal petrificado, derrochando energía destructiva, canalizada como suelen hacer quienes parece que se cayeron al nacer en un pozo de testosterona, batiéndose contra cualquiera o cualquier cosa que pudiera hacerle sombra a sus cojones.

Sobre la figura de ese icono, hoy consagrado, se discutió mucho en su día, allá por 1988. Algunas voces clamaban por su retirada de las carreteras y a punto estuvieron de conseguirlo, hasta que en 1997 el Tribunal Supremo, que como se ve a veces también acierta, dictó sentencia para su mantenimiento debido “al interés estético o cultural”. El cuadrúpedo ha sufrido las embestidas de otros animales bípedos en Cataluña, en Galicia y otros territorios, pero también ha visto cómo la imaginación artística lo tomaba como bandera de ideas más estimulantes.

El toro de Osborne. EFE

Por ejemplo, el toro de Osborne situado en Santa Pola (Alicante) fue transformado el 18 de mayo por un artista de Murcia, de nombre Sam3, en un gigantesco lienzo de 14 metros de altura sobre el que reproduce parte del Guernica de Picasso, para dejar sentado su pensamiento acerca de la tauromaquia a través de lo que simboliza la ciudad vizcaína: «El monstruo de la guerra fue retratado en 1937 y Guernica es sólo uno de sus nombres, le gusta pastar donde hay inocentes y desarmados. Tauromaquia de cobardes. Reverencia a #picasso», dijo en su perfil de Facebook.  Al igual que Raúl-Javier Bardem en Jamón, Jamón, alguien decidió tiempo atrás arrancarle los testículos a este toro de mentira, tanto trastornado por las gónadas como anda por ahí suelto. En la plaza los toreros son más finos y sutiles cuando le cortan el rabo a su enemigo muerto, el símbolo al fin sigue siendo el mismo y no hace falta preguntarle a ningún psicoanalista para darse cuenta. Dice Sam3 que el de Osborne es como «un monstruo gigante como los molinos de Don Quijote, que nos vigila atentamente o nos da la espalda, que representa algo muy irracional y que nos caracteriza como gente del Mediterráneo».

El toro de Osborne de Sam3 en Santa Pola (Alicante). Rafa Molina_EFE

La irracionalidad de un espectáculo en el que los asistentes se deleitan con el sublime arte de torturar y matar de un modo sangriento a estos bellos animales (hay desde luego muchas otras maneras más zafias de martirizarlos a lo largo de la geografía española) no puede tener justificación ni coartada alguna, hay que decirlo alto y claro cuantas veces se pueda para no incurrir en un silencio cómplice.

Lo decía Bigas Luna con sabias palabras que suscribo al 100% en un programa emitido en noviembre de 2009 , por Televisión Española, 50 años de… Iconos ibéricos, que pueden ver aquí:

“La muerte de un animal no es posible en los códigos de las nuevas culturas de esta época. El toro debe seguir siendo nuestro gran símbolo”. Un símbolo vivo, añado yo, respetado y protegido como cualquier otro animal, que es lo único que realmente puede diferenciarnos de ellos.

Goyas y Palmas de Oro a precio de saldo

Al capítulo de estrecheces económicas del cine, de las que yo daba cuenta el martes pasado, los inusuales métodos de financiación que pasan por el micromecenazgo y otras fórmulas, se le añade la de la venta de enseres particulares; alguno, cargado de simbolismo que convierte a cineastas que un día alcanzaron la gloria en caballeros que hubieran perdido toda su fortuna y tuvieran que empeñar hasta el caballo. Traigo a colación la subasta de un Goya y de una Palma de Oro del Festival de Cannes, nada menos; aunque, por haber, hasta algunos Oscar se han vendido en el pasado.

A ver si nos vamos aclarando, Juanma, que con tu cachondeo en el video que hiciste circular por la Red, que yo te alabo, desde luego, no me queda claro quién leches llevó el cabezón a empeñar. Porque allí estuvo, tú no lo puede negar porque hay fotos que circularon en las redes, en el escaparate de aquella tienda de artículos de segunda mano de Vitoria por un precio de 4.999 euros, que ya son ganas de marear la perdiz. Encima machacas nueces con el trofeo y ofreces la Concha de Oro en el mismo paquete a buen precio. Te crees muy gracioso, y a lo mejor lo eres, pero, hombre, Juanma, bien está empeñar el Goya, ¡pero uno auténtico por sólo 5000 euros…! O le tienes poco aprecio a los honores que representa o andas muy necesitado de liquidez.

Menudo mosqueo se pilló la presidenta de la Academia, Yvonne Blake recordando: «El premio es de quien lo recibe y puede hacer lo que quiera con él, porque no hay ninguna cláusula. No es como en Estados Unidos, donde sí prohíben vender los Oscar. Aquí nunca había pasado en 31 años. Ahora la Academia se plantea regular esta situación en España. Pero si ese Goya no es auténtico, sí que se puede emprender acciones legales, porque nosotros somos titulares de los derechos de imagen de la estatuilla».

Mira, yo en esto estoy contigo. Si te planteas reinvertirlo en hacer otra película sería el mejor homenaje que se le puede hacer al cabezón, todo un símbolo poético, la fundición del metal para ennoblecerlo con nueva materia cinematográfica. Del celuloide salió y al celuloide vuelve (sí, ya sé que ya no se rueda en ese material, pero como metáfora que es resulta más literario).

Ese Goya, que se intentó vender sin conseguirse por la escandalera que provocó cuando saltó a la luz la noticia, lo habían ganado el 7 de marzo de 1992 unos prometedores hermanos, Eduardo y Juanma Bajo Ulloa, que vieron premiado su guión original de Alas de mariposa. Para poder producir la película dicen las crónicas que el director tuvo que hipotecar su casa (y supongo que más de un familiar se vería en la tesitura de tener que echar una mano). Así es que la venta del Goya hubiera cerrado el círculo, o continuado una cadena maldita, según se mire.

Cuando recogía su Concha de Oro a la Mejor Película en el festival de San Sebastián el segundo, había vaticinado desafiante: “os vais a acordar de ésta”. Ay, ironías del destino. Mira cómo se burlan los dioses trabajando con la materia que ellos atesoran, la perspectiva del tiempo, que tanta falta hace cuando se es joven y se carece por completo de ella.

La noticia saltó el 27 del pasado diciembre y más que los titulares que ya tenían su guasa (“El Cash Converters que vendía el Goya de los Bajo Ulloa: teníamos el premio en tienda”, se leía en este periódico; “Un Goya de saldo”, decía El Correo.com; “Los Bajo Ulloa tratan de vender su premio Goya en una tienda de segunda mano”;y así suma y sigue) a mí lo que me perturbó fue la imagen de la codiciada estatuilla expuesta en aquel escaparate, rodeada de collares de bisutería, viejas cámaras fotográficas y otros objetos de menor rango que el noble busto de don Francisco, así convertido en un mendicante testimonio de lo arrastrada que está nuestra industria. Quien sabe lo que habrán visto sus ojos hasta llegar a caer en esa postración. ¡Lo que darían muchos por tener uno en su casa!

 

O tal vez sea el símbolo definitivo de cómo la rebeldía juvenil (y el imperdonable puntito de arrogancia que suele acompañarle) es castigada por los dueños de una industria que no tolera a los que mean fuera del tiesto. Porque a Juanma, que tan precozmente había revelado su talento como contador de historias, se le fueron cerrando las puertas del cine por quienes tienen las llaves, y ello, a pesar de que en 1997 convirtió a Airbag, una película que veía retrasar su estreno una y otra vez durante meses, en la más taquillera de la historia, un taquillazo de siete millones de euros. Airbag no era muy de mi gusto, su gamberrismo desenfrenado me resultaba cargante, pero reconozco que en algunos momentos destilaba una simpática mala leche que me hacía cosquillas.

Genio incomprendido o alguien le echó un mal fario, porque Bajo Ulloa intentó repetir la jugada 18 años después de aquel extraño suceso que fue Airbag, con Rey Gitano y el batacazo volvió a llevarle a la ruina, dos millones de coste y poco menos de uno de ingresos. Seguía sin ser un humor fino, todo hay que decirlo, cultivaba con fruición el brochazo y las situaciones disparatadas con un sano espíritu iconoclasta respecto a la sociedad y a la familia real, de la que se pitorreaba un poquito, con alusiones a algunos de los últimos episodios protagonizados por el monarca emérito, pero el guion y la película en su conjunto volaban bajito. La fórmula era parecida, de similar fuste a Airbag, pero esta vez no resultó.

Ya sé que es magro consuelo, pero los Bajo Ulloa no estáis solos. Hace unos días supimos que Leonardo di Caprio tenía entre sus bienes el Oscar que Marlon Brando había ganado por La ley del silencio en 1954, obsequio de  la empresa Red Granite Pictures, productora de El lobo de Wall Street, que había sido acusada de malversación de fondos en Malasia, por lo que el Departamento de Justicia de Estados Unidos le pidió que la devolviera. La historia de cómo había llegado la estatuilla hasta allí es larga, pero las diversas manos que mercadearon con ella manejaron muchos dólares, seguro.

En 2011 se subastó el Oscar de Orson Welles por Ciudadano Kane, y como la cosa amenazaba con convertirse en epidemia, la Academia de Estados Unidos acabó por prohibirlo: “Los ganadores de un premio no venderán ni desecharán la estatuilla del Oscar sin antes ofrecerla a la Academia por la suma de 1 dólar”, reza el reglamento vigente.

El Goya que ganó Orson Welles

El último sobresalto conocido que hace confundir valor con precio data de hace menos de dos semanas, cuando supimos que Abdellatif Kechiche ponía en venta su Palma de Oro del Festival de Cannes, que obtuvo por La vida de Adèle en 2013. Lo contaba el director en The Hollywood Reporter y aclaraba que “el fin era conseguir el dinero suficiente para completar la postproducción sin más retrasos». En el paquete se incluirían algunos óleos que aparecen en la película. Según la productora, Quat’sous (“Cuatro duros”, ni aposta podían haber elegido mejor nombre) los bancos les habían cerrado el grifo del crédito provocando numeroso problemas de financiación y poniendo en peligro los cobros del equipo. O sea, nada nuevo bajo el sol, manda la banca y los del cine a callar.

Abdellatif Kechiche, Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux recogen la Palma de Oro en Cannes

La Palma de Oro del Festival de Cannes parece ser que está valorada en más de 20.000 euros, porque pesa 118 gramos de oro de 18 quilates. No tengo el dato equivalente de la Concha de Oro, pero a juzgar por el desencanto con que algunos afortunados la recogieron en su día (“pero si parece un cenicero”, decía jocosamente una joven actriz con apellido de animal que la había ganado por un papel muy dramático) no debe de ir muy allá. El valor crematístico sin duda es muy inferior al simbólico. Y recordemos que el cine se alimenta de símbolos pero no se fabrica con ellos. Los símbolos no cotizan en el mercado de valores.

¡Malditos periodistas de película!

Según el Informe anual de la profesión periodística el 83% de los profesionales de la información cree que la imagen de la prensa es regular, mala o muy mala; seguro que tienen razón. Esos datos corresponden a 2007 y dudo mucho de que la situación haya mejorado. El espectáculo bochornoso que ofrecen algunas tertulias televisivas, que las gallinas toman como modelo para depurar su cacareo imitando a los periodistas, de un tiempo a esta parte no hace más que hundir en la más absoluta miseria el prestigio que algún día debió de tener ese bendito oficio.

Periodistas en la redacción: Jake Gyllenhaal y Robert Downey Jr. en Zodiac

El cine lo ha tratado mejor. Incluso cuando la visión era desfavorable, no dejaba de dotar a los periodistas de una cierta aureola mítica; al fin y al cabo ellos son los  mediadores entre el espectador y los acontecimientos históricos, le guían a través de sus investigaciones y le introducen en la escena del crimen a salvo de las salpicaduras de sangre. Véase, por ejemplo, Zodiac, con cuya trama David Fincher indagaba en la identidad del famoso “asesino del Zodíaco”, un mameluco que acostumbraba a jugar al ratón y el gato con los policías y periodistas que investigaban sus atrocidades seriadas, allá por los años 60 y 70 de la ciudad de San Francisco.

O si lo prefiere, el espectador puede sentarse frente a frente, cámaras de televisión como fríos testigos del momento, con el presidente Nixon, en la famosa entrevista que relata de manera absorbente Ron Howard en El desafío: Frost contra Nixon, adaptación de la obra de teatro de Peter Morgan con dos extraordinarios intérpretes, Frank Langella, en el papel del presidente mentiroso pillado en renuncio, y el británico Michael Sheen en el papel del sabueso interrogador.

Michael Sheen y Frank Langella, Frost contra Nixon

Otro episodio histórico de la lucha por la independencia periodística lo narraba con maestría George Clooney al mando de la manivela, delante y detrás de la cámara: Buenas noches y buena suerte. Del título se apropió Zapatero para despedir un debate preelectoral con Rajoy anterior a su segundo período de Presidencia, pero la materia cinematográfica tenía muchísima más enjundia que las vagas generalidades y lugares comunes de la pantomima política con que nos obsequiaron sendos dirigentes: se trataba de la “caza de brujas” y los contendientes eran el senador Joseph McCarthy y el presentador de la CBS Edward R.Murrow, al que prestaba su porte y su voz imponentes David Strathairn, junto a su productor que encarnaba el propio Clooney.

David Strathairn, imponente en Buenas noches y buena suerte

¿Emociones más intensas, mayores dosis de adrenalina, acción trepidante? Pues uno se va a la guerra. De Nicaragua a Indonesia o si lo prefiere, más cerca, los Balcanes. Bajo el fuego nos coloca en los años 80 con los sandinistas pisando casi las moquetas de palacio para derrocar a la sangrienta dinastía de los Somoza. Roger Spottiswoode reclutó a Nick Nolte, en lo más alto de su carrera, como fotógrafo, a Joanna Cassidy como periodista radiofónica y a Gene Hackman, como corresponsal televisivo de vuelta de todas las batallas. ¿Retratar la realidad o implicarse en ella tomando partido? Es la clave que debe resolver Nolte con la inestimable y cálida ayuda de la periodista.

Nick Nolte y Joanna Cassidy en Bajo el fuego

En Indonesia el periodista era australiano, la crisis política estaba provocada por el derrocamiento del presidente Sukarno y el director de la película era nada menos que Peter Weir. El periodista lo encarnaba un actor que aún era joven (la película se estrenó en 1983) y ya había sido dos veces Mad Max: Mel Gibson. Entre manifestación y protesta, a Gibson le acompañaba una mujer bajita que ganó un Oscar encarnando a un fotógrafo: Linda Hunt. También le echaba una mano Sigourney Weaver. ¿No querían emociones? Pues nada, aquello era El año que vivimos peligrosamente.

Mel Gibson y Linda Hunt en El año que vivimos peligrosamente

La guerra de Bosnia nos pilla más cerca, pero no resulta más llevadera. Para oler a pólvora y vomitar con el tufo de los cadáveres, nos acercamos a Imanol Arias y Carmelo Gómez, reporteros de Televisión Española destacados en aquel país en descomposición. Sarajevo en toda su dolorosa salsa, que una periodista, encarnada por Cecilia Dopazo pretender explotar con dudosas maneras. La guerra contada en una novela resabiada por Arturo Pérez Reverte y llevada al cine por Gerardo Herrero: Territorio Comanche.

Imanol Arias, Cecilia Dopazo y Carmelo Gómez en Territorio Comanche

La feliz conjunción entre periodismo y cine nos ha dado grandes glorias del pasado, como Ciudadano Kane, la más grande, la obra maestra incontestable de Orson Welles de 1941, múltiples veces señalada como la cumbre del 7º Arte, y otras que no alcanzan tales alturas pero no le andan demasiado lejos, como Todos los hombres del presidente. Welles traza un retrato shakespeariano del reverso tenebroso de la prensa en la persona de Charles Foster Kane, trasunto de William Randolph Hearst, magnate, rey del amarillismo, tirano, propietario de treinta y siete cabeceras, dos agencias de noticias y una cadena de radio, ese “hombre que tuvo todo cuanto quiso, y que lo perdió”. Resume Josep María Bunyol en el libro Historias de portada, 50 películas esenciales sobre periodismo (Editorial UOC, 2017): “en Ciudadano Kane tomaba cuerpo… el horroroso vacío de una vida presuntamente triunfal”.

Orson Welles en su obra maestra Ciudadano Kane

Entre esos cincuenta títulos también aparece, por supuesto, Todos los hombres del presidente, otra cita ineludible en este recorrido, el anverso luminoso. Brillantes en sus papeles de Bob Woodward y Carl Bernstein, Robert Redford y Dustin Hoffman desvelan la trama de corrupción que se llevó por delante a Richard Nixon al destapar el espionaje contra el Partido Demócrata, enfrentándose a todas las presiones de dentro y de fuera de su propio periódico.

Robert Redford y Dustin Hoffman en Todos los hombres del presidente

En su libro Buñol extrae datos de la periferia de la producción y acompaña su información de comentarios sagaces sobre cuestiones narrativas o ideológicas, lo que hace interesante la lectura del libro al margen de su uso como guía temática. Como botón de muestra esta apostilla a su reseña de Solos en la madrugada: “José Luis Garci, un cinéfilo que de niño ya debía sentir nostalgia por el pasado”. De sus notas sobre La dolce vita, otra de las grandes obras maestras por las que pasea un periodista, nada menos que Marcello Mastroianni, al que evocaba yo recientemente contemplando a Anita Ekberg, entresaco el agradecido emparejamiento con la magnífica La gran belleza, de Paolo Sorrentino, de la que afirma, en mi opinión con acierto, que son complementarias y de sus protagonistas que: “ambos tejen un discurso existencialista sobre el vacío de la sociedad moderna”.

De modo que si el espectador-lector quiere gozar de una panorámica amplia y jugosa sobre las interconexiones simbióticas de los dos universos aquí mencionados, puede confiarse a las páginas de este ensayo de lectura rápida, amena y sugestiva que enumera cronológicamente filmes que van desde El cameraman, 1928,  a Spotlight, 2015, pasando por los citados y otros menos conocidos. La prensa escrita, la radio y televisión, sus especímenes en todas las esferas, sus radios de acción y sus métodos, grandezas y miserias, las luchas intestinas y las impagables aportaciones a la causa de la sociedad regularmente informada; todo ello según se puede ver en la pantalla grande.