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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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La irresistible atracción de la crueldad

Nada más eficaz para sacarle a uno de esta borrachera consumista en la que nos sumen tan entrañables fechas como una dosis de caballo de realidad aplicada en vena cuando uno menos se lo espera, por ejemplo, yendo al cine. Que quieren ustedes olvidarse por un buen rato del tostón de los villancicos, de las multitudes en calles y tiendas y hasta del raca raca del procés y los siete enanitos, pues les recomiendo que se acerquen si lo tienen a mano a ver Demasiado cerca (Tesnota), la ópera prima de un joven ruso de 26 años de edad, Kantemir Balagov, criado a los pechos del conocido director Alexander Sokurov, estrenada el viernes pasado.

Darya Zhovner en Demasiado cerca (Tesnota). BTEAM Pictures

Balagov procede de la lejana y probablemente desconocida para ustedes (como lo era para mí) república autónoma rusa de Kabardia-Balkaria, encajada en el norte del Cáucaso, en las faldas de la montaña más alta de Europa, el monte Elbrús, de 5.642 metros de altitud, frontera natural con Asia. Los kabardinos formaron con los balkares (emparentados con los turcos, cuya lengua hablan) la comunidad que lleva el nombre de ambos desde 1936, a la que se sumó un importante número de judíos durante la invasión del Cáucaso por las tropas alemanas. Por suerte o por desgracia, más bien lo segundo, no andan lo suficientemente lejos de Chechenia como para no verse afectados por las recientes guerras de aquellas gentes.

En Nalchik, capital de la república, en 1998, se desarrolla la historia de una familia de judíos que tan pronto celebran la boda de un hijo menor como lamentan al día siguiente que el joven matrimonio haya sido secuestrado para pedir un rescate, algo frecuente por entonces en aquellas latitudes. Ilana, una muchacha de 24 años con mucho carácter y determinación que trabaja con su padre en un taller mecánico, se niega en redondo a pagar los platos rotos y rechaza un matrimonio de conveniencia para recaudar fondos con los que liberar a su hermano.

Si alguien hablaba de feminismo cuando se estrenó Wonder Woman, ¡Ja! Ahí tienen ustedes feminismo del de verdad, el que coloca en primer término a una mujer real y le dota de fuerte personalidad para enfrentarse a lo que haga falta con un par de ovarios: “¡Yo follo con quien quiero!” le dice a sus padres. Y no tiene superpoderes ni gaitas, ni luce piernas, escudo ni cabellera al viento. Me quito el sombrero cuando veo en la pantalla personajes femeninos como esta Ilana, por cierto, interpretado con garra por la debutante Darya Zhovner, de 25 años de edad, nacida en San Petersburgo, graduada en 2016 en la Art Theatre School de Moscú. Una actriz que no llegará al estrellato internacional porque su origen ruso es un grave hándicap para ello, aunque apunta excelentes condiciones.

Demasiado cerca (Tesnota) tiene el sabor áspero de las historias manchadas de barro y pobreza, ésas de las que no cabe esperar muchos chistes y si regalan alguno, seguro que cae en el estómago como un caramelo envenenado. Un ritmo lento, un formato en 1:33, casi cuadrado, y unos colores apagados encierran a la protagonista, junto a su familia y a la tribu a la que pertenece, en un ambiente opresivo del que por mucho que lo intente parece que no podrá escapar. Sin embargo, lo que se convierte en una soga a la que se aferra Ilana para no ahogarse y el espectador para encontrar un alivio a tanta miseria, es el despliegue de dignidad y fortaleza que emerge de ella como si manara de sus entrañas, un comportamiento ejemplar, visto desde cualquier óptica geográfica y cultural, que le proporciona un aura de modernidad que envidiarían millones de mujeres del mundo supuestamente civilizado.

Darya Zhovner en Demasiado cerca (Tesnota). BTEAM Pictures

En medio de todo lo reseñado una secuencia golpea al espectador, no así a los personajes, con una contundencia capaz de derribar a un elefante. Aviso a navegantes: no es apta para todos los públicos, ni siquiera para todos los adultos. A mí me dejó tan hecho polvo como no recordaba yo otra desde que Saló o los 120 días de Sodoma me sumió en un estado catatónico; el poeta asesinado P.P. Pasolini no se apiadaba de nadie al retratar la crueldad humana y aún se quedó corto, como demostraron sus asesinos. Es una secuencia que plantea serias preguntas acerca del límite de lo representable en una pantalla, preguntas a las que no me atrevo a responder con firmeza, tal es su naturaleza controvertida. Se trata de un vídeo que muestra una ejecución real de unos soldados rusos a manos de unos fanáticos terroristas chechenos. Si alguien duda sobre el adjetivo que acabo de aplicar a los criminales, por encontrarse sumidos en una guerra, debo decir que sean cuales sean sus razones políticas lo que se ve y se escucha en la imagen no admite otro calificativo.

El vídeo con la deficiente calidad que permite el soporte en VHS se ve en un monitor de televisión de tubo, muy viejo y cochambroso pero lo que no ven los ojos lo aporta la imaginación horrorizada; ni siquiera serían necesarios los rótulos que traducen las palabras tanto de los matarifes como de la desventurada víctima, cualquiera puede imaginar el significado de las súplicas y el desprecio de los verdugos, estén dichas en checheno, en ruso o en latín. El vídeo, lo advierto, es espantoso y espantosamente real y no estoy seguro de si Kantemir Balagov no se arrepentirá en el futuro de haberlo incluido tal cual en la película, cuando supere la perspectiva que le da su corta edad. Él lo explica de este modo:

«Es un vídeo que mis amigos y yo conseguimos cuando teníamos alrededor de doce, trece años. Lo recuerdo muy claramente porque era la primera vez que me enfrentaba a la muerte y vi a alguien morir lentamente. Estábamos como hechizados, pegados a esas imágenes filmadas en ese momento, en 1998 en un pueblo de Daguestán. No estábamos llenos de sentimientos anti-rusos, no disfrutamos de esas imágenes, pero no podíamos quitarles los ojos de encima… Las reacciones de los personajes cuando miran esta cinta se inspiran en las reacciones de mis amigos y mías, todas muy diferentes».

De izda. a dcha. Artem Tsypin, Darya Zhovner y Kantemir Balagov en el Festival de Cannes. Instagram

Hechizados, pegados a esas imágenes… En Funny Games, la primera obra magistral que conocí del director austríaco, Michael Haneke ataca frontalmente a la capacidad mixtificadora de las artes visuales, capaces de transformar en fascinante espectáculo el horror y el sufrimiento humanos. Cuando el más cruel y refinado de los dos jóvenes agresores vuelve la mirada y se dirige al espectador, directo y sarcástico, para preguntarle si desea que vayan más lejos con la sesión de torturas, el director insinúa complacencia en el ojo del voyeur y le sitúa ante un dilema: debe admitir la insoportable atracción o por el contrario debe rechazar de plano contemplar la representación del sadismo en la pantalla. Michael Haneke toma la decisión en su lugar: «que siga el espectáculo».

Con la secuencia del VHS Demasiado cerca (Tesnota) adquiere de repente un color mucho más sombrío, tan siniestro que ya es imposible de olvidar durante el resto de la película. Haneke hace en su cine una exhibición de brutal violencia psicológica para combatir la noción de violencia física como componente libremente utilizado en un espectáculo insano. Me pregunto si todo lo que los seres in-humanos son capaces de hacer puede ser representado aunque fuera con coartadas morales, aunque se pretendiera provocar el rechazo hacia ello, aunque intentara azuzar la conciencia adormecida de las audiencias. ¿Es legítimo utilizar un vídeo que exhibe la infinita crueldad de la que somos capaces?

En los finales está la gloria

Mi buen amigo Jesús Generelo odia que se le cuenten cosas de una película antes de que la haya visto. Todo lo más que acepta son nombres, el director, los actores, algún otro, pero, por dios, nada de argumento. Yo le digo que muchos no podríamos ganarnos el sueldo si su ejemplo cundiera. Por fortuna, es mucho más numerosa la feligresía de los amantes del cine que adoran comentar y que se les comenten las películas, descomponerlas, incluso, sin destrozar el intríngulis, claro. Gracias a eso existen programas de cine en televisión, como Días de cine, Versión española o Historia de nuestro cine.

Un libro que no le tiene miedo a los «espoilers»

No siempre las promociones de las películas aciertan en el obligado equilibrio que hay que mantener entre lo que se puede revelar y lo que se debe ocultar al potencial espectador. Hay trailers que desvelan todo el argumento como si pretendieran ser un resumen sintético de toda la película. Seguramente se debe, más que a la torpeza del creativo que lo elabora, a la inseguridad de la distribuidora respecto al atractivo que posee su producto. El caso es que queriendo crear expectativas que vendan entradas lo que consiguen a veces es destruir todo el misterio; si tal o cual personaje muere pronto de manera “espectacular”, el publicista no se resistirá a usar esas imágenes como gancho. Y así, de esta guisa, mi amigo Jesús tiene toda la razón en resistirse a ver estos materiales que para los periodistas cinematográficos son obligados en el trabajo.

Para quienes compartan esos recelos este post es muy desaconsejable porque me propongo adentrarme en el territorio prohibido de los desenlaces. De lo que quiero hablar es de lo que en estos tiempos se ha dado en llamar “hacer un espoiler”, o sea, en román paladino destripar. No puede ser de otro modo si uno pretende glosar los finales de las historias, esos momentos sublimes que condensan en una frase, en una imagen, en un plano glorioso por su composición o su desarrollo el significado o el sentido último de la historia.

No existe una gran película que no tenga un gran final. Como afirmación categórica que es, ustedes pueden dudar y ponerse a cavilar por si se les ocurre algún ejemplo que la contradiga. Yo no encuentro ninguno. Incluso en no pocas películas de culto se barajaron varios finales, y más aún, se editaron las distintas versiones en el soporte de dvd o Blu Ray. Cosa que no ocurrió con El resplandor.

Stanley Kubrick, tan conocido por su insobornable perfeccionismo como por su inflexibilidad para que nada de lo no incluido en su montaje final se conservara, quiso hurtarnos la posibilidad de conocer un final de El resplandor, que contempló como alternativo al mítico de la fotografía en blanco y negro del Hotel Overlook en un baile de salón de 1921, en la que aparece Jack Torrance, el personaje encarnado por un enfebrecido Jack Nicholson. Sabemos de su existencia por el guion y una fotografía polaroid que se encuentra en el archivo de la Universidad de las Artes en Londres, tomada por su hija Vivian. Aunqe, en realidad, la fotografía se mantenía como último plano, pero venía antecedida de una secuencia previa que fue eliminada.

La idea de entregarme a esta reflexión me vino hace unos días cuando comentaba en una charla el drama de Michael Haneke, triste, desolador, durísimo y soberbio de 2012 titulado Amor. Si no la han visto dejen de leer estas líneas y corran a buscarla en algún lado porque es maravillosa, de lo mejor que yo he podido gozar en los últimos años. Protagonizada por Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva e Isabelle Hupert, un reparto inconmensurable, especialmente los dos primeros, tengo para mí que es la más excelsa de un buen manojo de obras grandiosas que este director austríaco nos ha regalado desde 1997, año en que dirigió Funny Games, con la que yo tuve constancia de su existencia. No puedo considerar las cuatro anteriores porque no he podido verlas aún. Hasta llegar a Amor (la penúltima porque la última, Happy End, aún no se ha estrenado) Haneke ha ido soltando cosas como La pianista, Caché o La cinta blanca  y coleccionando Palmas de Oro en Cannes, Premios del Cine Europeo y el Oscar que recibió por Amor, como merecidísimo colofón a una avaricia de premios que parecía no tener límites.

Después de asfixiar con la almohada a su mujer de avanzada edad, Anne (Emmanuelle Riva), para sofocar los sufrimientos que le infringía una apoplejía y cumpliendo de ese modo sus deseos, Georges (Jean-Louis Trintignant) vuelve de la calle con un ramo de flores que parsimoniosamente corta y dispone para adornar al cadáver. En el plano siguiente, Georges está tumbado en su cama cuando de repente escucha ruido de vajilla en la cocina, se acerca y descubre que Anne se encuentra allí fregando. Con toda naturalidad, sin atisbo alguno de enfermedad, Anne le indica que debe ponerse el abrigo para marcharse juntos, cosa que hacen de inmediato. En la escena final Eva (Isabelle Hupert) entra en el piso de sus padres, camina unos pasos y se sienta en un sofá. El último plano muestra a Eva sentada, inmóvil, pensativa. Les dejo aquí la sobrecogedora escena precedente y les advierto de que está contraindicada para espíritus demasiado sensibles.

A lo largo de toda la película Georges apenas ha mostrado exteriormente sus sentimientos. Tanto él como su mujer pertenecen a un mundo en el que la extremada corrección en el trato se parece muchísimo a la frialdad, el respeto a la indiferencia. Pero el amor al que alude el título tiene otras formas de manifestarse que las que suele adquirir en países como el nuestro. En el caso de esta pareja, el amor es sinónimo de sacrificio al final de sus vidas hasta el punto de obligar a Georges a proceder a tan dolorosa aplicación de la eutanasia. Y Haneke muestra la profundidad de ese sentimiento en esa escena mágica en la que Anne vuelve a la vida sólo para acompañar a su marido en el trance de abandonar el apartamento donde ella yace muerta. Es un final que tiene una fascinante carga poética al tiempo que la elegancia y sobriedad de la puesta en escena acostumbradas en la cinematografía del director. El último plano se lo dedica a una hija egoísta y materialista que no entendía muy bien la abnegación de su padre y como epílogo sirve también de colchón para evitar el subrayado de la prodigiosa escena anterior.

Se me ocurren muchos ejemplos, como el citado, que me emocionan soberanamente, pero hoy no voy a exponer ninguno más. En su lugar les hablaré de un libro titulado The End en el que Iván Reguera se dedica  a comentar numerosísimos finales de película. Publicada su primera edición en abril de este año en Poe Books, Reguera deja constancia de su amor por el cine y demuestra la inutilidad de sacrificar el placer inmenso de conocer muchos detalles, anécdotas e ideas sobre el sentido y significado de las películas a cambio de asistir a su visionado en un estado de virginidad que garantice por encima de todo el efecto sorpresa de los argumentos. Eso sí, no conviene llegar tan lejos como para aceptar que te cuenten el final si uno no ha visto aún la película. En este video se ofrecen 10 casos no extraídos del libro.

Pero Iván Reguera los cuenta en The End y pese a todo uno se sumerge en la lectura casi sin poder ofrecer resistencia a su amenidad, avanzando entre títulos, tanto si se han visto como si no. Allí se encuentran los más señalados, claro, Apocalypse Now, Centauros del desierto, Casablanca, 2001: Una odisea del espacio, o el que presta su imagen a la portada del libro: Con faldas y a lo loco; su “nadie es perfecto”, es legendario, como los anteriores. Pero hay muchísima más materia para deleitarse en los modos en que guionistas o directores, o la improvisación que en ocasiones tomó el mando de la inspiración, acertaron a concluir sus historias.

Ordenadas primero por nombres de directores y después por décadas desde los años 20 hasta el presente, más un remate con los peores finales de todos los tiempos que a Reguera se le han antojado  (que reúne a invitados mal avenidos como Gilda, Malditos bastardos, La lista de Schlinder, El sexto sentido, Titanic o Los otros), las películas que alimentan sus 380 páginas están nutridas por un ejercicio de documentación que nunca es ni abrumadora ni académica sino deliberadamente digestiva, como el estilo de la escritura, más preocupada por el disfrute y entretenimiento del lector que por la pedagogía, por otro lado, tampoco ausente. Todo ello se acompaña de las consiguientes ilustraciones que, ay, son el talón de Aquiles del volumen, por la insuficiente calidad de reproducción. En un futuro próximo, este tipo de libros se ilustrarán con imagen animada, como las que se ofrecen en este post, fragmentos citados, el complemento perfecto a las reflexiones, explicaciones o comentarios tan agradecidos y refrescantes como los de The End.

Ah, huelga decir que uno no sólo no tiene por qué comulgar con las opiniones expresadas en el libro, en este blog o en el video de aquí arriba, sino que, como éstas son obligadamente subjetivas, lo lógico es que la discrepancia en algunos casos propicie discusiones con las amistades. Siempre que éstas no estén en la misma onda que mi amigo Jesús, claro.

Vuelve La naranja mecánica

No hay palabras para ponderar la iniciativa que nos permite contemplar de nuevo en una pantalla enorme un clásico como el de Kubrick. El milagro es posible hoy en el cine Callao de la Gran Vía madrileña, en el marco de las sesiones Cult dedicadas al cine de culto, de autor y “underground”; el título en versión original subtitulado, inolvidable: La naranja mecánica.

Recuerdo haberla visto hace muchos, muchos años, en una galaxia muy lejana llamada Cinestudio Griffith, sito en la plaza San Pol de Mar, 1, de la capital, a finales de los 70, tal vez en uno de las sesiones dobles que por entonces se estilaban, a un precio popular al alcance del bolsillo de estudiantes y gente de malvivir.

Si tuviera que resaltar uno solo de los elementos que más me impresionaron seguramente tendría que apuntar el tratamiento del sexo puesto en imágenes con una franqueza que había desafiado a las censuras de los países en los que se estrenó –y con más razón a la del nuestro- . Por aquella época se conquistaban centímetros de piel para la cámara con el mismo empeño que kilómetros de playa en las batallas y todo lo que fuera ver sin tener que ponerle demasiada imaginación era un triunfo formidable y gozoso.

Alex Delarge y sus secuaces en «La naranja mecánica»

Pero eran muchas otras cosas las que convertían a La naranja mecánica en un chute de emociones. Ya de entrada se imponía la voz de un actor extraordinario, Malcolm McDowell, desde entonces y para siempre vinculado al genio de Kubrick, uno de los grandes más grandes de la historia del cine. Su jerga incomprensible, inventada por Anthony Burguess, el autor de la novela original que Kubrick adaptó, el lenguaje nadsat, decía cosas que en los subtítulos se leían como “tolchocar”, “videarlo”, o “anciano cheloveco, que revestían de mayor ferocidad pero también de una extraña y contradictoria inocencia a los “drugos” que acompañaban a Alex en sus correrías, y en sus visitas al KorovaMilkbar para empaparse de la leche, extraída de los pechos de una peculiar fuente femenina.

La pasión de Alex por Ludwig Van versionada por Walter Carlos en un sincrético cruce entre la música clásica y el sintetizador moog eran el no va más de la modernidad, que Kubrick representó en cada una de sus películas, hasta que al final de su carrera, con la última de sus obras maestras, tibiamente acogida, Eyes Wide Shut (1999) los críticos decidieron que ya estaban hartos de los caprichos de genio maleducado que siempre habían a regañadientes tolerado.

La ultraviolencia que veíamos en la pantalla causaba enorme impresión en todos los patios de butaca, a pesar de que hoy en día puede parecernos moderada. La secuencia de la violación, que Burguess había llevado a su novela para exorcizar una experiencia por él vivida en 1944, la violación de su mujer por cuatro soldados norteamericanos que le hizo perder el hijo del que estaba embarazada, resultaba insoportable porque anticipaba la perversa mezcla de dolor y humillación que había llegado para quedarse en la conciencia de nuestra sociedad. En 1997 Michael Haneke diseccionaba los mecanismos de aquella naranja actualizada y los descerebrados de FunnyGames actuaban como una réplica moderna de aquellos drugos.

Malcolm McDowell en «La naranja mecánica»

En 1971 el estreno en Estados Unidos obtuvo una infamante clasificación X que obligó a cortar 30 segundos para pasar a la R. No resulta muy difícil adivinar qué metros de celuloide sufrieron la amputación. Seguramente a los vigilantes de la moral les resultaría insoportable escuchar la canción Singing in the Rain, que había sido improvisada por McDowell durante el rodaje de las muy numerosas tomas que Kubrick requirió. Sabido es que el bueno de Stanley no se contentaba fácilmente en su obsesiva búsqueda de la perfección.

Pero entre todos los hallazgos, revolucionarios para la época, que Kubrick depositó en esta perturbadora obra debemos destacar la severa crítica política que contenía, cuya vigencia nunca decae. Lejos de ser una apología de la violencia, como toda una legión de miopes quiso ver entonces, La naranja mecánica llevaba a cabo un ajuste de cuentas con los métodos que el poder siempre está dispuesto a utilizar para combatirla: contra la violencia del individuo, la legítima violencia del Estado, ¿les suena familiar? El método Ludovico pasaba por un sometimiento voluntario al tratamiento de rehabilitación, grotesco e inquietante pero visualizaba la expresión sibilina de una filosofía que subvierte los fundamentos de la sociedad democrática. De purita actualidad.