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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Lo pequeño puede hacerse grande

Ayer se hacía eco en este medio Charo Rueda, en su blog de Capeando la crisis, de una campaña de microfinanciación, para la finalización de la película The Code, dirigida por Carles Caparrós, un documental impulsado por la Fundación Baltasar Garzón. Acorde con la trayectoria de nuestro exjuez más conocido en el mundo (de por qué hay que anteponer el prefijo ex tendría que rendir cuentas algún día ese partido gobernante calificado por la justicia como asociación de malhechores) el documental trata del empeño de un centenar de jueces, fiscales y abogados en todo el mundo por que se implante un nuevo código de la Jurisdicción Universal, algo que en España laminaron, primero el PSOE, y de manera definitiva el PP, para poder perseguir el genocidio y la impunidad de los grandes criminales de cualquier parte del mundo.

Esta fórmula de financiación se está extendiendo y generalizando en nuestro cine. Viene de Francia, como tantas cosas buenas, a pesar de la tirria que se le tiene desde los tiempos del alcalde de Móstoles a todo lo que huele a gabacho. Y yo que soy un afrancesado les doy bola. Parece ser que el precedente se sentó en 2006 con el cortometraje de ciencia ficción Demain la veille, de Julien Lecat y Sylvain Pioutaz, gracias a que sus hábiles productores, Guillaume Colboc y Benjamin Pommeraud, recolectaron nada menos que 17.000 € en un mes a través de un sitio web. Tuvieron la suerte de que numerosas revistas especializadas (sí, en Francia tienen de mucho eso, aunque paradójicamente carecen de un buen programa cinematográfico en televisión similar a Días de cine), como PremièreStudio Magazine, Ecran Total o Le Film Français, le dieron cobertura en sus páginas.

 

En España como las ayudas a los proyectos que no persiguen grandes taquillazos son objetos sospechosos para el gobierno, como ya tenemos dicho en varias ocasiones, cada vez es más frecuente encontrarse con largometrajes que nacen pequeñitos y terminan haciéndose grandes a fuerza de talento y también de solidaridad. Uno de los pioneros aquí fue Alfonso Sánchez: su descacharrante comedia de El mundo es nuestro repartió carcajadas en el Festival de Málaga en diciembre de 2012. Alfonso Sánchez era también “El cabeza” –pronúnciese El cabesa- y su compadre Alberto López, “El culebra”. A Sánchez le dieron Biznaga de Plata al Mejor Actor y todo el público agradeció el buen rato pasado con su galardón correspondiente. Les aseguro que no sólo era una buena película, yo me partía de risa con el modo en que trataban un asunto tan serio como la crisis bancaria; qué digo crisis, la gran estafa de los bancos.

Llegar a ser grandes en términos de reconocimiento, no significa necesariamente rentables en términos económicos. Rodrigo Sorogoyen, por ejemplo, en 2013 vio su Stockholm agraciada en Málaga con tres Biznagas de Plata, además de convencer a la crítica para que le concediera el Premio Feroz a Mejor Película Dramática y a la Academia para que le otorgara el Goya a Javier Pereira como Actor Revelación. Aunque no recuperara toda la inversión (escuálida por otro lado con la ayuda de amigos, familiares, actores y miembros del equipo; sólo dos intérpretes y rodaje en domicilio del director, hicieron posible el resto) el éxito le abrió puertas posteriormente a otras empresas de mayor enjundia, como el muy interesante (aunque no terminado de cuajar) thriller Que Dios nos perdone, avalado por Tornasol Films porque el olfato de Gerardo Herrero no anduvo desencaminado: seis nominaciones a los Goya y bingo para Roberto Álamo, como actor protagonista.

No hace mucho comenté en esta tribuna (Ricos y pobres en el cine español) la iniciativa de Jordi Teixidor para conseguir 10.000 € con vistas a la producción de un cortometraje ambientado en la Guerra Civil española, Cunetas. En la web de Verkami se indica que consiguieron 12.040 €  gracias a 355 mecenas y que la campaña se cerró el 18 de marzo. Espero poder ofrecer pronto noticias de cómo marcha la cosa. Teóricamente el rodaje finalizaba en abril y la postproducción entre mayo y junio; el estreno debería ser en octubre y los aportantes recibirían sus recompensas en noviembre.

En la misma onda que la producción de Cunetas y de The Code se ha constituido una Cooperativa de Cine, cuyo nombre es toda una declaración de principios: Lo posible y lo necesario. El objetivo que persigue es la producción de un documental sobre la vida y lucha de Marcelino Camacho con la percha del centenario de su nacimiento, 1918 – 2018. Por supuesto, difundir la figura del imprescindible -en el sentido que Silvio Rodriguez atribuye a Bertolt Brecht- luchador obrero no debería necesitar de ningún pretexto pero estas cosas funcionan así, nuestro cerebro se activa por simpatía y parece que necesitemos anclar nuestros impulsos con efemérides para poder actuar.

En cualquier caso, la Cooperativa está compuesta por profesionales de la comunicación, el cine y la edición; sigue el patrón de una cooperativa de consumidores sin ánimo de lucro, está gestionada por sus propios socios y tiene una clara vocación de difusión del compromiso  social y político. Todos los detalles que se precisa conocer para sentirse concernido por la iniciativa los encontrarán en su web: https://coopcinelonecesario.wordpress.com/apoya-el-film/

Juan Diego, la eternidad y un día

Hasta el 14 de mayo permanece sobre el escenario del Teatro Reina Victoria de Madrid Una gata sobre un tejado de zinc caliente, de Tennesse Williams, según montaje de Amelia Ochandiano. No es cine, que es el negociado de este blog, pero la presencia de Juan Diego en la obra me da licencia para escribir de ella porque es a este monstruo de la escena a quien quiero referirme.

Juan está rodeado por un conjunto de intérpretes excepcionales, como Begoña Maestre, Eloy Azorín, Jose Luis Patiño, Marta Molina y Ana Marzoa. Y yo -aunque de teatro confieso mis limitadísimos conocimientos- debo decir que todos están realmente a la altura que se espera de ellos. Y ellos me disculparán que particularice mi atención en el patriarca, ese señor de la casa cuyo omnímodo poder se acerca a su fin, ciego a las señales que le manda el destino, sordo al ruido de la codicia que atruena en sus dominios, en su casa, en su familia, en su hijo.

Fotografía: Curro Medina

Cuando Juan Diego aparece el escenario se hace pequeño, cuando habla no es solo Big Daddy quien habla con su ignorado cáncer terminal a cuestas, es el espíritu concentrado de una larguísima trayectoria embebida en decenas de personajes el que le da alas, le hace crecer y elevarse un palmo sobre las tablas. Si hasta me parece que le veo en primer plano, como si yo mirara la acción a través del visor de una cámara imaginaria. No me pregunten cómo se opera el milagro de que estos Maggie y Brick, Begoña Maestre y Eloy Azorín, me hagan olvidar a Elizabeth Taylor y Paul Newman. Tengo la sospecha de que la culpa la tiene Big Daddy-Juan Diego, a quien no alcanza a hacer sombra en mi memoria la cara bonachona de Carl Ives, en la película de Richard Brooks (1958).

Y no quiero desmerecer el trabajo más que relevante de sus “partenaires”.  Juan atrae y absorbe la luz no para quedársela y hacerla desaparecer como los campos gravitatorios de los agujeros negros (perdón si no es correcta esta metáfora cósmica) sino para irradiarla hacia todo el que comparte el espacio dramático con él, iluminarle y abrazarle con un halo de fuerza irresistible.

Quiere la casualidad que al mismo tiempo que Juan suma su moribundo sujeto del delta del Mississipi a su inabarcable galería de figuras en obras teatrales, piezas de televisión y películas, tenga pendiente de estreno dos cintas para este año, además de una que ya lo está. De las tres en dos de ellas, como en Una gata… también tiene que lidiar con la parca.

En Oro, de Agustín García Yanes, una gran producción que promete contar la verdad sobre “la cruda conquista de América” basada en un relato inédito de Arturo Pérez Reverte, su personaje es “Requena”, un soldado que ha perdido a su compañía en una campaña militar anterior a la que se relata en la película en busca de El Dorado en el Amazonas, es rescatado por una india y con ella se integra como uno más en la vida del poblado indígena. Cuando otros soldados le encuentran “Requena” les habla del lugar que van buscando, donde se supone que encontrarán el tan ansiado oro que da título al filme. Díaz Yanes es un director que bien merece un voto de confianza y la película tiene muchas bazas para ser uno de los platos fuertes de la temporada.

José Coronado y Raúl Arévalo en Oro, de Agustín García Yanes

En Incierta gloria, de Agustí Villaronga, basada en la novela de Joan Sales, encarna al patético “Cagorcio”, el despojo de padre que en plena guerra civil española muere a manos de “La Carlana”, su hija, magníficamente encarnada por Núria Prims (recuerden este nombre, estará entre los finalistas a los futuros Goya). No es una muerte cualquiera, es un cruel ahogamiento y hay que saber morir con ese porte de garrulo miserable; y hay que saber dar vida a ese desdichado con el desgarro con que lo da Juan Diego.

Por último, en No sé decir adiós, de Lino Escalera, de la que ya hablé aquí en otra ocasión reciente (y tiene previsto su estreno el próximo 19 de mayo) Juan Diego es José Luis, un padre que debe afrontar la última verdad que sus dos hijas no son capaces de decirle. Natalie Poza y Lola Dueñas, especialmente la primera (también estará entre las elegidas en lo más alto al final de la temporada) establecen un duelo de dolorosos sobreentendidos, de resabios de tiempos y afectos perdidos con su padre, de frustración e impotencia porque la vida de su progenitor se le escurre entre los dedos de las manos. Y es maravilloso ver a un actor que apenas tiene diálogos en la pantalla decir tanta tristeza, rabia y resignación a la vez con los ojos, con el cuerpo, con el alma entera volcada en ese ser condenado por la enfermedad.

De nuevo el Festival de Málaga tuvo que rendirse a la maestría de Juan Diego, expresada no con oficio (no solo con oficio) sino con ese misterio intangible que da la naturaleza al cabo de los años a algunos elegidos, un precipitado químico indescifrable que transforma cada vez a un ser corriente, como usted y como yo, humilde y nada pagado de sí mismo, en cualquier variante de la naturaleza humana, lo que sea menester, lo que requiera el personaje. Dicen que el Festival le concedió a Juan la Biznaga de Oro al Mejor actor de reparto. ¿De reparto? Da igual, no hay manera de envolver con un galardón la magia de la creación artística. Cuando Juan Diego está arrebatado no hace personajes, los crea.

Juan Diego: Los premios son unas casualidades… una cosa que te dan pero que no te corresponde… es una suerte, siempre es una injusticia… Te lo mereces “aproximadamente”. Entrevista en Cartelera, de TVE, en 2006

El dolor en tres tiempos

El dolor de una niña huérfana, el dolor de una hija ante la agonía de su padre, el dolor de una madre por su hijo y por su pueblo. Tres películas que conmueven porque nos acercan a la comprensión del ser humano en todas sus escalas, individual, colectiva e histórica. Dos de ellas son españolas, Verano 1993 y No sé decir adiós y ayer fueron honradas por el Festival de Málaga, no tardarán en estrenarse. La tercera es francesa, Una historia de locos (Une histoire de fou) y nos llega con un retraso de dos años, incomprensible, pues la firma Robert Guèdigian, el director francés que testimonia con su cinematografía valores tan devaluados en el tiempo presente como la solidaridad, la amistad y el amor, que dice él puede sonar cursi pero es el oxígeno para la vida humana.

  1. EL DOLOR DE UNA NIÑA. VERANO 1993 (Estíu 1993). Carla Simón.

Captar el dolor y el estupor de una niña de seis años cuando pierde a su madre y se ve obligada a cambiar de vida, de colegio, de espacio de juegos, de padres a los que sustituyen sus tíos, es una tarea dificilísima. Carla Simón ha optado por una estrategia narrativa naturalista con la que reproduce la cotidianeidad expresada en los detalles que aparentemente carecen de toda relevancia pero que son las cosas que configuran el universo infantil, la negativa de la niña a beber la leche, el baño en el rio, los juegos con muñecas de ella y su prima… Toda la película pasa a través de los ojos de esa niña, prodigiosamente encarnada por Laia Artigas, que nos pregunta constantemente con su tristeza contenida si es justo lo que le ha pasado.

En su opera prima, que llegó a Málaga con el premio del jurado Generación Kplus de la Berlinale y se lleva del Festival la Biznaga de oro a Mejor Película, Carla Simón afronta la labor de mostrar ese dolor, el dolor de su propia infancia y la pérdida de sus padres, con la decisión firme de desdramatizar la situación, poseída por un sentido del pudor que le impide crear secuencias lacrimógenas que desvirtúen la verdad de algo tan vigorosamente incomprensible. A la voluntad manifiesta de los tíos de la niña de desterrar la tristeza para que no sufra y supere lo antes posible la herida se suma idéntico propósito en la directora.

La aflicción soterrada en el ánimo de la pequeña asoma de tanto en tanto de manera imprevista y sofocada y alcanza su máxima expresión en la última secuencia, la única en que la emoción desborda todo deseo de contención de Carla Simón y pone de relieve tanto el valor de su apuesta estilística como el de la increíble interpretación de la niña Laia Artigas, que instantes después de estar jugando alegremente prorrumpe en un llanto desconsolado que le impide articular una sola palabra.

Y la Academia, que tiene prohibido conceder Goyas a menores no podrá ni nominarla. Que me perdonen pero yo no lo entiendo.

  1. EL DOLOR DE UNA HIJA. NO SÉ DECIR ADIÓS. Lino Escalera. 

Lo que lleva a Carla, inmensa Nathalie Poza, como acostumbra, a llevarse a su padre, inmenso Juan Diego como siempre, a otro hospital tiene mucho más que ver con la impotencia que con el raciocinio, con la negación de la realidad que con el cálculo de probabilidades de cura del cáncer, tan avanzado como para ofrecer una perspectiva de vida cifrada en semanas.

Natalie Poza ha sido reconocida con la Biznaga de Plata a Mejor Actriz en Málaga y doy fe de que no es una decisión tomada a la ligera porque en mi humilde opinión es una de las intérpretes más sólidas y creíbles de nuestra escena, que lamentablemente no se prodiga demasiado en el cine. Desde que Manuel Martín Cuenca me permitiera tomar conciencia de su valor, primero en La flaqueza del bolchevique (2003) y después y sobre todo en Malas temporadas (2005) tengo para mí que estaba pidiendo a gritos un personaje como el que le ha ofrecido el también debutante, Lino Escalera, él igualmente necesitado de exorcizar fantasmas del pasado, como Carla Simón,  y arreglar cuentas emocionales con un destino que le arrebató a su padre sin contemplaciones y con paños avinagrados por el cáncer.

Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón han cerrado el arco descriptivo de los personajes hasta dejarlo en la médula, la esencia del relato que penetra en los pacientes, no sólo en el moribundo, sino en sus sufrientes hijas, para reventar el dolor en carne viva. Ese moribundo, como he dicho más arriba, es Juan Diego a quien el jurado de Málaga ha querido pedir perdón por no otorgarle una Biznaga de Plata a Mejor Actor sacando de la chistera la idea de la Biznaga a actor secundario. Poco importa. No hay premios ya que estén a la altura de una carrera en la que, papel tras papel, el actor se la juega entregando el alma. El Festival de Málaga ha sido avispado y generoso con Juan Diego y se ha prestigiado a sí mismo concediéndose el honor de premiarle hasta en cuatro ocasiones, una de ellas, en la décimo segunda edición en 2009, a toda su carrera; la última vez en 2014 por su entrañable y gruñón paralítico en Anochece en la India (Chema Rodríguez).

Es sorprendente el rigor y la espartana determinación de Lino Escalera de contar cómo se muere su padre y en qué extraño desconcierto se sumen sus dos hijas (“chapeau” también para Lola Dueñas con un personaje menos propicio para el lucimiento). Directo al hueso del suplicio, sin regodearse en él y sin la menor concesión, sin coartadas de humor desengrasante, sin elementos de relajación para el espectador. Tan solo la minuciosa descripción de cómo el cuerpo de un padre se apaga y una hija siente cómo le amputan una parte importante de sí misma.

  1. EL DOLOR DE UNA MADRE. UNA HISTORIA DE LOCOS (Une histoire de fou). ROBERT GUÈDIGUIAN.

Hay quienes se empeñan en que Robert Guèdiguian no salga con sus bártulos de Marsella. Con su troupe de actores irrenunciables y sus temas locales que él convierte en universales gracias a la alquimia de su cámara, a este francés de origen armenioalemán, ateo y comunista irredento, se le toleran todas las variaciones de que sea capaz en un estilo que alcanzó su máxima definición en Marius y Jeannette (Un amor en Marsella), 1997, pero se le reprocha que saque los pies del tiesto con obras históricas rodadas en otras tierras

Lo hizo con un retrato sereno del último presidente francés que reclamaba para sí la estirpe de la “grandeur” en la recta final de su ciclo político y vital: Presidente Miterrand (El paseante del Champ de Mars), 2005. Y cuatro años después narró la lucha heroica de combatientes internacionales en la Resistencia francesa comandados por el poeta obrero armenio Missak Manouchian: El ejército del crimen. Pero tenía pendiente un encargo que había recibido decenas de veces allá por donde iba con sus películas, dar testimonio del dolor de su pueblo, el dolor que no cesa por la memoria de un genocidio que ocupa un puesto muy bajo en la clasificación por importancia de los holocaustos (porque hay uno de primera y los demás son de segunda o de tercera división), el genocidio armenio de principios del siglo XX perpetrado por el imperio otomano, cuyos descendientes turcos nunca reconocieron.

Una madre armenia, quién si no Ariane Ascaride, se siente responsable de haber empujado a su joven hijo a combatir por su pueblo. Aram, nacido en Marsella, se enrola en una organización terrorista a través de la que hacer estallar una bomba contra el embajador turco en París y posteriormente parte para ser adiestrado en Beirut. La madre vive un infierno cuando conoce las actividades de su hijo y decide ir al encuentro de un superviviente, víctima casual del atentado.

Guèdiguian nos habla del dolor de la madre con la fuerza que le da la interpretación de su fiel compañera, Ascaride; nos habla del destrozo físico y moral sufrido por el joven que accidentalmente se encontraba en el lugar del atentado. Y sobre todo nos habla de la mutilación de todo un pueblo, el armenio que sufrió entre 1915 y 1923 el asesinato indiscriminado y la deportación de más de millón y medio de ciudadanos. Un pueblo que reclama desde hace casi un siglo la reparación del Gobierno turco mediante el reconocimiento de aquéllos brutales hechos históricos que aún hoy sigue tozudamente negando.

José Antonio Gurriarán se encuentra con los autores del atentado

Para elaborar el guion de Una historia de locos Guèdiguian ha rescatado la historia del periodista español José Antonio Gurriarán, subdirector del diario Pueblo cuando sufrió en su propia carne el 30 de diciembre de 1980 la fatalidad de encontrarse en el lugar de un atentado. Lo que le interesó de ella fue la inaudita decisión de Gurriarán, narrada en su novela La bomba, de interesarse por los motivos que movían a quienes le habían destrozado las piernas y la vida. El periodista español, como el protagonista de la película de Guèdiguian, viajó a Beirut para encontrarse cara a cara con el hombre que pulsó el detonador. No para reprochárselo amargamente, sino para que ambos compartieran y comprendieran el dolor del otro. Toda una lección de humanidad. (Ver reportaje en Días de cine)