Plano Contrapicado Plano Contrapicado

“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de marzo, 2017

La segunda piel de Scarlett Johansson

Una de las páginas autocensuradas de Ghost in the Shell

Portada de la edición 2017 de Planeta Cómic

Yo que siempre ando quejándome de la censura (si me leyeron el último post, Bajos instintos, 25 años después, lo comprobarán) me quedo a cuadros cuando me entero de que el autor del legendario cómic Ghost in the Shell, Masamune Shirow, exigió a Planeta Cómic que se eliminaran dos páginas de su obra como condición para que se reeditara en España.¿Contenido? ¡Ja! ¿Pues cuál va a ser? Lo de siempre: dos páginas con material radioactivo que provoca la caída del cabello de los niños y sudores fríos a los abuelos que las vean. A los adultos no incluidos en ambos grupos es de suponer que les provoque otro tipo de reacciones físicas que me abstengo de especificar por innecesario.

Planeta dio razones de su inocencia, pero ya se sabe que hay mucho descreído por el mundo. Mientras tanto, a la reedición española que se presenta en el Salón del cómic de Barcelona, a celebrarse desde hoy hasta el 2 de abril, le viene que ni pintado el estreno, mañana mismo, de la primera versión con actores de carne y hueso y título Ghost in the Shell: El alma de la máquina que también arrastra su pequeña (o grande, según se asome uno a según qué medios o a según qué redes) polémica por la elección de Scarlett Johansson en el papel estelar del ciborg Motoko Kusanagi. Si los androides del futuro pueden parecerse a éste, les auguro un éxito de ventas arrollador.

Vayamos por partes. Como no todo el mundo sabe, Ghost in the Shell comenzó a publicarse en Japón en 1989 en formato manga subidito de tono que combinaba la metafísica con la fisicidad de las máquinas, el futuro de entonces, hoy cada vez más cercano, y el presente y el pasado de siempre: la corrupción política y policial, el control de las mentes, la tecnología más avanzada, la robótica, la integración del cerebro humano en los cuerpos fabricados artificialmente… un concentrado de sabores muy excitante.

Fue un cómic visionario que llegó al cine de animación japonés (anime, según el término acuñado internacionalmente) en 1995 con el mismo título, Ghost in the Shell, y un autor que también saltó a la fama entre los muchos seguidores de este mundillo, Mamoru Oshii. Por cierto que este buen señor se presta a la promoción de la versión actual y no se corta ni un pelo en alabar la elección de Johansson, es fácil imaginar el fajo de billetes con que le habrán convencido sobresalir de su bolsillo mientras lo hace.

El anime, el largometraje de animación se elevó al Olimpo de la animación para adultos y aunque había aligerado notablemente la carga erótica del manga -de las páginas ahora censuradas olvídense-  aún conservaba una respetable temperatura. De ahí saltó a dos series para televisión, dos largometrajes más, cuatro videojuegos…

Hasta llegar a Scarlett Johansson.  Y seguro que lo han adivinado: por supuesto rebaja bastantes grados más la calentura. De la segunda piel que viste hemos de señalar que podría haber sido un poquito más finita, más que nada para que perdiera ese molesto aspecto de traje de neopreno. Aún así, le sienta muy bien a su cuerpo serrano y da gusto mirarla los ratitos en que se deja ver de esa guisa, que no son muchos. Hay que valorar lo bien que se saca partido esta mujer, que cautiva con su sonrisa al más escéptico.

Scarlett Johansson embutida en su segunda piel

No sé muy bien si esto aliviará en alguna medida el griterío que se armó cuando se supo que sería esta buena moza y mejor actriz (escuchen su melodiosa voz y admirable interpretación en Her, de Spike Jonze, 2013, y me darán la razón) o por el contrario algunos de los ofendidos encontrará más motivos para el enfado. Está visto que en lo tocante al cabreo hay motivos sobrados para repartir: a algunos nos solivianta la autocensura, a otros el descafeinado de la obra, a otros que le toquen su cómic sagrado y no le pongan a una oriental de protagonista, también los habrá contentísimos con Scarlett…

¡A mí, desde luego, no me disgusta nada, lo que se dice nada. ¿La película? No, no, Johansson. La película se deja ver, el look es espectacular, los habituales excesos de violencia en el cine de acción aquí se mantienen en tasas ecológicas y las reflexiones filosóficas no es que sean para tirar cohetes pero le dan cierta apariencia de seriedad. El cine prefabricado para jóvenes que bebe del cómic suele aburrir soberanamente y en este caso al menos entretiene. ¡Algo tendrá que ver con ello Scarlett! (ver reportaje en Días de Cine, TVE).

Sensualidad en la máquina y la carne

Bajos instintos, 25 años después

Instinto básico se tituló en Hispanoamérica Bajos instintos, y habrá quienes le agradezcan al lumbreras que eligió tal obviedad que le llamara al pan pan y al vino lo que esconden las piernas. Seguramente pretendía ser un modo –innecesario- de atraer a más público a las salas porque la película del holandés Paul Verhoeven ya venía cargadita de publicidad gratuita, la que generan a toque de corneta los enemigos de la lujuria, el vicio  y el desenfreno en cuanto se descubre un palmito de piel más de lo acostumbrado.

Estamos en 1992 y una actriz desconocida llamada Sharon Stone se convierte en toda una celebridad por un quítame allá esas bragas en una escena de una película cuyos valores cinematográficos quedaron completamente eclipsados por lo que en pantalla duraba apenas un segundo. Casi le dan a uno ganas de no contarlo porque es dudoso que alguien no lo recuerde o no lo conozca, el famoso cruce de piernas de la escritora Catherine Tramell, sospechosa de asesinato, ante unos pasmados policías que parecían estar a dieta de sexo (de la alimenticia, no).

Hasta Michael Douglas se arrepentiría de no aceptar la propuesta de Verhoeven de mostrar en la película su miembro viril (en estado de entusiasmo) porque Sharon Stone le robó el plano, la secuencia y la película entera. La estrella era él y cobró sus buenos dividendos, pero ella brilló muchísimo más.

Me ahorro la descripción de la escena, magnífica, por cierto, como toda la película, un thriller cargado de tensión, huelga decirlo, sexual, y suspense que encumbraría también a su guionista, Joe Eszterhas; cobró lo que no está escrito por sus siguientes libretos, después de orquestar una secuencia de interrogatorio mítica que les pongo aquí debajo.

Ni siquiera cuando acertó, como con Showgirls en 1995, una de las películas más infravaloradas de la historia del cine, dirigida también por Paul Verhoeven, nunca más llegaron a buen puerto los guiones de Joe Eszterhas. Pero supo mezclar como nadie en la coctelera de un thriller el sabor ácido del crimen y el aroma embriagador de los flujos venéreos. Del resto se habían encargado Verhoeven, Douglas, Stone y un puñado de artistas más entre los que se olvida con frecuencia a Jerry Goldsmith, a quien se le debe una partitura inolvidable con la que estuvo cerca de ganar un Oscar.

El caso es que Stone repitió la jugada años más tarde, en 2006, en una infumable secuela que no hacía más que intentar patéticamente aprovechar las cenizas de aquel éxito planetario y pinchó en hueso con Instinto básico 2: Adicción al riesgo. Los estragos de la edad hicieron que la actriz perdiera su gancho y no le ayudaron a mantenerlo sus incursiones en el quirófano en busca de la piedad de Fausto, que no suele hacer favores a cambio de nada. Y ni el guión, ni el director, Michael Caton-Jones, le llegaban a la altura del talón de su referente. Sharon Stone estuvo en Madrid y se mostró muy simpática, pero cuando la vi de cerca en la rueda de prensa se me desvanecieron los rescoldos de aquellas brasas que aún perduraban agazapadas bajo el recuerdo de Instinto básico.

Veinticinco años después dice Sharon Stone que Paul Verhoeven fue muy malo porque la engañó durante el rodaje del celebérrimo plano. El director le pidió que se quitara la prenda para que no se le viera cuando descruzara las piernas y ella, angelito, le hizo caso. “Así que me quité la ropa interior y se la metí en el bolsillo de la camisa», afirma candorosa. Cuando vio el resultado en la gran pantalla asegura que le dio un síncope, tan inocente ella a sus 34 años de edad: «me quedé en estado de ‘shock», asegura Stone. «Al terminar la película, me levanté, me acerqué a Verhoeven y le di una bofetada» e insistió al director para que lo suprimiera, cosa que ya sabemos que no hizo. Y gracias a ello hoy nos acordamos de Sharon Stone.

Esta semana se han cumplido esos cinco lustros desde que, otra vez, una solemne tontería devenida en acontecimiento hiciera olvidar la calidad de una gran película para convertirla en el epicentro de un ridículo terremoto que toma su energía del puritanismo y la hipocresía. Ha pasado con otras muchas, algunas de ellas obras maestras de la misma época, como El último tango de París de Bernardo Bertolucci (de la que hablaré en otra ocasión) El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima, La gran comilona, de Marco Ferreri, o Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini. Y se volverá a repetir. Y cuando suceda seguro que tendremos que asistir al espectáculo patético de la tormenta en un vaso de agua. ¿Qué pretenderán ganar con ello?

 

El dolor en tres tiempos

El dolor de una niña huérfana, el dolor de una hija ante la agonía de su padre, el dolor de una madre por su hijo y por su pueblo. Tres películas que conmueven porque nos acercan a la comprensión del ser humano en todas sus escalas, individual, colectiva e histórica. Dos de ellas son españolas, Verano 1993 y No sé decir adiós y ayer fueron honradas por el Festival de Málaga, no tardarán en estrenarse. La tercera es francesa, Una historia de locos (Une histoire de fou) y nos llega con un retraso de dos años, incomprensible, pues la firma Robert Guèdigian, el director francés que testimonia con su cinematografía valores tan devaluados en el tiempo presente como la solidaridad, la amistad y el amor, que dice él puede sonar cursi pero es el oxígeno para la vida humana.

  1. EL DOLOR DE UNA NIÑA. VERANO 1993 (Estíu 1993). Carla Simón.

Captar el dolor y el estupor de una niña de seis años cuando pierde a su madre y se ve obligada a cambiar de vida, de colegio, de espacio de juegos, de padres a los que sustituyen sus tíos, es una tarea dificilísima. Carla Simón ha optado por una estrategia narrativa naturalista con la que reproduce la cotidianeidad expresada en los detalles que aparentemente carecen de toda relevancia pero que son las cosas que configuran el universo infantil, la negativa de la niña a beber la leche, el baño en el rio, los juegos con muñecas de ella y su prima… Toda la película pasa a través de los ojos de esa niña, prodigiosamente encarnada por Laia Artigas, que nos pregunta constantemente con su tristeza contenida si es justo lo que le ha pasado.

En su opera prima, que llegó a Málaga con el premio del jurado Generación Kplus de la Berlinale y se lleva del Festival la Biznaga de oro a Mejor Película, Carla Simón afronta la labor de mostrar ese dolor, el dolor de su propia infancia y la pérdida de sus padres, con la decisión firme de desdramatizar la situación, poseída por un sentido del pudor que le impide crear secuencias lacrimógenas que desvirtúen la verdad de algo tan vigorosamente incomprensible. A la voluntad manifiesta de los tíos de la niña de desterrar la tristeza para que no sufra y supere lo antes posible la herida se suma idéntico propósito en la directora.

La aflicción soterrada en el ánimo de la pequeña asoma de tanto en tanto de manera imprevista y sofocada y alcanza su máxima expresión en la última secuencia, la única en que la emoción desborda todo deseo de contención de Carla Simón y pone de relieve tanto el valor de su apuesta estilística como el de la increíble interpretación de la niña Laia Artigas, que instantes después de estar jugando alegremente prorrumpe en un llanto desconsolado que le impide articular una sola palabra.

Y la Academia, que tiene prohibido conceder Goyas a menores no podrá ni nominarla. Que me perdonen pero yo no lo entiendo.

  1. EL DOLOR DE UNA HIJA. NO SÉ DECIR ADIÓS. Lino Escalera. 

Lo que lleva a Carla, inmensa Nathalie Poza, como acostumbra, a llevarse a su padre, inmenso Juan Diego como siempre, a otro hospital tiene mucho más que ver con la impotencia que con el raciocinio, con la negación de la realidad que con el cálculo de probabilidades de cura del cáncer, tan avanzado como para ofrecer una perspectiva de vida cifrada en semanas.

Natalie Poza ha sido reconocida con la Biznaga de Plata a Mejor Actriz en Málaga y doy fe de que no es una decisión tomada a la ligera porque en mi humilde opinión es una de las intérpretes más sólidas y creíbles de nuestra escena, que lamentablemente no se prodiga demasiado en el cine. Desde que Manuel Martín Cuenca me permitiera tomar conciencia de su valor, primero en La flaqueza del bolchevique (2003) y después y sobre todo en Malas temporadas (2005) tengo para mí que estaba pidiendo a gritos un personaje como el que le ha ofrecido el también debutante, Lino Escalera, él igualmente necesitado de exorcizar fantasmas del pasado, como Carla Simón,  y arreglar cuentas emocionales con un destino que le arrebató a su padre sin contemplaciones y con paños avinagrados por el cáncer.

Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón han cerrado el arco descriptivo de los personajes hasta dejarlo en la médula, la esencia del relato que penetra en los pacientes, no sólo en el moribundo, sino en sus sufrientes hijas, para reventar el dolor en carne viva. Ese moribundo, como he dicho más arriba, es Juan Diego a quien el jurado de Málaga ha querido pedir perdón por no otorgarle una Biznaga de Plata a Mejor Actor sacando de la chistera la idea de la Biznaga a actor secundario. Poco importa. No hay premios ya que estén a la altura de una carrera en la que, papel tras papel, el actor se la juega entregando el alma. El Festival de Málaga ha sido avispado y generoso con Juan Diego y se ha prestigiado a sí mismo concediéndose el honor de premiarle hasta en cuatro ocasiones, una de ellas, en la décimo segunda edición en 2009, a toda su carrera; la última vez en 2014 por su entrañable y gruñón paralítico en Anochece en la India (Chema Rodríguez).

Es sorprendente el rigor y la espartana determinación de Lino Escalera de contar cómo se muere su padre y en qué extraño desconcierto se sumen sus dos hijas (“chapeau” también para Lola Dueñas con un personaje menos propicio para el lucimiento). Directo al hueso del suplicio, sin regodearse en él y sin la menor concesión, sin coartadas de humor desengrasante, sin elementos de relajación para el espectador. Tan solo la minuciosa descripción de cómo el cuerpo de un padre se apaga y una hija siente cómo le amputan una parte importante de sí misma.

  1. EL DOLOR DE UNA MADRE. UNA HISTORIA DE LOCOS (Une histoire de fou). ROBERT GUÈDIGUIAN.

Hay quienes se empeñan en que Robert Guèdiguian no salga con sus bártulos de Marsella. Con su troupe de actores irrenunciables y sus temas locales que él convierte en universales gracias a la alquimia de su cámara, a este francés de origen armenioalemán, ateo y comunista irredento, se le toleran todas las variaciones de que sea capaz en un estilo que alcanzó su máxima definición en Marius y Jeannette (Un amor en Marsella), 1997, pero se le reprocha que saque los pies del tiesto con obras históricas rodadas en otras tierras

Lo hizo con un retrato sereno del último presidente francés que reclamaba para sí la estirpe de la “grandeur” en la recta final de su ciclo político y vital: Presidente Miterrand (El paseante del Champ de Mars), 2005. Y cuatro años después narró la lucha heroica de combatientes internacionales en la Resistencia francesa comandados por el poeta obrero armenio Missak Manouchian: El ejército del crimen. Pero tenía pendiente un encargo que había recibido decenas de veces allá por donde iba con sus películas, dar testimonio del dolor de su pueblo, el dolor que no cesa por la memoria de un genocidio que ocupa un puesto muy bajo en la clasificación por importancia de los holocaustos (porque hay uno de primera y los demás son de segunda o de tercera división), el genocidio armenio de principios del siglo XX perpetrado por el imperio otomano, cuyos descendientes turcos nunca reconocieron.

Una madre armenia, quién si no Ariane Ascaride, se siente responsable de haber empujado a su joven hijo a combatir por su pueblo. Aram, nacido en Marsella, se enrola en una organización terrorista a través de la que hacer estallar una bomba contra el embajador turco en París y posteriormente parte para ser adiestrado en Beirut. La madre vive un infierno cuando conoce las actividades de su hijo y decide ir al encuentro de un superviviente, víctima casual del atentado.

Guèdiguian nos habla del dolor de la madre con la fuerza que le da la interpretación de su fiel compañera, Ascaride; nos habla del destrozo físico y moral sufrido por el joven que accidentalmente se encontraba en el lugar del atentado. Y sobre todo nos habla de la mutilación de todo un pueblo, el armenio que sufrió entre 1915 y 1923 el asesinato indiscriminado y la deportación de más de millón y medio de ciudadanos. Un pueblo que reclama desde hace casi un siglo la reparación del Gobierno turco mediante el reconocimiento de aquéllos brutales hechos históricos que aún hoy sigue tozudamente negando.

José Antonio Gurriarán se encuentra con los autores del atentado

Para elaborar el guion de Una historia de locos Guèdiguian ha rescatado la historia del periodista español José Antonio Gurriarán, subdirector del diario Pueblo cuando sufrió en su propia carne el 30 de diciembre de 1980 la fatalidad de encontrarse en el lugar de un atentado. Lo que le interesó de ella fue la inaudita decisión de Gurriarán, narrada en su novela La bomba, de interesarse por los motivos que movían a quienes le habían destrozado las piernas y la vida. El periodista español, como el protagonista de la película de Guèdiguian, viajó a Beirut para encontrarse cara a cara con el hombre que pulsó el detonador. No para reprochárselo amargamente, sino para que ambos compartieran y comprendieran el dolor del otro. Toda una lección de humanidad. (Ver reportaje en Días de cine)

Michael Caine no era Michael Caine

Michael Caine no era Michael Caine. Su nombre de pila fue otro hasta que decidió cambiarlo porque a algunos funcionarios de aduanas obstusos se les cruzaban los cables cuando les mostraba su pasaporte donde bajo su fotografía, la fotografía palpablemente de Michael Caine, decía Maurice Joseph Micklewhite. Y venga de interrogatorios, de molestos retrasos en los trámites… ya se sabe, en época de atentados terroristas de todo tipo, cualquiera puede disfrazarse de Michael Caine, aparentar ser Michael Caine y mostrar un pasaporte claramente falsificado a nombre de un tal Maurice. Todo esto lo contaba el año pasado el diario The Sun añadiendo que el grandísimo actor británico había decidido cambiar legalmente su nombre para nominarse como es debido y terminar de una vez por todas con el fastidioso asunto de quién soy y cómo me llamo.

Michael Caine en La huella, 1972

En sus comienzos más remotos ni siquiera él sabía que era Michael Caine y pretendía ser Michael White, vaya usted a saber de dónde extrajo semejante peregrina idea, cuando todo el mundo conoce su verdadera identidad. Pero la razón se impuso y tuvo que cambiar el apellido de su nombre artístico, que no vendía un pimiento a decir de su agente, para lo cual tomó la inspiración de su admirado Humphrey Bogart, protagonista de El motín del Caine, filme de Edward Dmytryck estrenado en 1954, cuyo cartel puso el azar a su vista mientras se encontraba en una cabina telefónica disputando los detalles de su personalidad con el representante.

El caso es que este hombre es todo un mito viviente al que no le restan gloria ni los actos fallidos, que como todo dios también tiene unos cuántos. Ganador de dos Oscar de Hollywood (Hannah y sus hermanas, Woody Allen, 1986, y Las normas de la casa de la sidra, Lasse Hallström, 1999), aunque son muchos los títulos por los que también le recordamos, entre los más de 150 que tienen el honor de contar con su presencia:  La huella, Joseph Leo Mankiewicz, 1972; El hombre que pudo reinar, John Huston, 1975; Lío en Río, Stanley Donen, 1984; El cuarto protocolo, John Mackenzie, 1987; Shiner, John Irvin, 2000; El americano impasible, Phillip Noyce, 2002; y entre las más recientes sobre todo La juventud, Paolo Sorrentino, 2015 (ver reportaje en Días de Cine de TVE).

En ese entrañable director de orquesta y compositor llamado Fred Ballinger, que se resiste numantinamente a aceptar la invitación de S.M. La Reina de Inglaterra para que dirija la maravillosa composición Simple Song en la corte, he creído reconocer al Michael Caine que confiesa tener miedo a la muerte por haber llevado “una vida de destrucción”, según The Sun On Sunday. A ver, no es que se parezcan en ese aspecto concreto porque Ballinger está de vuelta de todo, ve la vida pasar junto a su amigo Mick Boyle, sospechosamente trasmutado en la piel de Harvey Keitel, y sólo lamenta ante la proximidad del final haberse quedado con las ganas de beneficiarse a Gilda Black, un anhelo de juventud que permanece atravesado como una daga en su memoria a la altura de las ingles.

Pero hay en los entresijos del personaje tantas raciones de soledad que parecen haber servido de banquete indeseado para el inmenso actor que lo interpreta. Caine, como Ballinger, elogia a su esposa, Shakira Baksh, de 70 años de edad (catorce menos que él) porque “sin ella habría muerto hace mucho tiempo”. Para el director de orquesta de La juventud su mujer fue el faro, impertérrito ante las tormentas, infidelidades y otros accidentes de la carretera vital. Y negarse a dirigir Simple Song porque ella no puede interpretarlo es su forma de rendirle un último homenaje. Ballinger le debe el curriculum y la estabilidad a su pareja. Caine dice que le debe la vida a la suya.

Michael Caine con su esposa Shakira Caine. Foto EFE

Les diferencia cómo afrontar la amenazante visita de la parca, contra la que Ballinger no se protege y a Caine le ha hecho renunciar a las tasas de alcohol que antaño acostumbraba y adoptar costumbres dietéticas no muy compatibles con el disfrute de algunos placeres, aunque sigue teniendo por debilidad comer “bacon”.

¡Qué pareja, dios, Keitel y Caine, qué homenaje a la amistad eterna! Amigos que sólo se cuentan las cosas buenas, pues el resto ya no valen la pena. Amigos que analizan las gotas de micción diaria, fuente de preocupación o alivio, según la cantidad de ellas con que hayan  salpicado las paredes de la taza del váter y discuten sobre el valor de las emociones, sobrevaloradas, dice el músico, entonando una canción melancólica y triste. Pero Mick-Keitel le enmendará la plana: “las emociones son lo único que tenemos”.

Michael Caine y Harvey Keitel rendidos ante Miss Universo

¡Y qué paradojas contiene el oficio de actor! Y cuanto más grande el cómico, más inabarcable el contrasentido. Michael Caine tiene miedo a sus 84 años de edad a morir de un cáncer. A mí me gustaba tanto, me entusiasmaba hasta tal punto Fred Ballinger con la voz, el rostro y las expresiones de Michael Caine, tan sereno, tan humano, tan rendido a la belleza de Miss Universo bañándose desnuda ante los ojos atónitos de los dos amigos, que creía que no había disfraz, que era él mismo jugando a ser otro sin poder escapar de su propia piel. Me cuesta salir de la pantalla y aceptar que la vida real a veces es eso: llegar a una edad provecta, vislumbrar las costas del más allá y tener pavor de que la barca se estrelle de un momento a otro.

Festín caníbal; veganos abstenerse

Comentaba con sorna mi buen amigo Santiago Tabernero tras entrevistar a Julia Ducournau por su estomagante película titulada en España Crudo (en Francia, mira por donde, Grave) lo sorprendente que le resultaba el aspecto de “parisina pija” de esta directora, en contraste con el realismo de algunos momentos de su vomipurgante incursión en el género gore que, lo confieso, no me tiene por miembro de su cofradía. En Sitges, naturalmente, encontró legiones de fans.

Resulta inútil preguntarse a estas alturas por la legitimidad de la provocación y si ésta justifica lo que muchos pueden considerar excesos; en realidad no hay nada que sea excesivo desde la óptica de la libertad creativa. Sin embargo, el buen sentido de Ducournau para la narrativa cinematográfica debería apuntar más hacia el terreno de lo sugerido que el de lo mostrado. Y de esta forma, creo yo, su argumentario ganaría mucho en consistencia y credibilidad.

Una secuencia que reúne las dos caras, positiva y negativa, de lo señalado es aquella en la que vemos en un video grabado con el móvil a los estudiantes excitadísimos mientras observan la acción previamente registrada con otro móvil: Justine, la protagonista, entregada a un macabro ejercicio de canibalismo con un cadáver que su hermana ha extraído del frigorífico de la morgue y se lo ofrece como señuelo sin permitir que llegue a morderlo en la mano, como ella pretende.

Dejando al margen el pequeño detalle de que no veo claro qué hace un cadáver humano en un colegio de veterinaria, en dicha secuencia la tensión por lo que sucede fuera de campo es mayúscula, cuando aún no sabemos de qué tratan las imágenes que los estudiantes están jaleando. La directora maneja el suspense de manera magistral jugando con tres planos temporales: el rostro de Justine asustada y horrorizada al verse en la grabación, de la cual probablemente ni siquiera se acuerde, los estudiantes arracimados en torno al teléfono sin que sepamos aún lo que ven, y por último la acción registrada en la morgue.

Esta secuencia termina por malograr la fuerza que desplegaba antes de mostrar lo que está fuera del campo de visión, precisamente cuando por fin lo vemos. Julia Ducournau se eleva cuando trabaja en el espacio off y cae cuando pisa el espacio on. Y lo mismo le sucede en términos generales a toda la película. Una secuencia magistral por el excelente juego de elipsis espacial, como es la primera, en la que vemos el accidente de carretera provocado por la hermana de Justine para proveerse de carne fresca, termina por resultar poco creíble, o al menos pierde la contundencia que tenía, cuando se repite la misma acción.

Ducournau, no le hace ascos a provocar arcadas en el espectador pero intenta, y esto es algo que valorar, no lanzarse a la piscina de hectólitros de hemoglobina que suelen desparramarse cuando se adentra uno en los incontinentes terrenos de la víscera. Lo intenta, pero no siempre lo consigue.

Algunos guiños a una película seminal, Carrie, de Brian de Palma, muestran a las claras la voluntad de la directora de Crudo de obtener el salvoconducto en el género de iniciación adolescente –el nombre de Justine, virgen al principio, también propone referencias al Marqués de Sade – pero esta fábula grotesca deja de ser de terror en el momento mismo en que se acaba, con un chiste final que desinfla el globo.

Dice Ducournau en sus entrevistas que quiere poner en contacto al espectador con su lado oscuro y que no cree que el canibalismo esté demasiado alejado de la naturaleza humana, se sorprende porque el asunto levante ampollas… en fin. Si ya me costaba un poco aceptar la virtud del sentido metafórico que la pulsión carnívora de Justine propone, obviamente el del despertar sexual, a la luz de esas declaraciones más gracia me hacía el comentario de mi amigo Santiago reseñado al principio.

Como no quiero pasar por un cinéfilo de estrechas tragaderas después de repudiar las procesiones del santo gore, me viene a la cabeza una película que milita sin empacho en esas hermandades. Se trata de Re-Animator, de Stuart Gordon (1985). Aparte el gusto desacomplejado por lo sanguinolento, no tienen nada en común desde el punto de vista argumental.

Barbara Crampton y la cabeza lujuriosa de David Gale en Re-Animator

Se diferencian sobre todo en el descacharrante sentido del humor del que Crudo adolece y es el condimento esencial en la fórmula para hacer más comestibles las imágenes indigestas. En una escena, el cunilingus del que es objeto una chica desnuda al que se aplica con deleite una cabeza decapitada figura entre lo más delirante y disparatado que recuerdo haber visto en la pantalla. ¡Puritito gore!

¡Alto ahí!, me dirá alguno, ¿a santo de qué viene hablar aquí de esta película que no tiene nada que ver con la otra? Tiene razón, pero la respuesta es que simplemente me apetecía; y el gancho, que las dos agitan el frasco de sangre hasta que salpica. Lo que pasa es que una esgrime coartada cultural y la otra no la necesita porque ya la tiene: nada menos que H.P.Lovecraft.

Gladiadores y Aliens: esperando a Ridley Scott

He perdido la cuenta de cuántas veces ha visto Gladiator (Ridley Scott, 2000) mi cuñado Gregorio. Siempre me han admirado quienes son capaces de devorar con el mismo entusiasmo que la primera vez una película que han visto «tropecientas» veces. Y no se trata de variar las versiones, habida cuenta de que con frecuencia uno puede disponer de la original, la extendida, el montaje del director, con subtítulos, sin subtítulos, doblada, con final A o con final B… ¡Uff!  No, no, la misma cuyos diálogos casi se saben de memoria.

Viene esto a cuento porque según Entertainment Weekly en una noticia de la que se hacía eco la prensa mundial el lunes 13, Ridley Scott planea revivir a Máximo Décimo Meridio, comandante de las tropas del norte, general de las legiones Félix, leal servidor del verdadero emperador, Marco Aurelio. ¿Revivir? Claro, esta hipotética secuela tropieza con el pequeño inconveniente de que el general romano convertido en esclavo que con tanta fuerza y belleza incorporaba Russell Crowe moría en el empeño de vengar el asesinato de su mujer e hijo, tras una pelea cuerpo a cuerpo en la arena contra el infame emperador romano Cómodo, al que imprime un eficaz y repulsivo rictus Joaquin Phoenix.

Dejando a un lado las licencias narrativas que todo guionista se permite buscando la eficacia dramática, de las que hay unas cuantas en Gladiator, este enfrentamiento directo entre el héroe y su máximo antagonista traspasa con descaro la raya de lo creíble. Es cierto, ¡pero qué puesta en escena en las batallas, y qué luchas sobre la arena con ese majestuoso y terrorífico tigre! Secuencias así nos hacen flexibilizar nuestras exigencias acerca de lo inverosímil y de lo inadmisible y tolerar excesos que nos parecerían intolerables en otras películas mediocres. Lo uno por lo otro, el balance global hace de Gladiator una puesta al día del género que antaño llamábamos «de romanos», que ideológicamente se emparenta con el clásico de Kubrick, Espartaco (1960) y que no le envidia nada en espectacularidad.

Y al decir esto no nos dejamos impresionar por los cinco Oscar que conquistó (Mejor película, Actor protagonista, Diseño de vestuario, Sonido y Efectos visuales; aunque tuvo 7 nominaciones más pero sólo rozaron la estatuilla con las yemas de los dedos Scott, Joaquin Phoenix, y Hans Zimmer con su fantástica y recordada música) pero es justo recordarlo.

No sé con qué insospechados vericuetos querrá sorprendernos mi admirado Ridley Scott (no sólo a mí, también encandila a mi compañero de pupitre, Carles Rull) y cómo solventará los estragos –sobrepeso y esas cosas- que los diecisiete años transcurridos han operado sobre el físico de la estrella australiana, si es que ésta acepta el envite. Si lo pienso dos veces, no acabo de creerme que la cosa llegue a buen puerto. Pero no apuesto nada. Al fin y al cabo, nunca hubiéramos pensado que Harrison Ford volviera al universo de los replicantes y estamos ansiosos por verlo.

Ridley Scott en el rodaje de Alien: Covenant

Por cierto, Scott, no sabe uno muy bien por qué, es un director al que cierta crítica inconoclasta convierte en pim pam pum a las primeras de cambio despreciando muchas de sus películas. Que sí, reconozco, no están a la altura de obras maestras como Alien: el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982). Pero, un peldaño por debajo, son obras notables Los duelistas (1977), Black Rain (1989), Thelma y Louise (1991), la propia Gladiator (2000), Hannibal (2001), Prometheus (2012. Sí, sí, la precuela de Alien incomprendida y vapuleada) e incluso El consejero (2013.  Sí, sí, el feroz cuento moral con guion de Cormac MacCarthy sobre el narcotráfico en la frontera mejicana con EE.UU. en el que Javier Bardem alucinaba con un numerito sexual de Cameron Díaz en el parabrisas de un coche, también masacrado por los killers de las redes y la prensa más «cool»).

Scott se encontraba en el Southwest Film Festival in Austin, Texas, promocionando precisamente la continuación de Prometheus, Alien: Covenant, cuyo estreno mundial está previsto para el próximo mes de mayo. Debo advertir que, a pesar de mi confesado entusiasmo por el vigoroso estilo narrativo de Ridley Scott, el tráiler de esta segunda entrega de precuelas –que al parecer no será la última- me da un desagradable tufo a déjà vu, es decir a repetición de la jugada. Y eso no me gusta nada, nada.

Pese a lo cual tengo que concederle un –prudente- voto de confianza porque seguro que al menos será un festín para los ojos. Hay pocos directores que sean tan narradores puros como este caballero, entendiendo por tal los cineastas que, sin menospreciar el obligado interés de fondo, combinan fluidez y espectacularidad en dosis superlativas. Pero ¿Gladiator 2, de veras?… habrá que verlo para creerlo.

Los heterodoxos van al cielo

Me lo perdí y bien que lo lamento. Me hubiera gustado estar en Pamplona el viernes 10 de marzo, enfilada ya la clausura del Festival Punto de Vista, del que ya he hablado aquí, para escuchar a Víctor Erice hablar de Jorge Oteiza.

Erice presentó una sesión de título tan poético y evocador como “Oteiza, el hombre que huye”, parafraseando la sentencia del propio artista guipuzcoano que figuró en el frontispicio del Baluarte, o Palacio de Congresos y Auditorio de Navarra: “El hombre que huye entra en el cine”.

El cineasta mantuvo una relación de admiración y diálogo con Jorge Oteiza, al que consideraba un visionario como artista, como escultor y pensador, “personaje barojiano hasta las cachas… que soñó con una comunidad de hombres liberados de la angustia de la muerte”, según le retrató en octubre de 2011.

Víctor Erice y Oskar Alegría en Pamplona

En Pamplona, me cuentan, recordó conversaciones entre ambos, desgranó anécdotas y afirmó que muy probablemente Oteiza se hubiera convertido en “hacedor de películas”, de haber tenido a mano la tecnología actual, ya que le rondaba la idea de que “su primera película iba a ser en realidad su última escultura». En fin, dos espíritus “engolfados de arte”, que diría Teresa de Jesús, esa mujer tan adelantada a su tiempo que parecía haber nacido siglos más tarde.

De la cinefilia de Oteiza da buena cuenta el libro que editó el Festival navarro, Oteiza al margen, en el que se reproducen páginas y portadas de publicaciones sobre las que han crecido, como hongos de sabiduría y perspicacia, las anotaciones marginales del genial artista de Orio, Guipúzcoa. Le debe el trabajo de investigación y recopilación al director hasta esta XI edición de Punto de vista, Oskar Alegría.

De entre los numerosos hallazgos que contiene el volumen seguramente el más sorprendente, por heterodoxo a nuestros ojos de hoy, sea las anotaciones que Oteiza deja caer para referirse al gran maestro de la intriga: “Falso suspense de Hitchcock / distraer no es suspense / donde hay suspense auténtico no se define al concluir la película / coleccionistas de sucesos más o menos curiosos”. No me consta lo que opina Erice al respecto de esos pensamientos, que parecen una “boutade” pero no deben de serlo, y me hubiera encantado poder preguntárselo, porque si hay alguien apropiado para entenderlos es él, precisamente un heterodoxo a la fuerza.

Debe de haber pocos cineastas tan respetados en España como Víctor Erice con tan solo tres largometrajes dirigidos en solitario, dos de los cuales se consideran obras maestras indiscutibles (El espíritu de la colmena, 1973, y El sur, 1983) y el tercero, un poema dedicado a la luz y el trabajo del pintor Antonio López (El sol del membrillo, 1992) tan ambicioso artísticamente como exiguo desde el punto de vista de la producción, que los amantes y conocedores de la pintura seguramente apreciarán mucho mejor que el gran público, pues no es plato para todas las bocas este documental.

Debió de ser muy duro trabajar durante tres años en la escritura de un guion, El embrujo de Shanghai, una y mil veces corregido  hasta concluir una versión que entusiasmó al autor de la novela, Juan Marsé, lo que resulta casi tan difícil como acertar una quiniela sin rellenar el boleto, y que el productor (Andrés Vicente Gómez) termine encargándole el proyecto a otro realizador por “asuntos de financiación”, una fórmula que  suele ser reveladora de una desconfianza absoluta en el resultado. Quien llevó finalmente a cabo esa adaptación, sin que pueda atribuírsele ninguna responsabilidad en el embrollo,  fue Fernando Trueba pero las expectativas depositadas en Erice habían sido mucho más altas que el nivel alcanzado por su película.

En 2002 realizó el cortometraje titulado Alumbramiento incluido en el filme de aportación colectiva, Ten minutes older: the trumpet, junto a Jean Luc Godard, Wim Wenders, Jim Jarmusch y Bernardo Bertolucci, entre otros nombres sagrados de la cinefilia, pero no se estrenó en España, aunque sí pudieron verlo los afortunados seguidores del Festival Punto de vista en la clausura de la tercera edición celebrada en 2007. Trabajos de corta duración en obras colectivas de indudable interés, pero ¿hay quien entienda que este hombre no haya vuelto a estrenar ningún largometraje desde El sol del membrillo?

¡Cuántas veces no habremos pensado quienes amamos el delicioso misterio atrapado en los ojos de las niñas y la voz serena de Fernando Fernán Gómez en El espíritu de la colmena, y la azul melancolía de la inacabada El Sur, que si Víctor Erice intentara una nueva aventura cinematográfica sería la noticia del año! ¿Habría algún productor que confiara en él? ¿Se lo habrá propuesto en algún momento? Si alguien sabe algo que lo diga, o en todo caso que no calle para siempre.

Ricos y pobres en el cine español

Tres instantáneas para recordar los claroscuros de la industria cinematográfica española.

1.   En 2016, por tercer año consecutivo una película española, Un monstruo viene a verme,  fue la más taquillera, por encima del todopoderoso Hollywood, 26 millones de euros que se dejaron los cuatro millones y medio de personas que pagaron por verla en salas. Y otras cuatro (Cien años de perdón, Cuerpo de élite, Kiki el amor se hace y Villaviciosa de al lado) superaron el millón de espectadores. Todo un éxito. Se superaron los 106 millones de euros de recaudación, con lo que se alcanzó un 20 % de cuota de mercado (lejos del 25,5 de 2014). El monto global sin distinción de nacionalidad sobrepasó los 600 millones de euros. Alegría, sí, pero tampoco exageremos. El balance nos dejaba titulares de prensa visiblemente pasados de euforia.

Por supuesto, el reparto fue muy desigual, porque el número de producciones sobrepasó las 240. De ellas, pásmense, 21 no reunieron ni a 100 espectadores en las salas de cine (no es errata, sólo hay dos ceros) nada menos que el 13% del total de las estrenadas, algunas ni siquiera recaudaron 50 euros y encima deben dar gracias a que al menos pudieron estrenarse.

Según las fuentes oficiales, una película obtuvo el récord más lamentable: el documental Manolo Tena, un extraño en el paraíso, solo reunió a cuatro espectadores, con una recaudación total en cines de 14 euros. Lo que significa que ni el equipo ni sus familiares hicieron el esfuerzo de comprar alguna entrada siquiera fuera para maquillar un poquito el desastre. El documental Contra la impunidad se vio agraciado con 6 espectadores en la sala, o en las salas,  y obtuvo 29 euros de recaudación en total.

2.   Un cineasta independiente publica una carta abierta dirigida al directo del ICAA, Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales, adscrito a la Secretaría de Estado de Cultura.

La extravagancia que caracteriza el caso de Miguel Llansó, uno más de los aventureros que salieron de España a buscarse la vida durante la crisis, es que se queja habiendo dirigido una película de nacionalidad ¡etíope!, Crumbs, con la que afirma haber realizado 45 viajes en dos años, más de cien proyecciones en todo el mundo, estrenado en Nueva York y en otras ciudades del imperio, evento del que dieron cuenta The New York Times, L.A. Weekly, Hollywood Reporter o Variety… No parece mal curriculum, si hemos de creerlo todo.

La cosa es que este hombre protesta porque el presupuesto dedicado por el gobierno, que con tanto acierto y sentido común pilota el gran capitán don Mariano Rajoy, a las ayudas a la producción de cine independiente se ha reducido en un 18% y queda en unos exiguos 5 millones, que no deben de dar ni para los decorados, dejando fuera los bocadillos de rodaje.

Y por si fuera poco, el enrevesado intríngulis legal -que pormenoriza en su misiva- imposibilita de todo punto cubrir el presupuesto aflojando el bolsillo de los abnegados cineastas como él, pues les exige que alcance el 60% del total de la producción. Cuando, según dice, el 90% de los países europeos cubren con sus ayudas hasta el 70% de la financiación.  Pues ¿qué pretende? ¿Acaso que don Mariano vaya al cine a ver películas independientes? ¡Pero si no tiene tiempo ni para ver la Gala de los Goya! Para más detalles y precisiones, léase “Hasta luego, amigo”. Carta abierta de un cineasta independiente al director del ICAA .

3.   En vista de las dificultades para la producción de según qué tipo de películas, al cineasta Pau Teixidor se le ha ocurrido poner en marcha un proyecto de financiación, mediante la fórmula de micromecenazgo, de un cortometraje ambientado en la Guerra Civil española cuyo tema central gira alrededor de los desaparecidos del franquismo. “A ratos terror, a ratos acción y western crepuscular, y a ratos una seca y contundente película de venganzas”. Ahí es nada.

No sé si los responsables de la iniciativa, amigos y familiares de Teixidor, supongo, han tomado nota de las cifras señaladas más arriba y por eso se curan en salud con los sistemas de créditos que proponen en su web de Cunetas, que así se titula de momento el cortometraje, pero toda aportación por mínima que sea es bien recibida desde 5 euros en adelante.

Cuando escribo este post figuran 325 mecenas que han aportado más de 11.000 euros. Un empujoncito no les vendría nada mal porque los objetivos de la película bien lo merecen, “su auténtica razón de ser: aportar su pequeño grano de arena para que las nuevas generaciones sigan valorando la importancia de preservar la memoria de aquellos que otros quisieron enterrar a balazos”.

¿Conocemos, además de a Pau Teixidor (en 2014 dirigió a la nieta de Chaplin en su primer largometraje, Purgatorio)  a alguien más de los participantes en esta idealista empresa? Pues sí, nada menos que los siguientes intérpretes figuran en el reparto: Pedro Casablanc, Oona Chaplin y Zoe Stein, además de un solvente equipo en el área técnica. Vamos, que la cosa parece seria y merece ser apoyada.

Alucinantes sombras de una pesadilla

Hay algo estremecedor en el visionado de Treblinka (Sérgio Tréfaut, 2016) en el marco del Festival Internacional de Cine Documental de Navarra Punto de vista (al que me referí en el post anterior) que se cerró ayer. El nombre de esa aldea polaca, ubicada a unos 100 kilómetros al norte de Varsovia, arrastra la maldición de asociarse a uno de los lugares en los que el infierno se materializó en la Tierra.   En los mapas y conciencia del mundo su existencia fue sustituida por el campo de exterminio nazi que operó entre julio de 1942 y noviembre de 1943 hasta dejar un rastro de muerte que se cifra en 780.000 personas, pues sabida es la tendencia a redondear las dimensiones de las catástrofes inimaginables.

En los oídos del portugués Sérgio Tréfaut resuena el traqueteo de los trenes en su caravana de ganado humano dispuesto al sacrificio al por mayor. El tren y las vías por las que discurre seguirá circulando y suponemos que muchos de los actuales viajeros ni siquiera pensarán en las espantosas condiciones en las que en otros trenes, más de medio siglo atrás, se hacinaban compartiendo angustias, dolor y terribles presagios.

El filme esquiva la tentación de evocar imágenes tan lacerantes y no recurre ni al archivo, ni a la reconstrucción realista. Las voces en off de algunos supervivientes, lánguidas, melancólicas y rotas reviven los fantasmas de aquellos cientos de miles de seres condenados que sin saberlo se acercaban a la aniquilación. Algunos actores desnudos posan en los vagones vacíos como estatuas simbólicas del despojamiento absoluto de la dignidad al que fueron sometidos aquellos a quienes representan. Una anciana mira a través de las ventanas y recuerda lo innombrable.

¿Qué es lo estremecedor en el filme de Tréfaut? Por supuesto: que nos recuerda hechos escalofriantes. Pero no es de eso de lo que hablo. Lo más estremecedor es que el filme no me conmueve. Lo terrible es que vivimos en una cultura que devora imágenes que han de superar en el sentido del espectáculo a las antes consumidas para causar un impacto duradero. La poesía con que narra Tréfaut lo espeluznante, sus bellas composiciones, la profundidad y sinceridad de las voces encuentran dificultades para atarnos a sus palabras. La renuncia a las imágenes de choque debilita el propósito de la película. La renuncia a la mercantilización de la memoria apaga los ecos de la memoria destrozada.

¿Cómo resolver tan envenenada ecuación? Si renuncio al sensacionalismo no consigo zarandear las conciencias, si lo utilizo pervierto las razones que me mueven… El año pasado László Nemes lo consiguió con El hijo de Saúl y obtuvo la recompensa del Oscar a Mejor Película extranjera y el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes.

Imagen de El hijo de Saúl, de Lásló Nemes

El hijo de Saúl es la más sobrecogedora inmersión en el infierno de la mente humana, la película más dura sobre el genocidio nazi (o cualquier otro) que he visto nunca. Pero, como Treblinka, tampoco exhibe la infamia de algunas imágenes conocidas y cargadas con toda su pornográfica mezquindad. La cámara pegada a la nuca del protagonista deja fuera de foco todo el horror que contempla y en el que él participa como miembro de los “Sonderkommando”, cuya misión es la de la limpieza de las cámaras de gas y la cremación de los cadáveres de los prisioneros gaseados.

Saúl es un judío que conduce a los judíos a su exterminio, para prolongar su vida durante un tiempo colabora como un perro servicial en el campo de concentración de Auschwitz, no es un héroe, ni siquiera se alinea con quienes en el campo preparan la rebelión y la fuga, se ve envuelta en ella pero su obsesión está por encima de cualquier otra necesidad. Su obsesión es de origen religioso, dar sepultura según el rito judío a un niño al que toma por su hijo. Por esa obsesión arriesga las escasas posibilidades de supervivencia que tienen él y quienes están a su lado.

El director húngaro no se limita a introducirnos en la vorágine de los pasillos del horror, sino que lo hace desde la perspectiva de una víctima que no es del todo inocente, a semejanza de El pianista de Polanski (2002), la triste historia de un judío cobarde e insolidario. Sin perder su condición de víctima también Saúl tiene sus miserias.

Imagen de El pianista, de Roman Polanski

¿Cómo es la no imagen de El hijo de Saúl? Como decía, la cámara acompaña todo el tiempo al protagonista en sus labores de operario del infierno, continuamente pegada a su nuca, dejando muy escasa profundidad de campo, permitiendo entrever difuminados los cuerpos, ora vestidos, ora desnudos de los prisioneros que van a morir, circulando atropelladamente de un lado a otro hasta llegar a las cámaras de gas.

La imagen velada, la presencia prohibida del espectador a salvo del espanto, cómodamente instalado en el asiento, un asiento que sin embargo es zarandeado, como si lo aferraran las garras de Satanás, hace que la experiencia tenga una intensidad sensorial y emocional irrepetibles.

Nemes deja que los sonidos  sordos e ininteligibles, los gritos de las víctimas y las voces de los verdugos, y el rostro trastornado de Géza Röhrig, un actor colosal, nos fuercen a una inmersión privadora de la inocencia. ¿Cómo sentirse ajeno a la culpa de la ruin condición humana? La imagen es la clave. La imagen de lo conocido y no mostrado más que como alucinantes sombras de una pesadilla.

Ficciones y realidades, las fronteras del cine son difusas

Llego a Pamplona dispuesto a tomar el pulso a un Festival de documentales en su undécima edición, el Punto de Vista. En el tren me vienen siguiendo desde Madrid dos ideas. Una, que en la capital navarra todavía deben de quedar carteles de otro, mucho más humilde y pequeño, pero también más extraño; su nombre lo dice todo: CIDE, Festival de cine y dentistas, y clausuró su quinto año el pasado 28 de febrero. Si será peculiar –el nombre lo deja bien clarito- que es el único en el mundo conocido en su género, toda vez que otro de no sé dónde que podía hermanarse con él, o hacerle sombra, ya desapareció.

Parece que va de guasa lo de Cine y dentistas, pero el dúo Beatriz Lahoz y Blanca Oria que son sus animadoras están reuniendo granito a granito con su entusiasmo una bonita colección de celuloide en el que aparecen por un lado o por otro estos simpáticos profesionales a los que nadie quiere sonreir. Este año, para muestra los tres botones, se proyectaron La mujer sin cabeza (también titulada La mujer rubia, Lucrecia Martel, 2008), Marathon Mann (John Schlesinger, 1974) y Aventuras de un dentista (Elem Klimov, 1965). ¿Es o no de quedarse boquiabiertos?

La otra idea que me acompaña tiene que ver con la representación de la realidad a la que supuestamente aspira el género documental. Si las fronteras genéricas cinematográficas no hubieran sido suficientemente permeables a todo tipo de contaminaciones y convivencias, la semana pasada se estrenó un ejemplo sensacional de aquello que despachamos con la etiqueta de “falso documental”, Análisis de sangre azul, un híbrido entre ficción y no ficción que desafía toda capacidad del espectador para adivinar la naturaleza de imágenes rodadas en la actualidad pero presentadas como si fueran documentos valiosos de los años cuarenta.

Valiente, coherente, exigente y agudamente engañoso, el filme de Blanca Torres y Gabriel Velázquez es un tratado poético sobre la idiocia, sobre la aparición salvadora de un guiri alucinante y alucinado en un paradójico escenario en el que conviven la enajenación mental y el paraiso terrenal. Ustedes verán rollos del viejo formato doméstico mudo de Súper 8, convenientemente tratados, montados y enriquecidos con rótulos y música convertidos en el concienzudo trabajo científico de un doctor en psiquiatría enamorado de su profesión: amor y ciencia. Como propuesta narrativa no me dirán que no está a la altura de la excentricidad del Festival de Cine y Dentistas.

Si Análisis de sangre azul desborda el concepto de ficción e invade el de documental, las obras presentadas en el Festival Internacional de Cine Documental de Navarra, Punto de vista, que se viene celebrando desde el día 6 y concluirá el día 11 del corriente, lo que hacen es reclamar nuevas definiciones para explicar a qué aspiran. Desde luego, a muchas de ellas el concepto de documental se les queda muy estrecho. Oskar Alegría, su director durante las cuatro últimas ediciones (para la próxima cede su puesto a otra persona aún no determinada) lo resumía con la idea de que estas películas, a diferencia de los documentales de La 2 y de todos los que se guían por parámetros en mayor o menor medida periodísticos o ensayísticos, no ofrecen respuestas y pretenden dejar en el aire muchas preguntas.

A mí me resulta muy clarificadora esta definición, aunque es tal la variedad y la riqueza de planteamientos narrativos de los trabajos que se exponen en Pamplona (también en el Festival Documenta Madrid que se celebrará del 4 al 14 de mayo) que seguramente no baste para abarcarlos todos. Además hay que añadir que muchos de ellos se caracterizan por la experimentación formal y casi todos por altas dosis de creatividad artística.

Lo que resulta muy frustrante es que, con rarísimas excepciones, estos filmes no traspasen el muro de cristal que les impide ser estrenados en salas comunes. En muchos casos son deslumbrantes. Por citar uno: We make couples, del canadiense Mike Holboom, un alucinante collage de imágenes y pensamientos críticos con el sistema capitalista, en clave marxista y sentimental. ¿Contradictorio? No tanto como puede parecer.