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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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La gran provocación

Todos tenemos nuestra particular edad de oro musical. La señalan aquellas canciones que nos marcaron un sendero sentimental y pusieron melodías y palabras a lo que bullía en nuestro interior sin que fuéramos conscientes, antes de escucharlas, de hasta qué punto iban a configurar nuestros gustos para siempre. Y también tenemos nuestra particular edad de oro cinematográfica.

En mi educación de cinéfilo la edad de oro coincide con la década de los setenta. Es lógico, pues es en esa época cuando se asentaron los fundamentos de mi personalidad. Varias películas producidas y estrenadas en ese período ocupan el espacio privilegiado que uno concede a las obras maestras que mayores emociones y más duraderas despertaron en su corazón: El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1973), Lo importante es amar (Andrzej Zulawski, 1975), Saló, o los 120 días de Sodoma (Pier Polo Pasolini, 1975), El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976). No es una lista exhaustiva ni cerrada, y por supuesto no cierra la puerta a otros títulos de otras épocas y directores, tanto o más grandes que los citados. Es mi lista más personal y se completa con La grande bouffe, escrita al alimón por nuestro genial Rafael Azcona y el italiano Marco Ferreri, y dirigida por éste en 1973. Si se fijan, las cinco películas tienen un elemento en común: el combate de Eros y Tánatos. Aunque Pasolini lo enmarca en un contexto de feroz efervescencia política, el execrable ascenso del fascismo.

Para referirme al inigualable poema tragicómico de Ferreri utilizo el título original, en lugar de La gran comilona, como se conoce en España, porque en mi inconsciente ese vocablo, comilona, suena más prosaico, como si todo el vuelo lírico del filme se hubiera visto sepultado en toneladas de panceta o en grandes perolos de fabada asturiana recalentada. Nada tengo que objetar a la traducción, pero durante los años que tardó en estrenarse en nuestro país, cinco, yo la conocí con su identidad francesa y con ella me quedo.

La colaboración entre Azcona y Ferreri fue tan intensa y fructífera que abarcó unos treinta años y entre pitos y flautas, obras acabadas y otras censuradas y frustradas, cortos o largos, llegaron a rodar diecisiete; desde El pisito (1958) y El cochecito (1960), que iluminan las negruras de la España predemocrática, hasta su etapa francesa, pesimista existencial, que integran, junto a La grande bouffe, No tocar a la mujer blanca (1974), La última mujer (1976) y Adiós al macho (1978), por citar las más relevantes.

Cuando uno la ve es imposible olvidarse de La grande bouffe por numerosas razones. De entrada por el impacto que provoca por muchos años que cumpla. Impacto como el que causó en su presentación en el Festival de Cannes, el 17 de mayo de 1973, debido especialmente a que se consideró como una gran provocación, un sonoro eructo y maloliente ventosidad expelidos con recochineo sobre las alfombras de palacio. La burla y la desvergüenza de sus autores fueron respondidas con insultos y pataleos, aunque la película compartió el Premio de la  Crítica Internacional con La Maman et la Putain, de Jean Eustache.

Marcello Mastroianni y los placeres de la carne

El desnudo frontal y el sexo desinhibido, hasta entonces nunca vistos con semejante osadía, la escatología sin ridículas coartadas, aunque argumentalmente justificada, la farsa anarcoide con que cuatro representantes de la burguesía acomodada se dan el placer supremo de comer hasta reventar, no fueron entendidos como un grito cínico y desencantado de nihilismo, sino como un corte mangas de tamaño imperial a la burguesía (cierto) y un vulgar afán de “epatar” (falso) al patio de butacas con la puesta en escena de vomitonas y muertes patéticas. Ni siquiera la lectura más plana que podía hacerse, la de la crítica feroz al consumismo desenfrenado –ríete tú de aquello, con lo que tenemos ahora encima- consiguió aplacar las iras y arrojar un poco de luz al interior de la caverna.

Andrèa maniobra en la bragueta de Ugo, en presencia de Philippe

La poesía de La grande bouffe, sin embargo, asoma hoy en un visionado sereno, lejos del ruido de entonces. Es poesía triste porque habla del deseo de morir cuando ya no se encuentra más aliciente a la vida que el placer del gourmet indecente. Pero esa resignada determinación de los cuatro amigos de acabar con sus vidas reunidos en el decadente caserón tampoco excluye el deleite carnal, siguiendo los deseos inaplazables de uno de ellos, Marcello, piloto de aviación, es decir, Marcello Mastroianni: “hemos venido a lo que hemos venido, pero no hemos hecho voto de castidad”, dice convincente. Morir comiendo, sí, pero también follando. O dejándose el último aliento en las maniobras que la hermosa y rotunda Andrea, maestra de escuela, es decir Andrea Ferreol, lleva a cabo dentro de la bragueta del cocinero Ugo, es decir, Ugo Tognazzi.

La tristeza suprema le invade a uno al dejarse atrapar por las melancólicas notas que Michel, productor de televisión, es decir Michel Piccoli, arranca a las teclas de un piano, con las que no consigue ahogar el sonido furioso de los últimos desvaríos intestinales. ¡Qué muerte la de Michel! Colgado primero en el balcón de la escalera que da al jardín como si fuera un cerdo balanceándose en inestable equilibrio sobre el vientre; después, cuando sus amigos le disponen más decorosamente, sentado sobre el mullido cojín de sus propias heces, compone el vivo retrato de una patética naturaleza muerta. Imagen, por cierto, muy similar al último plano de El último tango en París, con Marlon Brando derrotado por un disparo insensato.

Michel Piccoli en La grande bouffe

Philippe, es decir, Philippe Noiret, el anfitrión, juez de profesión, con su complejo de huérfano a cuestas, es un morigerado romántico dispuesto a casarse con Andrèa, en justa correspondencia por su educada disposición a coserle un par de botones del pantalón sin escandalizarse por los previsibles efectos aumentativos en su anatomía. Una bendición, la compañía de Andrèa, cuando las tres prostitutas contratadas por Marcello se cansan de comer y de no entender nada.

Philippe Noiret y Andrèa Férreol en La grande bouffe

Marcello, Michel, Ugo, Philippe y Andrea… ¡cuánto talento reunido en la más extraña bacanal que imaginarse pueda! Dos muertos asomados a la cocina desde el congelador, una jauría de perros en un jardín sembrado de piezas de carne que penden de los árboles, un bugatti con pasaporte para el más allá… imágenes paridas por las mentes de dos genios, uno italiano y otro español. La grande bouffe es una de las más obras  maestras más insólitas e inimitables de la historia del cine.

¿Hace falta subrayar lo subversiva que resulta hoy en día, en plena ola de puritanismo silencioso, de censura interiorizada en que vivimos, el visionado de La grande bouffe? Prueben a buscarla y si la encuentran ¡cómprenla! Y luego, si eso, ya me dicen…