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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Juro no volver a esa galaxia

Nada, que no hay manera de que el nuevo capítulo de La Guerra de las Galaxias, Star Wars: Los últimos Jedi, consiga interesarme más allá de una o dos cositas. Por decir algo bueno, en la última entrega DJ, el personaje que interpreta Benicio del Toro, un pícaro desalmado que se vende al mejor postor, tiene la gracia y el carisma que este actor es capaz de infundir hasta a una farola, si se lo propusieran a un buen precio. En descaro y simpatía, aunque luego resulte no tan buena gente como parecía, me recuerda al Harrison Ford de las primeras entregas, allá por el pleistoceno de la saga, que yo aún conservo en soporte arcaico, el VHS que tanta ilusión nos hacía antes de que descubriéramos que con el tiempo la banda magnética se deterioraba a pasos agigantados, involuntaria metáfora de lo que le pasa a la serie.

Ese saborcito a viejo VHS… Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

Pero no encuentro demasiados alicientes más. Ninguno de los actores que han venido a sustituir a los pioneros les llega a éstos a la suela de los zapatos. Daisey Ridley, en el papel de Rey, es una versión descafeinada de la heroína femenina y tanto su fuerza mental como la destreza en la lucha que exhibe no me provocan más que bostezos. Adam Driver, Kylo Ren, se supone que es el nieto de Darth Vader pero cualquier parecido en empaque y personalidad con la figura de su abuelo se esfuma cuando se quita el casco; no me extraña que el líder Snoke se ría en su mandíbula barbilampiña. Por mucha cicatriz que le cruce la cara para darle un aire de dureza, Driver está más convincente como conductor de autobús de Paterson que como malo malísimo del Imperio. Oscar Isaac, como Poe Dameron, y John Boyega, como su amigo Finn, qué quieren que les diga, no les veo capaces de conducir a los espectadores a generar altos niveles de adrenalina. A mí, indiferencia, tal vez. De Kelly Marie Tran, la sabionda Rose Tico convocada para cubrir cuota racial asiática, bueno, pues ahí está, no se me ocurre nada bueno ni nada malo que decir de ella.

Y aquí me paro, que no voy a repasar todos los personajes desde la A a la Z. Porque de Carrie Fisher, la pobre, cumplida la añoranza de aquella inolvidable Princesa Leia, tampoco puede predicarse ni exigirse demasiado; está como recordatorio para nostálgicos de que hubo una vez en una lejana galaxia un personaje que hacía saltar chispas en nuestro sistema nervioso. De Laura Dern, Emilyn Holdo vicealmirante de la Resistencia, que viene a relevar a Leia al frente de la misma, sí hemos de reconocer que nos encanta el modo en que hace frente al machito belicoso. Y de Mark Hamill nos gusta la socarronería de viejo zorro decrépito ya en camino de vuelta, que no todo han de ser críticas.

Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

Esto dicho, claro está, desde la óptica personal de quien se dejó impresionar por los episodios IV y V en 1977 y 1980, cuando aún no podíamos imaginar que aquellos serían los lugares que ocuparían en la cronología de la saga sucesivamente ampliada tiempo después a base de precuelas y secuelas, una época en la que los efectos visuales resultaban espectaculares y hoy son ya historia cansina a fuerza de repetirse, los combates de naves espaciales y la peleas con espadas láser una aburrida y anticuada imagen de marca.

Yo no puedo evitarlo: voy con los malos. En todo momento estoy deseando que los buenos pierdan algo, una batalla, una guerra, un poquito de la altanería que lucen, sabedores, como lo sabemos todos, que hagan lo que hagan, al final siempre ganan ellos. Me pasaba, como a tantos otros, lo mismo con las películas del oeste, que no había manera de que ganaran los indios y yo odiaba a los “americanos”, siempre tan honrados y víctimas de aquellos salvajes, a los que no entraba en la cabeza que se dejaran arrebatar las tierras. Me provocaba quebraderos morales apoyar en mi fuero interno a los que eran presentados como bestias pardas, pero es que era tan previsible que el bien siempre triunfaba que yo me resistía a ponerme de parte del “stablishment”, o sea del ejército ocupante.

En Star Wars nos encontramos con que se ha convertido sibilinamente en buenos a los rebeldes y en malos al poder establecido, al Imperio, como si quisieran de ese modo hacernos olvidar quién es la verdadera fuerza imperial en el mundo en que vivimos. Como si no supiéramos las draconianas condiciones que los estudios dueños del cotarro Star Wars han impuesto a los exhibidores, el 65% de las ganancias y la exigencia de mantener la película en cartel como mínimo cuatro semanas, penalizando los incumplimientos con un 5% más de los beneficios. Lo dicho vale para Estados Unidos y no para Francia (donde las salas ceden un 40% de media, o en Alemania (máximo un 45%). Pero en la provincia Spain la cifra se parece a la de la metrópoli USA, un 60%.

Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

En su estreno en España este episodio VIII logró convocar a 918.603 espectadores que dejaron en caja más de 6,2 millones de euros, el mejor estreno del año, según estimaciones de ComScore. En todo el mundo ya ha alcanzado los mil millones de dólares, todo un pastizal indecente. En esa tropa de comepalomitas no me alisté al principio y me he estado resistiendo como quien dice hasta ayer a ver esta entrega de la mitología de pacotilla que se inventó George Lucas por temor a llegar a la misma conclusión que en ocasiones anteriores, que esto ya lo he visto yo antes, y al final he caído en el agujero negro para confirmarlo. Como parece que la gente siente necesidad de que le cuenten la misma historia una y otra vez, aunque sea con variaciones mínimas, pues la baranda de Disney, Kathleen Kennedy, la presidenta de Lucasfilm, se lo sirve en bandeja y a recaudar.

Sólo cambian los nombres, pero todo sigue como antes en un esquema mínimamente alterado: hijos que siguen la estela de sus padres, el enfrentamiento del Bien contra el Mal, el Imperio ahora es la Primera Orden y la Resistencia lo que antes se llamaba Alianza Rebelde, etc. Se supone que con el paso del tiempo los avances técnicos, la puesta en escena y los efectos visuales mejoran el espectáculo pero yo no veo nada que suponga un salto notable de calidad ni siquiera en esos aspectos. Y del argumento para qué hablar. La simpleza acostumbrada, las licencias más elementales para hacer que un ejército en clamorosa inferioridad triunfe o escape de las garras del poderoso. Por si no lo habían notado: a mí esto me parece un producto tan infantil que me aburre soberanamente. Ya sé que no es una crítica muy sesuda, más bien nada, y que mi colega Carles Rull le ha sacado mucho más jugo pero es que la fuerza ni para eso me acompaña. He quedado tan hartito de la pelea con espadas de colores (la roja, la mala y la azul la buena, por supuesto) que juro no volver nunca más a esta galaxia.

El Che no ha muerto

Cuando Ernesto Guevara fue vilmente ejecutado por el Ejército boliviano, obediente a las órdenes de la CIA, el 9 de octubre de 1967, estaba lejos de imaginar cuál sería una de sus pesadillas. No el hecho de que la revolución en Latinoamérica, a la que él había entregado la vida, había fracasado; tampoco el que el régimen cubano hubiera tenido que enrocarse para sobrevivir al acoso del enemigo imperialista de tal manera que, en muchos aspectos, resultaran irreconocibles en él los ideales que le alientan. No. Podemos apostar que, si hubiera cedido a la tentación de contemplarse a sí mismo, dejando por un instante de lado la causa, lo más insufrible para él hubiera sido ver su rostro convertido en una efigie -él que tanto despreciaba el culto a la personalidad- y para más inri transformado en uno de los más difundidos y vigorosos iconos del consumismo capitalista. Tal es el poder de la imagen que, a fuerza de reproducirse sin control, muta y se confunde con los valores del canal que la utiliza. El capitalismo todo lo traga. Lo que no le mata le engorda.

La celebérrima fotografía del Che de Alberto Korda

Todo el mundo ha visto esa fotografía en un póster alguna vez. El 5 de marzo de 1960 en la capital cubana, hermoso, triste y  desafiante a sus 31 años, la mirada perdida, el Che posaba frente al objetivo durante apenas unos segundos antes de desvanecerse en la escena tras un nutrido grupo de hombres en el acto de despedida a las víctimas de la explosión del buque La Coubre, que arribaba desde Bélgica a La Habana para proveer de armas y municiones a la recién nacida Revolución. Alberto Díaz Gutiérrez, más conocido por Alberto Korda, tampoco pudo jamás imaginar que una de sus imágenes, encargadas por el diario Revolución, le convertiría en el fotógrafo anónimo más reproducido del mundo y a su “Guerrillero heroico” en lo que es hoy: el retrato más simbólico de la Historia.

Che Guevara, pintura de Gerard Marlange atribuida a Andy Warhol

Pero, ay, a su primigenio significado, el compromiso incondicional con los parias del mundo y la lucha hasta el último suspiro con la justicia social, se le ha añadido una miríada de connotaciones, tantas como variaciones sobre el sujeto, algunas artísticas, las más de ellas bastardas, se han hecho. Que el Che fuera un líder comunista no fue obstáculo para vender con su bella imagen como reclamo la esencia del capitalismo. Desde Andy Warhol (o mejor dicho, Gerard Marlange, un asistente suyo, el verdadero autor de una famosa obra que se le atribuye erróneamente al célebre artista) hasta Mercedes Benz pasando por la Plaza de la Revolución habanera, donde Obama no perdió la ocasión de dejarse retratar para la posteridad en marzo de 2016; y antes, portadas de libros y revistas, camisetas, mochilas, carteles, banderas, gorras, tazas… en cualquier soporte y objeto imaginable; desde un Che gay a otro coronado de espinas que la Iglesia británica utilizó para hacer proselitismo juvenil… El único que no sacó réditos de su trabajo, más allá de su satisfacción o frustración, fue el propio Korda, quien nunca exigió derechos de autor, con una excepción: a la marca de vodka Smirnoff, de la que obtuvo la cantidad de 50.000 dólares de indemnización, que donó a un hospital oncológico infantil de Cuba.

Una campaña publicitaria que Mercedes Benz tuvo que retirar

Obama en La Habana. Alejandro Ernesto (EFE)

El cine ha recibido la visita del revolucionario y le ha dejado colarse hasta el salón en numerosas ocasiones desde el instante mismo en que se convirtió en leyenda. Unas veces para homenajear su figura y otras para denostarla, aunque por lo general poniendo de relieve el inmenso caudal de carisma que sigue atesorando tantos años después de muerto. Apenas unos días después de su captura y linchamiento Santiago Álvarez realizó en 1967 en formato documental, un emotivo mediometraje: Hasta la victoria siempre.

Con el mismo título, treinta años más tarde, el argentino Juan Carlos Desanzo abordaba una biografía, protagonizada por Alfredo Vasco, que cubría el arco que iba desde la infancia del Che hasta la entrada victoriosa en La Habana. Aníbal Di Salvo recogía el guante y llevaba al guerrillero a la selva de Bolivia en donde encontró la muerte. Era la continuación complementaria de ese Hasta la victoria siempre de ficción. Lo llamó, como tantas otras producciones confiadas al influjo del apodo, simplemente El Che (1997). Los dos filmes configuran un díptico en el que pesan más las buenas intenciones que el interés cinematográfico.

Dos años desde la caída del revolucionario tardó Hollywood en mover su maquinaria de chapapote ideológico con la intención de neutralizar lo que consideraban con acierto el emblema más universal y limpio del comunismo dejando la responsabilidad de poner cara al Che en el rostro de Omar Sharif y el de Fidel Castro en Jack Palance. El director de 20.000 leguas de viaje submarino (1954), Viaje alucinante (1966) y El estrangulador de Boston (1968) tuvo el desacierto de aceptar el encargo de este producto típico de la guerra fría: Che! (1969). Háganse una idea, el cartel dice: «La verdadera historia del Che Guevara, que persiguió un sueño de justicia y libertad y creó una pesadilla de terror y violencia». Made in CIA.

Más cerca en el tiempo y más a favor de obra, el brasileño Walter Salles, multipremiado en 1998 con Central do Brasil, nos ofreció en 2004 un Che bisoño, al que el mejicano Gael García Bernal se esforzaba por transmitir calor y proximidad sin evitar que perdiera fuerza y garra en el camino viajando sobre dos ruedas a través del continente sudamericano.  Diarios de motocicleta era ideológicamente mullida y desprovista de aristas y su modelo de coproducción internacional, Brasil-Argentina-Chile-Perú se traducía en un Che homologado y apto para todos los públicos que consiguió una buena aceptación en taquilla.

Mucho más comprometido fue el Che que Steven Soderbergh creó con la inestimable ayuda de Benicio del Toro, también implicado como productor. Del Toro es uno de esos actores multiterreno capaces de despintarse de hombre lobo para calzarse unas botas y una boina e irse a hacer la revolución con un fusil y un puro y que nosotros nos olvidemos del verdadero rostro de Ernesto Guevara. Presentada por razones comerciales en dos partes de 140 minutos cada una, Che: el Argentino y Che: Guerrilla (2008) esta soberbia producción –no olvidemos, norteamericana- contiene las suficientes dosis de veracidad y energía para ser considerada como la aproximación definitiva a la legendaria figura.

La primera entrega, Che: el argentino, oscila entre una discreta hagiografía en la mirada y la obligada objetividad o fidelidad histórica en los hechos. El guión de Peter Buchman se basa en los cuadernos del Che y mezcla tres momentos históricos: el encuentro en 1956 de los hermanos Fidel y Raúl Castro con Guevara en México, la lucha guerrillera desde el desembarco del Granma hasta la entrada de los barbudos en La Habana en 1959 -la mayor parte del metraje de la película- y la visita del Che como ministro cubano a la ONU en diciembre de 1964. El retrato que presenta no está lejos del modelo canónico de revolucionario, idealista y de moral intachable, compasivo con el enemigo, pero igualmente sin piedad con los traidores.

La segunda mitad, Che: Guerrilla, está rodada con la misma espartana austeridad con que se desenvuelven en la selva boliviana los guerrilleros; recrea minuciosamente las penurias que soportan pespunteadas con ratos de tensa espera y pequeñas escaramuzas, racionamiento de agua y comida y frustración porque los campesinos no se suman a la lucha, pese a lo cual, El Che se niega a que se les incauten las provisiones. Mucho menos optimista y devoto del personaje que la primera, una suerte de melancolía se combina con la admiración contenida en un relato que quiere ser fiel a los principios que inspiraban al guerrillero.

Sin duda el díptico de Steven Soderbergh es la indagación más completa y compleja en esta figura gigante y Benicio del Toro su representación más creíble en la pantalla, no tanto por su mimetización con el personaje real como por el riguroso planteamiento del filme. Otros actores tuvieron que lidiar en plazas menos lucidas. Entre los españoles tenemos nada menos que a Paco Rabal, estrella de una temprana (de 1968) producción italiana, El Che Guevara, que se centra en los últimos meses de vida y combate y está dirigida por Paolo Heusch. El curriculum del director presenta hombres lobo y espaguetti westerns,  y su título internacional es como para echarse a temblar: Bloody Che Contra. Antonio Banderas se ponía la boina y le cantaba a Madonna, a modo de narrador, en el musical Evita de Alan Parker en 1996.  Por último, Eduardo Noriega, por sorprendente que parezca, también encarnó al Che. Fue en 2005, la película se tituló Che Chevara, la dirigió Josh Evans y en este caso la acción se trasladó a Sierra Maestra, antes de la derrota del dictador cubano Batista y la proclamación de la victoria revolucionaria. Junto a Noriega andaban Sonia Braga, en el papel de madre del Che y Enrico Lo Verso, como Fidel Castro… rodada en inglés ¡Uff! Cuesta digerirlo.

Pero si pensaban que lo que acaban de leer en relación con el personaje era el colmo del exotismo esperen a conocer la figura de Freddy Maymura, un guerrillero boliviano de origen japonés que murió junto al propio Che en Bolivia. Una película cubano-japonesa rodada en Cuba y en español, dirigida por Junji Sakamoto, Ernesto, se estrenará en la isla caribeña y el país andino en noviembre. El punto de anclaje de Japón es la visita de Guevara en 1957 a Hiroshima.  ¿Y quién da vida al Che? El actor japonés Joe Odagiri que tuvo que hacer régimen para rebajar un poquito la cintura al tiempo que aprendía español. Así, de repente… pero no seamos prejuiciosos y esperemos a verla. Si es que llega a nosotros.

El lunes pasado se cumplieron cincuenta años de la ejecución sumaria de Ernesto Guevara. Su desaparición dejó a la Humanidad un ejemplo mayúsculo de honestidad, coherencia e idealismo. Fue uno de esos hombres en los que pensaba Bertold Brecht cuando escribía sus versos:

Hay hombres que luchan un día y son buenos.

Hay otros que luchan un año y son mejores.

Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos.

Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles.