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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de septiembre, 2017

Locos por Monica Bellucci

Conozco a un escritor de excelentes novelas y mordaz columnista habitual de un diario digital que está literalmente “colado” por Mónica Bellucci. ¿Quién podría reprochárselo? A nadie puede extrañar. Somos legión quienes pensamos lo que dice de ella, que su exuberante belleza opaca sus grandes virtudes como actriz. Y menos mal que no es rubia, porque de lo contrario el menosprecio, o la desconsideración en el mejor de los casos, de muchos críticos y, no nos engañemos, también de parte del público hubiera encontrado un pretexto más –banal y absurdo- para ensañarse con esta gran actriz italiana.

Monica Bellucci en el Festival de San Sebastián, 2017. EFE

Cuando emergía de entre las sábanas como serpiente venenosa junto a otras dos vampiresas para hacer perder el norte a Keanu Reeves, en Drácula de Bram Stoker (1992), la adaptación del mito romántica hasta la muerte del gran Francis Ford Coppola, yo no la conocía todavía. Volví a repasar aquella secuencia bien pertrechado con el mando de play/pausa cuatro años después, en 1996, cuando el azar y las labores profesionales me llevaron a los cines Princesa de Madrid a hacer unas entrevistas con el equipo de Flash-back (El apartamento), una producción francesa dirigida por Gilles Mimouni, en la que Monica Bellucci se encontró a Vincent Cassel para reeditar la sociedad de la Bella y la Bestia que luego duró 14 años en forma de matrimonio.

Monica Belluci en una escena de Drácula de Bram Stoker

El equipo de cámara y sonido de Televisión Española no pudo llegar a la cita por imponderables que no vienen al caso y allí me encontré yo esperando durante una hora, sin conocer el motivo del retraso, y tratando de entretener a Mimouni, a Cassel y a otros presuntos implicados con una improvisada conversación que amenazaba con agotar mis argumentos para las entrevistas. De repente apareció ella sobre unos tacones altos que estiraban su figura imposible embutida en una mini-mini falda; sus ojos refugiados tras unos cristales oscuros realzaban con naturalidad el misterio que emanaba de aquella fuerza de la naturaleza, para mí completamente desconocida. Ustedes me permitirán que les diga: ¡no se hacen una idea de lo obnubilado que me dejó!

Por entonces, Monica Bellucci era una actriz sobre la que pesaba todavía la mochila de modelo con la que había intentado pagarse los estudios de derecho que, por supuesto, abandonó para volcarse en el cine. ¿Puede uno imaginarse a esta mujer defendiendo pleitos o ataviada con una toga? Por supuesto que sí, pero ¡qué decepcionante es la imagen! Difícil sospechar adónde llegaría en una larga trayectoria, oscilante entre papeles arriesgadísimos y títulos más comerciales, que le ha traído estos días a San Sebastián para recoger el Premio Donostia.

Monica Bellucci en el Festival de San Sebastián

Entre los primeros, Irreversible (2002), de Gaspar Noé, el que más; una secuencia en la que sufre una prolongada violación de una crudeza apabullante, demuestra, si no estaba claro, que la actriz se entregaba a su oficio en cuerpo y alma. Y para ello es necesario estar hecho de una pasta muy noble. Antes había sido protagonista de otra secuencia que probaba claramente esas virtudes; en Malena, de Giuseppe Tornatore (2000) una multitud de envidiosos y resentidos en un pequeño pueblo siciliano, años 40, se abalanzaba sobre ella y la emprendía a golpes sin ningún miramiento arrancándole la ropa y dejándola hecha unos zorros. Valor y carácter de actriz de raza, para pasar por una situación tan humillante y exigente, aunque sea bajo el paraguas de la ficción.

Tuve el privilegio de entrevistarle en Barcelona durante la promoción de Malena y sobre el rodaje de esta escena me decía lo siguiente: “Esta escena fue muy dura para mí tanto física como psicológicamente. La situación era muy difícil porque tenía que estar casi desnuda en una plaza rodeada de mucha gente. Pero lo cierto es que yo me atrevo a hacer esas cosas porque me siento protegida por los personajes que tengo que interpretar. Es como si fueran un escudo que me protege de todo. Pero también es verdad que me resultó muy dura la escena en que tenía que encontrar en mí la fuerza para perdonar a todas esas mujeres que casi me matan; y eso es algo muy difícil de conseguir como mujer de hoy en día”. Ahí queda eso.

Desde Matrix a Spectre, una de las movidas del agente secreto con licencia para matar –de aburrimiento- pasando por una Isabel Coixet romántica (A los que aman) ha llegado a la última sana locura de Emir Kusturica (En la Vía Láctea) y entre medias comedias y dramas de todos los colores y sabores, dejando en cada una de sus películas una forma de gozar y de sufrir, de hacerse amar y desear, que sólo arquitecturas como la suya y un imprescindible saber hacer de actriz son capaces de desplegar. Así lo han sabido ver conspicuos directores como los citados F.F.Coppola, Gaspar Noé, Giuseppe Tornatore, Isabel Coixet, Emir Kusturica y otros como Marco Tulio Giordana, Terry Gilliam, David Lynch e incluso el inefable Mel Gibson, que atinadamente dibujó con su rostro y cuerpo los de la pecadora María Magdalena en la sangrienta Pasión de Cristo con que escandalizó en 2004 a tantos meapilas que andan sueltos por el mundo.

Monica Bellucci entrevista por Malena para Cartelera, TVE

Y todo esto de la creatividad artística, de la grandeza en el oficio, del sacrificio y de los premios –que han sido unos cuantos- como el Donostia, que es un reconocimiento a toda su carrera, serían cuestiones menores, si no fuera porque su discurso durante las entrevistas y ruedas de prensa es inapelablemente inteligente, minimizando en todo momento sin falsa modestia la importancia de la belleza: “Me han preguntado muchas veces sobre la belleza y siempre respondo lo mismo: el impacto dura cinco minutos. Puede que sientas curiosidad por mí si soy guapa, pero si no hay nada detrás no sucederá nada. Estoy a punto de cumplir 53 años y sigo trabajando, así que confío en que lo mío no se trate solo de belleza” (…) “En 25 años he hecho cine comercial y películas que no ha visto nadie, pero todas han sido experiencias que me han hecho crecer”. En San Sebastián se ha comprobado: a sus 53 años, Bellucci sigue dejando a todos boquiabiertos al verla, pero aún es más gozoso escucharla. Que sí, créanme.

Patria, del papel a la pantalla

Hace unos días se hizo público que HBO y Mediaset van a iniciar la producción de una nueva serie que adaptará la novela Patria, de Fernando Aramburu, galardonada, entre otros, con el Premio Francisco Umbral al libro del año, ese tipo de proyectos de los que se habla mucho durante mucho tiempo hasta que por fin se hacen realidad. Pasa con frecuencia cuando un libro se vende como rosquillas -más de cien mil ejemplares- y da lugar a una carrera por hacerse con los derechos mientras se debaten los pros y los contras. En principio, se trata de una buena noticia porque en esa novela se dan en cantidad y calidad los elementos argumentales e ideológicos para alimentar un buen producto audiovisual, a pesar de que el estilo literario con el que Aramburu narra su historia es tan singular y acabado que le añade un gran interés suplementario, aunque resulta imposible de trasladar a la pantalla.

Una escritura en la que la voz del narrador omnisciente se funde con las de los personajes que hablan en primera persona, a veces en el mismo párrafo, en la misma línea, sin solución de continuidad, con un resultado estético brillantísimo, resulta difícil de discernir si podría conservar la misma fuerza y veracidad desprovista de ese recurso literario. Es por tanto un desafío para el guionista, Aitor Gabilondo, también productor de la serie, tratar de aprehender el espíritu de la trama basándose exclusivamente en la sucesión de hechos narrados, muchos de los cuales se presentan envueltos en recuerdos, reflexiones o pensamientos de los torturados protagonistas. Las fracturas temporales, saltos atrás y adelante que quiebran la linealidad, se resuelven fácilmente con el consabido y fácilmente aceptado recurso de flashbacks y flashforwards, aunque complica la labor del departamento de maquillaje y la selección del reparto tener que cubrir un arco de tres décadas, de los ochenta al cese de la lucha armada en 2011.

En la lectura del fallo del Francisco Umbral fue calificada como «gran epopeya del terrorismo»  y también «un sólido testimonio literario que perdurará como crónica de gran valor histórico para entender el siglo XX de España y Euskadi». Patria es una novela necesaria y valiosísima que le regala a los ciudadanos de Euskadi, y por ende al resto de españoles, un cristalino espejo en el que se reflejan perfectamente delineadas las sombras siniestras del período de nuestro país asolado por el fenómeno terrorista. Por sus más de 600 páginas circula un río de odio que atraviesa una ciudad simbólica vasca (no se nombra pero podría parecerse a Hernani) y arrastra en sus aguas, como amasijos de un naufragio, pedazos de la amistad de dos familias enfrentadas, a cuya cabeza se sitúan dos amas de casa, Miren y Bittori, y como ecos redundantes de esa hostilidad abierta, declarada y sorda, el dolor de la pérdida de un marido asesinado, el Txato, la vergüenza de quien fue su mejor amigo, Joxian, un hijo etarra, su hermano escritor homosexual, dos hijas llamadas a luchar contra la herencia de rencor de sus madres y un médico que trata de vivir lejos del trauma de la orfandad.

Todo el País Vasco pasa por la novela, el clima opresivo que la violencia etarra y las respuestas del Estado generaron hasta configurar un aire irrespirable, la división de la sociedad en dos mundos irreconciliables, los que luchaban por la patria y los que por activa o por pasiva se colocaban enfrente. Los intrincados mecanismos psicológicos, la amalgama de conservadurismo religioso y costumbrismo, sedimentado en diversas capas de ideología compactadas con sufrimiento y verdades prefabricadas, están descritos con precisión de cirujano y amor de paisano conocedor.

Fernando Aramburu, autor de Patria. EFE

La lectura de Patria es adictiva y uno asiste fascinado y horrorizado al duelo sin cuartel en el matriarcado, estremecido al comprobar que ni la condición de víctimas que ambas mujeres exhiben, la una por viuda, la otra por madre de un hijo preso, ni el recuerdo de antiguos afectos, mitigan su resentimiento mutuo. Y a cada lado, los maridos y los hijos de ambas, desiguales acompañantes, agentes o sufrientes, en las dos trincheras de una guerra no declarada, mortífera y sanguinaria. Ojalá, los capítulos de este proyecto tengan la misma capacidad de enganche que las páginas de la novela.

Siente uno gran curiosidad por cómo se articula el reparto, los nombres de actores y actrices que deben dar cuerpo y alma a estos seres: Miren, Bittori, el Txato, Joxian, Joxe Mari, Gorka, Nerea, Arantxa y Xabier. La fidelidad al texto o libertad de interpretación con que se trasplanta a las imágenes reales y cuánta verdad son éstas capaces de capturar de cuanto está escrito. Si la novela debe ayudar a restañar las heridas, amplias y profundas entre las víctimas y ofrecer caminos de rehabilitación para los verdugos (para todos, no sólo para los que empuñaron las armas y apretaron el gatillo o hicieron estallar las bombas, también para los cómplices y colaboradores) la serie, si es que llega finalmente a buen puerto y lo hace cumpliendo con las debidas exigencias de calidad, será un instrumento también muy útil, más útil aún que su base literaria, para conseguir ese noble e imprescindible objetivo.

Ferrara y el asesino de Pasolini

Las noticias se agrupan caprichosamente en las capas profundas de la memoria buscando, como hilos de agua que confluyen en los ríos tras la lluvia, el modo de revelar un mapa emocional que se va construyendo a base de fragmentos heterogéneos, a veces gozosos, a veces dolorosos. La visita de Abel Ferrara a Madrid, hace unos días, me recordó un titular de prensa de hace unos meses que parecía extraído de la crónica de sucesos: la muerte del asesino de Pasolini.

La semana pasada, Abel Ferrara desafinaba como un descosido en un concierto que perpetró en la sala Moby Dick. No le habían traído a la capital sus lamentables condiciones vocales, sino que vino a matar dos pájaros de un tiro, responder a la invitación por parte de Filmoteca Española a participar en una retrospectiva de toda su filmografía y de paso aprovechar el viaje para promocionar un documental que anteriormente había presentado en el pasado Festival de Cannes, Alive in France. Este trabajo se organiza en torno a algunos conciertos en los que con el grupo del mismo nombre interpretaba piezas, voz y guitarra por su parte, de las bandas sonoras compuestas para su cine. Por lo que he visto en algunos videos me da la sensación de que las cuerdas vocales del cineasta agradecían en esas actuaciones no haberse vistos castigadas por el consumo de sustancias –legales, que él dice haberse desenganchado de las otras-. O sea, que no canta tan mal. En Madrid, desde luego, fue otra cosa, imagino que una auténtica tortura para los asistentes y para los músicos locales de los que se hizo acompañar.

Pero no se llamen a engaño, que podría parecer que Ferrara no es santo de mi devoción. Todo lo contrario, es un director cuya obra cinematográfica, me parece cuando menos muy interesante, provocadora y apasionada, un poco torturada tal vez, endemoniada quizás a veces, otras sorprendentemente serena, como es el caso de su película Pasolini, crónica de las últimas horas de vida y sentido homenaje a la figura del poeta comunista, revolucionario y gran director de cine italiano, vilmente asesinado hace más de treinta años. Esta película está programada en el Ciclo que Filmoteca Española denomina “Adictos a Ferrara”, que incluye títulos como Teniente corrupto (1992), la que más fama le granjeó, El funeral (1996), que yo considero su mejor película, The adiction (1995), fiel reflejo de las cadenas psicotrópicas con las que tuvo que batallar, o Welcome to New York (2014), de la que les hablé en otro post titulado “Un sátrapa en Nueva York”.

Pasolini está rodada en inglés y el carismático personaje lo interpreta Willem Dafoe, un magnífico actor que, puestos a tomarse la olímpica licencia del idioma, delito de alta traición podríamos considerar si nos pusiéramos puristas (pero no lo haremos), consigue darle la dignidad y gravedad que requiere, sin restarle el punto de dulzura exigido por una figura de exquisita y extremada sensibilidad. Logrado salvar lo más difícil, elegir un rostro, un habla, un cuerpo y sus andares que no conspiren contra el mito, porque Pier Paolo Pasolini lo es por muchas razones y también en la medida en que lo son todos los asesinados en circunstancias que favorecen todo tipo de teorías conspiratorias, a Ferrara le quedaba determinar la estrategia narrativa.

El embite era de órdago, cómo abarcar en toda su extensión el inmenso talento del artista trágico, vertido en tantos campos: literatura, lingüística, política, pintura y por supuesto cine, en el que sus obras se contaban por escándalos. Por otra parte, su compromiso con todas las causas de la izquierda, su marxismo y espiritualidad cristiana, su vitalismo y su homosexualidad planteaban serios escollos para su fidedigna representación en la pantalla sin incurrir en manidos lugares comunes. Ferrara decide hacer un retrato poético de Pasolini en el que el espíritu del personaje se funde con las obras que tiene entre manos en esos momentos, al tiempo que lo acompaña en su tristísimo recorrido por los caminos que conducen a la playa de Ostia, en las afueras de Roma, directamente abocado a una muerte atroz. No despeja todas las brumas en que se vio envuelto aquel trágico final, porque, por desgracia, el único participante seguro en el asesinato, Pino Pelosi, falleció este verano sin querer ayudar nunca a despejar todas las incógnitas, pero su aproximación al director de Saló o los 120 días de Sodoma cumple con nota las exigencias. Les sugiero comprobarlo en este reportaje de Días de cine.

Cuando la noche del 2 de noviembre de 1975 Giuseppe Pino Pelosi, carne de miseria, hijo del arrabal, chapero  homicida, pasó por encima del cuerpo de Pasolini con el Alfa Romeo del poeta que les había conducido a aquel lugar, dejando tras de sí un amasijo irreconocible de carne sangre y huesos, no tenía la menor idea de que se iba a convertir en un asesino ilustre, un abyecto vampiro cuyo nombre quedaría para siempre asociado al de la vida que estaba arrebatando, como hicieran Charles Manson, en la orgía sanguinaria que detrozó con dieciocho puñaladas a Sharon Tate, 26 años de edad, embarazada de Roman Polanski, en su domicilio de Beverly Hills, una ciudad del condado de Los Angeles, California, el 8 de agosto de 1969; o Mark David Chapman, cuando disparó contra John Lennon delante del edificio Dakota de Nueva York, y apagó la voz del ex Beatle para siempre, el 8 de diciembre de 1980.

El cadáver de Pasolini yace en la playa de Ostia, Roma.

Manson, Pelosi, Chapman… Si creyéramos en el diablo habría que tomarles forzosamente por mercenarios suyos. Nunca debería uno alegrarse con la muerte de otro, pero gentuza como ésta lo pone muy difícil. Pelosi gestionaba un bar en el centro de Roma cuando se fue al infierno el 20 de julio pasado, a los 59 años de edad, dejando al cáncer la honorable tarea de limpiar la basura. Ni siquiera quiso pedirle al mundo la segunda oportunidad de un inmerecido perdón confesando la verdad de los hechos de su execrable crimen.

Espero que el pobre Ferrara me disculpe por haber encadenado en este post sus berridos en la sala Moby Dick (una mala noche la tiene cualquiera) con la evocación del infame Pelosi. Culpa suya, por compartir conmigo la admiración por Pasolini.

¡Provocación! Sí, pero…

El presidente del PP de Gipuzkoa, Borja Sémper, dando muestras de una mano izquierda que habrá causado asombro en las filas de su partido, no quiso sumarse a la ola de críticas cosechadas por una película ¡antes de verla!, Fe de etarras, de  Borja Cobeaga, porque “se trata de un filme que se ríe de ETA”, lo que según él es todo lo contrario de un apoyo o aval a la sangrienta organización terrorista. A más de uno ha debido de dejar alucinado con tal exhibición de lucidez. A mí el primero. Una vez recompuesto, me apresuro a felicitarle, sin que sirva de precedente.

Publicidad de Fe de etarras en San Sebastián. EFE

Como la película aún no se ha exhibido en el Festival de San Sebastián, pues comienza hoy (el día 28 habrá un pase para la prensa y el 29 otro abierto al público en el Velódromo, antes de que se estrene el 12 de octubre) y los detractores no pueden agarrarse a lo que en ella se diga o deje de decirse, la polémica ha saltado por la campaña de publicidad que Netflix España, la plataforma de video online, que la coproduce con Mediapro, ha tenido la gracia de soltar en modo bomba de neutrones, algo en lo que se ha venido especializando en ardua competencia con Oliviero Toscani, el director creativo de la marca United Colors of Benetton que provocó terremotos con sus conceptos fotográficos en los años 80 y 90.

Toscani era audaz e imaginativo y tenía un gusto estético que derrochaba en sus campañas, en las que lo único que resultaba tan ajeno como un inodoro en la jaula de un tigre era la marca de las prendas de ropa que ensuciaba discretamente una esquinita de las fabulosas imágenes. Se justificaba argumentando que él era un testigo de su tiempo, lo que no es poca cosa y además bien cierta. Pero el choque brutal entre el fin, vender un objeto de consumo, y el medio utilizado, atraer la atención del consumidor a costa de golpear sus ojos –y su conciencia, ojo, que es la coartada perfecta- con imágenes de un impacto (palabra que aborrecía) con frecuencia avasallador, levantaba ampollas en unos y suscitaba dudas metódicas en otros; a nadie, en fin, dejaba indiferente.

Algunas campañas de Olivieron Toscani para United Colors of Benetton

Ésta era la consigna, darle la razón a Oscar Wilde en una de esas frases lapidarias con que se adornan los pedantes: «Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti». El enemigo número uno de la publicidad es la indiferencia, el primero al que hay que derrotar. La cuestión es si todas las armas están permitidas. La respuesta, por supuesto es que no. Pero tampoco se puede vivir tratando de evitar el roce en la hipersensible piel de todos los públicos o colectivos. Porque de lo contrario, la publicidad no existiría; es imposible no molestar a alguien. De esto ya hablé tangencialmente en un post que titulé: ¡Cielos, un culo!

Como decía, Netflix viene provocando las risas de unos y el llanto de otros con sus provocativas campañas publicitarias. Personalmente a mí pueden encuadrarme entre los primeros. Su gigantesca pancarta colocada en la Puerta del Sol de Madrid para familiarizarnos con Narcos (su serie televisiva, no el partido del Gobierno) con el eslogan “Oh, blanca Navidad” y el posterior en agosto “Sé fuerte. Vuelve Narcos”, me parecieron muy ocurrentes, pero más blandos de lo que el ruido provocado hacía suponer. Además, el segundo jugaba con ventaja: a Mariano no le gana nadie en marianismo y deberían pagarle derechos de autor, pero seguro que no los pide porque está muy atareado con el follón que le han montado por su irresistible dontancredismo en Cataluña.

Campaña de Netflix para la serie Narcos en la Puerta del Sol de Madrid. (SKYLINE WEBCAMS)

A los que no ha hecho ninguna gracia la campaña de Fe de etarras es a las asociaciones de víctimas del terrorismo, uno de cuyos portavoces, Francisco José Alcaraz, siempre en guardia con cualquier cosa que se aproxime a tan resbaladizo terreno, declaró haberse sentido ofendido. Más extemporánea ha sido la Asociación Profesional Unión de Guardias Civiles, que ha presentado una querella ante la Audiencia Nacional en la que acusa a Netflix de «humillar a las víctimas del terrorismo» con el cartelón promocional colgado estos días en San Sebastián.

Obviamente, pedirle a las personas afectadas por el felizmente superado fenómeno terrorista que le pongan un poco de humor a la vida no resulta fácil. Es comprensible que pueda escocerles y tienen todo el derecho a manifestar su enfado. Hombre, hasta el punto de pretender que nadie pueda hablar de ello bajo otra perspectiva que no sea la suya, y pedir a la justicia que tome cartas en el asunto… ahí sí que se han pasado de la raya. Además, de lo único que se puede acusar a esa campaña publicitaria es de venir en el peor momento a pisar el callo de los patriotas, que tienen los ánimos un poquito alterados por el mencionado carajal del “procés”, no se sabe si por ese poquito de mala leche de la que presumen o por un mal calculado sentido de la oportunidad. A los demás, a los que estamos hasta el gorro de tanta chorrada nacionalista de un lado y de otro, nos aporta una brisa de entrepierna, o como dijo aquél, nos la refanfinfla.

Yo no he podido ver la película todavía, por supuesto, y por tanto sobre la cuestión de fondo no puedo hablar. Pero me fio mucho de Borja Cobeaga, el director, un tío que supo encontrar la cuadratura del círculo en el mismo foso de reptiles con su película Negociador (2014) de la que yo decía en Días de cine de TVE: “Cobeaga cocina un plato frío en tono de thriller político salpimentado de chispeantes situaciones burlescas. Se aproxima al abismo del desmadre y se contiene dos pasos antes”. Y añadía: “… merece el aplauso por atreverse a franquear un terreno indefinido, un espacio imposible por el que transita su película, que no deja de sorprender por la delicadeza con que juega con humor y tragedia como si fueran las dos caras de la misma moneda de la vida. No hay etiqueta genérica que describa con exactitud la propuesta de Negociador… a caballo entre la comedia bufa y la dolorosa tragedia que para la sociedad  vasca representa el terrorismo”. Si Fe de etarras se acerca a los logros de Negociador todas las protestas habrán sido completamente injustificadas. Tan sólo hay que poner un poquito de paciencia y esperar a ver la película. Y mientras tanto, reflexionen sobre lo que dice Borja Sémper, que en esto no es sospechoso.

Lo de las series va muy en serio

Poco a poco los premios de la Academia de Televisión norteamericana van alcanzando una repercusión similar a los de la Academia de Cine, los Emmy tratan de situarse en importancia a la altura de los Oscar. Aún les queda un trecho pero vienen lanzados. Cuentan con la ventaja de que los cambios tecnológicos y los de hábitos de consumo audiovisual inflan sus velas y les impulsan porque tienden a homologar los dos productos que son evaluados y premiados, las películas y las series. El debate sobre la pertinencia de premiar o no en festivales de cine películas producidas sin ánimo de ser exhibidas en pantalla grande (las de Netflix, en Cannes, por ejemplo) es un eco de la guerra abierta entre los dos formatos. Antes las armas eran desiguales; ahora, la calidad con que pueden verse en casa, con pantallas grandes y sonido espectacular, está dando la vuelta a la tortilla y acorta las distancias.

Hemos llegado, por todo ello, al punto de que las series son comentadas, analizadas y sometidas a crítica en los medios, revistas, periódicos, programas especializados de televisión, en los que hasta hace poco ni siquiera existían. Y esto se debe a que hoy nadie duda de que el lenguaje cinematográfico en sus más acabadas expresiones de calidad ya no habita sólo en el territorio que antes tenía como soporte el celuloide y hoy el DCP en un disco duro (Digital Cinema Package, o Paquete Digital para Cine). Es un lugar común discutible -pero significativo- que el mejor cine se está haciendo en las series televisivas. Yo no sería tan categórico, pero tampoco me llevo las manos a la cabeza ante semejante afirmación. Las comparaciones son, además de odiosas, en este caso innecesarias.

A estas alturas pocos aficionados al cine desconocen qué series compiten y ganan los Emmy, porque toda la prensa mundial se hace eco profusamente. En su última edición, recién celebrada (ojo, la número 69) las triunfadoras  han sido, como todo el mundo preveía, El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale), en el apartado de Mejor Serie Dramática, y Big Little Lies, en el de Mejor Miniserie. Quizás algo haya tenido que ver la no comparecencia de Juego de Tronos, emitida esta temporada fuera de las fechas hábiles.

El que la primera de ellas, basada en la novela homónima de Margaret Atwood escrita en 1985, haya sido producida por Hulu, que no es una cadena que emita por cable ni tampoco a través de las ondas sino en plataforma de Internet, es un detalle, por cierto, que vaticina un nuevo cambio en el paradigma del consumo en el futuro próximo. No sabemos cuánto tardará en producirse pero si hoy una cadena produce películas para televisión y otra produce series para Internet la ecuación es sencilla: en el futuro las películas y las series serán estrenadas en línea, sin perjuicio de que puedan seguir viéndose en salas de pantalla grande. Será la confluencia inevitable y definitiva de los tres conceptos actuales, cine, televisión, ordenador, algo que tecnológicamente ya lleva tiempo en los hogares mediante el denominado “Smart tv”.

La segunda ganadora de la noche fue, como he dicho, Big Little Lies, producida por HBO. Obsérvese cómo las series suelen ser conocidas por la cadena que las produce antes que por los nombres de los directores, a diferencia de sus hermanas de la gran pantalla. Esto probablemente obedezca al hecho de que en la nómina de las series figuran casi siempre muchos directores que se alternan según los capítulos (Reed Morano, Mike Barker, Kate Dennis, Floria Sigismondi y Kari Skogland, en El cuento de la criada).

Sin embargo esto no sucede siempre; en otros casos trasciende también el nombre del creador, o responsable máximo de la idea, como Terence Winter (parte de Los Soprano, Boardwalk Empire), David Simon (The Wire, Treme, The Deuce); y también los nombres del creador y del director, como Nic Pizzolato y Cary Joji Fukunaga (True Detective) o David E. Kelley y Jean-Marc Vallée (Big Little Lies). Un caso especialísimo es el de Twin Peaks, imposible de disociar de David Lynch, que deja en la sombra tanto a su colaborador en la creación de la serie, Mark Frost, como a Showtime, la cadena que la produce.

Como revelan las dos series ganadoras, los Emmy de este año tienen un marcado acento femenino, tanto por los temas tratados como por el protagonismo de sus actrices principales, Elizabeth Moss en la distopía futurista imaginada por Margaret Atwood, y Nicole Kidman y Reese Witherspoon en la miniserie; ambas, además, productoras ejecutivas. Tanto Elizabeth Moss como Nicole Kidman ganaron su correspondiente Emmy. Es más, incluso la ganadora en el apartado de comedia, la sátira política Veep, también ha visto premiada ¡por sexto año consecutivo! a su actriz protagonista, Julia Louis-Dreyfus, que encarna a una senadora de armas tomar muy poco ejemplar; y el Emmy a Mejor episodio le fue otorgado al titulado San Junípero, dentro de la extraordinaria serie futurista, igualmente distópica, Black Mirror, cuyo núcleo argumental se centra en la historia de amor que enlaza a una pareja interracial de mujeres. Estamos en un escenario similar al que vimos en los Oscar respecto a los negros, que parece denotar una sensibilización aguda respecto a la desigualdad entre sexos. Esperemos que no se cumpla el dicho «días de mucho, vísperas de nada».

La carrera de Elizabeth Moss alcanza su cénit con este Emmy a Mejor Actriz de Serie Dramática después de haber estado nominada en numerosas ocasiones, especialmente por su personaje de Peggy Olson, el patito feo pero combativo de Mad Men, y de esta brillante manera se saca la espina de la irrelevancia en el cine, que le había sido muy esquivo hasta el momento. No es el caso de Nicole Kidman, que adorna –supongo- los muebles de su casa con un Oscar (por su Virginia Woolf en Las horas, de Stephen Daldry, 2002), tres Globos de Oro y algunos premios más. Kidman se da el gustazo de apostar por la producción de una ficción y la interpretación de un personaje (bien surtido de desnudos y escenas subidas de tono) que afrontan con atrevimiento asuntos graves de la condición femenina, como la independencia sexual, la maternidad y los malos tratos conyugales. En ese mismo espíritu de lucha se emparenta con su colega Moss, convertida en foco de resistencia frente a un estado clerical y autoritario que desposee a las mujeres de todos los derechos, incluso el de decidir cómo y de quién se queda embarazada.

Por si alguien aún no se había enterado, queda claro que lo de las series va muy en serio.

P.S. Ayer falleció, sin tiempo para recibir la Medalla de Oro de la Academia de Cine que tenía concedida este año, José Salcedo, uno de los más reputados montadores del cine español, por cuyas manos pasaron más de 150 películas dirigidas por un amplísimo grupo de cineastas, desde Buñuel, con el que comenzó de ayudante en Tristana, hasta Pedro Almodóvar. Desde aquí un recuerdo para la gente imprescindible como él.

Churchill es Brian Cox

Sobre Churchill se ha dicho y escrito tanto que resulta imposible delimitar dónde comienza el mito y dónde termina el ser humano. Teplitzky intenta abordar las zonas de sombra, las esquinas de la identidad de un personaje “bigger than life”, más grande que la propia vida, los aspectos menos conocidos o menos publicitados, si bien lo hace con cuidado y delicadeza: su perseverante práctica del levantamiento de vidrio, en particular, rellenado por un buen whiskie, su comportamiento atrabiliario y mandón, su carácter autoritario y despótico, sus arranques de ira… en este retrato hasta las volutas de humo requisadas al cigarro puro, que semeja ser una prolongación natural de sus labios, parecen estar marcando el territorio de un bulldog, grueso, gruñón y peligroso. Brian Cox se apodera del bombín, el puro y la voz y se transmuta en Churchill y nos hace olvidar su verdadera figura, como si nunca hubiéramos visto otros rasgos del prohombre que los del actor, un monstruo de la escena británica y mundial.

Brian Cox en una escena de Churchill

El actor escocés, alma y soporte fundamental de la película, es uno de esos animales escénicos que  han labrado su carrera a lo largo de muchos años sin tener demasiadas oportunidades de ocupar el centro de la escena él sólo. Algunos de los títulos en los que ha participado en segunda línea son: Braveheart, Troya, El mito de Bourne, Red o Match Point.  No hace mucho le vimos en un producto digno de serie b (si es que aún sigue vigente este término), macabro e inquietante en el que dejaba patente lo que en Churchill es abrumador, su dominio de la escena, de la voz, de la ocupación del espacio con su sola presencia en el papel de un padre consagrado a la medicina forense y enfrentado con la ayuda de su hijo al misterio de un bello cadáver femenino: La autopsia de Jane Doe, dirigido por el noruego  André Øvredal (2016).

Contribuyen a la humanización del mito de Churchill aquellos detalles de la estampa tanto como la relación que establece el dirigente con su esposa, a la que confiesa necesitar para ser él mismo. Y ayuda enormemente a que dejemos a un lado cualquier descreimiento la fabulosa interpretación de Miranda Richardson, otra qué tal, actriz con letras de molde, capaz de darle la réplica al mismo Lucifer que se le pusiera por delante. ¿Recuerdan Herida, de Louis Malle (1992) con la que fue nominada al Oscar? O incluso El sueño del mono loco (1989), aquella maravilla de nuestro Fernando Trueba, su mejor película de largo. Miranda Richardson engrosa las filas de las grandísimas actrices que aún no han sido reconocidas a la altura que merecen porque demasiadas veces aparecen como fieles escuderos de los protagonistas, dando empaque y nobleza a la profundidad de campo con toda discreción.

Ahí tenemos a la pareja, la institución familiar, el eje sobre el que se yergue la tradición. El gigante y a su sombra el apoyo imprescindible. Zonas de sombra sí, en el lado crítico del filme, pero la luz se impone al final cuando las dudas, las vacilaciones, las polémicas con los aliados, los miedos a no estar a la altura de la responsabilidad histórica, el compromiso con el pueblo dispuesto a inmolar a sus mejores jóvenes en la batalla por la libertad… cuando todo eso se aparca y resplandece el discurso del gran estadista, la película adquiere el perfil mitómano que había estado intentando burlar.

¿Recuerdan El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010)? Por mucho que Jorge VI tartamudeara y caminara por senderos de cierto cariz estrafalario, el “speech” final, el alegato «histórico» le redimía y elevaba a la estratosfera, donde habitan los héroes. Algo muy similar ocurre con este Churchill, humanizado sí, pero finalmente vuelto a divinizar consagrado por su discurso, el discurso político ante los micrófonos de la BBC y el discurso narrativo que nos lo acerca para volver a alejarlo. Es un discurso patriótico, acorde con los parámetros en los que se entiende comúnmente el término. Si prescindimos de este peaje, este tributo obligado por las convenciones al que el director australiano Jonathan Teplitzky no ha sido capaz de oponerse o resistirse, sólo por ver a estos dos grandes monstruos de la escena que son Brian Cox y Miranda Richardson, yo les recomiendo la película.

Brian Cox y Miranda Richardson en una escena de Churchill

Reportaje en Días de cine, de La 2 de TVE en este enlace.

Cuatro secuencias de sexo sin complejos

Tres películas y una serie. Cuatro territorios reconquistados a la represión moralista que estaba consiguiendo desterrar de las pantallas la visualización desacomplejada del normal comportamiento de las personas cuando mantienen algún tipo de actividad sexual. Cuatro batallas victoriosas contra el puritanismo: la serie The Deuce y los filmes Ana, mon amour, del rumano Calin Peter Netzer, El amante doble, del francés François Ozon y La región salvaje, del mejicano Amat Escalante.

The Deuce es una serie de HBO de la que sólo he podido ver hasta el momento el episodio piloto y promete mucho, mucho, mucho. El creador de la serie es David Simon, toda una garantía de calidad, cuyo prestigio se ha labrado con otras producciones, como The Wire, Show Me a Hero,  o Treme. Dos actores protagonistas son también productores ejecutivos: James Franco (que encarna de manera magistral a dos hermanos gemelos) y Maggie Gyllenhaal. No me detendré ahora en las extraordinarias cualidades que este primer capítulo exhibe, un visualmente espléndido y narrativamente deslumbrante fresco del Nueva York de los setenta, en los albores de la eclosión del cine pornográfico.

Traigo aquí esta serie –como podría haber hecho con otras muchas, por ejemplo la interesantísima Westworld, también de HBO- por la libertad con que se presenta en pantalla el desnudo sin otra coartada que no sea el realismo, una enmienda a la totalidad de cómo lo vemos en el cine comercial, plagado de sábanas que cubren a las actrices hasta el cuello y hombres que cuando se desvisten lo hacen de espaldas a la cámara o parapetados tras todo tipo de objetos que oculten su sexo. En The Deuce un cliente muy obeso que acaba de obtener los servicios de una prostituta no tiene ningún problema en moverse ante la cámara, exactamente igual que lo haría si ésta no existiera. Nada que ver con el mal gusto, exigencia de un guion serio y realista que trata al espectador como persona adulta ¡Bravo! La serie televisiva reconquista espacios de libertad creativa y terreno perdido por el cine norteamericano.

Rumanía lleva unos años enviándonos películas que dan muestra de una cinematografía muy dinámica, pegada a la realidad social, madura. De Ana, mon amour puede decirse que la estructura temporal, con saltos adelante y atrás en el tiempo, resulta complicada y es dudoso que aporte nada positivo que compense la confusión que provoca. Sorprende que el chico necesite la ayuda de dos psicólogos, uno civil, psicoanalista, y otro religioso, el cura con el que se confiesa; no podría imaginar que a estas alturas en la sociedad rumana la iglesia ortodoxa siguiera teniendo tal influencia, aunque las relaciones entre los jóvenes se ven tan liberadas del yugo como puedan estarlo en la nuestra. Pero además de la honestidad e interés general de la película me llamó muchísimo la atención una secuencia de amor rodada con tanta franqueza que incluso muestra la eyaculación del chico. Y no menos la secuencia en la que éste encuentra a su chica sin sentido y tiene que desnudarla, limpiar sus heces y meterla en la ducha. Un tabú destruido con admirable valentía y delicadeza. Un aplauso para los actores Mircea Postelnicu y Diana Cavallioti, espléndidos.

François Ozon siempre se ha mostrado muy atrevido en la puesta en escena, no sólo en lo referido a cuestiones formales y artísticas, sino con un sentido de la moral moderno y avanzado. Y El amante doble, su último estreno, lo deja patente. Se trata de un thriller con un fuerte componente erótico en la medida en que la trama se articula sobre la acusada psicopatía de la protagonista, un enrevesado cruce de Inseparables, de David Cronenberg y el universo hitchcocquiano de Brian de Palma, adobado con querencias del espíritu almodóvariano, que termina siendo como una tortilla francesa de excelente aspecto y sabor aunque no definitivamente acabada de cuajar.

Escena de El amante doble, de François Ozon

La abundancia de escenas de desnudo viene a compendiarse en la imagen de uno de sus posters que la distribuidora española Golem tuvo el acierto de poner en escena en un escaparate el día del preestreno, un “tableau vivant”, un cuadro viviente, que abría un estimulante camino a la promoción de futuras películas. No quiero ni pensar el éxito que hubiera tenido la aplicación de esa idea en el reestreno de Instinto básico (Paul Verhoeven, 1992). Pueden verlo en el siguiente video:

El amante doble podrá gustar o no, debo reconocer que a mí me gustó mucho en su primera mitad y acabó dejándome helado, pero será difícil que alguien olvide uno de los primeros planos que nos regala Ozon. En esa escena inicial –que no es en absoluto gratuita- la cámara bucea a través de un espéculo ginecológico en la intimidad de la protagonista y cuando la doctora lo retira la imagen de la vulva se funde (fundido encadenado, es el término técnico) con un ojo. Ni qué decir tiene que estas audacias son impensables en Hollywood, pero por fortuna siempre nos quedará París.

El mejicano Amat Escalante ama a su  país y pretende combatir con sus películas las miserias que destapa: la violencia descarnada, el feminicidio, la homofobia, el machismo, la hipocresía. En La región salvaje, estrenada ayer en España, acude a una formulación simbólica de una fuerza arrebatadora con la puesta en escena de una criatura que recuerda mucho a la de La posesión, de Andrzej Zulawski (1981), en la que se encarnan todas las contradicciones que el misterio insondable del sexo provoca en el ser humano: lo que más atrae y fascina, lo que más miedo y repulsión produce. La imagen más impactante y perturbadora la compone la actriz Ruth Ramos en el momento en que es poseída por la bestia, penetrada con voluptuosa complacencia por los tentáculos que invaden todos sus orificios. El placer supremo y la suma repugnancia entrelazados.

Cuatro obras de inmediata actualidad, cuatro secuencias, cuatro imágenes… No todo está perdido, los creadores se rebelan contra las imposiciones de los enemigos de la libertad.

¡Qué gran honor! Facebook me censura

¡Qué gran honor! Creía que no me iba a pasar nunca, pero me equivoqué. Por fin Facebook me ha tenido en cuenta y me ha censurado. En estos tiempos de zozobra, de recortes y retrocesos en derechos, si no te censura alguien no eres nadie. La bendita red social que dirige el sumo pontífice Mark Zuckerberg (¡qué corto te quedaste, David Fincher, en tu retrato de este individuo en La red social; tan modosito y ha resultado ser más reprimido que un nudista entre talibanes!) ha censurado “por contenido inadecuado” un post de PLANO CONTRAPICADO que una buena amiga había colgado en su muro. ¡Aleluya!

El post se titula El beso de los castellers y las tetas de Mathilda May. Claro, si uno va dando pistas a esa caterva de vigilantes de la moral… Es muy conocida la aversión de Facebook hacia la visión libre de los pezones femeninos, que ha dado lugar a episodios chuscos de censura, a cual más ridículo, y con ese título tan explícito ya me los imagino frotándose las manos en busca de las anunciadas glándulas mamarias. Apuesto a que a estos pobres aprendices de Torquemada la foto de Mathilda May les hizo salivar en su afán censor. Hay que tener la mente muy oxidada para renunciar al disfrute de semejante belleza y hurtársela al resto del mundo. Pues nada, aquí la vuelvo a poner.

Mathilda May en La teta y la luna

Estos individuos son contratados por Odesk, una compañía subcontratada por Facebook, personas de países del tercer mundo que trabajan en turnos de cuatro horas diarias por un sueldo que es una auténtica bicoca: cuatro dólares, o sea, a dólar la hora. Por ese sueldo ganado en casita, según un conjunto de documentos descubierto por el diario británico The Guardian, los censores debidamente entrenados y aleccionados tratan de aplicar los ridículos enunciados que las normas de la red social establece, como: «Restringiremos algunas imágenes de pechos femeninos, incluidas aquellas con pezones»…»Se eliminarán fotografías de genitales y las que se centren en las nalgas»… Lo que es perfectamente compatible con que se admitan fotos de abuso infantil «a no ser que haya un componente sádico o de celebración», o que se puedan compartir fotos que muestren malos tratos a los animales a menos que sean demenciales sin que este concepto podamos saber hasta qué extremo de permisividad alcanza (no consta si esto incluye las corridas de toros).

Fotografía de Thomas Whitten censurada por Facebook

De las cotas de estupidez que la compañía del señorito Zuckerberg ha llegado a alcanzar dan cumplida nota los casos más sonados. La fotografía  de la niña vietnamita que corre desesperada tras haber sido alcanzada por el napalm norteamericano, premio Pulitzer para el autor Nick Ut, violaba las normas de Facebook porque lo horroroso del caso era que la pequeña Phan Thi Kim Phuc ¡estaba desnuda! La polémica estalló en Noruega porque el escritor Tom Egeland no había reparado en ese pequeño detalle y fue convenientemente reprendido. Hasta la primera ministra noruega, Erna Solberg, elevó su voz de protesta en solidaridad con él. La compañía dio marcha atrás y revocó su decisión, pero el bochorno que había provocado no tuvo cláusula de retroactividad; había adquirido proporciones planetarias.

Fotografía de Nick Ut durante la guerra de Vietnam

La estatua de la sirenita de Copenhague, tan inocente como una princesa Disney; el cuadro de Gustave Courbet El origen del mundo, que ése sí que es “too much” para su austera sensibilidad; la portada del disco de la banda Scissor Sisters, Night Work, que muestra el apretado trasero del bailarín Peter Reed en una imagen tomada por Robert Mapplethorpe; una foto de una mujer en el momento de sufrir la prueba de una mamografía publicada en el diario Le Monde; el álbum familiar, plagado de hermosas fotografías en blanco y negro, que el fotógrafo francés Alain Laboile publica desde 2007; o la imagen de la estatua de bronce de Neptuno en la ciudad de Bolonia, exhibiéndose impúdicamente desnudo desde 1567 ante todos los que pasan bajo su tridente, son algunos de esos absurdos olímpicos perpetrados por estos caballeros. ¡Cuesta trabajo establecer una clasificación por orden de gravedad con tanto disparate!

El origen del mundo, de Gustave Courbet

Pero como la hipocresía no tiene límites cuando se asocia con el puritanismo, la del baranda es también proverbial: pretendiendo estar a favor de la lactancia materna –sin pezones a la vista, esos sí- Mark Zuckerberg publicó una fotografía en su muro junto a Christine Rushing, activista fundadora del grupo Milki Mommas, que promueve tan nutritivo movimiento. Vean qué ufano y sonriente posa el campeón de los mamones:

Mark Zuckerberg junto a Christine Rushing

Para Facebook las tetas a la vista son mucho más peligrosas que los mensajes racistas o las imágenes de decapitaciones. El fotógrafo alemán Olli Waldhauer puso al descubierto este doble rasero de la ética, la estética y la moral con la fotografía que aparece aquí debajo. “Sólo una de estas dos personas está quebrantando las normas de Facebook”, reza la leyenda arriba a la derecha. El cartel que sostiene el individuo dice con un término muy despectivo para los ciudadanos de Turquía: «No compres a los turcos». El racismo, tiene un pase, ¡pero las tetas ni hablar!

La provocadora fotografía de Olli Waldhauer

Algo me dice que con esta perspectiva de la vida social los mandamases del Gran Hermano tienen que hacérselo mirar. O Mejor dicho, los gobiernos del mundo tendrían que obligarles a revisar sus castradores conceptos del bien y del mal antes de que nos volvamos todos locos.

El cine español también habla en catalán

La Academia de Cine español, o de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, como pomposamente se denomina oficialmente, ha mostrado mucho, muchísimo sentido de la oportunidad al revelar el jueves 7 que el seleccionado para representar a España en la feria hollywoodiense es un pequeño gran filme rodado en catalán: Estiu 1993, también estrenado en su versión en castellano, con las voces de los mismos actores como Verano 1993.

Si los miembros de la Academia se hubiesen puesto de acuerdo para planificar la coincidencia no les habría podido salir mejor. Lo anuncian precisamente en pleno vórtice del huracán, justo el momento en que todos los demonios se han desatado en el Parlament para ofrecer urbi et orbi un espectáculo que en algunos episodios parece seguir el guión anticipado por Groucho Marx en esta escena de Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933). Confrontados los presidentes Rajoy y Puigdemont con el de Fridonia y el embajador de Silvania no sabría yo decir quién de ellos me ofrece mayor fiabilidad.

La elección de Verano 1993 puede leerse como una proclama a los cuatro vientos con gato encerrado político : “el cine catalán es español y aquí no discriminamos a nadie”. Aunque no digo yo que los señores académicos hayan pretendido colar ese mensaje por lo bajini, sería ridículo pensarlo porque los tiempos de las instituciones concernidas son muy diferentes. De hecho hay otros precedentes que eliminan cualquier sospecha de oportunismo: Pa Negre, de Agustí Villaronga (2012) en catalán, y Loreak, de José María Goenaga y Jon Garaño (2016), en euskera, dan fe de ello. Nadie entonces se rasgó las vestiduras, salvo los profesionales de la «desastrería». Mucho más lejos queda Ese oscuro objeto de deseo, de Luis Buñuel, que al fin y al cabo había sido rodada en español y francés en 1978.

Pero la Academia dobla la apuesta: «Y para mejor prueba de que sólo elegimos las que consideramos mejores, no aquellas que puedan tener mayores posibilidades de agradarles, les decimos a los yanquis que a son de qué tantos millones para producir bazofia embrutecedora cuando se puede hacer una buena película que nos hable del alma humana con cuatro euros». Otra cosa es cómo se tomarán allí semejantes lecciones. Ya se lo puedo anticipar: mal; lo más probable, y no quiero ser agorero, ojalá me equivoque, es que no pase la criba y no la admitan entre las finalistas. Tranquila, Carla Simón, eso no debe importarte, lo que estaba en tu mano ya lo has hecho muy bien. Y que salga el sol por la Costa Brava.

Me pregunto desde cuándo prevalece este criterio en la Academia, porque hubo un tiempo en que era más bien el contrario, se elegía, o pretendía elegir, la película que más posibilidades tenía de sintonizar con los gustos norteamericanos. Después del Oscar que ganó José Luis Garci, hasta nueve veces confiaron en su mano para repetir la jugada. Luego las cosas acabaron mal entre el director de Solos en la madrugada y la Academia, y enhorabuena al premiado, si me ven contigo diré que no te conozco. A ¡Pedroooo! también le tuvieron la misma fe, otras nueve veces. Y luego la cosa se fue repartiendo de tal manera que ya resultó imposible comprender los designios de ese cerebro colectivo que conforman los académicos reunidos y desentrañar algún patrón de análisis que diera con el éxito en The Academy. Entre el cine de Carlos Saura y el de Juan Antonio Bayona, o el de Antonio Giménez-Rico y Fernando León de Aranoa, o el de Carlos Vermut y Vicente Escribá, por citar algunos ejemplos dispares, ha oscilado el olfato. Por probar que no quede, total se trata de una lotería, deben de pensar.

Con sin criterio, cuatro son los Oscars (a la Mejor película de habla no inglesa) que han recalado en nuestra cinematografía: Volver a empezar, de José Luis Garci en 1982, Belle Epoque de Fernando Trueba en 1993, Todo sobre mi madre de Pedro Almodóvar en 1999 y Mar adentro de Alejandro Amenábar en 2004. Cuatro bingos y diecinueve líneas. O sea, cuatro Oscars de diecinueve participaciones en la final. Sin contar ni el de don Luis Buñuel, que tuvo que rodar El discreto encanto de la burguesía en Francia y representar a ese país en 1973; ni el de Juan José Campanella con El secreto de sus ojos, que figura como algo nuestro por ser coproducción hispano-argentina. El irredento Buñuel («don Luis», como llamaba Paco Rabal a quien le trataba como «sobrino») no fue a recoger la figurilla, pero posó disfrazado de esta guisa con ella:

Don Luis Buñuel se burla del Oscar

En cualquier caso, más allá de que se considere acertada o no respecto a lo que se persigue, o en términos meramente de narrativa cinematográfica (uno, por ejemplo, hubiera escogido No sé decir adiós, de Lino Escalera, que ni siquiera estuvo en la terna final) la decisión de la Academia este año demuestra mucha más cordura y racionalidad, y desde luego mucho menos sectarismo, que la política seguida por nuestros insufribles gobernantes, Gobierno central-PP y Gobierno autonómico-independentistas. Y no andamos muy sobrados precisamente, dado el clima de intolerancia y enfrentamiento que entre todos ellos han alentado.

Véase como ilustración la cadena de réplicas y contrarréplicas que sigue al anuncio oficial en Twitter. Hay quien se muestra hipersensible si se usa el título en castellano, a quien se le pasa por la cabeza las implicaciones políticas de las que he hablado aquí, a quien le parece un disparate y mayor aún por la participación de Televisión Española, a quien le escuece que se subtitule en inglés y no en castellano, y a quien le parece que «no tenéis vergüenza». ¡Faltaría más que no hubiera salido ningún elemento de la caverna a opinar de la cosa!

 

Por lo pronto, la elección de esta pequeña joya intimista como candidata a competir por el Oscar, de la que no se alabará suficientemente el conmovedor trabajo de la pequeña Laia Artigas, ha servido para que se estrene en 21 salas más, 15 de ellas en versión doblada al castellano, y para que aumentara su taquilla un 320%. Y esto, que está muy bien, tan sólo acaba de comenzar.

Laia Artigas en un plano de Estiu 1993

El beso de los castellers y las tetas de Mathilda May

 

Tenía yo archivada en mi carpeta de buenas fotos ajenas esta imagen de la fotógrafa Mireia Comas. Puede que ustedes no la hayan visto antes y por tanto que no se hayan percatado del detalle magnífico que la artista supo o tuvo la suerte de captar, quién sabe si no lo descubrió mucho tiempo después de hacerla: ese beso entre los dos chicos que ocupan la parte central de la imagen. Sí de acuerdo, lo primero que se preguntan es qué relación guarda la fotografía con los pechos de Mathilda May, a los que golosamente alude el título del post. Y lo segundo, si no estaré dejando algún mensaje subliminal respecto al «valleinclanesco» -en afortunada expresión de Pablo Iglesias- espectáculo vivido anteayer en el Parlament catalán. De esto último ya les digo que se olviden y no vean fantasmas, que el ruedo de la política ya está lleno de ellos. En cuanto a lo otro, vayamos por partes:

Gloriosa, Mathilda May en «La teta y la luna», de Bigas Luna

A esta actriz un servidor la descubrió hace ya una pila de años en una película de terror y ciencia ficción titulada Lifeforce, Fuerza vital (dirigida en 1985 por Tobe Hooper). Era un relato en el que una alienígena con fabulosos poderes destructivos succionaba a sus víctimas humanas el aliento del que ella se nutría dejándolas convertidas en una piltrafilla. La alargada sombra de Alien, el octavo pasajero (Ridley Scott, 1979) se proyectó en ésta, como en tantas otras, pero lo hizo transmutando el perfume erótico que la teniente Ripley había dejado en la nave de carga Nostromo en un tórrido vendaval.

Vamos, que la jovencísima actriz francesa, que entonces contaba veinte años, desplegaba sus poderes al natural y nos dejó a todos tan pasmados como a los policías que le salían al paso para perecer entre sus brazos. Sus tetas eran de una belleza tan contundente que nuestro añorado Bigas Luna pensó en ella para ofrecerle en 1994 el papel estelar de su canto a la leche materna y a su sublime contenedor que llamó La teta y la luna.

Y precisamente, en La teta y la luna el niño que se enamora de Mathilda May (Biel Durán, con diez añitos) y prueba el néctar divino de sus pechos es el anxaneta de una colla de castellers. Que era adonde queríamos llegar. Porque yo ha sido ver esa foto y recordar una escena en la que fluye la leche de la teta de Mathilda. No me dirán ustedes que no resulta imposible evitar la asociación de ideas. A los amantes del flamenco no se les pasará por alto la aparición de Miguel Poveda, jovencito, jovencito, pero ya dejando muestras de su arte (en el cante, que en la interpretación no tanto), también encaprichado de la belleza francesa.
Por cierto, no se pierdan esta noche el programa de La 2 de TVE Historia de nuestro cine, que precisamente emite este delicioso cuento de Bigas Luna, tristemente fallecido en abril de 2013, uno de nuestros creadores cinematográficos más inspirados y atrevidos; sin duda, uno de los grandes. ¿Quién si no Bigas, podría haber imaginado y puesto en escena un plano como éste? (lamentablemente hurtado en el trailer que os pongo más abajo):

Biel Durán y el pecho de Mathilda May en La teta y la luna