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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Ante tal provocación…

Mientras trato de concentrarme en la escritura de este post, allá fuera Puigdemont y sus mariachis se empeñan en distraerme con su comedia de enredo secesionista, que si entro, que si salgo, que proclamo, que no proclamo, remedando a Bartleby y su preferiría no hacerlo, aunque nunca sabremos qué es lo que preferiría no hacer. Si no fuera por la dificultad de encontrar árbitro y terreno de juego imparciales aceptables para ambos equipos, yo propondría que lo dirimieran sobre el césped dos selecciones nacionales de diputados nacionalistas, de un lado los que se envuelven en la señera y del otro los del club de amigos del aguilucho, o de la corona, que viene a ser más o menos lo mismo, pero en versión postfranquista. En caso de empate, podrían dirimirlo al futbolín, que sale más barato y si no consiguen ponerse de acuerdo en las reglas, se suspende la competición hasta la temporada que viene. Y descansamos un poquito.

Una imagen de Futbolín, de Juan José Campanella. Universal Pictures

Tengo para mí que una de las causas de que no se encuentren soluciones políticas a asuntos de clara naturaleza política es la deficiente calidad moral de la clase política gobernante, educada por sus padres y abuelos en la intransigencia, un virus que llevan en los genes y se transmite de generación en generación. La intransigencia es un material químico, si se me permite la expresión, refractario al sentido del humor. ¡Cuánto sentido del humor les falta a don Mariano y sus gurtelitos y al citado President y sus hooligans del Process!

A pesar de que en España, la guasa y el cachondeo tienen más solera que la sangría y nos han dejado para la posteridad las más sublimes obras de literatura y cine, desde El Quijote hasta Bienvenido Mister Marshall, en cuanto que a alguien le da por mear un poquito fuera del tiesto enseguida salen voces dispuestas a crujirlo y a pedir su excomunión. ¡La excomunión! ¡Ja! ¡Qué más quisiera José Luis García Sánchez que lo excomulgaran!

Viene esto a cuento de la meadita que el citado director se ha marcado en la SEMINCI de Valladolid que se clausura mañana después de recibir, emocionado él, rodeado de buenos amigos, la Espiga de Honor de la 62 edición. Vergonzoso, impresentable, lamentable, maleducado, fueron algunas de las perlas con que algunos le obsequiaron, desagradecidos, en correspondencia por el consejo que el cineasta les había regalado: “¡Vayan más al cine y menos a las procesiones!”.

José Luis García Sánchez con su Espiga de Oro recibe un beso de Ana Belén en la Seminci. EFE

Jajaja. No me dirán que no tiene gracia teniendo en cuenta que la hoy denominada Semana Internacional de Cine de Valladolid en sus orígenes tuvo por nombre un enunciado a tono con la España clerical de los años 50. En un estilo preconciliar que aún hoy cuenta con muchos adeptos (acuérdense del ministro Jorge Fernández Díaz, el Ministro del Interior que condecoró con la Medalla de Oro al Mérito Policial a la Virgen María Santísima del Amor y además decía tener a su lado a un ángel de la guarda llamado Marcelo que le ayudaba a aparcar) los asistentes a este piadoso festival eran recibidos con textos de este calado en 1960: “La V Semana Internacional de Cine Religioso y de Valores Humanos os da la bienvenida. Habéis llegado a ella —estáis llegando aún— impulsados por un afán noble de estudio y de superación espiritual, humana, queriendo buscar en ella precisamente lo que ella quiere daros: una dimensión trascendente de la sociedad, del hombre, del bien y de Dios a través del cine.”

Cartel de la 1ª Semana Internacional de Cine Religioso y de Valores Humanos

Hoy ya no se estila dedicar palabras tan hermosas y relamidas a los cineastas. Y menos aún a malpensantes como García Sánchez que se jactaba en Pucela de que la SEMINCI “es de los pocos sitios donde los del cine hemos ganado a los curas”, como prólogo a la bonita declaración que les he relatado. ¿Pues qué querían? Este hombre ha sido muy coherente con la obra por la que recibía el homenaje y no podía defraudar a quienes así le reconocían sus méritos. Pero muchos francotiradores de colmillo retorcido, siempre ojo avizor a la caza del rojo, apostados en Twitter, no han dudado en sentirse ultrajados y pedir que le colocaran como pararrayos del “Buen Mozo”, que es como se conoce popularmente a la figura del Sagrado Corazón de Jesús encaramado en la torre de la Catedral. ¡Que le quiten la Espiga! Claman presos de un insólito afán recolector. Menos mal que el actual alcalde, el socialista Óscar Puente, con varios dedos de frente más que el pepero Javier León de la Riva, ha afeado las palabras de García Sánchez discretamente, con la boca pequeña, pero se ha declarado incompetente en esa materia. No quiero ni imaginar lo que hubiera dicho su predecesor, muy capaz de retarle en duelo al amanecer con puñal en mitad de la Plaza Mayor.

El «Buen Mozo» sobre la catedral de Valladolid

Qué poco toleran los meapilas el anticlericalismo educado y alborotador. Si don Luis Buñuel visitara hoy el festival sacarían los cirios en procesión para rogar al cielo que le enviara las siete plagas. Menudas las gastaba el de Calanda. En sus memorias redactadas por Jean-Claude Carrière, Mi último suspiro, una joyita de la que ya he hablado aquí, recordaba con regocijo de cuando niño unos dibujos de “una revista anarquista y ferozmente anticlerical” que mostraban “dos curas gordos sentados en una carreta y Cristo enganchado a las varas, sudando y jadeando”. Y citaba como excelente ejercicio de provocación la descripción que dicha revista hacía de una manifestación celebrada en Madrid durante la cual unos obreros atacaron con saña a unos sacerdotes: “Ayer por la tarde, un grupo de obreros subían tranquilamente por la calle de la Montera cuando por la acera contraria vieron bajar a dos sacerdotes. Ante tal provocación…”. No me negarán que, comparado con estas muestras de belicosidad, García Sánchez parece un remilgado menchevique.

Mi viejo ejemplar de Mi último suspiro.

Con los genios nunca se sabe

Comienza mañana en Valladolid la Semana Internacional de Cine número 62, que conoció tiempos gloriosos en la época en que lo dirigió Fernando Lara. El propio festival reconoció la labor de quien lo dirigió entre 1984 y 2004 otorgándole una Espiga de Oro honorífica. Hoy la SEMINCI intenta levantar de nuevo el vuelo con Javier Angulo a los mandos de la nave, que tomó a partir de 2008, tras el trienio 2005-2007, del fallecido Juan Carlos Frugone. En tiempos de Lara yo asistí durante diez años a este festival y disfruté de una programación que tenía el privilegio de recoger la mejor cosecha de otros festivales (los de Cannes, Berlín, Venecia y San Sebastián son considerados de categoría A). Se le consideraba, por tanto un “Festival de Festivales”, expresión un tanto grandilocuente que cayó en desuso. Tras un paréntesis que duró otra década volví a Valladolid con curiosidad renovada, mucho interés y una punzada de nostalgia. Observé con satisfacción que la SEMINCI estaba en buenas manos y que el amor hacia el cine comprometido y serio, tanto que a veces resultaba plomizo, seguía siendo el santo y seña del certamen.

Uno de los cineastas característicos del encuentro pucelano era el suizo Alain Tanner, hoy ya retirado con una edad avanzada. En 1991 Tanner presentaba su película El hombre que perdió su sombra, coproducción hispano-franco-suiza con el inigualable Paco Rabal que alternaba español y francés con su voz y acento peculiares. Rodada en Almería, en los parajes inundados de sol y el azul de Cabo de Gata, Rabal encarnaba a un viejo comunista regresado del exilio en Francia. Por allí andaban también Ángela Molina y Valeria Bruni-Tedeschi.

Paco Rabal, Valeria Bruni-Tedeschi y Dominic Gould en El hombre que perdió su sombra

Rueda de prensa de presentación de la película. Salón del Hotel Meliá, hasta arriba de periodistas. Grande, inusual expectación. Paco Rabal, la mirada perdida al frente, se arranca y dice con su inigualable gracejo y campechanía: “¡cuánta gente hay en el mundo!”. Risas y roto el hielo de un plumazo. Estaba en forma, en su salsa y dispuesto a dar guerra. Alain Tanner expresa un pensamiento filosófico y de traducción no demasiado evidente. Paco Rabal no está contento con la intérprete, cuyo nombre no recuerdo, mis disculpas, y protesta: que si no ha dicho eso, que si la traducción no es correcta. Tras un nuevo intento, que si así no puede ser, la pobre chica no sabía dónde meterse. Silencio. Una corriente de aire helado sobrevoló por encima de las cabezas de todos los presentes. La jefa de prensa, Carmen Pascual, preguntó públicamente si me encontraba en la sala. Me había advertido de que algo así pudiera pasar y me requería para pedirme que echara una mano con la traducción. ¡Glup! Hoy no me atrevería a algo tan temerario como ejercer un oficio que uno no ha estudiado ni practicado. Pero en aquel momento era imposible negarse y me lancé al ruedo…

Paco Rabal junto a Alain Tanner y Gerardo Herrero en la SEMINCI. Luis Laforga

Pues sí, allí sentado al lado de un director que admiraba desde jovencito, desde que vi su magnífica Messidor (1979) en el país de los banqueros y los relojes de cuco, una road movie nihilista y juvenil impregnada del espíritu que uno percibe en todas las obras de Alain Tanner, y con un cierto canguelo por si el monstruo de Paco Rabal me devoraba como había hecho con la pobre traductora, me dediqué a interpretar las palabras del director suizo con tanta suerte que ya nada extraño interrumpió aquella singular rueda de prensa. Y Paco Rabal siguió mirando al frente sin hablar más que cuando le preguntaban a él.

La mayoría de ustedes saben quién fue, pero igual a algunos, los más jóvenes, su nombre les suene sólo a actor del siglo pasado. Pero que no se engañen: Paco Rabal es eterno, uno de nuestros más grandes genios delante de la cámara. Sólo por su Azarías en Los santos inocentes (1984), de Mario Camus, premiado en Cannes ex aequo con Alfredo Landa, ya merecería estar en el Olimpo. Pero qué decir de su torturado Goya en Burdeos para Carlos Saura (1999), de la serie de televisión Juncal (1989) o de sus pequeños trabajos para su “tío” Buñuel en Viridiana (1961) y Belle de Jour (1967) y sobre todo el gran padre Nazario de Nazarín (1959), por citar alguno de los más conocidos entre muchas, muchas decenas de personajes de todos los tamaños, colores y condición.

Paco Rabal y su milana bonita en Los santos inocentes

Paco Rabal era un tipo genial y verle y escucharle, patriarcal en aquella rueda de prensa, fue un lujo asiático. Pero con los genios, ya se sabe que nunca se sabe.

La vida en corto

“España no es país para cortos”, titulaba el 24 de febrero en Publico.es Nacho Valverde una crónica en la que recordaba, no obstante, que de no ser por este formato nuestra industria no habría tenido presencia en la categoría de nominados a Mejor Película de habla no inglesa en la gala de los Oscar desde 2005, cuando Amenábar lo ganó con Mar Adentro y Nacho Vigalondo bailaba con su cortometraje 7:35 de la mañana y se quedó cerquita de conseguirlo; hubiera sido un bonito doblete.

Para no ir más lejos, este año estuvo nominado Timecode, de Juanjo Giménez, que acudía a Los Angeles con su Palma de Oro del Festival de Cannes (desde Buñuel y Viridiana, no se conoce otra igual) y el Goya bajo el brazo. Y si miramos más atrás, aunque finalmente tampoco consiguieran la estatuilla, Juan Carlos Fresnadillo, se presentó allí, en 1997, con Esposados; Borja Cobeaga y Javier Fesser con Éramos pocos y Binta y la gran idea en 2007; Javier Recio con La dama y la muerte, en categoría de animación, en 2010; y Esteban Crespo con Aquel no era yo en 2014.  Esto por referirnos a la proyección de mayor eco internacional.

Atendiendo a este ángulo del escenario, el cortometraje español parece gozar de buena salud. En la última Gala de los Goya la competencia fue dura: el citado Timecode, finalmente triunfador, Graffiti, de Lluis Quílez, Premio Méliès de Plata al Mejor Cortometraje Fantástico Europeo y posteriormente Premio Forqué; La invitación de Susana Casares, premiada en la última Seminci en la sección ‘Castilla y León en Corto’; Bla, Bla, Bla de Alexis Morante, triunfador del Notodofilmfest y En la azotea, dirigido por Damià Serra, premiado también en la pasada Seminci en la sección «La noche del corto Español». Entonces, ¿acaso el cortometraje ha dejado de ser el pariente pobre del cine español, uno de esos familiares que uno no puede poner en la calle, porque está muy mal visto, pero desearía poder hacerlo con toda impunidad? La Academia incluso pretendió dejarlo al margen de la Gala de los Goya, aunque felizmente rectificó. No está nada clara la conclusión, pero este debate es viejo, muy viejo, viene de muy atrás y no parece que pasen los años por él.

Aún recuerdo que hace varias décadas, cuando existían soportes que a las generaciones actuales seguramente ni les suenen, como el Súper 8 mm. y el 16 mm, vestigios de la vieja era analógica, quienes aspiraban a hacer cine tomaban el formato de corta duración como terreno de prácticas y aprendizaje, o carta de presentación en su legítima aspiración a cineastas con todas las de la ley. Los periodistas, de hecho, hablamos con frecuencia del debut, sin mayores matices, de un director cuando realiza su primer largometraje, aunque previamente haya acreditado con premios y otros reconocimientos una experiencia sobrada en la narrativa cinematográfica, lo que no deja de ser contradictorio.

Juanjo Giménez, el director de Timecode, intenta combatir esta idea que menosprecia a la corta duración: “Yo ya he hecho tres largometrajes, y pienso seguir haciendo cortos y largos. Lo he compaginado, he hecho de productor y he estado en varios frentes, pero no quiero abandonar el corto porque me siento a gusto”. Recuerda que no está solo en esa visión de la jugada, como lo demuestran directores que menciona: Fesser, Sánchez Arévalo, Vigalondo o Cobeaga, y afirma que la idea de “que el corto es la puerta de entrada al largo es algo antiguo y está abandonado”. A mí me parece que por mucho que Giménez se empeñe en resaltar la noción de fórmula narrativa diferente, la conocida comparación con la literatura según la cual el corto es al largo lo que el cuento o relato corto es a la novela, las limitaciones que suponen las estrechuras del cortometraje en términos de financiación, de medios, de tiempo y espacio, y por otro lado también la trascendencia y el prestigio que suponen “consagrarse” en un certamen como director en uno u otro formatos no admiten comparación.

Afortunadamente, tampoco pueden compararse las posibilidades que se ofrecen a los cortometrajistas en el tiempo presente con las que se abrían en los tiempos remotos de los que hablaba yo antes. Las plataformas de visionado a través de la red, la infinidad de Festivales, específicos o no, e incluso las ayudas públicas a la producción (aunque hoy en día recortadas, congeladas y minimizadas, que casi no existían entonces –hablo de los años 80, cuando yo me movía en lo que entonces era un submundo-) dejan un margen amplio para que surjan ilimitadas iniciativas. Un concurso como el Iberoamericano de Versión Española SGAE en aquellos tiempos era una quimera, la cuantía de los premios un potosí (12.000 euros, 8.000 euros y 4.000 euros para el Primer, Segundo y Tercer Premio) y las posibilidades de emisión en TVE remotas. Ah, y por entonces los Goya aún estaban por inventarse.

Ya sé que con esta extemporánea y anacrónica compulsación estoy contemplando la botella medio llena. No se me escapa el simpático detalle de que hace tres años Versión Española SGAE concedía 20.000 euros como premio gordo (¡muy gordo!). Ni que el Festival de San Sebastián, el más importante de España, todavía tiene pendiente abrir esa ventana. O que otros festivales entregan cuantías muy inferiores, cuando no se contentan con dispensar un humilde trofeo. En la Sección Oficial a concurso de Cortometrajes de la SEMINCI el ganador recibe su Espiga de Oro y 2.000 euros. Como en la última edición, hubo un reparto ex aequo de ese honor entre Il Silenzio, de Farnoosh Samadi y AliAsgari (Italia/Francia) y Cheimaphobia, de Daniel Sánchez Arévalo, no sé cómo se apañaron con tan exigua cantidad de dinero. El Premio de La noche del corto español en la Sección Punto de Encuentro (que correspondió a The App, de Julián Merino) estaba dotado con 3.000 euros.

La semana pasada he tenido el honor de participar como miembro del Jurado en la IV edición de Los Premio Pávez de cortometrajes, que se han celebrado en Talavera de la Reina. Me agrada mucho reseñar que el citado The App ha sido el gran triunfador en seis -las principales- de las nueve categorías a las que aspiraba.

Julián Merino empaqueta en The App una idea digna de la famosa serie Black Mirror que se puede encontrar en la plataforma Netflix, con un sentido del humor perfectamente engrasado al que sólo le sobran unas gotitas de lubricante en el desenlace: el delirante mundo en el que estamos embarcados gracias a las maravillosas oportunidades que nos brindan las nuevas tecnologías para alcanzar las más altas cotas de estupidez. Carlos Areces, que ganó el Premio a Mejor actor, es la evidencia de que el arte de la interpretación no entiende de duraciones; Luis Zahera, cuyo trabajo, a través de su voz únicamente, podemos apreciar en off, como el de Scarlett Johansson en Her, no tuvo la misma suerte aunque la merecía. The App es un buen ejemplo de las virtudes y limitaciones del formato. Estén atentos en la próxima gala de los Goya, porque es muy probable que la encuentren allí.

Ayer mismo asistí a una de las cuatro galas de la 18ª temporada del Festival Cortogenia que con una periodicidad no establecida tienen lugar en el Cine Capitol de Madrid, un lujo de sala y pantalla en estos tiempos en los que el formato parece condenado a verse en ordenadores, tabletas y hasta teléfonos. A final de año se celebrará la gala final para reparto de premios a las categorías de dirección, guion, dirección de fotografía, dirección de producción, montaje, música original, sonido, dirección artística y mejor interpretación masculina y femenina; además del Primer Premio Cortogenia, Premio del Público, Mención Especial del Jurado y Mayor Proyección Internacional. Los asistentes, en entrada libre, votan para discernir el Premio del Público.

De los seis trabajos exhibidos, tengo que resaltar con especial énfasis uno: el titulado Australia, dirigido por Lino Escalera. Este año asistimos al descubrimiento de este espléndido realizador que tan sólo hace un mes estrenó el largometraje No sé decir adiós, película a la que vaticino un protagonismo total cuando los Goya pretendan dictar sentencia sobre lo que es duradero y lo que es pasajero. El cortometraje, explicaba su director, vio la luz en paralelo al proceso de rodaje del largometraje. Como escindido de éste, por precaución y miedo a que no pudiera ser terminado, el personaje de Natalie Poza buscó su propio espacio en una historia mucho más corta que, sin embargo, posee idéntico sello de fortaleza y autenticidad, gracias a la propia actriz y a su colega Ferrán Vilajosana. ¡Qué dos enormes actores!  En casos como éste, el cortometraje resulta ser un brillantísimo destello de gran cine, magnífico relato por breve que sea, que remacha la idea que nos había quedado meridianamente clara cuando vimos No sé decir adiós: Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón escriben diálogos al dictado de los dioses de la narración y con ellos atrapan pedazos de vida que deleitan y conmueven. En enero volveremos a pelearnos con las teclas para encontrar los adjetivos que les hagan justicia. Por cierto, a la vista de Australia el debate sobre la entidad del cortometraje queda zanjado; cosa bien distinta es el sentido y la utilidad que seguirá teniendo para quienes lo hacen y para el resto de la industria.