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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Karl Marx, vivito y coleando

Pocos barbudos hay tan famosos en la historia de la Humanidad y pocos individuos tan influyentes en los dos últimos siglos (que se van a cumplir pronto desde su nacimiento, el 5 de mayo de 1818 en Tréveris, Alemania) como el pensador, filósofo y activista revolucionario Karl Marx. Y sin embargo en la narración cinematográfica con actores, en el llamado cine de ficción, en donde tal vez resida con más fuerza la realidad humana, no se tienen noticias de que haya tomado nunca el primer plano y el protagonismo. Hasta ahora, en que un director de origen haitiano, Raoul Peck, al que debemos un excelente y combativo documental titulado I am not your negro, ha decidido aventurarse en una apuesta arriesgada y complicadísima: llevar a todos los públicos de una manera comprensible y didáctica, sí, pero lo justo, los conceptos básicos de las teorías marxistas, envueltas en una fórmula biográfica que no traicione la severidad del personaje.

Vicky Krieps, August Diehl y Stefan Konarske en El joven Karl Marx.

De los personajes, en realidad, pues a Marx le acompaña, naturalmente, Friedrich Engels, su indispensable colaborador, compañero de lucha y fatigas y amigo del alma, por un lado, y por el otro Jenny von Westphalen, su esposa, con la que se casó en 1843 y madre de siete hijos, de los cuales cuatro murieron de muy corta edad. Y si apuramos el reparto, aunque ya en un plano de menor relevancia dramática, también hay que hablar de otros personajes, tales como Joseph Proudhon, uno de los padres, junto a Mijail Bakunin, del pensamiento anarquista.

A Raoul Peck hay que reconocerle, como digo, el valor de nadar contra una corriente gigantesca que, en el ámbito cinematográfico al que nos referimos, ha pretendido ignorar a los fundadores del movimiento comunista internacional y ha vertido centenares, miles de películas atacando las bases ideológicas sobre las que éste se ha levantado. En el ámbito político, ya lo sabemos, ha sido una guerra a muerte por extirpar del mundo cualquier rastro de las ideas marxistas.

Padre de la ciencia social moderna, estudioso inigualado de los mecanismos de explotación humana sobre los que se asienta el sistema capitalista, expuestos en su inacabada y monumental obra que llamó Das Kapital, publicado por primera vez en 1867 y más vigente que nunca en sus fundamentos hoy en día, Marx es en esta película, como su título indica, un joven de 26 años, exiliado con su esposa en París, que gusta del debate y la controversia, que busca la contradicción como camino de llegada a la luz de los conceptos de economía política, y que en uno de los más venturosos encuentros intelectuales que se hayan producido nunca conoce a Engels, que acaba de publicar su brillante ensayo sobre las condiciones de la clase obrera en Inglaterra, para acometer juntos la tarea de dar sentido a los movimientos revolucionarios que tratan de orientarse en Europa.

Uno lamenta que la película acote el arco temporal que cubre, no alcanza los cinco años, desde que surge la amistad entre los dos hombres hasta que cumplen el encargo de la Liga de los Justos de redactar un manifiesto que borre de un plumazo toda su jerga idealista, repleta de tan buenas como ingenuas y oscurantistas intenciones, y que se plasma en el legendario Manifiesto del Partido Comunista, publicado el 21 de febrero de 1848, en Londres. Un librito, en realidad un panfleto de agitación y propaganda con una inequívoca vocación didáctica para alentar a los obreros del mundo a unirse y a los filósofos a dejarse de pamplinas y poner sus intelectos al servicio de la causa: no solo interpretarlo, sino de transformarlo. Por cierto que resulta muy divertida la ocurrencia de colocar la famosa tesis 11 sobre Feuerbach, publicada años después de la muerte de Marx, en boca de don Carlos en una noche de borrachera.

Dos iconos, Engels y Marx.

El empeño de humanizar a los personajes míticos es un empeño que no siempre se consigue cuando la talla sobrepasa las medidas de lo imaginable, como es este caso. Han de aceptarse licencias y la primera de ellas es reconocer en el rostro y los modos de los actores. Los que encarnan a Karl Marx y a Jenny Marx me parecen muy acertados, August Diehl y Vicky Krieps. El primero posee la frente y el gesto arrogante, impetuoso y noble, y un parecido razonable con la oronda cabeza del pensador alemán. Krieps es una bella versión de Jenny, pero la aceptamos porque estamos menos familiarizados –o no lo estamos, en absoluto- con el rostro del personaje real. Sin embargo, Stefan Konarske no me acaba de convencer como Federico Engels, porque me hace pensar en un acompañante de mucha menor entidad, una especie de escudero, de Robin al lado de Batman, o de Pedrín, tras la sombra de Roberto Alcázar, y pido perdón por la frivolidad del símil.

Stefan Konarske y August Diehl en El joven Karl Marx. Pirámide Films

Pero, más allá de la verosimilitud de los actores, el guion hace malabares para no abandonar la seriedad divulgativa del materialismo dialéctico y acercar los personajes a una existencia cotidiana igualmente creíble, y además consigue que no sea un plomo de película. Créanme, no lo es. No se pierdan los títulos de crédito, que apoyados en un montaje fotográfico a los sones de la canción de Bob Dylan Like a Rolling Stone nos recuerdan la actualidad del diagnóstico marxista sobre el estupendo sistema socioeconómico en el que vivimos, que alimenta la opulencia de bancos y banqueros a base de arrojar a la miseria a millones de personas. El joven Karl Marx se estrena hoy en España. ¡Pues qué bien, no todo van a ser súper héroes de pacotilla y guerras de las galaxias!

Juro no volver a esa galaxia

Nada, que no hay manera de que el nuevo capítulo de La Guerra de las Galaxias, Star Wars: Los últimos Jedi, consiga interesarme más allá de una o dos cositas. Por decir algo bueno, en la última entrega DJ, el personaje que interpreta Benicio del Toro, un pícaro desalmado que se vende al mejor postor, tiene la gracia y el carisma que este actor es capaz de infundir hasta a una farola, si se lo propusieran a un buen precio. En descaro y simpatía, aunque luego resulte no tan buena gente como parecía, me recuerda al Harrison Ford de las primeras entregas, allá por el pleistoceno de la saga, que yo aún conservo en soporte arcaico, el VHS que tanta ilusión nos hacía antes de que descubriéramos que con el tiempo la banda magnética se deterioraba a pasos agigantados, involuntaria metáfora de lo que le pasa a la serie.

Ese saborcito a viejo VHS… Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

Pero no encuentro demasiados alicientes más. Ninguno de los actores que han venido a sustituir a los pioneros les llega a éstos a la suela de los zapatos. Daisey Ridley, en el papel de Rey, es una versión descafeinada de la heroína femenina y tanto su fuerza mental como la destreza en la lucha que exhibe no me provocan más que bostezos. Adam Driver, Kylo Ren, se supone que es el nieto de Darth Vader pero cualquier parecido en empaque y personalidad con la figura de su abuelo se esfuma cuando se quita el casco; no me extraña que el líder Snoke se ría en su mandíbula barbilampiña. Por mucha cicatriz que le cruce la cara para darle un aire de dureza, Driver está más convincente como conductor de autobús de Paterson que como malo malísimo del Imperio. Oscar Isaac, como Poe Dameron, y John Boyega, como su amigo Finn, qué quieren que les diga, no les veo capaces de conducir a los espectadores a generar altos niveles de adrenalina. A mí, indiferencia, tal vez. De Kelly Marie Tran, la sabionda Rose Tico convocada para cubrir cuota racial asiática, bueno, pues ahí está, no se me ocurre nada bueno ni nada malo que decir de ella.

Y aquí me paro, que no voy a repasar todos los personajes desde la A a la Z. Porque de Carrie Fisher, la pobre, cumplida la añoranza de aquella inolvidable Princesa Leia, tampoco puede predicarse ni exigirse demasiado; está como recordatorio para nostálgicos de que hubo una vez en una lejana galaxia un personaje que hacía saltar chispas en nuestro sistema nervioso. De Laura Dern, Emilyn Holdo vicealmirante de la Resistencia, que viene a relevar a Leia al frente de la misma, sí hemos de reconocer que nos encanta el modo en que hace frente al machito belicoso. Y de Mark Hamill nos gusta la socarronería de viejo zorro decrépito ya en camino de vuelta, que no todo han de ser críticas.

Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

Esto dicho, claro está, desde la óptica personal de quien se dejó impresionar por los episodios IV y V en 1977 y 1980, cuando aún no podíamos imaginar que aquellos serían los lugares que ocuparían en la cronología de la saga sucesivamente ampliada tiempo después a base de precuelas y secuelas, una época en la que los efectos visuales resultaban espectaculares y hoy son ya historia cansina a fuerza de repetirse, los combates de naves espaciales y la peleas con espadas láser una aburrida y anticuada imagen de marca.

Yo no puedo evitarlo: voy con los malos. En todo momento estoy deseando que los buenos pierdan algo, una batalla, una guerra, un poquito de la altanería que lucen, sabedores, como lo sabemos todos, que hagan lo que hagan, al final siempre ganan ellos. Me pasaba, como a tantos otros, lo mismo con las películas del oeste, que no había manera de que ganaran los indios y yo odiaba a los “americanos”, siempre tan honrados y víctimas de aquellos salvajes, a los que no entraba en la cabeza que se dejaran arrebatar las tierras. Me provocaba quebraderos morales apoyar en mi fuero interno a los que eran presentados como bestias pardas, pero es que era tan previsible que el bien siempre triunfaba que yo me resistía a ponerme de parte del “stablishment”, o sea del ejército ocupante.

En Star Wars nos encontramos con que se ha convertido sibilinamente en buenos a los rebeldes y en malos al poder establecido, al Imperio, como si quisieran de ese modo hacernos olvidar quién es la verdadera fuerza imperial en el mundo en que vivimos. Como si no supiéramos las draconianas condiciones que los estudios dueños del cotarro Star Wars han impuesto a los exhibidores, el 65% de las ganancias y la exigencia de mantener la película en cartel como mínimo cuatro semanas, penalizando los incumplimientos con un 5% más de los beneficios. Lo dicho vale para Estados Unidos y no para Francia (donde las salas ceden un 40% de media, o en Alemania (máximo un 45%). Pero en la provincia Spain la cifra se parece a la de la metrópoli USA, un 60%.

Lucasfilm / Walt Disney Studios Motion Pictures

En su estreno en España este episodio VIII logró convocar a 918.603 espectadores que dejaron en caja más de 6,2 millones de euros, el mejor estreno del año, según estimaciones de ComScore. En todo el mundo ya ha alcanzado los mil millones de dólares, todo un pastizal indecente. En esa tropa de comepalomitas no me alisté al principio y me he estado resistiendo como quien dice hasta ayer a ver esta entrega de la mitología de pacotilla que se inventó George Lucas por temor a llegar a la misma conclusión que en ocasiones anteriores, que esto ya lo he visto yo antes, y al final he caído en el agujero negro para confirmarlo. Como parece que la gente siente necesidad de que le cuenten la misma historia una y otra vez, aunque sea con variaciones mínimas, pues la baranda de Disney, Kathleen Kennedy, la presidenta de Lucasfilm, se lo sirve en bandeja y a recaudar.

Sólo cambian los nombres, pero todo sigue como antes en un esquema mínimamente alterado: hijos que siguen la estela de sus padres, el enfrentamiento del Bien contra el Mal, el Imperio ahora es la Primera Orden y la Resistencia lo que antes se llamaba Alianza Rebelde, etc. Se supone que con el paso del tiempo los avances técnicos, la puesta en escena y los efectos visuales mejoran el espectáculo pero yo no veo nada que suponga un salto notable de calidad ni siquiera en esos aspectos. Y del argumento para qué hablar. La simpleza acostumbrada, las licencias más elementales para hacer que un ejército en clamorosa inferioridad triunfe o escape de las garras del poderoso. Por si no lo habían notado: a mí esto me parece un producto tan infantil que me aburre soberanamente. Ya sé que no es una crítica muy sesuda, más bien nada, y que mi colega Carles Rull le ha sacado mucho más jugo pero es que la fuerza ni para eso me acompaña. He quedado tan hartito de la pelea con espadas de colores (la roja, la mala y la azul la buena, por supuesto) que juro no volver nunca más a esta galaxia.

La irresistible atracción de la crueldad

Nada más eficaz para sacarle a uno de esta borrachera consumista en la que nos sumen tan entrañables fechas como una dosis de caballo de realidad aplicada en vena cuando uno menos se lo espera, por ejemplo, yendo al cine. Que quieren ustedes olvidarse por un buen rato del tostón de los villancicos, de las multitudes en calles y tiendas y hasta del raca raca del procés y los siete enanitos, pues les recomiendo que se acerquen si lo tienen a mano a ver Demasiado cerca (Tesnota), la ópera prima de un joven ruso de 26 años de edad, Kantemir Balagov, criado a los pechos del conocido director Alexander Sokurov, estrenada el viernes pasado.

Darya Zhovner en Demasiado cerca (Tesnota). BTEAM Pictures

Balagov procede de la lejana y probablemente desconocida para ustedes (como lo era para mí) república autónoma rusa de Kabardia-Balkaria, encajada en el norte del Cáucaso, en las faldas de la montaña más alta de Europa, el monte Elbrús, de 5.642 metros de altitud, frontera natural con Asia. Los kabardinos formaron con los balkares (emparentados con los turcos, cuya lengua hablan) la comunidad que lleva el nombre de ambos desde 1936, a la que se sumó un importante número de judíos durante la invasión del Cáucaso por las tropas alemanas. Por suerte o por desgracia, más bien lo segundo, no andan lo suficientemente lejos de Chechenia como para no verse afectados por las recientes guerras de aquellas gentes.

En Nalchik, capital de la república, en 1998, se desarrolla la historia de una familia de judíos que tan pronto celebran la boda de un hijo menor como lamentan al día siguiente que el joven matrimonio haya sido secuestrado para pedir un rescate, algo frecuente por entonces en aquellas latitudes. Ilana, una muchacha de 24 años con mucho carácter y determinación que trabaja con su padre en un taller mecánico, se niega en redondo a pagar los platos rotos y rechaza un matrimonio de conveniencia para recaudar fondos con los que liberar a su hermano.

Si alguien hablaba de feminismo cuando se estrenó Wonder Woman, ¡Ja! Ahí tienen ustedes feminismo del de verdad, el que coloca en primer término a una mujer real y le dota de fuerte personalidad para enfrentarse a lo que haga falta con un par de ovarios: “¡Yo follo con quien quiero!” le dice a sus padres. Y no tiene superpoderes ni gaitas, ni luce piernas, escudo ni cabellera al viento. Me quito el sombrero cuando veo en la pantalla personajes femeninos como esta Ilana, por cierto, interpretado con garra por la debutante Darya Zhovner, de 25 años de edad, nacida en San Petersburgo, graduada en 2016 en la Art Theatre School de Moscú. Una actriz que no llegará al estrellato internacional porque su origen ruso es un grave hándicap para ello, aunque apunta excelentes condiciones.

Demasiado cerca (Tesnota) tiene el sabor áspero de las historias manchadas de barro y pobreza, ésas de las que no cabe esperar muchos chistes y si regalan alguno, seguro que cae en el estómago como un caramelo envenenado. Un ritmo lento, un formato en 1:33, casi cuadrado, y unos colores apagados encierran a la protagonista, junto a su familia y a la tribu a la que pertenece, en un ambiente opresivo del que por mucho que lo intente parece que no podrá escapar. Sin embargo, lo que se convierte en una soga a la que se aferra Ilana para no ahogarse y el espectador para encontrar un alivio a tanta miseria, es el despliegue de dignidad y fortaleza que emerge de ella como si manara de sus entrañas, un comportamiento ejemplar, visto desde cualquier óptica geográfica y cultural, que le proporciona un aura de modernidad que envidiarían millones de mujeres del mundo supuestamente civilizado.

Darya Zhovner en Demasiado cerca (Tesnota). BTEAM Pictures

En medio de todo lo reseñado una secuencia golpea al espectador, no así a los personajes, con una contundencia capaz de derribar a un elefante. Aviso a navegantes: no es apta para todos los públicos, ni siquiera para todos los adultos. A mí me dejó tan hecho polvo como no recordaba yo otra desde que Saló o los 120 días de Sodoma me sumió en un estado catatónico; el poeta asesinado P.P. Pasolini no se apiadaba de nadie al retratar la crueldad humana y aún se quedó corto, como demostraron sus asesinos. Es una secuencia que plantea serias preguntas acerca del límite de lo representable en una pantalla, preguntas a las que no me atrevo a responder con firmeza, tal es su naturaleza controvertida. Se trata de un vídeo que muestra una ejecución real de unos soldados rusos a manos de unos fanáticos terroristas chechenos. Si alguien duda sobre el adjetivo que acabo de aplicar a los criminales, por encontrarse sumidos en una guerra, debo decir que sean cuales sean sus razones políticas lo que se ve y se escucha en la imagen no admite otro calificativo.

El vídeo con la deficiente calidad que permite el soporte en VHS se ve en un monitor de televisión de tubo, muy viejo y cochambroso pero lo que no ven los ojos lo aporta la imaginación horrorizada; ni siquiera serían necesarios los rótulos que traducen las palabras tanto de los matarifes como de la desventurada víctima, cualquiera puede imaginar el significado de las súplicas y el desprecio de los verdugos, estén dichas en checheno, en ruso o en latín. El vídeo, lo advierto, es espantoso y espantosamente real y no estoy seguro de si Kantemir Balagov no se arrepentirá en el futuro de haberlo incluido tal cual en la película, cuando supere la perspectiva que le da su corta edad. Él lo explica de este modo:

«Es un vídeo que mis amigos y yo conseguimos cuando teníamos alrededor de doce, trece años. Lo recuerdo muy claramente porque era la primera vez que me enfrentaba a la muerte y vi a alguien morir lentamente. Estábamos como hechizados, pegados a esas imágenes filmadas en ese momento, en 1998 en un pueblo de Daguestán. No estábamos llenos de sentimientos anti-rusos, no disfrutamos de esas imágenes, pero no podíamos quitarles los ojos de encima… Las reacciones de los personajes cuando miran esta cinta se inspiran en las reacciones de mis amigos y mías, todas muy diferentes».

De izda. a dcha. Artem Tsypin, Darya Zhovner y Kantemir Balagov en el Festival de Cannes. Instagram

Hechizados, pegados a esas imágenes… En Funny Games, la primera obra magistral que conocí del director austríaco, Michael Haneke ataca frontalmente a la capacidad mixtificadora de las artes visuales, capaces de transformar en fascinante espectáculo el horror y el sufrimiento humanos. Cuando el más cruel y refinado de los dos jóvenes agresores vuelve la mirada y se dirige al espectador, directo y sarcástico, para preguntarle si desea que vayan más lejos con la sesión de torturas, el director insinúa complacencia en el ojo del voyeur y le sitúa ante un dilema: debe admitir la insoportable atracción o por el contrario debe rechazar de plano contemplar la representación del sadismo en la pantalla. Michael Haneke toma la decisión en su lugar: «que siga el espectáculo».

Con la secuencia del VHS Demasiado cerca (Tesnota) adquiere de repente un color mucho más sombrío, tan siniestro que ya es imposible de olvidar durante el resto de la película. Haneke hace en su cine una exhibición de brutal violencia psicológica para combatir la noción de violencia física como componente libremente utilizado en un espectáculo insano. Me pregunto si todo lo que los seres in-humanos son capaces de hacer puede ser representado aunque fuera con coartadas morales, aunque se pretendiera provocar el rechazo hacia ello, aunque intentara azuzar la conciencia adormecida de las audiencias. ¿Es legítimo utilizar un vídeo que exhibe la infinita crueldad de la que somos capaces?

El humor limpia las telarañas

Después de deshojar margaritas y participar en polémicas en Francia sobre si una película es sólo aquello que se ve en un cine o si el universo Lumière contiene muchos otros planetas, la plataforma de televisión bajo demanda Netflix decidió que ya que presenta sus producciones cinematográficas en los festivales tampoco está mal, además de ponerlas en línea, llevarlas a estreno en los patios de butacas con pantalla grande, lo que permite entre otras cosas poder aspirar a la publicidad que conceden los Premios Goya.

Gorka Otxoa, Javier Cámara, Miren Ibarguren y Julián López en Fe de etarras. Netflix

En España, la primera experiencia lleva por título Fe de etarras, de la que hablé en este blog Plano Contrapicado con motivo del absurdo rifirrafe protagonizado por alguna asociación de la Guardia Civil a la que no le gustó nada la ironía colgada de una fachada en formato “megakingsize” como provocador material publicitario.

 

En aquel post, escrito antes de poder ver el filme de Borja Cobeaga, yo vaticinaba (perdón por la autocita) que “si Fe de etarras se acerca a los logros de Negociador todas las protestas habrán sido completamente injustificadas”. Pues desde hoy viernes puede verse también en salas, además de en su lugar predestinado, y puedo afirmar con conocimiento de causa que, en efecto, aquellas protestas no tenían ningún fundamento. No sólo porque estaban motivadas por una hipersensibilidad de los protestantes ante cualquier cosa que roce temas delicados, sino porque la reacción inmediata que se observa en ellos es una pulsión castradora (¡que se retire, que se prohíba, que les metan en la cárcel!) que revela un espíritu autoritario y ciego. Ciego, porque si juzgan la película con inteligencia comprobarán que los que salen malparados en ella son precisamente los terroristas y que la gente calificada como normal es el resto del mundo, “los españolazos”, en terminología etarra.

Borja Cobeaga y Diego San José (de pie) con el elenco de Fe de etarras. Foto: sansebastianfestival.com. Jorge Alvariño

Me apresuro a decir que quienes la vimos en mi casa nos partíamos de risa en no pocos momentos. Ésa es la virtud principal exigible a una comedia, a la que sólo hay que poner la condición de que no te haga sentir a cambio tonto del culo, como con frecuencia sucede en las comedias de humor zafio o elemental. Algunos de los diálogos que sostienen Javier Cámara, Gorka Otxoa, Miren Ibarguren y Julián López no dan tregua de puro descacharrantes que son, al borde mismo a veces y otras hundidos de lleno en el humor absurdo, como la disputa sobre las condiciones requeridas para ser considerado vasco (“si puedes fichar por el Athletic, entonces sí”) o la clasificación de excelencia de las organizaciones terroristas que se enseñorean en el mundo (“el IRA es el nivel top y ETA está un poquito por debajo; de Al Quaeda ni me hables… tú pones un Ramadán en ETA y se borra la mitad de los militantes”).

Para Ramón Barea queda el personaje más serio, el dirigente de la banda cuya llamada telefónica esperan los cuatro encerrados en un piso franco y asediados por una multitud de aficionados a la selección española que crecen en número a medida que el equipo va superando eliminatorias y se encamina hacia la final del mundial que terminó ganando en 2010, «¿cómo va a ganar el mundial la selección española?», dice el incrédulo etarra que sostiene Javier Cámara con su acreditada vis cómica. ¿He dejado escrito alguna vez en este blog la categoría actoral de Javier Cámara? Sí, creo que sí, pero no me canso de repetirlo en cada nueva ocasión que se pone a tiro. A este tipo que balancea la cobardía, la cerrazón mental hasta un nivel inverosímil y la iniquidad de sus métodos y objetivos, Javier Cámara es capaz de infundirle ternura con un simple movimiento de ojos y cejas. Su repertorio gestual es tan rico que le permite zambullirse en escenas de comedia bufa y saltar al drama en un santiamén. ¡Javier Cámara le da un valor añadido a cualquier película con su simple presencia.

Los otros personajes se disputan el trono del patetismo y plantean idéntico agudo ejercicio artístico a los actores: son desalmados pero incurren en el ridículo a la primera de cambio. Mantener el tipo sin deslizarse a la caricatura de trazo grueso y a la vez provocar la carcajada, o dicho de otro modo, mostrar la cara humana sin desmentir la cara de payaso, es una tarea que bordan sin estridencias. Ahí se mueven cómodamente Gorka Otxoa y Miren Ibarguren, una pareja que no es pareja, o que no sabe si lo es del todo; su seriedad inicial resiste los embates de situaciones tan rijosas como la tronchante partida de Trivial. Julián López en su risible papel de okupa albaceteño con insólita vocación de etarra establece el punto límite con el sainete. Sujetarse para no derivar Fe de etarras hacia el terreno dramático ocupado por Ocho apellidos vascos es su principal tarea y cumple bien con ella.

Javier Cámara y Julián López en Fe de etarras. Netflix

Borja Cobeaga firma como director y Diego San José le acompaña en la escritura de guión, como llevan haciendo desde los tiempos del programa Vaya semanita, de la televisión autonómica vasca ETB, y como hicieron en Negociador (2015), que se deslizaba con habilidad y precaución sobre idénticas arenas movedizas, el magma político etarra y las infructuosas negociaciones de paz entre la banda y Jesús Eguiguren, emisario del gobierno de Felipe González. Negociador cultivaba unas hierbas de matices más sutiles y amargos que Fe de etarras, hervidas a fuego lento y con un punto de cocción más afinado. Era una gran película contenida en un envoltorio pequeño.

Por desgracia la ETB había desdeñado antes el proyecto de convertir en serie un piloto que prometía carcajadas a buen ritmo en diciembre de 2014, protagonizado por Carlos Areces, que prestaba su habilidad cómica a un Consejero del Gobierno vasco arribista y chapuzas que se postulaba como intermediario para conseguir la entrega de las armas de ETA, Aúpa Josu. Al parecer los datos de audiencia de un 10,2 de cuota de pantalla y casi 300.000 espectadores no bastaron para compensar la ración de quinina anti-estupidez política, que prometía, según Cobeaga, una “mirada de humor realista y melancólico, bajonero” a la política de Euskadi.

Aupa Josu from Aránzazu Calleja on Vimeo.

No es que Fe de etarras brille por su puesta en escena, sencilla, utilitaria, tal vez algo plana que lo fía todo a la eficacia de sus intérpretes y la chispa de los diálogos. En el tramo final uno tiene la sensación de apresuramiento y corte abrupto en el desenlace, más propio del pulso de una serie televisiva que de un trabajo cinematográfico más elaborado. Ello vierte un chorrito de agua en el vino que, sin ser gran reserva, deja un sabor dulce a pesar de todo y un agradecido calorcito en el cuerpo –un crianza, vaya- el bienestar que procura la risa, siempre tan necesaria y balsámica.

Victoria Abril, Islandia, Kormákur

En una entrevista con Victoria Abril realizada el 3 de julio de 2002 para el programa Cartelera de TVE, la actriz se mostraba encantada durante la promoción de la película 101 Reikiavik, de la que era protagonista, una coproducción Islandia-Dinamarca-Francia-Noruega-Alemania dirigida por Baltasar Kormákur que adaptaba la novela homónima de Hallgrímur Helgason. El agradecimiento de Victoria Abril por el trato recibido de parte del equipo islandés era infinito porque según decía enfáticamente “cada día me preguntaban ¿a qué hora quieres rodar mañana? ¡todos los días!”.

Era el debut de Kormákur y lo hacía con una comedia de tintes negros en la que el personaje de Victoria Abril se llamaba Lola –para qué vamos a ir más lejos a buscar un nombre- e impartía clases de flamenco en la ciudad del título.

Victoria Abril durante la entrevista de promoción de 101 Reikiavik para Cartelera, TVE

En primera instancia 101 Reikiavik era una especie de tratado sobre el aburrimiento juvenil, la falta de perspectivas profesionales o laborales y el escaso entusiasmo de los jóvenes por encontrar trabajo, pero después levantaba acta de la perplejidad que provocan los cambios de identidad sexual. Lola tenía un joven amante pero se enamoraba de la madre de éste, con quien concebía la idea de tener un hijo con la intermediación de otro hombre. El embrollo lo resumía el chaval delante de la incubadora con estas palabras: “Nuestro niño. Lola será su madre y mi madre será su padre, y yo su hermano y su padre, y el  hijo de su padre, y el ex amante de su madre. ¿Qué va a ser de él?”

Kormákur había rodado todo excepto las escenas de Lola, a la espera de convencer a Victoria Abril de que aceptara participar en su película. Ante semejante prueba “de amor”, que es como ella lo llamó, nuestra pizpireta y grandísima actriz –lamentablemente muy olvidada por nuestros pagos desde hace años- no pudo resistirse y aceptó embarcarse en aquel proyecto para el país nórdico. No es extraño que volviera cantando maravillas y diciendo: “Si algún día perdemos la Tierra os aconsejo ir allí para ver cómo era el Paraíso!”

Siguiendo el camino trazado por otras muchas obras literarias y cinematográficas, sin embargo, Kormákur contribuye a desarmar ese mito de la sociedad pluscuamperfecta, de ese Valhalla donde Odin no necesita de policías ni cárceles para mantener a raya a los vikingos que combaten los rigores del frío y la serenidad inducida por el exceso de calma (aquí decimos aburrimiento) con alcoholes u otras sustancias en su última película, que se estrena hoy, Medidas extremas.

Aparte de 101 Reikiavik, de Kormákur yo sólo conocía Everest, su penúltima película, y debo decir que contra pronóstico me pareció bastante notable y me atrevo a recomendarla, aunque si son ustedes muy conocedores del alpinismo quizás encuentren pegas que yo no aprecié. Pese a ser un drama previsible y convencional, pero no por ello aburrido, inspirado en hechos reales en el curso de un intento por conquistar el pico más alto del mundo, vista en 3D Everest es una gozada para los amantes de la montaña. Uno se pregunta todo el tiempo cómo es posible que estén tan perfectamente fusionadas las imágenes del Himalaya y los planos rodados por los actores profesionales, entre los cuales encontramos a Jason Clarke, Josh Brolin, JakeGyllenhaal, Keira Knightley, Sam Worthington, Robin Wright o Emily Watson.

La película tiene un estilo documental, como si lo hubiera realizado el equipo del programa de TVE Al filo de lo imposible, excluidas las tramas familiares paralelas, la mujer que está a punto de dar a luz o la que se moviliza para enviar un helicóptero a recoger a su marido. Más allá de esas cartas, correctamente jugadas por Kormákur sin pasarse de la raya en lo melodramático, el resto del metraje reproduce con precisión todo el proceso de conquista del Everest y cómo éste se cobra un importante peaje con las muertes de unos cuantos expedicionarios. Quienes nunca estuvimos a esas alturas nos preguntamos si lo que se ve desde la cumbre es realista o no, pero nos resulta impagable la sensación de haber llegado hasta allí.

Con Medidas extremas Kormákur vuelve a Islandia para orquestar un drama paternofilial envuelto en una factura de thriller. El planteamiento básico es muy evidente desde el primer momento: una familia de bastante nivel económico debe hacer frente al hecho incontestable de que la hija ha dejado de ser adolescente porque ha cumplido la mayoría de edad y ya no responde a las órdenes de su padre. Subrayo la autoridad masculina porque la madre no pinta nada por dos razones: la primera, que en realidad no es su madre biológica, sino la segunda mujer de su padre; la segunda, que el director la ignora durante toda la película, no le concede ningún papel que no sea decorativo y ni siquiera ofrece alguna escena en la que el matrimonio comente la oscura deriva que adquieren los acontecimientos a medida que avanza la película.

Así las cosas, rápidamente nos encontramos ante un lugar muy común: la hija tiene un novio cuyo aspecto y conductas levantan las sospechas de papá, lo cual le provoca un indisimulado desagrado. Cuando comienzan a surgir los problemas papá no tiene ninguna duda de quién es el verdadero culpable. Y acierta a medias, porque la niña –que reclama su independencia para vivir la vida como le venga en gana, acudiendo a casa para pedir ayuda si la necesita- tiene una dependencia emocional y de otro tipo de las que no quiere liberarse.

Kormákur envuelve este conflicto no demasiado original ni estimulante en un desarrollo de caso criminal en el que por un lado censura la ineficacia de un sistema judicial y policial garantista y por el otro plantea un dilema en el corazón del relato, la consabida cuestión del peligro de tomarse la justicia por la mano y su dudosa justificación moral. En este aspecto, que adquiere más relevancia porque los elementos de suspense son muy limitados, es donde Kormákur consigue mayor interés para su película.

La realización juega las cartas acostumbradas en la cinematografía nórdica para dar una textura sombría a la historia, la fotografía gris, los paisajes nevados y ambientes fríos, planos aéreos de grandes espacios solitarios, que contrastan con la sensación de control dentro de las paredes del hospital en el que el protagonista, por cierto, interpretado por el propio Kormákur, ejerce su oficio de reputado cirujano. Control de los mecanismos físicos, o materiales, frente a descontrol de los psicológicos y morales; lo que a su vez se traduce en un diagnóstico social de aquel país no tan luminoso como tendíamos a pensar antes de la crisis de 2008. El talón de Aquiles de la trama radica en que el chantaje que el cirujano pretende esquivar se apoya en una supuesta banda criminal cuya existencia es tan etérea e inconsistente como el cuelgue de su hija con el maleante del novio que ha elegido para enamorarse.

Baltasar Kormákur en un plano de Medidas extremas. A Contracorriente

Pérez-Reverte no tiene suerte

Me confieso lector habitual de las novelas de Arturo Pérez-Reverte. Lo digo porque el nombre de este escritor es sinónimo de polémica, que él cultiva con el mismo entusiasmo con que le atacan quienes no le soportan, no sé si tantos como seguidores tiene en Twitter, más de un millón novecientos mil, que no son moco de pavo. Es uno de los autores con mayor éxito de ventas en España y en el extranjero y ése es un buen motivo para concitar tanta atención, que es la manera elegante que se me ocurre para no decir envidias. Además acostumbra a pisar todos los charcos sin miedo a que le partan la cara, dialécticamente, claro. Y sé por lo tanto que me expongo a caer en el punto de mira de sus odiadores, lo cual, si sucede, lo tomaré por un honor.

Me gustan sus dos últimas novelas, Falcó y Eva, ambientadas en plena guerra civil española, a las que auguro un futuro cinematográfico si el curso comercial de Oro no lo desaconseja. El protagonista que da nombre al título tiene las características acostumbradas en Reverte, el típico héroe canalla de buen corazón y conductas amorales, chulesco, autosuficiente, capaz de matar con absoluta frialdad y en otro momento demostrar sentimientos humanitarios, un espía dotado con habilidades deductivas y artes marciales que podría encajar en el traje de James Bond, por su cuidado indumentario, por sus exquisitas maneras, por su educación cosmopolita, su irresistible atractivo para las féminas y su frialdad en situaciones apuradas a prueba de bombas. Un gran personaje evadido de las cloacas de la novela negra para trabajar al servicio del ejército sublevado contra la República que mantiene un interesante affaire sexual/amoroso con una espía roja. ¡Qué gran vasallo sería si tuviera un buen señor! ¡Qué gran historia para el cine si hubiera quien acertara con su adaptación! ¿Tal vez Enrique Urbizu?

Pérez Reverte tiene un estilo literario y narrativo muy apto para la traslación de sus novelas al cine y eso explica que sean tantas las veces en que criaturas suyas han adquirido la apariencia de actores de carne y hueso y también, por desgracia, que sus historias hayan perdido el oremus en manos de directores de cine tan alejados entre sí como Roman Polanski o Gerardo Herrero. No tiene suerte con esas incursiones en la pantalla grande. No resulta fácil desentrañar dónde reside la clave de por qué ha sucedido tal cosa, pero lo cierto es que ni los citados (que dirigieron La novena puerta y Territorio comanche) ni Pedro Olea (El maestro de esgrima), Jim McBride (La tabla de Flandes), Enrique Urbizu (que no estuvo muy acertado con Cachito), Manuel Palacios (Gitano), Imanol Uribe (La carta esférica) o Agustín Díaz Yanes (Alatriste), sin mencionar las series para Antena 3 Camino de Santiago y Quart, el hombre de Roma, o las dos versiones televisivas de La reina del sur, han conseguido entregar una cinta que pase de lo aceptable a partir de alguna obra de Pérez Reverte o de algún guion directamente escrito por él.

Tal vez sean las aventuras de capa y espada a las que prestaba su carisma Viggo Mortensen, ese capitán al servicio del rey Felipe IV de España durante la Guerra de los Treinta años, en el siglo XVII, lo más apreciable en resultados estéticos de todos los intentos citados, aunque es dudoso que consiguiera recuperar el presupuesto de 24 millones de euros, el segundo más elevado de siempre en el cine español. La amistad entre el escritor y el director, Agustín Díaz Yanes, así como el acentuado gusto de ambos por la Historia, han vuelto a propiciar, once años después, la puesta en pie de otro costoso proyecto, el titulado Oro.

Para llevar a la selva amazónica a una expedición de conquistadores en busca de El Dorado, la mítica ciudad que el hambre, la miseria y la desbordante imaginación de aquellos desharrapados creía erigida en el precioso metal, Díaz Yanes ha partido de un relato no publicado de Pérez-Reverte, un guion firmado por ambos que contrae una deuda relevante en términos argumentales con la novela de Ramón J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, publicada en 1964, pues las situaciones básicas son muy semejantes a las de la expedición al Amazonas organizada por Pedro de Ursúa y la posterior rebelión de Lope de Aguirre. Desarrollo con pequeñas variaciones e idénticas motivaciones a las de los hombres que tanto Werner Herzog como Carlos Saura enviaron a las mismas tierras persiguiendo la misma quimera en Aguirre, la cólera de Dios (1972) y El Dorado (1988), otra gran superproducción de la época, por cierto, que costó 1.000 millones de pesetas. Lo que ha escrito Pérez-Reverte no se distingue por su originalidad. En este caso las comparaciones son odiosas porque volver sobre una historia ya contada (dos veces) exige aportar algo diferencial que la mejore y –lo lamento- no es el caso.

La película pretende describir la enloquecida aventura de una partida de conquistadores españoles en busca de el Dorado, que inicialmente al servicio del Rey de España, intentan sobrevivir en la selva a base de asesinar a todos los indios con los que se tropiezan y terminan masacrándose entre ellos mismos, hasta que sólo  quedan dos para dar testimonio de que los tejados y las paredes de oro de El Dorado son solo una quimera. La selva amazónica, que debería ser el más grande y primer personaje, asfixiante, opresivo, determinante de las dinámicas autodestructivas que laminan a los soldados, carece de ese punto de agresividad que uno esperaba descubrir, es un espacio bellamente fotografiado, pero apenas un lugar de paso relativamente holgado. Ni los caimanes que no se ven, ni las arenas movedizas, las lluvias o los accidentes climáticos poseen la más mínima capacidad de conmovernos.

Oro cuenta con un buen reparto, un grupo de excelentes actores que no consiguen por sí solos mantener el interés de una historia desfalleciente, a pesar de una violencia extrema descrita de un modo que termina por parecer rutinaria. Pero es necesario mencionarlos porque todo lo bueno que tiene el filme se relaciona antes que nada con ellos, sus rostros feroces, sus voces trabajadas: Raúl Arévalo y Óscar Jaenada mantienen un duelo viril que desprende destellos de autenticidad; José Coronado, por el contrario, no está a la altura de sus mejores trabajos (a las órdenes de Urbizu) por indefinición; Antonio Dechent, José Manuel Cervino, Luis Callejo, Juan José Ballesta, Andrés Gertrúdix, Diego París, lidian con las escasas posibilidades que tienen; el personaje de Bárbara Lennie, la dama deseada por la soldadesca y motivo de disputas en la expedición no consigue transmitir la pasión febril que se supone ha de inocular en aquellos hombres; Anna Castillo y Juan Carlos Aduviri se esfuerzan por evitar la caricatura de criada de la dama y de indio sabelotodo que guía a través de la espesura de la selva dejando caer frases tan poco naturales como: “¿están lejos? No están lejos, están aquí”. Juan Diego, que lleva los últimos años iluminado por las musas en los papeles que ha interpretado, tiene que sostener en esta ocasión a un individuo que bordea involuntariamente la comicidad. Está a muchas leguas del Juan Diego que nos deslumbra en No sé decir adiós.

Raúl Arévalo, Bárbara Lennie y Óscar Jaenada en Oro. Sony Pictures España

Díaz-Yanes cuenta con un guion poco original, ya lo he señalado, y su capacidad para ponerlo en escena se muestra muy limitada y en ocasiones francamente torpe. Véase, a modo de ejemplo, cuando una serpiente muerde a un personaje: la vemos un instante y acto seguido desaparece de la escena porque nadie se ocupa de ella, el resto de los personajes se queda mirando y la serpiente podría dedicarse a morder a otros incautos. Algo similar sucede cuando dos hombres intervienen en el curso de una pelea para inclinar la suerte del lado de uno de los contendientes de tal manera que uno se pregunta por qué no han intervenido antes. También es reveladora de esa torpeza la secuencia en la que el sargento (José Coronado) recibe el impacto de una flecha perdida  cuando se encuentra en un pequeño grupo, agazapado mientras observa pelear entre sí a unos indios, a los que vemos corretear a través de un agujero entre las ramas. La escena carece por completo de verosimilitud y, peor aún, de dramatismo, a pesar de las consecuencias que tiene. En otra toma un movimiento de cámara desde un plano general de la selva nos permite descubrir a una iguana colocada en primer término; ni National Geographic lo hubiera planificado de una manera tan elemental y decorativa. Algunas situaciones son difíciles de creer, como la reunión de la dama con el soldado que la pretende a espaldas del señor que se la ha quedado en propiedad, pues no otra cosa cabe decir de las brutales normas impuestas por quien detentaba el poder.

José Coronado y Raúl Arévalo en Oro. Sony Pictures España

Son algunos ejemplos tomados al azar de mi memoria indicadores del rastro de falta de inspiración que debilita esta producción de Atresmedia, que sigue el patrón de las que la preceden en la política cinematográfica de esta corporación (como en la de su competencia, Mediaset): una operación publicitaria de altos vuelos, apoyada en los rostros y prestigio de un buen grupo de intérpretes, con un “look” de solvencia técnica y una solidez global mucho más aparente que real porque en la historia y en la realización se encuentran los pies de barro.

 

Los animales tienen alma

Los animales encuentran refugio cinematográfico en el género documental. Y éste, a su vez, suele acogerse al calor de una cadena de televisión, La 2 de Televisión Española, donde acaricia los oídos somnolientos de quienes pueden permitirse una siestecita en el mullido sofá de sus casas. “Los documentales de La 2”, esa institución que si no existiera habría que inventarla porque ofrecen una coartada cultural al páramo televisivo privado y son el último resquicio de televisión pública que aún resiste a la demolición planificada por el gobierno del PP.

Pero a veces los animales saltan de la pequeña a la gran pantalla y del género en el que son fuertes al de la ficción, que no siempre les ha tratado muy bien. El oficio que con más frecuencia les ha sido reservado es el de amenaza para los humanos: King Kong, Tiburón, los dinosaurios del Parque Jurásico, Anaconda u otras especies. Todos los citados, por fortuna, fueron creados artificialmente y ningún animal sufrió para meterse en el papel.

Aunque también han sido numerosos los pacíficos compañeros, fueran éstos niños, adultos o ambos a la vez. Aquí la lista podría ser extensa: la mona Cheetah, inseparable de Tarzan, el perro Rin Tin Tin o la perra Lassie, la ballena Willie…

Los niños, claro, siempre estuvieron desprotegidos ante las conservadoras ideas educativas, no siempre muy presentables, de un tal Walt Disney con sus dálmatas, su Dumbo, su Rey León, etc. Pero mucho peor que eso, los niños y sus papás han sido ignorantes del sufrimiento de los simpáticos animalitos de carne y hueso protagonistas de otras historias que tanta gracia les hacían, desde Babe el cerdito valiente hasta el legendario delfín Flipper.

Dicen las malas lenguas que muchos cochinillos tuvieron que ser sacrificados durante el rodaje de Babe. Y respecto a Flipper, Richard O’Barry comentó el gran trauma que supuso para él ver cómo el delfín llamado Cathy, del que era adiestrador, moría en sus brazos por el procedimiento de dejar de respirar voluntariamente (cosa que en efecto los cetáceos pueden hacer, a diferencia de los humanos). El suicidio del inteligente animal lo atribuyó a los padecimientos que soportó hasta convertirse en estrella de la televisión, de los que O’Barry se sentía responsable (aunque para encarnar el personaje de Flipper no sólo se utilizó un delfín sino cinco). O’Barry decidió convertirse en militante defensor de los derechos de los delfines y su historia se cuenta en una apasionante película titulada The Cove realizada en 2009 por Louie Psihoyos, que entre otros muchos premios ganó un Oscar al Mejor Documental. Psihoyos y O’Barry denunciaban las matanzas sistemáticas de estos animales en Taiji, Wakayama, Japón.

También hay documentales más luminosos, aunque no menos dramáticos, por motivos bien distintos, que The Cove. Me estoy refiriendo a una de las películas de no ficción más emocionantes que yo recuerdo haber visto nunca con animales de la jungla por protagonistas: The Last Lions, producido por National Geographic y dirigido por Dereck Joubert en 2011. Cuenta la lucha por la supervivencia de una leona y sus cachorros con tal habilidad narrativa y tal dominio del suspense y de la puesta en escena que se diría que los felinos eran actores perfectamente aleccionados para ubicarse en el encuadre, cosa que, naturalmente, no era cierta, pues el registro de imagen es estrictamente documental. Recuerdo una secuencia con un cachorrito arrastrándose herido que casi me hizo saltar las lágrimas de emoción. La recomiendo encarecidamente.

Hoy se estrena en España una película en la que los animales son en cierto modo protagonistas no acreditados. Su título, Spoor (El rastro) y su directora, la veterana Agniezska Holland. Y a pesar de que narra una historia con tintes oscuros, de crímenes en un medio rural, en los Sudetes polacos, creo que gustará a los amantes de los animales, aunque no verán en la publicidad que se haga mención a este aspecto de la misma porque se trata de un thriller cuyo interés aparente se aleja de él.

Una actriz para mí desconocida, Agniezska Mandat-Grabka, que recibió la recompensa a su excelente trabajo en el festival de Valladolid en forma de Espiga de Oro (ex aequo con Laetitia Dosch, por Jeune Femme), interpreta a una entrañable, bastante excéntrica y solitaria ardiente defensora del reino animal, comenzando por sus dos perros, la única familia que se le conoce.

Conmueve ver a la señora Duszejco buscarlos el día en que no aparecen como de costumbre correteando en su casa en el campo. Emociona verla enfrentarse a los cazadores que organizan grandes batidas para exterminar a la fauna salvaje. Nos ponemos a su lado cuando acude infructuosamente a la policía para denunciar a un vecino que mató a un joven jabalí, al que ella se abrazaba compungida e impotente mientras la fiera agonizaba. Podríamos abofetear en su nombre al cura que con absoluta insensibilidad e ignorancia le dice que su dios prohíbe matar pero sólo se refiere a las personas y no a los animales, porque ésos no tienen alma y por tanto no se salvarán.

Por las imágenes de Spoor (El rastro) se cuelan muchos animales, perros, jabalíes, corzos, zorros, hurones, pájaros que yo no identifico, mientras se va sucediendo una serie de crímenes que la policía, un tanto despreocupadamente, debe investigar. A veces observamos a través de la mirada de los animales el absurdo y desquiciado mundo de los humanos. Holland los fotografía agazapados entre las ramas de los árboles o la maleza del bosque, deja entrever su miedo, o les permite huir aterrados ante las detonaciones que escupen las escopetas de los asesinos, que es lo que la señora Duszejco llama a los que posan ufanos ante su cosecha de cadáveres de cuadrúpedos inocentes. Y vemos toda la compasión hacia esas víctimas de la crueldad humana –algunos lo llaman deporte- no sólo en la manera con que la señora Duszejco intenta protegerlas sino en el modo en que la realizadora pone el foco tanto en la mujer como en esos animales, desdeñando un tanto la trama policial, que resulta coja.

Es cierto que como thriller Spoor (El rastro) no satisfará demasiado a quienes se interesen particularmente por los mecanismos narrativos del género, la investigación, el suspense y el enigma sobre el autor de las muertes de los cazadores, porque en el fondo la realizadora tampoco parece demasiado interesada en él. El relato adquiere más densidad en el esbozo de un retrato colectivo, de una sociedad cerrada, atrasada, insensible y estúpida, y de una atmósfera viciada que en el de los personajes que cobran más presencia y cercanía, a excepción hecha de la protagonista. De lejos, la tontuna de algunos bípedos y sus ridículas maneras de morir nos recuerda al horizonte Fargo de los Coen, eso sí, trasladados al paisaje polaco, su idioma, su tipología y mentalidad.

La pregunta que yo le hubiera hecho a Holland de haber tenido ocasión es si puede aplicarse en este caso el viejo rótulo de “Ningún animal sufrió daños durante el rodaje”, lo que a menudo es completamente falso, o si los animales que son sacrificados en escena lo son también en la realidad. Me apostaría el bigote a que la respuesta no me iba a agradar. Y entonces me pregunto: ¿es legítimo denunciar en una película el maltrato animal maltratando a animales? ¿Es tolerable esa contradicción? ¿Ustedes qué opinan?

Fanáticos contra Isabel Coixet

En un post reciente, titulado Algunos videos los carga el diablo, intentaba este cronista defender a Anna Maruny, una actriz que estaba recibiendo palos hasta en el carnet de identidad por haber participado en una desdichada pieza propagandística puesta en circulación por los partidarios de la independencia de Cataluña. El video era en mi opinión infame pero la actriz oficiaba de actriz y por tanto las críticas debían ser dirigidas a los responsables de aquél, no a ella. Tonterías, pensaron muchos, muchísimos, una legión, ella se lo había buscado. Me quejé entonces de no haber visto una reacción proporcionada de la profesión, de sus compañeros, salvo un par de ellos, en su defensa.

A Isabel Coixet, la directora catalana, española y universal, le había pasado algo parecido, pero esta vez los golpes le llovían del lado contrario. Y eran más graves y dolorosos. No sólo se limitaban al acoso en las redes sino que hasta su familia, su madre, ha tenido que sufrir los insultos, las pintadas, etc, el habitual despliegue de desprecio orquestado que durante tanto tiempo hemos visto en Euskadi en los años de plomo de ETA, que creíamos impropio de la civilizada Cataluña. Qué ingenuos éramos; la civilización de un territorio o de la comunidad que lo habita no vacunan contra el virus del nacionalismo excluyente y cuando se dan las condiciones favorables la infección puede extenderse como una epidemia letal.

Isabel Coixet presenta La librería durante la SEMINCI. Javier Álvarez-EPV-EFE

Isabel forma parte valiosa del patrimonio cultural catalán, y por tanto español, mal que les pese a quienes le niegan el pan y la sal porque no comulga con ese sentimiento egoísta y fanático. No hay derecho a que haya tenido que defenderse  casi en solitario de las descalificaciones a las que ha sido sometida con lindezas del tipo “fascista” y otras cositas semejantes por dejar por escrito algunas reflexiones, como la necesidad de “tender puentes, de centrarnos en las cosas que tenemos en común, de solventar las diferencias y las injusticias con auténtica y genuina voluntad de diálogo, de enfrentarnos juntos, todos los europeos en un marco federal, sin distinciones de pasaportes, a los desafíos de un mundo descabezado, convulso, ardiente, complejo y terrible”. Ojalá me equivoque y me haya pasado desapercibido pero ¿ha habido algún pronunciamiento de la Academia de Cine de Cataluña, o de la Española ofreciendo amparo, protección y cariño a Isabel Coixet por las barbaridades que ha tenido que escuchar? Con mucho gusto rectificaré si descubro que estoy mal informado, pero me temo lo peor.

Dada la inflación informativa con las peripecias del president y sus consellers más fieles, o más cobardes, fugados, todas las portadas y programas de radio y televisión dedicados día sí, día también, a este interminable procés, las historias particulares, como las de Maruny y Coixet (sin intentar establecer paralelismos forzados) pasan a un limbo en el que dejan de ser noticia, pero ello no significa que el sufrimiento haya desaparecido. Me lo preguntaba cuando veía los esfuerzos de Isabel en centrarse en hablar de su última película, La librería, en el festival de Valladolid, sin poder evitar tener que referirse a la pesadilla nacionalista: “Me afecta mucho todo, también a la salud. Tengo ataques de angustia, pero no soy la única. En este momento, hay mucha gente en un estado de angustia y tristeza muy profunda, en un estado de incertidumbre. Es muy difícil vivir así la vida cotidiana”.

Isabel Coixet y Bill Nighy en la SEMINCI. R-GARCIA-EFE

Triste testimonio que nos habla de los tiempos de intransigencia, de la falta de respeto a las opiniones disidentes, que vivimos. Tiempos en los que si no comulgas con las ideas supuestamente mayoritarias te asaetean en las redes sociales no con argumentos sino con palabras de grueso calibre, con insultos, en realidad. Para muestra uno tiene algunos comentarios recibidos en algunos posts de este mismo blog. Por fortuna, también hay personalidades respetadas dispuestas a ofrecer su hombro a quienes lo merecen que compensan las infamias, como la de Álex Grijelmo en este diario en su carta abierta a Isabel Coixet.

Como La librería se estrena el próximo día 10 vale la pena dejar consignado que esta adaptación literaria del libro homónimo de Penelope Fitzgerald ha ganado el premio a la mejor adaptación literaria en la Feria del Libro de Frankfurt. El filme cuenta con un reparto cuyos integrantes te permiten paladear las palabras: la actriz inglesa Emily Mortimer, la norteamericana Patricia Clarkson y el británico Bill Nighy.

Todos ellos ponen la alfombra de una historia que fascinó a la directora catalana porque rescata, antes de su desaparición, ese mundo en extinción que son los libros de papel y las librerías de viejo, templos en los que se huele el polvo acumulado sobre los anaqueles. A Coixet le encanta el tacto de los lomos encuadernados, el diseño de los títulos sobre las portadas, el silencio religioso que reina en esos espacios. La librería es un canto de amor a todo eso y tiene un aire de despedida, de testimonio sentimental de que hubo un tiempo en que leer libros significaba entrar allí, mirar, tocar, hojear y comprar algún ejemplar, o encargar otros no presentes.

La película no se limita a eso, claro, porque sería excesivamente leve la materia para dar densidad al relato, y le añade la crítica a una clase y unos modos y mentalidades sociales muy reaccionarios. Cuando alguien tiene un sueño, otro tiene que oponerse a él para establecer un antagonismo sin el cual no habría conflicto ni habría historia que contar.

Emily Mortimer encarna a la viuda Florence Green que debe enfrentarse a las fuerzas vivas de la ciudad encabezadas por la señora Gamart, para poder llevar a cabo su ilusión de levantar y mantener el negocio de una librería en la pequeña población costera de Hardborough, Suffolk. Esta buena mujer, empeñada en fundar un centro de arte en la Casa antigua, en la que Florence ha plantado su negocio, está interpretada por Patricia Clarkson, la actriz norteamericana con la que Isabel Coixet ha contado por tercera vez, y tiene el perfil característico de mujer intrigante y pérfida que le hace la vida imposible a la protagonista, más por maldad pura y dura que por otros motivos más justificados.

Isabel Coixet dirige a Emily Mortimer en La librería. A Contracorriente

Florence cuenta con dos aliados para mantenerse en su amor por los libros, desmesuradamente expresado en las 250 copias que pide de Lolita, en cifra incomprensible dadas las inexistentes ventas que lleva a cabo en una localidad que apenas tiene un único lector o aficionado a la lectura. Los dos aliados son la niña Christine (Honor Kneafsey), que trabaja como ayudante en la librería y el señor Brundish, un misántropo que vive recluido en un caserón plantado en lo alto de una colina, con el que establece una conexión espiritual lamentablemente demasiado tardía. Bill Nighy le da a este personaje el aire aristocrático, flemático pero enérgico, que los grandes actores británicos saben dar.

La vida transcurre sin demasiados sobresaltos a lo largo de la película hasta que todo se precipita al final, con lo que buena parte oscila entre el preciosismo de la imagen, la cadencia del inglés pronunciado con delectación y los gestos de hipocresía de los que se oponen a Florence, una falta general de tensión que afecta al ritmo y a la historia en sí misma, sólo agitada en la fase del desenlace. No es el cine más logrado de Coixet; la frialdad de la sociedad británica se refleja en el modo narrativo, como sucedía en Nadie quiere la noche (2015); tampoco tiene el sentido del humor de Aprendiendo a conducir (2014), sus dos últimos largometrajes de ficción. Pero uno encuentra en él la sinceridad de una cineasta que ama a sus personajes y trata de infundirles su calor, su fuerza y su determinación por conseguir sus objetivos.

Patricia Clarkson y Bill Nighy en La librería

Ojalá Isabel Coixet no tuviera que hablar de política forzada por los malos modos que tanto se estilan. Ojalá pudiera limitarse a expresarse cuando le apeteciera, como una ciudadana más preocupada por las injusticias o las desigualdades, libremente, sin temor a ser criminalizada en su propia tierra. Ojalá cuando comparezca para hablar de sus películas nadie tenga que preguntarle más que por la materia con que las crea.

Dos ciervos enamorados

Hay un tipo de cine intimista que requiere para ser disfrutado un estado de ánimo especial facilitador de la comunión con el autor. Sin esa condición, en circunstancias muy diferentes, es posible que la película resultara francamente aburrida. En cuerpo y alma, séptimo largometraje de la húngara Ildikó Enyedi y primera que realiza después de 18 años, pertenece a esa categoría. El Jurado del Festival de Berlín evidentemente supo colocarse en la onda de la directora y debió de deleitarse con la manera en que el filme combina la delicadeza sentimental con la violencia ambiental en la que ubica la historia porque le premió con el Oso de Oro, enriqueciendo la fauna que aparece en él, ciervos, toros y vacas.

Ildikó Enyedi con su Oso de Oro en el festival de Berlín. EFE

Algunos cronistas destacaban la relativa inconsistencia de la trama secundaria que opera como telón de fondo de la principal, olvidando tal vez que aquella funciona como un “macguffin” de leves tintes surrealistas, y por tanto no debe de costar demasiado relativizar su importancia. En efecto, el robo de unos afrodisíacos, destinados al ganado, para su consumo en una fiesta entre los trabajadores del matadero provoca en ese centro de trabajo una investigación policial y psicológica que da lugar a un interrogatorio sobre la vida sexual de los empleados que podríamos calificar como mínimo de singular. No estoy seguro de si el sutil sentido del humor que se desliza en tales escenas ha sido aplicado deliberadamente por la directora Enyedi o es cosa mía, pero yo juraría que estar, está.

Telón de fondo, decía, que se superpone al acongojante destino de las bestias que viven enjauladas las últimas horas de vida antes de ser sacrificadas con metódica pulcritud y frialdad para ser convertidas en chuletas, solomillos y todo tipo de mercancías destinadas al consumo de las carnicerías. La mirada compasiva de Enyedi, aproximando la cámara a la tristeza en los ojos de los animales, nos permite sentir que no son cosas, sino seres vivos; no se aparta del crudo ritual de muerte que pone en escena, sin regodearse, pero también sin esquivar crueldad de la imagen. Algunos, como el arriba firmante, tuvieron que defenderse en algún momento cerrando los ojos. El absurdo comportamiento humano, diversión para los dioses, en rotundo contraste con el implacable mazazo de la muerte de unos inocentes a los que les negamos el alma. ¿Y si la tuvieran, como los replicantes de Blade Runner?

Alexandra Borbély y Morcsányi Géza en En cuerpo y alma. Karma Films

Y luego, o antes, o durante, o por encima está el feliz encuentro de dos seres solitarios (por cierto, magníficamente interpretados) que trabajan en el matadero, Maria (Alexandra Borbély) la supervisora de calidad de las reses, una joven fría y profesional que huye de todo roce con sus semejantes, y uno de sus jefes, Endre (Morcsányi Géza), un tipo cuanto menos tranquilo. Es una historia de amor que se abre paso contra los enormes obstáculos que se interponen: el espacio duro y hostil para desarrollar sentimientos en que ambos trabajan y sobre todo sus propias experiencias vitales: la incapacidad congénita de la chica, afectada del síndrome de Asperger, y el estado emocional, casi vacío, del hombre (cristalizado en la inutilidad de un brazo que con seguridad le cobra una factura psicológica) que le lleva a reconocer haber renunciado desde tiempo atrás a volver a buscar el calor de una mujer. Ella no ha renunciado al amor, simplemente ni lo conoce ni siquiera sabe lo que es el contacto físico.

Lo más hermoso de En cuerpo y alma, estrenada el viernes pasado, es la sensibilidad de la directora, sin caer en la cursilería y peligrosamente sin miedo a rozarla, con que establece un paralelismo entre las bellísimas imágenes de los ciervos en el bosque, supuesta materia onírica con la que ambos amantes elaboran sus sueños idénticos, y los deseos que van creciendo entre ellos. A semejanza de lo que en literatura dio en llamarse realismo mágico, tales sueños se sitúan en un espacio tan ambiguo que niega al espectador  elementos suficientes para despejar las dudas acerca de su veracidad. ¿Pero a quién le importa? Resta la delicada y emocionante construcción de un relato que no puede presumir de originalidad en cuanto al fondo pero sí de personalidad propia en el modo de contarlo.

Imagen onírica de En cuerpo y alma

 

El embrujo de Ricardo Darín

Dice Ricardo Darín de sí mismo que es “un mentiroso que siempre dice la verdad”. Yo no le creo del todo la segunda parte de la oración porque soy testigo de algún pecadillo de súper estrella y alguna pequeña trola para taparlo; nada grave, cosas veniales que conviven en el mismo tipo que, cara a cara, es un encantador de serpientes, alguien a quien le prestarías mil euros sin dudarlo un sólo instante, un buen tipo, buena gente, simpático y dicharachero, amigo de sus amigos y honorable y respetado para sus adversarios. Un tipo guapo para los que gusten de los tipos guapos, un triunfador, un tipo con suerte y sobre todo, y esto sí que lo digo sin pizca de ironía, uno de los mejores actores del mundo. Si Ricardo Darín se expusiera en la carnicería de Hollywood no sería carne de primera A, sería carne de categoría Extra. Espero que me perdone el símil bovino.

En San Sebastián Ricardo Darín recibió el Premio Donostia a toda su carrera y con las emociones y las prisas se olvidó de citar a su mamá en la lista de agradecimientos, aunque luego, con reflejos juveniles, volvió al estrado para rectificar; este hombre es que es un brujo y le aprovechan hasta los errores para caer aún mejor al respetable.

Los nombres de Darín, y de Mónica Bellucci, que cité el viernes, están en una zona de seguridad, pero el de la directora belga Agnès Varda con sus ochenta y nueve años de edad nos recuerda que los responsables del festival ya hace mucho tiempo que se olvidaron de aquel mal fario que durante algunas ediciones convirtió este reconocimiento en la convocatoria al entierro –real, no metafórico- del premiado. A decir verdad, la cosa queda muy atrás: Bette Davis en 1989 sobrevivió una semana al honor. Anthony Perkins en 1991, apenas un año. Lana Turner, poco más o menos en 1994. Por aquella época las viejas glorias debían de estar temblando ante la posibilidad de que les llamaran desde Donosti: no gracias, son ustedes muy amables, pero no me gusta viajar tan lejos, que me resfrío con facilidad y lo paso muy mal; ofrézcanle el premio a algún buen mozo, como Al Pacino. Dicho y hecho, se lo dieron en 1996 cuando aún no rozaba los sesenta, y aquí sigue dando guerra todavía.

Darín presentaba película, además de dejarse agasajar, concretamente una en la que encarna a un presidente de la República Argentina con más pliegues que la piel de un paquidermo, un individuo taimado que oculta su verdadera personalidad detrás de una confortable apariencia. Se trata de La cordillera, coproducción de Argentina, Francia y España, dirigida por el bonaerense Santiago Mitre.

Santiago Mitre introdujo su cámara en la Universidad de Buenos Aires con gran desparpajo y capacidad analítica volcada sobre unas elecciones a consejo universitario que convertía en espejo de cualquier tipo de elección presidencial en El estudiante. Fue una excelente disección de los mecanismos psicológicos que gobiernan al arribista, experto en camuflar su verdadera naturaleza detrás de hermosos principios y altisonantes declaraciones de idealismo. Un justificado Premio a Mejor película en el Festival de Gijón de 2013.

En El estudiante la materia política ocupaba todo el espacio básico de la trama y sobre ella se superponía la psicológica. En La cordillera, estrenada el viernes pasado, la materia política ve  disputada su importancia por la psicológica e incluso la parapsicológica. De la pequeña política universitaria, ecosistema fértil para el surgimiento de especímenes como los retratados, Mitre salta a la gran política. Y de un guion en el que se verbalizaban mucho los pensamientos, era una película “muy hablada”, pasa a otro que privilegia los silencios, las intenciones ocultas, el cinismo y las falsas apariencias, en virtud de un personaje de impresionantes dimensiones mefistofélicas, el presidente de la República Argentina con el que nos obsequia, con la acostumbrada apabullante maestría, Ricardo Darín en cada nueva película.

Entre El estudiante y La cordillera, Santiago Mitre abordaba también en Paulina (2015) la política en otro de sus estratos más pegados a la realidad ciudadana, a través de una joven abogada de izquierdas que decide emplearse como maestra rural y se ve impelida a conjugar su compromiso ético con el terrible drama que padece: la violación por parte de un grupo de alumnos indígenas y el dilema de si debe o no denunciarles, pues ello les expondría a las torturas de los aparatos del Estado.

Argumentalmente La cordillera se apoya sobre dos columnas: la asistencia del presidente argentino a una cumbre de mandatarios del continente sudamericano, cargada de decisiones cruciales, en un hotel chileno –una especie de Overloock Hotel que muta los fantasmas y el resplandor por intrigas policiales no menos pavorosas–  y el encuentro en ese lugar con su hija, que sufre ciertos desequilibrios emocionales.

Las maniobras políticas entre los países, el frágil equilibrio de poderes en la conferencia amenazado por la llegada de un emisario del gobierno de los Estados Unidos, las decisiones controvertidas y las tensiones que provocan son expuestas por Santiago Mitre con una mirada lúcida y dan lugar a secuencias excitantes de espléndidos diálogos dichos por estupendos actores, como el mejicano Daniel Giménez Cacho o el norteamericano Christian Slater, por ejemplo.

Por el contrario, la línea dramática introducida por la hija del presidente no está a la misma altura. El tratamiento de hipnosis que pone al descubierto lo que parece ser un secreto inconfesable de su padre sitúa al filme en una segunda dimensión de tonos irreales, proyecta una sombra de incertidumbres y ambigüedades que acentúa el perfil misterioso con que ya había sido descrito el presidente y lo desvía a un callejón sin salida, sobre el que no se puede ser más explícito para no destripar el misterio, que eso está muy mal visto.

Ricardo Darín en una escena de La cordillera. Warner Bros. Pictures

El retrato del presidente que compone Ricardo Darín es de una inteligencia mayúscula, tanto por el desempeño del actor como por el camino trazado por los guionistas, Mariano Llinás y el propio director, Santiago Mitre. El libreto le regala frases agudas, certeras y cargadas de intencionalidad a las que él saca partido con la contundencia de quien parece estar volcando en ellas sus pensamientos íntimos. Véanse las conversaciones con la periodista española (el personaje de Elena Anaya desaprovechado y dejado de lado de manera repentina), con el presidente mejicano o con el secretario de estado yanqui. Cuando no habla, Darín es capaz de modular un rostro que va de la dulzura impostada a la implacable firmeza negociadora de un canalla, pasando por la fragilidad de padre, compatible a su vez con los otros aspectos mucho más oscuros de su personalidad. Igual cuando dijo aquello de que era un mentiroso y sin embargo siempre decía la verdad era su personaje el que se expresaba por su boca.