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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de noviembre, 2017

¡No vuelvas a tocarla, Sam!

“Nadie es perfecto”, le contestaba con garbosa resignación  Joe E. Brown a Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco cuando éste le confesaba que era un hombre. Y esa misma frase debió de decirle Humphrey Bogart a Ingrid Bergman cuando ésta vio las calzas que le colocaban bajo los zapatos al galán si aparecían juntos de pie y unos cojines bajo el trasero si estaban sentados para compensar la diferencia entre su metro 73 cm de altura y el metro 75 que ella medía. Las crónicas no dicen si ambas estrellas se llevaban regular tirando a mal porque al macho le sentaban como a un Cristo dos pistolas esos apósitos y los consideraba humillantes, pero sí cuentan que entre ellos no había ni sombra del buen feeling que registraba el celuloide en cuanto se oía el ¡Corten!

Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, amor en la pantalla. Warner Bros

El caso es que del estreno de Casablanca en el Teatro Hollywood de Nueva York, aquella inmortal y ardiente historia de amor sacrificado en tiempos de guerra, de la Segunda Guerra Mundial para ser exactos, se cumplieron el domingo 26 nada menos que 75 años y ahí sigue tan lozana, consagrada como una de las más famosas de la Historia del cine y, si hacemos caso al American Film Institute (AFI), el romance más bello de todos los tiempos. Hacía unos meses que los aliados habían iniciado la campaña en África del Norte y el régimen colaboracionista francés sentía tambalearse su Protectorado. Aunque seguro que algunos funcionarios, como el inspector que interpreta Claude Reins, no sentían demasiada inquietud, acostumbrados a flotar como la mierda en las aguas putrefactas. Ese don de la oportunidad debió ser una de las causas de un éxito que nadie se esperaba ni harto de whiskie.

Reunidos en el bar de Rick en Casablanca. Warner Bros

A España llegó cuatro años más tarde, en 1946, ya que a la censura franquista no le hacía ninguna gracia el pasado del personaje de Bogart que se recordaba en la versión original como combatiente al lado de la República en la Guerra Civil española. Con la proverbial habilidad y sentido del humor surrealista que gastaban para desfacer ese tipo de entuertos, en la versión doblada se decía que “en 1938 luchó como pudo contra la anexión de Austria”. Tampoco ayudaba el marcado y lógico alineamiento de la película en favor de los aliados. Un acuerdo de colaboración cinematográfica entre España y Alemania en vigor de 1939 a 1945 garantizaba que la supuesta neutralidad del régimen de Franco se dejaría a un lado para velar por la buena imagen del ejército de Hitler. Don Manuel Augusto García Viñolas, a la sazón director general de Cinematografía, se lo comunicaba epistolarmente a los nazis en 1940: “He recibido la lista de películas, americanas, inglesas y francesas que considera Alemania ofensivas a su misión política. Tengo el gusto de notificar a usted que este Departamento adoptará todas las medidas a su alcance para que las películas cuya lista me comunica no tengan posibilidades de comercio cinematográfico”. Pero los tiempos evolucionaban una barbaridad y una vez derrotados los alemanes por fin se pudo ver en las principales pantallas españolas esta romántica y melodramática cinta con los arreglillos de diálogos que hemos señalado.

Fachada del Cine Callao de Madrid el día del estreno de Casablanca. EFE

De qué manera pudo Casablanca llegar a alcanzar el estatus de filme mítico sigue siendo uno de los grandes misterios del arte cinematográfico. Nos recuerda, como la majestad inaprensible del David de Miguel Ángel que debe la belleza a su legendaria desproporción de medidas, que la genialidad se esconde con frecuencia en el error, la deformidad o la imperfección para arrojar los frutos más insospechados. Un rodaje caótico y accidentado, directores que dejaban la silla calentita para que la ocupara el siguiente, una obra de teatro en la que se basó el guion, Everybody comes to Rick’s, repleta de lugares comunes y tópicos románticos, que ni siquiera había llegado a estrenarse y sólo pudo hacerlo tras el insospechado éxito del filme, un pianista que no sabía tocar el piano, hojas del libreto que se escribían de un día para otro y hasta un reparto que incluía inicialmente a un actor que muchos años más tarde se empeñó en ponérselo francamente difícil a Donald Trump para encabezar la galería de presidentes desnortados, Ronald Reagan. Sí, alguien pensó que el papel que luego ofrecieron a Bogart podía haberlo encarnado aquel vaquero que no llegó a Casablanca pero sí a la Casa Blanca. ¿Ven como es verdad que Dios escribe derecho con renglones a veces endiabladamente torcidos?

El listado de jugosos desatinos que fraguaron el filme que cada año agranda la leyenda es interminable y uno tras otro los elementos que más nos fascinan esconden una intrahistoria alfombrada con quebraderos de cabeza. Si no podemos concebir otra voz que el aguardiente destilado por la de Doolew Wilson cantando As time goes by, sabemos que el negro sentado al piano iba a ser en realidad Ella Fitzgerald y que la canción estuvo a punto de ser eliminada porque Max Steiner pedía una original y ésta había sido compuesta para la obra teatral que inspiró la película. No es que fuera mala la alternativa de Fitzgerald, es que muchos millones de personas somos incapaces de imaginar otra frase que aquella de “tócala otra vez, Sam”, aunque nunca llegamos a oírla con esas palabras. De haber sido femenino el personaje, igual se llama Samantha, y no es lo mismo.

Casablanca ganó tres Oscar de la Academia: mejor película, mejor director, Michael Curtiz que había sustituido a William Wyler, y mejor guión. La Academia tuvo a bien considerar que aquel amasijo de folios que se habían ordenado casi mezclándolos como las cartas de una baraja, dejando caer frases tan cursis como “el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”, merecía tan alta condecoración pero no así los dos intérpretes que son el alma de la función. Ni Humphrey Bogart ni Ingrid Bergman tuvieron que levantarse a recoger ninguna estatuilla. Ha pasado muchas veces, no nos asombremos.

Alguien intentó por dos veces convertir Casablanca en serie de televisión, en 1955 y 1983. En el segundo empeño se grabaron cinco capítulos y sólo se emitieron dos de lo que era una precuela fracasada de la historia. Auténtico repelús me produce que algún día llegara a buen término alguna de las ideas que la Warner concibió de revivir la historia con una secuela, de la que llegó a escribirse un guion desechado en su día, Return to Casablanca. Escrito por uno de los tres autores del libreto original, Howard Koch (los otros dos fueron Julius y Philip G Epstein), el culebrón amenazaba con retomar a Ilsa Lund embarazada en Estados Unidos y confesando a Victor Laszlo que la criatura no era suya sino de Rick. ¡Jarrrrl!, que diría el gran Chiquito, ¡son capaces de tirar de imagen sintética para traer del más allá a Humphrey y a Ingrid! Pero sin ellos dos ¿para qué queremos la continuación?

Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca. Warner Bros

Cuestionar una ley no es machismo

El panorama que dibuja el incesante aumento de las agresiones de hombres contra mujeres es espeluznante. Cada día podemos leer noticias que dicen cosas muy similares a lo que leí esta misma mañana, viernes 24: ”Un hombre ha matado, de al menos un disparo de escopeta, a una mujer, de 35 años, que estaba embarazada, tras mantener una discusión en la localidad de Vinaròs (Castellón)…“ Con variaciones insignificantes sobre el lugar del crimen, las edades de víctima y verdugo o los países de procedencia, una y otra y otra vez la radio vomita noticias similares. El dolor y la impotencia son insufribles. Hasta el día 10 de este mes esta trágica contabilidad hablaba de 44 mujeres asesinadas a manos de sus parejas desde que comenzó el año. Es una pesadilla que no tiene fin. La administración confirma 916 asesinatos desde 2003. Desaparecida ETA, los criminales que matan a sus mujeres compiten con las cifras de aquella organización terrorista.

malostratos.org

Parece que las medidas de protección, atención telefónica, policiales o judiciales no bastan para contener la hemorragia. Según datos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) 13.445 mujeres denunciaron a su pareja o expareja por violencia cada mes entre abril y junio de este año y las sentencias condenatorias dictadas fueron el 67,2%.  A 31 de octubre, el programa VioGen, el sistema de seguimiento integral de este tipo de casos, en funcionamiento desde hace diez años, tiene registrados 478.671 casos, de ellos, 55.319 activos (10 de riesgo máximo, 175 medio, y 4.566, bajo). Estas cifras mareantes revelan que la sociedad tiene un cáncer y no se encuentra un remedio que lo cure. Tan sólo puede ofrecer la triste esperanza de que, detectado a tiempo, algunos casos puedan no ser mortales.

La hipersensibilización que este horrendo horizonte provoca en algunos sectores sociales, especialmente algunos grupos feministas, en contacto más cercano con las víctimas, puede conducirles, y de hecho así sucede algunas veces, a actitudes de ciega intransigencia que les hace negar una realidad, aunque no sea ni de lejos tan dramática como la expuesta anteriormente, una realidad de la que no se conocen cifras o se hace muy escaso hincapié en ellas: la de los casos en que los maltratados son hombres.

El pasado domingo 19 estaba anunciada en Barcelona la presentación de un documental cuyo título había originado una alarma desde antes de que llegara a producirse, cuando se estaba tratando de financiar con una campaña de micromecenazgo en Verkami, plataforma que cedió a las presiones de quienes lo calificaban de “documental de maltratadores” y obligó a buscar otras vías, mediante ingresos directos en cuenta bancaria. Respondiendo a esos prejuicios se presentó un grupo de mujeres dispuestas a boicotear el acto, entre las cuales se encontraba Carme Sansa, actriz catalana muy activa en distintos campos de batalla, ya fuera contra los bombardeos de la OTAN en Yugoslavia, contra la guerra de Irak o en defensa de los derechos femeninos.

En el vídeo de este incidente Carme Sansa parece defender el bloqueo a la exhibición de este documental restando toda importancia al asunto del que se ocupa: “son sólo cuatro hombres”, se le oye decir. Si eso es lo que quería decir, hay que reconocer que no es una razonable vara de medir la importancia de los problemas de cualquier minoría. No se puede imitar la mentalidad del ejército israelí con los refugiados palestinos: “un muerto de los nuestros vale por mil de los vuestros”, como si se contabilizaran las víctimas de dos bandos enfrentados. Aunque fueran «sólo cuatro hombres» ¿no merecerían respeto al reclamar sus derechos? Todos los maltratados, sean mujeres, hombres, niños, ancianos o inmigrantes, no importa cuál sea su número, son dignos de atención y protección. Finalmente, después de unos cuantos gritos de un lado y otro, de un rifirrafe venial, insultos, peinetas y gritos no muy delicados de “Sin piernas, ni brazos, machitos a pedazos”, el documental pudo exhibirse sin más sobresaltos.

Había sido el último de los obstáculos a sortear por un trabajo que no deja de ser la expresión de unas ideas, todo lo discutibles que se quieran, pero que lleva camino de convertirse en un filme maldito. Hasta el Festival de Cine y Derechos Humanos de Barcelona arguyó las amenazas recibidas para rechazar primero, aceptar después y por último desvincularse del todo de mostrarlo ante el temor de sufrir los anunciados escraches.

Silenciados, cuando los maltratados son ellos pretende poner el foco en esa minoría silenciosa y oculta que son los varones que se sienten perjudicados por la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LIVG) de 28 de diciembre de 2004. El director Nacho González intenta dejar claro, sin gran éxito, a tenor de los ataques recibidos, que reconoce el gravísimo problema de la violencia contra las mujeres pero entiende que no puede lucharse contra él dejando a un lado las disfunciones que provoca, con graves perjuicios para hombres que también son víctimas de violencia dentro de la pareja o se ven chantajeados en disputas matrimoniales por la custodia de sus hijos u otros litigios.

El propio director reconoce que: “cinematográficamente no es nada atractivo. En principio teníamos guionizadas dramatizaciones, voces en off, recursos… pero una vez tuvimos todas las entrevistas hechas y condicionados por no poder excedernos de 60 minutos (por motivos que no vienen a cuento), decidimos prescindir de todo lo demás y centrarnos en las entrevistas. Como digo, cinematográficamente «no tiene nada», pero la información recopilada y la credibilidad de quienes la facilitan son demoledoras”. Estoy sustancialmente de acuerdo con ese diagnóstico, pero tengo que pronunciarme contra cualquier tipo de atentado contra la libertad de expresión y éste es uno claro. El filme pone el altavoz a quejas que parecen razonables: un hombre denunciado por su pareja, sin comprobarse la veracidad de los hechos, va directamente a la cárcel ante el peligro de que en caso contrario pudiera engrosar la abultada lista de criminales, aunque al día siguiente pueda ser puesto en libertad sin otra consecuencia que las malas horas pasadas a la sombra. No existe un “Instituto del hombre” ni lugar al que dirigirse para denunciar sin que un funcionario en la comisaría se ría en las barbas del “calzonazos”. Se quejan de que hay una conciencia creada en las instituciones que da toda credibilidad a la mujer y ninguna al hombre. Se quejan de un trato desigual que ni creen justo ni resulta útil para combatir la violencia contra las mujeres y penaliza discriminadamente al varón. Reclaman, en definitiva, un cambio en la legislación que atienda también los casos de los hombres que no son maltratadores, sino que son maltratados.

La película peca de lo mismo que reprocha a la ley, de tener una visión unilateral, al centrarse sólo en los problemas de los hombres, por muy justificada que esté su reclamación. Incluso el propio poster resulta un poco truculento. Más empatía conseguiría si se hubiera detenido a explicar con algún detalle (como el que se ofrece al principio de este post, por ejemplo) el pavoroso contexto de incesantes asesinatos de mujeres en el que nos encontramos. No demuestra una gran sensibilidad hacia esa tristísima realidad y ello penaliza la credibilidad de sus argumentos. Es la excusa para que reciba ataques injustificados, insultos y amenazas por parte de quienes no entienden de matices, quienes creen que defender a un hombre es prueba evidente de machismo, que criticar una ley que pretende defender a las mujeres es defender a los maltratadores. Sin embargo, entre una cosa y otra hay un gran trecho.

Silenciados, cuando los maltratados son ellos parece olvidar que por graves que sean para los hombres las consecuencias de una ley defectuosa por desgracia la situación de la mujer en su conjunto es muchísimo más peligrosa y es lógico que concite toda la atención de la sociedad. No hubiera sobrado que admitiera entenderlo. Pero es evidente que este documental expone opiniones legítimas que merecen ser debatidas seriamente, son carne de polémica, materia sensible que exige ser considerada con todo cuidado y atención. No es de recibo que se le tache de machista de antemano sin haber escuchado sus argumentos. Ninguna forma de censura es de recibo.

Un canto de amor a la naturaleza

Me costó lo mio sacudirme el prejuicio contra los “dibujos animados”, lo que hoy llamamos el cine de animación y allá por los años de mi niñez eran sinónimo de Walt Disney. Mucho tiempo antes de que yo conociera el carácter machista, anticomunista, fascista, antisemita y racista del fundador de la multimillonaria corporación, de que pudiera sospechar que fue amigo de Edgar Hoover, confidente ante el Comité de Actividades Antiamericanas y delator de, entre otros rojos peligrosos, Charles Chaplin, cuando todavía no tenía ni idea de ese tipo de cosas y por tanto no podía cogerle tirria al padre del Pato Donald, a mí los dibujitos no me hacían demasiada gracia.

Llegó a aterrarme durante un tiempo el personaje de Cruella de Vil y su odiosa obsesión por las pieles de los animales, de lo que deduzco que 101 Dálmatas en la versión de 1961 sí consiguió atravesar el caparazón de mi insensibilidad. Pero pocas películas más de las concebidas para mi edad me impresionaban por aquella lejana época en que vestía pantalón corto. Paradójicamente, pues soy amante y consumidor desde mi más tierna  infancia de los “cuentos”, luego llamados tebeos y hoy denominados cómics, pasaron los años y tardé en descubrir las maravillas que se esconden detrás de los dibujos que se mueven en la pantalla. He sido siempre y sigo siendo un desconocedor del género de la animación. Me abochorna reconocer que siento enorme pereza para ponerme a ver alguna de las muchas películas que tengo reservadas en casa para momentos más apropiados que nunca llegan. Digo todo esto porque así se comprenderá mejor mi recomendación de hoy: La tortuga roja.

Un plano de La tortuga roja

Sí, sí, lo acepto, he tardado mucho en verla. Pero sabía lo que me perdía porque había oído y leído lo suficiente sobre esta preciosa joya de la animación como para intuir que no me arrepentiría cuando dispusiera de mi tiempo para dedicárselo. Uno se ve abocado por razones profesionales a ver tantas películas y series que la saturación establece un filtro a veces caótico en las apetencias cuando no lo hace por obligación. Y de repente, de manera totalmente imprevista, la tortuga ha llegado nadando hasta mi pantalla de televisión y me ha dejado fascinado. Si alguno de ustedes andaba preguntándose qué podría ver con sus hijos en esos días que se avecinan, algo de lo que pudieran disfrutar juntos, que sirviera de alimento para ellos y de bálsamo para ustedes, créanme, busquen a La tortuga roja.

Primera coproducción del estudio japonés Ghibli, la Meca de la animación mundial, con un autor europeo, parece ser que la idea le surgió a Hayao Miyazaki, uno de sus fundadores e iluminado director de, entre otros prodigios, El viaje de Chihiro (177 críticos del mundo la consideraron en 2016 a instancias de la BBC como la cuarta mejor película del siglo XXI; yo no sé si llegaría tan lejos, pero, en fin, tómese como referencia), cuando le sugirió en 2008 al jefe de la productora Wild Bunch que quería hacer algo con Michaël Dudok de Wit de quien conocía su Father and Daughter, con el que había ganado el Oscar a Mejor cortometraje de animación en 2001.

La inspiración debió de hacer su sosegada labor, como el silencio y la quietud con los buenos caldos, durante unos años hasta que los preciosos dibujos se decantaron en una historia muda pero perfumada de música y poesía. Y se fusionaron armónicamente los espíritus oriental y occidental de Miyazaki y Dudok de Wit. La naturaleza en su gloriosa belleza e inexorable crueldad, los delicados apuntes de humor y el insinuado aprendizaje de la vida, la luz cambiante de los días y las estaciones, el rumor y el batir salvaje de las olas, la supervivencia del ser humano en sagrada comunión con los elementos básicos de la existencia… la definitiva demostración de que en la suprema sencillez cabe a veces la más imponente hondura de pensamiento.

Cómo se puede decir tanto sin pronunciar una sola palabra. Cómo se puede atrapar tanta hermosura con unos finos trazos de lápiz, unos primorosos colores de acuarela. Cómo se puede entonar un canto tan delicioso a la vida, al respeto hacia los animales como obligada estación de paso para respetarse a sí mismo, describir de manera tan delicada, sin sensiblería ni grosera pedagogía, el ciclo de la vida… Díganme si no son mágicos el momento en que aparece por fin la tortuga frente al hombre, que somos todos los hombres, y el momento en que se quedan los dos suspendidos bajo el agua, como flotando en una nube. Díganme si nunca han sentido con tanta fuerza como el hombre de esta historia la impotencia de no poder devolverle a alguien el aliento. Si no han visto con sus hijos –o solos- La tortuga roja, háganse un favor. Estoy seguro de que se lo agradecerán.

Nota bene: si se deciden a ver este largometraje háganlo sin prisas, con mucha calma. El tiempo debe quedar suspendido durante 80 minutos.

¡Ole, ole y ole, Rosa María!

Me levanto tempranito en Gijón, aún es de noche en la calle, aunque falta poco para que la claridad se imponga. Me encuentro en esta bella y tranquila ciudad asturiana invitado por el Festival para realizar un reportaje para el programa Días de Cine, de Televisión española y tengo un rato para echar un vistazo a la prensa, antes de encaminarme al autobús que nos llevará a un grupo de periodistas al sur de la villa donde podremos asistir a un pase de la película correspondiente. Esto es lo que tiene la desaparición de las salas de cine que antaño daban vida cultural y entretenimiento en el corazón de las ciudades y ahora ceden sus edificios a la especulación: para ver una pantalla grande hay que alejarse mucho del centro. El festival lo sufre, queda muy poco espacio cinematográfico que no se encuadre en complejos comerciales del extrarradio; el teatro Jovellanos aún resiste.

Una entrevista ante la fachada del teatro Jovellanos de Gijón

El día que escribo ésto, el lunes 20, me desayuno con la noticia de que Rosa María Sardá devolvió el 24 de julio pasado su Cruz de Sant Jordi a la Generalitat de Cataluña, que le había sido entregada hace 23 años. ¡Qué grande eres, Rosa María! Nos lo contaba Isabel Coixet, y toda la prensa se hacía eco, el domingo 19 en El País (islotes de decencia que perduran agazapados en las páginas de ese diario), con su cálido y lírico estilo y en un relato guionizado que parecía sustraído a Rafael Azcona (¡qué grande eres, Rafael Azcona!):

—¿En qué puedo ayudarla, señora Sardà?

—Es por la Cruz de Sant Jordi.

—Creo que ha habido un error. Me ha dicho mi colega que quiere devolverla.

—No, no es un error. La quiero devolver, exactamente, aquí la tiene.

¡Jajaja! ¡Rosa María, tenías que haber grabado la cara de ese funcionario con tu teléfono móvil! ¡Por dios! ¿no pensaste en el tesoro que se estaban perdiendo las escuelas de interpretación? ¿Cómo imaginar lo que se le pasó a ese buen señor por la cabeza –y su reflejo en el rostro, anonadado- al coger la carpeta con la condecoración y escuchar tu petición de un recibo?

—¿Un recibo?

—Sí, un recibo, conforme la he devuelto.

—Sí, claro… Un momento.

¡Cómo no vamos a tener buenos guionistas en España, si la realidad nos proporciona los mejores materiales al abrir los periódicos! La indignidad está a la orden del día, pero por fortuna todavía quedan personas que nos resarcen de la miseria moral a través de ejemplos  demostrativos de su talla de gigantes. ¡Qué grande eres, Rosa María! Con absoluta discreción, sin pregonarlo, sin presumir de nada, simplemente por coherencia, Sardá, devolvió tan alta distinción y exigió a los correspondientes funcionarios que no se les ocurriera publicar ninguna esquela cuando ella muera, porque no podía aceptar que su nombre siguiera vinculado de esa manera a una institución que pretendía por las bravas escindir a Cataluña de España.

Rosa María Sardá recibe la Medalla de Oro de la Academia. Toni Albir / EFE

Y escindirle a ella, que casi fue presidenta de la Academia de las Ciencias y las artes Cinematográficas de España, que ganó el Goya en dos ocasiones y presentó la Gala en tres (1993, 1998 y 2001) con aquel gracejo tan personal y lenitivo que nos permitía aguantar los largos y soporíferos momentos sólo por verla reaparecer en escena. Sardá descubrió una veta a los diseñadores  de las ceremonias y señaló un camino a sus presentadores para que semejante invento se sustentara contra el viento y la marea de unos condecorados que siempre parecen estar aprovechando la ocasión para congraciarse con la familia a la que no hablaban desde años atrás, o suplicando a los productores que el trabajo no se les agote.

A Sardá, que recibió la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes del Ministerio de Cultura de España (hay ocasiones en que hasta el más ciego abre los ojos y ve), no le cuadra dejar de ser una de las más grandes artistas españolas, fraguada su carrera a lo largo de casi seis décadas en todos los frentes de batalla, sean los escenarios teatrales, catódicos o fílmicos, y no encaja en las estrechuras mentales de quienes abjuran de todos los lazos contraídos a lo largo de siglos con los demás ciudadanos de este torturado país, el nuestro, el que tenemos, el que amamos y odiamos pero luchamos para mejorarlo, España. Claro que, pensando bien lo de la Medalla ministerial… algunos de los señores que han venido ocupando el sillón ofrecen razones suficientes a cualquiera para  impulsarle a hacer lo mismo que Rosa María con la de Sant Jordi.

Yo respeto las ideas políticas de todo el mundo con la única condición de que se expresen con respeto y sean a su vez respetuosas con las de los demás. Pero no comprendo a algunos actores o directores catalanes de nuestro cine, como Juanjo Puigcorbé, Sergi López o Ventura Pons, pongamos por caso.

Juanjo Puigcorbé, vecino de la capital del reino durante muchos años, se presentó en 2015 en las listas de ERC en las municipales de Barcelona, nada menos que en el número dos y salió elegido concejal para dejar claro que se puede mimetizar al emérito en la estomagante serie Felipe y Letizia y hacerle una peineta a toda una trayectoria vistiendo la camiseta de la selección, como Guardiola. Una cosa es pisar el terreno para ganarse las habichuelas y otra es ver la luz de un mundo mejor, con su república pizpireta y sus Jordis patriotas, como el molt honorable senyor Pujol (de los que están en chirona no hablo, salvo para decir que, con la misma vara de medir, si merecen estar en la cárcel por lo que han hecho, otros merecerían poder elegir entre hoguera o garrote por el daño que han hecho a millones de inocentes ciudadanos). Dice Puigcorbé que le pasará factura su independentismo, pero que no tiene miedo. Tranquilo, Juanjo, tranquilo, tal vez se reduzca el abanico de tus personajes, pero a cambio seguro que te aclamarán en las manifestaciones de la Diada. No te olvides llevar la estelada.

Juanjo Puigcorbé durante la presentación de la serie Felipe y Leticia. Telecinco

Y qué me dicen de ese pedazo de actor catalán que se salía en Harry, un amigo que os quiere, en Francia, donde más y mejor se le ha reconocido, o en El laberinto del fauno, memorable a las órdenes de Guillermo del Toro. Coño, Sergi López, no te lo perdono. Tú, que eres lo más parecido que me puedo imaginar a un cenetista (de la CNT histórica, la de la República), españolazo y disfrutón, medio francés (¡qué buenos trabajos te han dado allí, canalla!) y lo que haga falta, catalán, sí, por supuesto, pero de los que ven mucho más allá de sus narices cuatribarradas. ¿Embarcado tú en el velero pirata de la CUP? Te puedo imaginar capitán general de un ejército libertario silbando la Internacional, amarrado tu destino al de todos tus colegas de profesión sin fronteras, ¡pero uniendo, no separando, compadre! En fin, allá tú.

Sergi López en el rodaje de La vida lliure, de Marc Recha. Splendor Films

Ventura Pons, director de cine al que TVE ha prestado apoyo en no pocas de sus películas –con acierto en este caso, sí señor, en defensa del cine hablado en catalán y con vocación de escapar a las rutinas comerciales más baratas– fue asesor del Ministerio de Cultura con cuatro directores generales y también vicepresidente de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España. En sus declaraciones a la prensa y en su última película, Sabates grosses, una comedia que no he visto (por lo que me abstendré de calificarla) y que describen sus actrices, Amparo Moreno y Vicky Peña, como una especie de 13, Rue del Percebe, deja meridianamente claro su alineamiento con el independentismo.

Ventura Pons y Teresa Gimpera. ANDREU DALMAU / EFE

Pues qué quieres que te diga, Ventura, macho. Cuando he hablado contigo de tu cine no te imaginaba la miopía pequeño burguesa, provinciana y con complejo de superioridad que para mí esconden las aspiraciones nacionalistas. Siempre he dado por hecho que el artista y el intelectual de verdad tienen un corazón universalista y abominan de las ideologías que establecen fronteras, que pintan rayas en el suelo para distinguir a las personas según conceptos tan obstusos como “mi pueblo”, “mi país”, “mi bandera”.

Por cierto, Ventura, si lo de la República catalana no prospera, ¿seguiría gustándote la idea de… no sé, por decir algo, ganar unos cuántos cabezones para que tus películas se vendieran mejor en el conjunto de España? Qué corte, ¿no?

¿Berlanga? ¿Y ése quién es?

¿Por qué se estudia historia del Arte en los institutos? ¿Por qué está tan claro que cualquier alumno sería considerado un zote si fuera incapaz de decir quiénes fueron Pablo Picasso, Velázquez o Goya? ¿Por qué a los chicos se les insta a leer El Quijote o La Regenta? (aunque no estoy muy seguro de que esto se consiga y me imagino que el porcentaje de quienes lo hacen debe de ser bajisimo). La respuesta es obvia, es lo que llamamos Arte y Cultura. Pero hoy en día la cultura reviste otras muchas formas de expresión y la más popular de largo es el Cine.

¿Acaso duda alguien de que el cine, además de industria y entretenimiento, sea también una refinadísima manifestación de la cultura de los pueblos? Para la educación global de los chavales probablemente tiene mucha más importancia lo que ven en las múltiples pantallas de las que nutren su imaginario, móviles, tabletas, ordenadores, televisores y salas de cine, que lo que leen o pueden contemplar en un museo. El cine tiene sus códigos lingüísticos que es conveniente conocer para estar en mejores condiciones de entenderlo, apreciarlo y juzgarlo por uno mismo. Sin embargo, pese a este peso y abrumadora presencia en la vida social, el cine está ausente de las escuelas.

¿No creen que ya va siendo hora de que los chicos en edad escolar aprendan a distinguir las claves del cine de Pedro Almodóvar de las del de Santiago Segura? ¿No creen que deberían saber qué significan los nombres de Luis Buñuel y Luis García Berlanga para la cultura española? ¿No sería conveniente que conocieran las películas de Pilar Miró, Icíar Bollaín o Isabel Coixet? Y qué vamos a decir de los grandes maestros de la Historia del Cine, Mélies, Eisenstein, Ford, Fellini…

El Festival de Alcalá de Henares, ALCINE, que cumplió la semana pasada su edición número 47, lo entendió muy bien e ideó una sección, “Kids”, con la que demostraban ser “conscientes de que el futuro del cine y de sus espectadores pasa por la Infancia”. Con esa perspectiva se proyectaron cortometrajes de animación, nacionales e internacionales, propuestas libres llegadas de toda Europa con las que pudo verse “otro tipo de cine, muy diferente al que suele llegar por la pequeña pantalla o el cine comercial.” No es mala idea: aulas completas o niños con sus padres que dispusieron de “un espacio muy especial y divertido, casi un festival propio, en ALCINE”. Todo ello para continuar “acercando el lenguaje cinematográfico a las nuevas generaciones de muy diferentes formas.”

En consonancia con los orígenes del propio Festival, que comenzó en los años 60 llamándose Certamen Internacional de Cine para Niños, aunque luego fue mutando su nombre y características varias veces, el 55 FICX, el Festival de Gijón, en plena actividad durante esta semana, mantiene la sección Enfants Terribles, que se dedica a los pequeños como actividad extraescolar y se ofrece a los colegios e institutos en pases matinales de días lectivos. La intención es que estudiantes de 6 a 18 años aprendan a disfrutar del cine como manifestación artística, y además de ello lúdica. Bases que se van sentando en festivales, de los que los citados son dos ejemplos de ahora mismo, pero no únicos, para que algún día se inserten en un fenómeno de alcance muy superior.

Una de las razones de que siempre obtengan muchos mejores resultados en taquilla las películas menos ambiciosas desde el punto de vista artístico y que, a la inversa, sean las más complejas e interesantes las que cuesta más trabajo, por regla general, hacer rentables es el desconocimiento radical de los mecanismos narrativos con los que trabajan los cineastas para provocar las emociones, o las reflexiones que pretendan transmitir. Eso es materia pedagógica que debería figurar en los planes de estudio, en las escuelas.

En una jornada de ‘Cine y Educación’ celebrada en la Academia la gestora cultural Maryse Capdepuy puso los dientes largos a los asistentes explicando las medidas tomadas en Francia, que han aumentado la asistencia al cine en un 30% en los últimos veinte años:

“En los años 80 la caída del número de espectadores fue tremenda y eso movilizó a la profesión y al Ministerio. En el país vecino, el 11,5% de los alumnos participan en programas de educación y cine y tienen sesiones dentro del horario escolar, durante las cuales trabajan con material diseñado para ayudar al docente y acuden a charlas con los cineastas. Además, en 2015 dos tercios de los franceses de más de seis años han ido una vez al cine, o sea, 39 millones de personas, y los jóvenes de menos de 25 años cuentan con descuentos en las entradas.”

¿Necesitamos modelos para copiar? Pues ahí está otra vez el omnipresente modelo cinematográfico francés.

Fotograma de Al final de la escapada

El pasado mes de julio la Academia de Cine emprendió la difícil tarea de convencer a las autoridades para lograrlo. Para ello quiso contar con profesores, productores, guionistas, directores, el ICAA, entidades de derechos de autor y Filmotecas, entre otras otros implicados en la cuestión ‘cine y educación’.  En una rueda de prensa ofrecida por los coordinadores del proyecto, Mercedes Ruiz –maestra, psicopedagoga y coordinadora de la red social ‘Cero en Conducta’– y Fernando Lara, junto a la presidenta de la Academia, Yvonne Blake, y el director general, Joan Álvarez, expresaron unos deseos que sonaban al sueño de una tarde de verano; en palabras de este último:  «llevando a las salas a los colegios vamos a formar a las próximas generaciones de espectadores para que lleguen a sentirse orgullosos del cine que se hace en España». La pretensión de que se introduzca la alfabetización audiovisual en los programas educativos es un objetivo que le corresponde al Ministerio de Educación Cultura y Deporte y a las diferentes autonomías. Lo llaman “Plan Cultura 2020”, pero tengo la impresión de que la fecha quedará tan desfasada por el error de cálculo temporal como lo estuvieron hace unas décadas los títulos de anticipación literaria y cinematográfica.

Fotograma de Bienvenido Mr. Marshall

Fernando Lara abogaba por la confección de un listado de películas españolas imprescindibles que niños y jóvenes deberían haber podido ver antes de cumplir los 16 años de edad y que se reconociera la necesidad de impartir formación a un profesorado que asumiera la materia cinematográfica, además de un acuerdo con la industria para la remuneración correspondiente a las películas utilizadas en los centros educativos.

Mira, en este punto, la negociación tiene la ventaja de que hay pocos interlocutores; sobre todo uno: concretamente, Enrique Cerezo, posee los derechos de la práctica totalidad del cine español del que estamos hablando. Su posición en el mercado es tan apabullante que le permitió en mayo de 2015, junto a José Frade, vender a granel a Televisión Española para el programa Historia de nuestro cine 700 títulos, casi todo lo que se produjo desde los años treinta hasta el 2000. Cerezo es propietario de la mayor parte del catálogo, el 80%, muy sabrosamente rentabilizado gracias a sus buenas relaciones con la dirección de RTVE. En abril de este año la televisión pública volvió a comprar otras 150 películas españolas a Video Mercury Films cuyo dueño es el presidente del Atlético de Madrid. En total, cuatro millones de euros en dos años. Cerezo es fácil de localizar para solicitar su apoyo a la enseñanza del cine en las escuelas y no parece que el caso del ático de Estepona (en el que figura imputado junto al ex-presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González desde 2016) deba mermar sus  impulsos filantrópicos. ¿O sí?

Fotograma de Viridiana

En septiembre Fernando Lara publicaba una emotiva carta en la revista Fotogramas (que titulaba a medias entre el candor y la ironía, “A una niña que va a nacer”, recordando el ridículo spot electoral de Mariano Rajoy que nos espeluznó en su día) en la que desgranaba ideas que alientan su labor como coordinador de este proyecto:

“Me imagino a esta niña jugando muy pronto a mover sus dibujos en stop-motion o a intentarlo con figuras de plastilina. Me gusta sentirla divertida y emocionada ante films, primero de animación, luego de imagen real, que no sean solo los de consumo masivo. Me complace verla conocer paso a paso ese lenguaje y familiarizarse y encariñarse con nombres fundamentales del cine español y otras latitudes. Me identifico con sus sensaciones al acudir a una sala de cine para ver, en pantalla grande, lo que ha aprendido en los libros y en fragmentos de películas, en cómo se traduce ese lenguaje tan peculiar y universal.”

Fotograma de Llegada del tren a la estación de La Ciotat

En fin, Fernando Lara no es persona que se despegue del suelo para dejarse llevar por los sueños, su trayectoria como crítico de cine, director de la SEMINCI (Semana Internacional de Cine de Valladolid) y del ICAA (Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales, organismo autónomo adscrito a la Secretaría de Estado de Cultura) nos hacen suponer que alguna base sólida habrá para trabajar en esos propósitos. Pero con sinceridad, yo, que los suscribo plenamente, soy muy escéptico. Ojalá alguien me haga cambiar pronto esas sensaciones.

 

 

Victoria Abril, Islandia, Kormákur

En una entrevista con Victoria Abril realizada el 3 de julio de 2002 para el programa Cartelera de TVE, la actriz se mostraba encantada durante la promoción de la película 101 Reikiavik, de la que era protagonista, una coproducción Islandia-Dinamarca-Francia-Noruega-Alemania dirigida por Baltasar Kormákur que adaptaba la novela homónima de Hallgrímur Helgason. El agradecimiento de Victoria Abril por el trato recibido de parte del equipo islandés era infinito porque según decía enfáticamente “cada día me preguntaban ¿a qué hora quieres rodar mañana? ¡todos los días!”.

Era el debut de Kormákur y lo hacía con una comedia de tintes negros en la que el personaje de Victoria Abril se llamaba Lola –para qué vamos a ir más lejos a buscar un nombre- e impartía clases de flamenco en la ciudad del título.

Victoria Abril durante la entrevista de promoción de 101 Reikiavik para Cartelera, TVE

En primera instancia 101 Reikiavik era una especie de tratado sobre el aburrimiento juvenil, la falta de perspectivas profesionales o laborales y el escaso entusiasmo de los jóvenes por encontrar trabajo, pero después levantaba acta de la perplejidad que provocan los cambios de identidad sexual. Lola tenía un joven amante pero se enamoraba de la madre de éste, con quien concebía la idea de tener un hijo con la intermediación de otro hombre. El embrollo lo resumía el chaval delante de la incubadora con estas palabras: “Nuestro niño. Lola será su madre y mi madre será su padre, y yo su hermano y su padre, y el  hijo de su padre, y el ex amante de su madre. ¿Qué va a ser de él?”

Kormákur había rodado todo excepto las escenas de Lola, a la espera de convencer a Victoria Abril de que aceptara participar en su película. Ante semejante prueba “de amor”, que es como ella lo llamó, nuestra pizpireta y grandísima actriz –lamentablemente muy olvidada por nuestros pagos desde hace años- no pudo resistirse y aceptó embarcarse en aquel proyecto para el país nórdico. No es extraño que volviera cantando maravillas y diciendo: “Si algún día perdemos la Tierra os aconsejo ir allí para ver cómo era el Paraíso!”

Siguiendo el camino trazado por otras muchas obras literarias y cinematográficas, sin embargo, Kormákur contribuye a desarmar ese mito de la sociedad pluscuamperfecta, de ese Valhalla donde Odin no necesita de policías ni cárceles para mantener a raya a los vikingos que combaten los rigores del frío y la serenidad inducida por el exceso de calma (aquí decimos aburrimiento) con alcoholes u otras sustancias en su última película, que se estrena hoy, Medidas extremas.

Aparte de 101 Reikiavik, de Kormákur yo sólo conocía Everest, su penúltima película, y debo decir que contra pronóstico me pareció bastante notable y me atrevo a recomendarla, aunque si son ustedes muy conocedores del alpinismo quizás encuentren pegas que yo no aprecié. Pese a ser un drama previsible y convencional, pero no por ello aburrido, inspirado en hechos reales en el curso de un intento por conquistar el pico más alto del mundo, vista en 3D Everest es una gozada para los amantes de la montaña. Uno se pregunta todo el tiempo cómo es posible que estén tan perfectamente fusionadas las imágenes del Himalaya y los planos rodados por los actores profesionales, entre los cuales encontramos a Jason Clarke, Josh Brolin, JakeGyllenhaal, Keira Knightley, Sam Worthington, Robin Wright o Emily Watson.

La película tiene un estilo documental, como si lo hubiera realizado el equipo del programa de TVE Al filo de lo imposible, excluidas las tramas familiares paralelas, la mujer que está a punto de dar a luz o la que se moviliza para enviar un helicóptero a recoger a su marido. Más allá de esas cartas, correctamente jugadas por Kormákur sin pasarse de la raya en lo melodramático, el resto del metraje reproduce con precisión todo el proceso de conquista del Everest y cómo éste se cobra un importante peaje con las muertes de unos cuantos expedicionarios. Quienes nunca estuvimos a esas alturas nos preguntamos si lo que se ve desde la cumbre es realista o no, pero nos resulta impagable la sensación de haber llegado hasta allí.

Con Medidas extremas Kormákur vuelve a Islandia para orquestar un drama paternofilial envuelto en una factura de thriller. El planteamiento básico es muy evidente desde el primer momento: una familia de bastante nivel económico debe hacer frente al hecho incontestable de que la hija ha dejado de ser adolescente porque ha cumplido la mayoría de edad y ya no responde a las órdenes de su padre. Subrayo la autoridad masculina porque la madre no pinta nada por dos razones: la primera, que en realidad no es su madre biológica, sino la segunda mujer de su padre; la segunda, que el director la ignora durante toda la película, no le concede ningún papel que no sea decorativo y ni siquiera ofrece alguna escena en la que el matrimonio comente la oscura deriva que adquieren los acontecimientos a medida que avanza la película.

Así las cosas, rápidamente nos encontramos ante un lugar muy común: la hija tiene un novio cuyo aspecto y conductas levantan las sospechas de papá, lo cual le provoca un indisimulado desagrado. Cuando comienzan a surgir los problemas papá no tiene ninguna duda de quién es el verdadero culpable. Y acierta a medias, porque la niña –que reclama su independencia para vivir la vida como le venga en gana, acudiendo a casa para pedir ayuda si la necesita- tiene una dependencia emocional y de otro tipo de las que no quiere liberarse.

Kormákur envuelve este conflicto no demasiado original ni estimulante en un desarrollo de caso criminal en el que por un lado censura la ineficacia de un sistema judicial y policial garantista y por el otro plantea un dilema en el corazón del relato, la consabida cuestión del peligro de tomarse la justicia por la mano y su dudosa justificación moral. En este aspecto, que adquiere más relevancia porque los elementos de suspense son muy limitados, es donde Kormákur consigue mayor interés para su película.

La realización juega las cartas acostumbradas en la cinematografía nórdica para dar una textura sombría a la historia, la fotografía gris, los paisajes nevados y ambientes fríos, planos aéreos de grandes espacios solitarios, que contrastan con la sensación de control dentro de las paredes del hospital en el que el protagonista, por cierto, interpretado por el propio Kormákur, ejerce su oficio de reputado cirujano. Control de los mecanismos físicos, o materiales, frente a descontrol de los psicológicos y morales; lo que a su vez se traduce en un diagnóstico social de aquel país no tan luminoso como tendíamos a pensar antes de la crisis de 2008. El talón de Aquiles de la trama radica en que el chantaje que el cirujano pretende esquivar se apoya en una supuesta banda criminal cuya existencia es tan etérea e inconsistente como el cuelgue de su hija con el maleante del novio que ha elegido para enamorarse.

Baltasar Kormákur en un plano de Medidas extremas. A Contracorriente

En los finales está la gloria

Mi buen amigo Jesús Generelo odia que se le cuenten cosas de una película antes de que la haya visto. Todo lo más que acepta son nombres, el director, los actores, algún otro, pero, por dios, nada de argumento. Yo le digo que muchos no podríamos ganarnos el sueldo si su ejemplo cundiera. Por fortuna, es mucho más numerosa la feligresía de los amantes del cine que adoran comentar y que se les comenten las películas, descomponerlas, incluso, sin destrozar el intríngulis, claro. Gracias a eso existen programas de cine en televisión, como Días de cine, Versión española o Historia de nuestro cine.

Un libro que no le tiene miedo a los «espoilers»

No siempre las promociones de las películas aciertan en el obligado equilibrio que hay que mantener entre lo que se puede revelar y lo que se debe ocultar al potencial espectador. Hay trailers que desvelan todo el argumento como si pretendieran ser un resumen sintético de toda la película. Seguramente se debe, más que a la torpeza del creativo que lo elabora, a la inseguridad de la distribuidora respecto al atractivo que posee su producto. El caso es que queriendo crear expectativas que vendan entradas lo que consiguen a veces es destruir todo el misterio; si tal o cual personaje muere pronto de manera “espectacular”, el publicista no se resistirá a usar esas imágenes como gancho. Y así, de esta guisa, mi amigo Jesús tiene toda la razón en resistirse a ver estos materiales que para los periodistas cinematográficos son obligados en el trabajo.

Para quienes compartan esos recelos este post es muy desaconsejable porque me propongo adentrarme en el territorio prohibido de los desenlaces. De lo que quiero hablar es de lo que en estos tiempos se ha dado en llamar “hacer un espoiler”, o sea, en román paladino destripar. No puede ser de otro modo si uno pretende glosar los finales de las historias, esos momentos sublimes que condensan en una frase, en una imagen, en un plano glorioso por su composición o su desarrollo el significado o el sentido último de la historia.

No existe una gran película que no tenga un gran final. Como afirmación categórica que es, ustedes pueden dudar y ponerse a cavilar por si se les ocurre algún ejemplo que la contradiga. Yo no encuentro ninguno. Incluso en no pocas películas de culto se barajaron varios finales, y más aún, se editaron las distintas versiones en el soporte de dvd o Blu Ray. Cosa que no ocurrió con El resplandor.

Stanley Kubrick, tan conocido por su insobornable perfeccionismo como por su inflexibilidad para que nada de lo no incluido en su montaje final se conservara, quiso hurtarnos la posibilidad de conocer un final de El resplandor, que contempló como alternativo al mítico de la fotografía en blanco y negro del Hotel Overlook en un baile de salón de 1921, en la que aparece Jack Torrance, el personaje encarnado por un enfebrecido Jack Nicholson. Sabemos de su existencia por el guion y una fotografía polaroid que se encuentra en el archivo de la Universidad de las Artes en Londres, tomada por su hija Vivian. Aunqe, en realidad, la fotografía se mantenía como último plano, pero venía antecedida de una secuencia previa que fue eliminada.

La idea de entregarme a esta reflexión me vino hace unos días cuando comentaba en una charla el drama de Michael Haneke, triste, desolador, durísimo y soberbio de 2012 titulado Amor. Si no la han visto dejen de leer estas líneas y corran a buscarla en algún lado porque es maravillosa, de lo mejor que yo he podido gozar en los últimos años. Protagonizada por Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva e Isabelle Hupert, un reparto inconmensurable, especialmente los dos primeros, tengo para mí que es la más excelsa de un buen manojo de obras grandiosas que este director austríaco nos ha regalado desde 1997, año en que dirigió Funny Games, con la que yo tuve constancia de su existencia. No puedo considerar las cuatro anteriores porque no he podido verlas aún. Hasta llegar a Amor (la penúltima porque la última, Happy End, aún no se ha estrenado) Haneke ha ido soltando cosas como La pianista, Caché o La cinta blanca  y coleccionando Palmas de Oro en Cannes, Premios del Cine Europeo y el Oscar que recibió por Amor, como merecidísimo colofón a una avaricia de premios que parecía no tener límites.

Después de asfixiar con la almohada a su mujer de avanzada edad, Anne (Emmanuelle Riva), para sofocar los sufrimientos que le infringía una apoplejía y cumpliendo de ese modo sus deseos, Georges (Jean-Louis Trintignant) vuelve de la calle con un ramo de flores que parsimoniosamente corta y dispone para adornar al cadáver. En el plano siguiente, Georges está tumbado en su cama cuando de repente escucha ruido de vajilla en la cocina, se acerca y descubre que Anne se encuentra allí fregando. Con toda naturalidad, sin atisbo alguno de enfermedad, Anne le indica que debe ponerse el abrigo para marcharse juntos, cosa que hacen de inmediato. En la escena final Eva (Isabelle Hupert) entra en el piso de sus padres, camina unos pasos y se sienta en un sofá. El último plano muestra a Eva sentada, inmóvil, pensativa. Les dejo aquí la sobrecogedora escena precedente y les advierto de que está contraindicada para espíritus demasiado sensibles.

A lo largo de toda la película Georges apenas ha mostrado exteriormente sus sentimientos. Tanto él como su mujer pertenecen a un mundo en el que la extremada corrección en el trato se parece muchísimo a la frialdad, el respeto a la indiferencia. Pero el amor al que alude el título tiene otras formas de manifestarse que las que suele adquirir en países como el nuestro. En el caso de esta pareja, el amor es sinónimo de sacrificio al final de sus vidas hasta el punto de obligar a Georges a proceder a tan dolorosa aplicación de la eutanasia. Y Haneke muestra la profundidad de ese sentimiento en esa escena mágica en la que Anne vuelve a la vida sólo para acompañar a su marido en el trance de abandonar el apartamento donde ella yace muerta. Es un final que tiene una fascinante carga poética al tiempo que la elegancia y sobriedad de la puesta en escena acostumbradas en la cinematografía del director. El último plano se lo dedica a una hija egoísta y materialista que no entendía muy bien la abnegación de su padre y como epílogo sirve también de colchón para evitar el subrayado de la prodigiosa escena anterior.

Se me ocurren muchos ejemplos, como el citado, que me emocionan soberanamente, pero hoy no voy a exponer ninguno más. En su lugar les hablaré de un libro titulado The End en el que Iván Reguera se dedica  a comentar numerosísimos finales de película. Publicada su primera edición en abril de este año en Poe Books, Reguera deja constancia de su amor por el cine y demuestra la inutilidad de sacrificar el placer inmenso de conocer muchos detalles, anécdotas e ideas sobre el sentido y significado de las películas a cambio de asistir a su visionado en un estado de virginidad que garantice por encima de todo el efecto sorpresa de los argumentos. Eso sí, no conviene llegar tan lejos como para aceptar que te cuenten el final si uno no ha visto aún la película. En este video se ofrecen 10 casos no extraídos del libro.

Pero Iván Reguera los cuenta en The End y pese a todo uno se sumerge en la lectura casi sin poder ofrecer resistencia a su amenidad, avanzando entre títulos, tanto si se han visto como si no. Allí se encuentran los más señalados, claro, Apocalypse Now, Centauros del desierto, Casablanca, 2001: Una odisea del espacio, o el que presta su imagen a la portada del libro: Con faldas y a lo loco; su “nadie es perfecto”, es legendario, como los anteriores. Pero hay muchísima más materia para deleitarse en los modos en que guionistas o directores, o la improvisación que en ocasiones tomó el mando de la inspiración, acertaron a concluir sus historias.

Ordenadas primero por nombres de directores y después por décadas desde los años 20 hasta el presente, más un remate con los peores finales de todos los tiempos que a Reguera se le han antojado  (que reúne a invitados mal avenidos como Gilda, Malditos bastardos, La lista de Schlinder, El sexto sentido, Titanic o Los otros), las películas que alimentan sus 380 páginas están nutridas por un ejercicio de documentación que nunca es ni abrumadora ni académica sino deliberadamente digestiva, como el estilo de la escritura, más preocupada por el disfrute y entretenimiento del lector que por la pedagogía, por otro lado, tampoco ausente. Todo ello se acompaña de las consiguientes ilustraciones que, ay, son el talón de Aquiles del volumen, por la insuficiente calidad de reproducción. En un futuro próximo, este tipo de libros se ilustrarán con imagen animada, como las que se ofrecen en este post, fragmentos citados, el complemento perfecto a las reflexiones, explicaciones o comentarios tan agradecidos y refrescantes como los de The End.

Ah, huelga decir que uno no sólo no tiene por qué comulgar con las opiniones expresadas en el libro, en este blog o en el video de aquí arriba, sino que, como éstas son obligadamente subjetivas, lo lógico es que la discrepancia en algunos casos propicie discusiones con las amistades. Siempre que éstas no estén en la misma onda que mi amigo Jesús, claro.

Pérez-Reverte no tiene suerte

Me confieso lector habitual de las novelas de Arturo Pérez-Reverte. Lo digo porque el nombre de este escritor es sinónimo de polémica, que él cultiva con el mismo entusiasmo con que le atacan quienes no le soportan, no sé si tantos como seguidores tiene en Twitter, más de un millón novecientos mil, que no son moco de pavo. Es uno de los autores con mayor éxito de ventas en España y en el extranjero y ése es un buen motivo para concitar tanta atención, que es la manera elegante que se me ocurre para no decir envidias. Además acostumbra a pisar todos los charcos sin miedo a que le partan la cara, dialécticamente, claro. Y sé por lo tanto que me expongo a caer en el punto de mira de sus odiadores, lo cual, si sucede, lo tomaré por un honor.

Me gustan sus dos últimas novelas, Falcó y Eva, ambientadas en plena guerra civil española, a las que auguro un futuro cinematográfico si el curso comercial de Oro no lo desaconseja. El protagonista que da nombre al título tiene las características acostumbradas en Reverte, el típico héroe canalla de buen corazón y conductas amorales, chulesco, autosuficiente, capaz de matar con absoluta frialdad y en otro momento demostrar sentimientos humanitarios, un espía dotado con habilidades deductivas y artes marciales que podría encajar en el traje de James Bond, por su cuidado indumentario, por sus exquisitas maneras, por su educación cosmopolita, su irresistible atractivo para las féminas y su frialdad en situaciones apuradas a prueba de bombas. Un gran personaje evadido de las cloacas de la novela negra para trabajar al servicio del ejército sublevado contra la República que mantiene un interesante affaire sexual/amoroso con una espía roja. ¡Qué gran vasallo sería si tuviera un buen señor! ¡Qué gran historia para el cine si hubiera quien acertara con su adaptación! ¿Tal vez Enrique Urbizu?

Pérez Reverte tiene un estilo literario y narrativo muy apto para la traslación de sus novelas al cine y eso explica que sean tantas las veces en que criaturas suyas han adquirido la apariencia de actores de carne y hueso y también, por desgracia, que sus historias hayan perdido el oremus en manos de directores de cine tan alejados entre sí como Roman Polanski o Gerardo Herrero. No tiene suerte con esas incursiones en la pantalla grande. No resulta fácil desentrañar dónde reside la clave de por qué ha sucedido tal cosa, pero lo cierto es que ni los citados (que dirigieron La novena puerta y Territorio comanche) ni Pedro Olea (El maestro de esgrima), Jim McBride (La tabla de Flandes), Enrique Urbizu (que no estuvo muy acertado con Cachito), Manuel Palacios (Gitano), Imanol Uribe (La carta esférica) o Agustín Díaz Yanes (Alatriste), sin mencionar las series para Antena 3 Camino de Santiago y Quart, el hombre de Roma, o las dos versiones televisivas de La reina del sur, han conseguido entregar una cinta que pase de lo aceptable a partir de alguna obra de Pérez Reverte o de algún guion directamente escrito por él.

Tal vez sean las aventuras de capa y espada a las que prestaba su carisma Viggo Mortensen, ese capitán al servicio del rey Felipe IV de España durante la Guerra de los Treinta años, en el siglo XVII, lo más apreciable en resultados estéticos de todos los intentos citados, aunque es dudoso que consiguiera recuperar el presupuesto de 24 millones de euros, el segundo más elevado de siempre en el cine español. La amistad entre el escritor y el director, Agustín Díaz Yanes, así como el acentuado gusto de ambos por la Historia, han vuelto a propiciar, once años después, la puesta en pie de otro costoso proyecto, el titulado Oro.

Para llevar a la selva amazónica a una expedición de conquistadores en busca de El Dorado, la mítica ciudad que el hambre, la miseria y la desbordante imaginación de aquellos desharrapados creía erigida en el precioso metal, Díaz Yanes ha partido de un relato no publicado de Pérez-Reverte, un guion firmado por ambos que contrae una deuda relevante en términos argumentales con la novela de Ramón J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, publicada en 1964, pues las situaciones básicas son muy semejantes a las de la expedición al Amazonas organizada por Pedro de Ursúa y la posterior rebelión de Lope de Aguirre. Desarrollo con pequeñas variaciones e idénticas motivaciones a las de los hombres que tanto Werner Herzog como Carlos Saura enviaron a las mismas tierras persiguiendo la misma quimera en Aguirre, la cólera de Dios (1972) y El Dorado (1988), otra gran superproducción de la época, por cierto, que costó 1.000 millones de pesetas. Lo que ha escrito Pérez-Reverte no se distingue por su originalidad. En este caso las comparaciones son odiosas porque volver sobre una historia ya contada (dos veces) exige aportar algo diferencial que la mejore y –lo lamento- no es el caso.

La película pretende describir la enloquecida aventura de una partida de conquistadores españoles en busca de el Dorado, que inicialmente al servicio del Rey de España, intentan sobrevivir en la selva a base de asesinar a todos los indios con los que se tropiezan y terminan masacrándose entre ellos mismos, hasta que sólo  quedan dos para dar testimonio de que los tejados y las paredes de oro de El Dorado son solo una quimera. La selva amazónica, que debería ser el más grande y primer personaje, asfixiante, opresivo, determinante de las dinámicas autodestructivas que laminan a los soldados, carece de ese punto de agresividad que uno esperaba descubrir, es un espacio bellamente fotografiado, pero apenas un lugar de paso relativamente holgado. Ni los caimanes que no se ven, ni las arenas movedizas, las lluvias o los accidentes climáticos poseen la más mínima capacidad de conmovernos.

Oro cuenta con un buen reparto, un grupo de excelentes actores que no consiguen por sí solos mantener el interés de una historia desfalleciente, a pesar de una violencia extrema descrita de un modo que termina por parecer rutinaria. Pero es necesario mencionarlos porque todo lo bueno que tiene el filme se relaciona antes que nada con ellos, sus rostros feroces, sus voces trabajadas: Raúl Arévalo y Óscar Jaenada mantienen un duelo viril que desprende destellos de autenticidad; José Coronado, por el contrario, no está a la altura de sus mejores trabajos (a las órdenes de Urbizu) por indefinición; Antonio Dechent, José Manuel Cervino, Luis Callejo, Juan José Ballesta, Andrés Gertrúdix, Diego París, lidian con las escasas posibilidades que tienen; el personaje de Bárbara Lennie, la dama deseada por la soldadesca y motivo de disputas en la expedición no consigue transmitir la pasión febril que se supone ha de inocular en aquellos hombres; Anna Castillo y Juan Carlos Aduviri se esfuerzan por evitar la caricatura de criada de la dama y de indio sabelotodo que guía a través de la espesura de la selva dejando caer frases tan poco naturales como: “¿están lejos? No están lejos, están aquí”. Juan Diego, que lleva los últimos años iluminado por las musas en los papeles que ha interpretado, tiene que sostener en esta ocasión a un individuo que bordea involuntariamente la comicidad. Está a muchas leguas del Juan Diego que nos deslumbra en No sé decir adiós.

Raúl Arévalo, Bárbara Lennie y Óscar Jaenada en Oro. Sony Pictures España

Díaz-Yanes cuenta con un guion poco original, ya lo he señalado, y su capacidad para ponerlo en escena se muestra muy limitada y en ocasiones francamente torpe. Véase, a modo de ejemplo, cuando una serpiente muerde a un personaje: la vemos un instante y acto seguido desaparece de la escena porque nadie se ocupa de ella, el resto de los personajes se queda mirando y la serpiente podría dedicarse a morder a otros incautos. Algo similar sucede cuando dos hombres intervienen en el curso de una pelea para inclinar la suerte del lado de uno de los contendientes de tal manera que uno se pregunta por qué no han intervenido antes. También es reveladora de esa torpeza la secuencia en la que el sargento (José Coronado) recibe el impacto de una flecha perdida  cuando se encuentra en un pequeño grupo, agazapado mientras observa pelear entre sí a unos indios, a los que vemos corretear a través de un agujero entre las ramas. La escena carece por completo de verosimilitud y, peor aún, de dramatismo, a pesar de las consecuencias que tiene. En otra toma un movimiento de cámara desde un plano general de la selva nos permite descubrir a una iguana colocada en primer término; ni National Geographic lo hubiera planificado de una manera tan elemental y decorativa. Algunas situaciones son difíciles de creer, como la reunión de la dama con el soldado que la pretende a espaldas del señor que se la ha quedado en propiedad, pues no otra cosa cabe decir de las brutales normas impuestas por quien detentaba el poder.

José Coronado y Raúl Arévalo en Oro. Sony Pictures España

Son algunos ejemplos tomados al azar de mi memoria indicadores del rastro de falta de inspiración que debilita esta producción de Atresmedia, que sigue el patrón de las que la preceden en la política cinematográfica de esta corporación (como en la de su competencia, Mediaset): una operación publicitaria de altos vuelos, apoyada en los rostros y prestigio de un buen grupo de intérpretes, con un “look” de solvencia técnica y una solidez global mucho más aparente que real porque en la historia y en la realización se encuentran los pies de barro.

 

Los animales tienen alma

Los animales encuentran refugio cinematográfico en el género documental. Y éste, a su vez, suele acogerse al calor de una cadena de televisión, La 2 de Televisión Española, donde acaricia los oídos somnolientos de quienes pueden permitirse una siestecita en el mullido sofá de sus casas. “Los documentales de La 2”, esa institución que si no existiera habría que inventarla porque ofrecen una coartada cultural al páramo televisivo privado y son el último resquicio de televisión pública que aún resiste a la demolición planificada por el gobierno del PP.

Pero a veces los animales saltan de la pequeña a la gran pantalla y del género en el que son fuertes al de la ficción, que no siempre les ha tratado muy bien. El oficio que con más frecuencia les ha sido reservado es el de amenaza para los humanos: King Kong, Tiburón, los dinosaurios del Parque Jurásico, Anaconda u otras especies. Todos los citados, por fortuna, fueron creados artificialmente y ningún animal sufrió para meterse en el papel.

Aunque también han sido numerosos los pacíficos compañeros, fueran éstos niños, adultos o ambos a la vez. Aquí la lista podría ser extensa: la mona Cheetah, inseparable de Tarzan, el perro Rin Tin Tin o la perra Lassie, la ballena Willie…

Los niños, claro, siempre estuvieron desprotegidos ante las conservadoras ideas educativas, no siempre muy presentables, de un tal Walt Disney con sus dálmatas, su Dumbo, su Rey León, etc. Pero mucho peor que eso, los niños y sus papás han sido ignorantes del sufrimiento de los simpáticos animalitos de carne y hueso protagonistas de otras historias que tanta gracia les hacían, desde Babe el cerdito valiente hasta el legendario delfín Flipper.

Dicen las malas lenguas que muchos cochinillos tuvieron que ser sacrificados durante el rodaje de Babe. Y respecto a Flipper, Richard O’Barry comentó el gran trauma que supuso para él ver cómo el delfín llamado Cathy, del que era adiestrador, moría en sus brazos por el procedimiento de dejar de respirar voluntariamente (cosa que en efecto los cetáceos pueden hacer, a diferencia de los humanos). El suicidio del inteligente animal lo atribuyó a los padecimientos que soportó hasta convertirse en estrella de la televisión, de los que O’Barry se sentía responsable (aunque para encarnar el personaje de Flipper no sólo se utilizó un delfín sino cinco). O’Barry decidió convertirse en militante defensor de los derechos de los delfines y su historia se cuenta en una apasionante película titulada The Cove realizada en 2009 por Louie Psihoyos, que entre otros muchos premios ganó un Oscar al Mejor Documental. Psihoyos y O’Barry denunciaban las matanzas sistemáticas de estos animales en Taiji, Wakayama, Japón.

También hay documentales más luminosos, aunque no menos dramáticos, por motivos bien distintos, que The Cove. Me estoy refiriendo a una de las películas de no ficción más emocionantes que yo recuerdo haber visto nunca con animales de la jungla por protagonistas: The Last Lions, producido por National Geographic y dirigido por Dereck Joubert en 2011. Cuenta la lucha por la supervivencia de una leona y sus cachorros con tal habilidad narrativa y tal dominio del suspense y de la puesta en escena que se diría que los felinos eran actores perfectamente aleccionados para ubicarse en el encuadre, cosa que, naturalmente, no era cierta, pues el registro de imagen es estrictamente documental. Recuerdo una secuencia con un cachorrito arrastrándose herido que casi me hizo saltar las lágrimas de emoción. La recomiendo encarecidamente.

Hoy se estrena en España una película en la que los animales son en cierto modo protagonistas no acreditados. Su título, Spoor (El rastro) y su directora, la veterana Agniezska Holland. Y a pesar de que narra una historia con tintes oscuros, de crímenes en un medio rural, en los Sudetes polacos, creo que gustará a los amantes de los animales, aunque no verán en la publicidad que se haga mención a este aspecto de la misma porque se trata de un thriller cuyo interés aparente se aleja de él.

Una actriz para mí desconocida, Agniezska Mandat-Grabka, que recibió la recompensa a su excelente trabajo en el festival de Valladolid en forma de Espiga de Oro (ex aequo con Laetitia Dosch, por Jeune Femme), interpreta a una entrañable, bastante excéntrica y solitaria ardiente defensora del reino animal, comenzando por sus dos perros, la única familia que se le conoce.

Conmueve ver a la señora Duszejco buscarlos el día en que no aparecen como de costumbre correteando en su casa en el campo. Emociona verla enfrentarse a los cazadores que organizan grandes batidas para exterminar a la fauna salvaje. Nos ponemos a su lado cuando acude infructuosamente a la policía para denunciar a un vecino que mató a un joven jabalí, al que ella se abrazaba compungida e impotente mientras la fiera agonizaba. Podríamos abofetear en su nombre al cura que con absoluta insensibilidad e ignorancia le dice que su dios prohíbe matar pero sólo se refiere a las personas y no a los animales, porque ésos no tienen alma y por tanto no se salvarán.

Por las imágenes de Spoor (El rastro) se cuelan muchos animales, perros, jabalíes, corzos, zorros, hurones, pájaros que yo no identifico, mientras se va sucediendo una serie de crímenes que la policía, un tanto despreocupadamente, debe investigar. A veces observamos a través de la mirada de los animales el absurdo y desquiciado mundo de los humanos. Holland los fotografía agazapados entre las ramas de los árboles o la maleza del bosque, deja entrever su miedo, o les permite huir aterrados ante las detonaciones que escupen las escopetas de los asesinos, que es lo que la señora Duszejco llama a los que posan ufanos ante su cosecha de cadáveres de cuadrúpedos inocentes. Y vemos toda la compasión hacia esas víctimas de la crueldad humana –algunos lo llaman deporte- no sólo en la manera con que la señora Duszejco intenta protegerlas sino en el modo en que la realizadora pone el foco tanto en la mujer como en esos animales, desdeñando un tanto la trama policial, que resulta coja.

Es cierto que como thriller Spoor (El rastro) no satisfará demasiado a quienes se interesen particularmente por los mecanismos narrativos del género, la investigación, el suspense y el enigma sobre el autor de las muertes de los cazadores, porque en el fondo la realizadora tampoco parece demasiado interesada en él. El relato adquiere más densidad en el esbozo de un retrato colectivo, de una sociedad cerrada, atrasada, insensible y estúpida, y de una atmósfera viciada que en el de los personajes que cobran más presencia y cercanía, a excepción hecha de la protagonista. De lejos, la tontuna de algunos bípedos y sus ridículas maneras de morir nos recuerda al horizonte Fargo de los Coen, eso sí, trasladados al paisaje polaco, su idioma, su tipología y mentalidad.

La pregunta que yo le hubiera hecho a Holland de haber tenido ocasión es si puede aplicarse en este caso el viejo rótulo de “Ningún animal sufrió daños durante el rodaje”, lo que a menudo es completamente falso, o si los animales que son sacrificados en escena lo son también en la realidad. Me apostaría el bigote a que la respuesta no me iba a agradar. Y entonces me pregunto: ¿es legítimo denunciar en una película el maltrato animal maltratando a animales? ¿Es tolerable esa contradicción? ¿Ustedes qué opinan?

Fanáticos contra Isabel Coixet

En un post reciente, titulado Algunos videos los carga el diablo, intentaba este cronista defender a Anna Maruny, una actriz que estaba recibiendo palos hasta en el carnet de identidad por haber participado en una desdichada pieza propagandística puesta en circulación por los partidarios de la independencia de Cataluña. El video era en mi opinión infame pero la actriz oficiaba de actriz y por tanto las críticas debían ser dirigidas a los responsables de aquél, no a ella. Tonterías, pensaron muchos, muchísimos, una legión, ella se lo había buscado. Me quejé entonces de no haber visto una reacción proporcionada de la profesión, de sus compañeros, salvo un par de ellos, en su defensa.

A Isabel Coixet, la directora catalana, española y universal, le había pasado algo parecido, pero esta vez los golpes le llovían del lado contrario. Y eran más graves y dolorosos. No sólo se limitaban al acoso en las redes sino que hasta su familia, su madre, ha tenido que sufrir los insultos, las pintadas, etc, el habitual despliegue de desprecio orquestado que durante tanto tiempo hemos visto en Euskadi en los años de plomo de ETA, que creíamos impropio de la civilizada Cataluña. Qué ingenuos éramos; la civilización de un territorio o de la comunidad que lo habita no vacunan contra el virus del nacionalismo excluyente y cuando se dan las condiciones favorables la infección puede extenderse como una epidemia letal.

Isabel Coixet presenta La librería durante la SEMINCI. Javier Álvarez-EPV-EFE

Isabel forma parte valiosa del patrimonio cultural catalán, y por tanto español, mal que les pese a quienes le niegan el pan y la sal porque no comulga con ese sentimiento egoísta y fanático. No hay derecho a que haya tenido que defenderse  casi en solitario de las descalificaciones a las que ha sido sometida con lindezas del tipo “fascista” y otras cositas semejantes por dejar por escrito algunas reflexiones, como la necesidad de “tender puentes, de centrarnos en las cosas que tenemos en común, de solventar las diferencias y las injusticias con auténtica y genuina voluntad de diálogo, de enfrentarnos juntos, todos los europeos en un marco federal, sin distinciones de pasaportes, a los desafíos de un mundo descabezado, convulso, ardiente, complejo y terrible”. Ojalá me equivoque y me haya pasado desapercibido pero ¿ha habido algún pronunciamiento de la Academia de Cine de Cataluña, o de la Española ofreciendo amparo, protección y cariño a Isabel Coixet por las barbaridades que ha tenido que escuchar? Con mucho gusto rectificaré si descubro que estoy mal informado, pero me temo lo peor.

Dada la inflación informativa con las peripecias del president y sus consellers más fieles, o más cobardes, fugados, todas las portadas y programas de radio y televisión dedicados día sí, día también, a este interminable procés, las historias particulares, como las de Maruny y Coixet (sin intentar establecer paralelismos forzados) pasan a un limbo en el que dejan de ser noticia, pero ello no significa que el sufrimiento haya desaparecido. Me lo preguntaba cuando veía los esfuerzos de Isabel en centrarse en hablar de su última película, La librería, en el festival de Valladolid, sin poder evitar tener que referirse a la pesadilla nacionalista: “Me afecta mucho todo, también a la salud. Tengo ataques de angustia, pero no soy la única. En este momento, hay mucha gente en un estado de angustia y tristeza muy profunda, en un estado de incertidumbre. Es muy difícil vivir así la vida cotidiana”.

Isabel Coixet y Bill Nighy en la SEMINCI. R-GARCIA-EFE

Triste testimonio que nos habla de los tiempos de intransigencia, de la falta de respeto a las opiniones disidentes, que vivimos. Tiempos en los que si no comulgas con las ideas supuestamente mayoritarias te asaetean en las redes sociales no con argumentos sino con palabras de grueso calibre, con insultos, en realidad. Para muestra uno tiene algunos comentarios recibidos en algunos posts de este mismo blog. Por fortuna, también hay personalidades respetadas dispuestas a ofrecer su hombro a quienes lo merecen que compensan las infamias, como la de Álex Grijelmo en este diario en su carta abierta a Isabel Coixet.

Como La librería se estrena el próximo día 10 vale la pena dejar consignado que esta adaptación literaria del libro homónimo de Penelope Fitzgerald ha ganado el premio a la mejor adaptación literaria en la Feria del Libro de Frankfurt. El filme cuenta con un reparto cuyos integrantes te permiten paladear las palabras: la actriz inglesa Emily Mortimer, la norteamericana Patricia Clarkson y el británico Bill Nighy.

Todos ellos ponen la alfombra de una historia que fascinó a la directora catalana porque rescata, antes de su desaparición, ese mundo en extinción que son los libros de papel y las librerías de viejo, templos en los que se huele el polvo acumulado sobre los anaqueles. A Coixet le encanta el tacto de los lomos encuadernados, el diseño de los títulos sobre las portadas, el silencio religioso que reina en esos espacios. La librería es un canto de amor a todo eso y tiene un aire de despedida, de testimonio sentimental de que hubo un tiempo en que leer libros significaba entrar allí, mirar, tocar, hojear y comprar algún ejemplar, o encargar otros no presentes.

La película no se limita a eso, claro, porque sería excesivamente leve la materia para dar densidad al relato, y le añade la crítica a una clase y unos modos y mentalidades sociales muy reaccionarios. Cuando alguien tiene un sueño, otro tiene que oponerse a él para establecer un antagonismo sin el cual no habría conflicto ni habría historia que contar.

Emily Mortimer encarna a la viuda Florence Green que debe enfrentarse a las fuerzas vivas de la ciudad encabezadas por la señora Gamart, para poder llevar a cabo su ilusión de levantar y mantener el negocio de una librería en la pequeña población costera de Hardborough, Suffolk. Esta buena mujer, empeñada en fundar un centro de arte en la Casa antigua, en la que Florence ha plantado su negocio, está interpretada por Patricia Clarkson, la actriz norteamericana con la que Isabel Coixet ha contado por tercera vez, y tiene el perfil característico de mujer intrigante y pérfida que le hace la vida imposible a la protagonista, más por maldad pura y dura que por otros motivos más justificados.

Isabel Coixet dirige a Emily Mortimer en La librería. A Contracorriente

Florence cuenta con dos aliados para mantenerse en su amor por los libros, desmesuradamente expresado en las 250 copias que pide de Lolita, en cifra incomprensible dadas las inexistentes ventas que lleva a cabo en una localidad que apenas tiene un único lector o aficionado a la lectura. Los dos aliados son la niña Christine (Honor Kneafsey), que trabaja como ayudante en la librería y el señor Brundish, un misántropo que vive recluido en un caserón plantado en lo alto de una colina, con el que establece una conexión espiritual lamentablemente demasiado tardía. Bill Nighy le da a este personaje el aire aristocrático, flemático pero enérgico, que los grandes actores británicos saben dar.

La vida transcurre sin demasiados sobresaltos a lo largo de la película hasta que todo se precipita al final, con lo que buena parte oscila entre el preciosismo de la imagen, la cadencia del inglés pronunciado con delectación y los gestos de hipocresía de los que se oponen a Florence, una falta general de tensión que afecta al ritmo y a la historia en sí misma, sólo agitada en la fase del desenlace. No es el cine más logrado de Coixet; la frialdad de la sociedad británica se refleja en el modo narrativo, como sucedía en Nadie quiere la noche (2015); tampoco tiene el sentido del humor de Aprendiendo a conducir (2014), sus dos últimos largometrajes de ficción. Pero uno encuentra en él la sinceridad de una cineasta que ama a sus personajes y trata de infundirles su calor, su fuerza y su determinación por conseguir sus objetivos.

Patricia Clarkson y Bill Nighy en La librería

Ojalá Isabel Coixet no tuviera que hablar de política forzada por los malos modos que tanto se estilan. Ojalá pudiera limitarse a expresarse cuando le apeteciera, como una ciudadana más preocupada por las injusticias o las desigualdades, libremente, sin temor a ser criminalizada en su propia tierra. Ojalá cuando comparezca para hablar de sus películas nadie tenga que preguntarle más que por la materia con que las crea.