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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Intolerancia, pero no la de Griffith

Cuando era niño mi madre tuvo que soportar mi rebeldía frente a las comidas que ella preparaba y yo tercamente rechazaba porque no podía con ellas. Me tomó mucho tiempo, pero, felizmente, cuando maduré redescubrí los sabores de la paella, del cocido, de las lentejas o las verduras; todo aquello que antaño me sabía a rayos pasó a ser gloria bendita. Nunca supe y aún sigo preguntándome por qué y cómo cambió mi percepción de lo que era malo y lo que era bueno, pero soy más feliz desde aquel momento en que pude disfrutar de un espectro gastronómico mucho más amplio que el de mi niñez.

Con el cine me sucedió algo similar durante la adolescencia y años inmediatamente posteriores. Despreciaba muchas películas simplemente porque me parecían malísimas, al tiempo que encontraba sublimes las que me gustaban. No tenía término medio, el cine se dividía entre bodrios y obras maestras, con la particularidad, claro está, de que los primeros eran muy superiores en cantidad a las segundas. También el conocimiento que trajo ir cumpliendo años y aumentando el número de filmes que había visto, además de la cultura adquirida en el ejercicio de mi profesión, fueron atemperando mi carácter intolerante y permitiendo que pudiera reexaminar mis criterios al contacto con las opiniones de otras personas, a las que concedía crédito por su prestigio intelectual. A diferencia de lo que me pasó con las comidas, en este terreno sí fui capaz de entender el por qué de mis variaciones de gustos: con la edad fui abandonando esa actitud tan infantil de creer que uno lo sabe todo y que puede erigirse impunemente en juez supremo para calibrar las cosas que otros hacen y otorgarles los certificados de calidad sin dudarlo ni un instante. Eso fue también una cuestión de madurez.

El crítico Anton Ego con la voz de Peter O’Toole en Ratatouille. Twitter.com

No siempre resulta fácil de aplicar con corrección el principio que acabo de expresar. Lo dicho no significa que uno nunca pueda pronunciarse con rotundidad acerca de lo que opina de tal o cual obra. En ocasiones nos parece muy evidente que las consagradas como maestras en las enciclopedias lo han sido por razones que ya son incuestionables para todo el mundo y nos atrevemos, con todo merecimiento, a repetirlo nosotros sin temor a actuar como integrantes de un rebaño. En otras no nos parece tan claro. Pero nadie con un mínimo de conocimiento –he ahí la clave, saber o no saber- osaría como hice yo a la edad de quince o dieciséis años hablar mal de Ciudadano Kane, uno de los títulos que ocupan con frecuencia el primer puesto en las listas de las más grandes obras cinematográficas de todos los tiempos. Tampoco de otros muchos de los que hoy se consideran “clásicos”, cuya enumeración sería interminable, que concitan el acuerdo de tutti quanti.

Sin embargo la cosa no es tan incuestionable cuando se trata de hablar de obras contemporáneas. Ahí los críticos son legión en todo el mundo y las actitudes se diversifican. Hay críticos acreditados, profesionales, y críticos aficionados. Entre los primeros los hay de todos los colores y, por supuesto,  en ocasiones no se ponen de acuerdo sobre cuáles son los mejores o peores filmes de la temporada, o cuáles son los merecimientos de éstos o aquéllos, aunque forzoso es reconocer que otras muchas veces sí alcanzan un convenio general. Entre los segundos, como es natural, las discrepancias se multiplican exponencialmente. Ahora que cualquier espectador dispone de herramientas para dar a conocer su dictamen a través de las redes sociales, especialmente a través de Twitter o mediante sus propios canales “periodísticos”, como de facto son los blogs, el debate adquiere dimensiones desbordantes.

Orson Welles en un sello conmemorativo de Ciudadano Kane

Todo esto tiene en sí mismo un aspecto positivo, la sabiduría ya no es patrimonio incuestionable en poder de los sumos sacerdotes, los privilegiados que desde el púlpito de sus artículos de prensa, radio o televisión sentaban cátedra, a menudo muy discutible. También, como es natural, la multiplicidad de opiniones que se hacen escuchar o leer, cuya solvencia o seriedad se desconoce, presenta otros inconvenientes. Para mí, el fenómeno más fastidioso es el de la frecuente tendencia que puede se observa a pronunciarse categóricamente a favor o en contra de los autores o de las películas, a dividir el mundo cinematográfico entre el paraíso y el infierno, arriba lo que me gusta a mí, abajo lo que odio, que, sorprendentemente, no es una actitud exclusiva de simples y sencillos amantes del cine a los que no es posible exigir rigor ni rectitud en el juicio, sino que uno puede encontrarla en personas de elevado nivel cultural.

No es de esta intolerancia de la que hablamos…

Siento una gran admiración por una persona que escribe como los ángeles y vierte su don en columnas de prensa y aún más en el territorio –casi sagrado para mí- de la ficción literaria, bien que en su caso combina lo inventado con elementos biográficos que le facilitan un sello de autenticidad potenciadora de la emoción, y a pesar de esto manifiesta esta sorprendente tendencia reduccionista. Me parece increíble que su lucidez y exquisitez en la escritura sobre temas de actualidad, su finura de análisis y su capacidad de síntesis, su mordacidad y agudo sentido del humor, sinónimos de acerada inteligencia, sean compatibles con un carácter destructivo al penetrar en el ámbito cinematográfico. Le escucho o le leo manifestar opiniones sobre las películas como quien dispara a matar; bajo su fuego a discreción no hay actores o directores que se salven de recibir una ráfaga demoledora de improperios y descalificaciones sumarias. Perdón, sí que los hay, sus preferidos son intocables y los argumentos con los que canta sus excelencias despliegan un escudo protector a salvo de cualquier crítica ajena. No puede reprochársele falta de compromiso porque su pasión a la hora de amar a sus elegidos iguala en intensidad el calibre de sus fobias. Sí sería deseable una flexibilidad de la que adolece a la hora de destripar lo que no estima, un cierto sentido del respeto que considero imprescindible.

Quienes así encaran una conversación acerca de un film se comportan como si el arte pudiera ser revelado a la luz de una ciencia exacta, una postura que no puedo calificar de otra manera que de pueril. Y existen pocas cosas tan subjetivas como las que pertenecen a ese dominio, tan susceptibles de ser elevadas a lo más alto por unos y despreciadas a la vez por otros. Tal vez en ese aspecto sólo pueda comparársele la política. En fin, nadie estamos a salvo de incurrir en el pecado que estoy señalando. La línea que separa la exigencia de sinceridad u honestidad en el análisis de una película (vale decir lo mismo de cualquier otro tipo de obra artística) de la crítica que destruye y pulveriza cuando nuestra impresión es muy negativa se difumina de modo alarmante. Yo mismo debo aplicarme el aviso para estar muy atento, como puede que alguien pensara al leer un reciente post en el que hablaba de la última entrega de Star Wars.

Una película no es solo un producto en el que invierten productoras que extraen colosales beneficios o que arriesgan todo el capital, grande o pequeño, que poseen y lo pierden en una jugada mal calculada. Una película es el resultado del esfuerzo ingente de muchas personas que han dedicado gran parte de su tiempo, su trabajo y su dinero para poder llevarla a cabo. Una película puede tener ambiciones artísticas, comerciales o una mezcla en proporciones muy cambiantes de ambas cosas. En función de esas variables, nos sentimos más o menos legitimados a ser severos o indulgentes.  Por eso hablaba más arriba de respeto. Yo entiendo como ineludible la obligación de ser uno mismo y no plegarse a componendas; ni el halago fácil ni la postura intransigente que queda muy moderna porque tiene gancho. Lo verdaderamente difícil cuando una película no nos satisface es separar el grano de la paja, encontrar lo bueno, si es que lo tiene según nuestra opinión, y si no es así dejarse seducir por la elegancia y evitar ofender la inteligencia del interlocutor con exabruptos. Pero, ay, se corre gravemente el riesgo de ser tachado de tibio, o pusilánime. Y eso no vende. Convendría prestar atención a lo que Peter O’Toole nos decía cediendo su voz cansada al pérfido crítico gastronómico Anton Ego en Ratatouille, Oscar de animación de 2007:

«En cierto modo el trabajo de un crítico es fácil… Arriesgamos muy poco, gozamos de una situación superior a aquellos que nos ofrecen confrontar su trabajo y a sí mismos con nuestro juicio. Vibramos con las críticas negativas que son fáciles de escribir y de leer, pero los críticos debemos enfrentarnos a la amarga verdad de que, en el esquema gigante de las cosas, un simple bocado de basura tiene más sentido que todas nuestras críticas juntas».

Diez días que estremecieron al mundo

La madrugada del  25 de octubre, 7 de noviembre según el calendario gregoriano, de 1917 el sóviet de Petrogrado, capital de la Rusia imperial zarista, asaltó siguiendo las instrucciones de Lenin el palacio de Invierno, sede del gobierno provisional y se hizo con el poder. Obreros, militares rebeldes y milicianos bolcheviques estaban fraguando con aquella ocupación los cimientos de la Revolución de Octubre, sentaron las bases de lo que cinco años más tarde se llamaría la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, un país inmenso e inmensamente pobre que se convirtió en la gran superpotencia socialista capaz de plantar cara a la nación más poderosa del mundo, los Estados Unidos de América. Tuvo, no obstante, que pagar un precio también descomunalmente alto: las purgas estalinistas, la inmensa mayoría de dirigentes comunistas que habían hecho la revolución en el partido de Lenin torturados y asesinados, millones de personas perseguidas y después, durante la Segunda Guerra Mundial, 20 millones de muertos, entre soldados y ciudadanos soviéticos, para derrotar al ejército nazi. Y el remate fue la desnaturalización y pérdida de gran parte de los ideales del socialismo.

Lenin arengando a las masas durante la Revolución de Octubre de 1917

La Gran Revolución de Octubre, de cuyo acto germinal mañana se cumplen cien años, también alumbró un arte nuevo y revolucionario, el cine, cuya potencialidad propagandística, en una sociedad con unos niveles de analfabetismo en el conjunto de la población acordes con el atraso secular, no se le escapaba a los nuevos dirigentes. Muchos jóvenes directores, aleccionados por el poder, tomaron las cámaras y lograron la cuadratura del círculo: producir películas de agitación política, llevar a cabo una labor pedagógica y realizar un cine experimental que dio un impulso decisivo al desarrollo del lenguaje cinematográfico mediante aportaciones teóricas plasmadas en algunas obras maestras de la historia del cine. Los nombres mayúsculos que configuran esta vanguardia artística son Sergei M. Eisenstein, Vsevolod Pudovkin, Dziga Vertvov y Lev Kuleshov. No son los únicos, pero seguramente sí los más grandes.

Del conjunto de grandes obras que entre todos legaron -antes de que Stalin impusiera la doctrina del realismo socialista en 1934 y acabara con los experimentos- como por ejemplo La huelga (1924) y Octubre (1928), de Eisenstein, La madre, de Pudovkin (1926), El hombre de la cámara, de Vertov (1929), o Tierra, de Dovzhenko (1930), con toda seguridad es El acorazado Potemkin (1925), de Eisenstein,  la más universalmente conocida y muy especialmente por una de sus secuencias, la de la matanza de las escalinatas de Odesa, materia de estudio obligatorio en las escuelas de cine de todo el mundo. Un desafío para desentrañar la percepción del sentido del tiempo en sus 170 planos contenidos en una duración de seis minutos aproximadamente y una referencia cumbre para otros importantes directores de todas las épocas.

Si alguno de ustedes no ha visto El acorazado Potemkin es posible que sí haya visto Los intocables de Elliot Ness, dirigida en 1987 por Brian de Palma en la que el director de Carrie rinde un homenaje al maestro soviético trazando un paralelismo con la escalinata de la estación Grand Central Terminal de Nueva York, en una secuencia igualmente brillante, en la que por supuesto no falta el carrito del bebé a punto de despeñarse escaleras abajo. Por cierto, la secuencia se rodó en realidad en la Union Station de Chicago, lo que demuestra que a la relatividad del tiempo se le acompaña la del espacio e incluso la de la acción: De Palma, siempre audaz, había permutado el ataque del ejército zarista al pueblo de Odesa por el enfrentamiento a tiros de Elliot Ness (Kevin Costner) y sus nueve hombres «intocables» contra los pistoleros del capo de los gángsters, Al Capone (Robert de Niro).

El cineasta polaco Zbigniew Rybczyński en 1987 utilizó también la misma secuencia mítica para realizar un mediometraje de 24 minutos de duración titulado Steps. Al dramatismo de la secuencia monocromática de Eisenstein se sobrepone la imagen en color de un grupo de turistas, cámara en ristre, perfectamente integrados en la acción en la que hombres, mujeres y niños tratan de escapar al fuego del ejército zarista huyendo despavoridos escalinata abajo… Una versión sorprendente de la secuencia clásica a la cual añade un extraño y negrísimo sentido del humor.

También fue sorprendente ver que Warren Beatty se marcaba en 1981 en el corazón de Hollywood una superproducción de 230 minutos de duración titulada Rojos para glosar la figura del revolucionario norteamericano más famoso del siglo, el periodista que fundó el Partido Comunista de Estados Unidos, John Reed. Escuchar los sones de la Internacional a todo trapo, con cientos de extras portando banderas rojas adornadas con su hoz y martillo correspondiente, enmarcados en la estupenda fotografía de Vittorio Storaro ganadora de un Oscar, para proyectarse “en las mejores pantallas” de todo el mundo y que aquello no oficiara como ladina propaganda anticomunista es una de las contradicciones más flagrantes del capitalismo. O una alucinante prueba más de su poder para asimilarlo todo. Pero también una experiencia estética emocionante.

Warren Beatty escribía, dirigía e interpretaba a John Reed en una función que no sólo le procuró –a él también- un Oscar a la Mejor dirección sino que hacía olvidar, aunque fuera momentáneamente, la fama de promiscuidad sobrehumana que le perseguía. Los 12.775 polvos en 35 años que Peter Biskind le calculó (¡ejem!) se tradujeron en el pasmoso aserto de Entertainment Weekly: «la vida sexual de Beatty es su mayor contribución a la cultura pop». Al menos en su época de esplendor, nadie se quejó nunca de haber pasado por el lecho de este latin lover; muy al contrario, muchas mujeres, famosas o no, presumían de haber podido hacerlo. No se sabe si entre las miles de amantes que se le atribuyen estaba Diane Keaton, que encarnaba cálidamente a Louise Bryant, la esposa del revolucionario norteamericano, con quien participaba con idéntico o mayor entusiasmo en la exaltación de aquellos “diez días que estremecieron al mundo”.

Un actor no es un perro

Parece ser que los perros modifican sus expresiones con un ánimo comunicador. Eso quiere decir que son capaces poner buena cara a los humanos intentando camelarles para que éstos no les aticen una patada o les regalen una carantoña. Ya sabemos de sobra, porque todos lo hemos podido experimentar alguna vez, que cuando enseñan los dientes y acompañan el gesto con un gruñido es que no están de buenas pulgas y es mejor mantenerse a una distancia prudente de ellos. En fin, esto que parece algo muy conocido y fácil de deducir por el común de los mortales ha requerido del aval de un equipo de investigación de la Universidad de Portsmouth (Reino Unido), previo sesudo estudio de los que a uno, ignorante, le parecen materia propia del conocimiento inútil.

“Hemos demostrado que las expresiones faciales en los perros están sujetas a efectos de audiencia. Estas pueden adaptarse según la atención humana, lo que sugiere alguna función comunicativa y no simples estados emocionales basados en la excitación de los canes”. O sea, en resumidas cuentas, que los canes son animales dotados de expresividad. Algunos críticos muy severos pensarán al leer esta noticia que es verdad, que Rin Tin Tin era más elocuente con sus muecas que, pongamos por caso, Arnold Schwarzenegger en Terminator. Aclaro, por si hay algún lector despistado, que Rin Tin Tin fue el nombre  del personaje canino interpretado por varios perros de la raza pastor alemán, protagonista de una serie de televisión de los años 50.

Un simpático can muy expresivo. EFE

A mi amigo David Torres no le ha gustado nada Blade Runner 2049 y sospecho que gran parte de la culpa se la atribuye a Ryan Gosling. David le tiene una tirria desmesurada –creo yo- al protagonista de Drive y La La Land, a quien considera tan hierático como al oráculo de Delfos. Bien, diré antes que nada que a mí la ficción de Denis Villeneuve sí me gustó y mucho. Considerablemente. Tanto que, de no ser por tres cositas (aunque no menores) que la rebajan la calificación, yo la habría adjetivado como obra maestra. Pero no es éste el momento de entrar en esos detalles.

Sin que yo piense que Ryan Gosling es el hermano gemelo de Jerry Lewis, desde luego que no, en realidad coincido con David en que este actor maneja un aparato facial más bien parco en recorrido, mucho. Pero eso no le hace inútil para según qué papeles. De hecho, hay muchos actores en la historia del cine que convertían su severidad, o su economía de gestos, en el principal atractivo de sus personajes. Pienso, por ejemplo en el Alain Delon de El silencio de un hombre (El samurái) y me pregunto si Jean-Pierre Melville no se pondría de los nervios en más de una toma. Sin ir tan lejos, tampoco es que Harrison Ford hiciera ningún despliegue armamentístico de guiños en el Blade Runner de Ridley Scott. Fácil que tuviera en la cabeza el careto de Humphrey Bogart en Casablanca.

Ryan Gosling en una escena de Blade Runner 2049

¿Por qué los directores aceptaban tanta austeridad en sus actores? ¿Eran instrucciones suyas o cosa de las estrellas? Para indagar en esta peliaguda materia habría que ir caso por caso pero yo prefiero tirar por la calle de en medio y atribuirlo a que los directores tienen muy presente el nunca bien ponderado Efecto Kuleshov.

La última vez que leí algo respecto a este principio del montaje cinematográfico fue en relación con Pablo Iglesias e Irene Montero. Resulta que un video de Europa Press contenía un inserto de un plano en el que estos dos peligrosos delincuentes se reían mientras los demás diputados aplaudían en memoria del asesinao Miguel Ángel Blanco. Dicho de otro modo: entre dos planos de la bancada que guardaba respetuoso silencio se incrustaba la imagen de los podemitas sonrientes. Lo malo es que ese plano no correspondía al mismo momento de la sesión. ¡Hombre, un poco chusca, la manipulación! Cambiar el contexto de una imagen, ya lo ven, cambia por completo su significado.

 

Aquí llega la explicación académica del Efecto Kuleshov. El cineasta que presta su nombre elaboró la teoría del montaje así denominada en la Unión Soviética de los años veinte. Para ello mostró tres secuencias compuestas de tres planos. El primero era el rostro de un actor más bien cara de palo de nombre Iván Mozzhujin. El segundo era un plato de sopa. Y el tercero, el mismo actor que esbozaba una mínima sonrisa. El espectador atribuía un significado fácil de deducir al rostro del personaje: la satisfacción de un hambriento.  A continuación, en la siguiente secuencia, Kuleshov cambiaba el plato de sopa por una mujer dentro de un ataúd dejando exactamente el mismo rostro del actor por delante y por detrás. El espectador ahora veía la pena reflejada en el gesto de Mozzhujin. Cuando Kuleshov sustituía el ataúd por una niña jugando con un oso de peluche, el espectador interpretaba que el actor ya no estaba triste sino que sonreía pensando en dios sabe qué.

La conclusión de este bonito experimento es que el espectador participa activamente en la atribución de significados a las imágenes en función de los contextos en que las percibe y que, por tanto, el mismo gesto es susceptible de ser interpretado de maneras muy distintas, como si se tratara de expresiones diferentes. Lo más divertido de todo esto es que no está del todo claro que el ensayo consistiera exactamente en lo explicado ya que aunque consta la explicación aportada por Pudovkin, el propio Kuleshov añadió más mordiente a  la mitología de su “Efecto” afirmando en una tardía entrevista que no hubo tal mujer en el ataúd, sino ¡una mujer desnuda en un sofá! Vaya, que sin cambiar el fondo de la cuestión la forma había adquirido un aspecto bastante menos fúnebre. Aunque muchos se temen que esto respondía o bien a una tomadura de pelo o bien a una involuntaria y senil confusión.

Aquí debajo pueden ver una versión didáctica y pícara realizada por el maestro Alfred Hitchcock.

En este punto volvemos a los perros, a los actores de limitada expresividad a Kuleshov y a Iglesias-Montero con las siguientes deducciones:

  1. Los perros y los actores pueden ser excelentes intérpretes, tan sólo hace falta una correcta aplicación del Efecto Kuleshov en el montaje.
  2. Ryan Gosling ofrece un excelente rendimiento en Blade Runner 2049. Su rostro puede denotar tristeza, soledad, dureza o fragilidad según convenga a Denis Villeneuve y siempre en función de con quién se vea las caras y de las cosas que se ve constreñido a hacer. Y eso sin tener que mover apenas un músculo de la cara, es la gracia que tiene.
  3. Pablo Iglesias e Irene Montero no son actor y actriz y no hay por qué ubicar los planos en que aparecen sonriendo cuando todo el mundo guarda respetuoso silencio por un asesinado. En ese caso Kuleshov tiene vetada su presencia.

Aunque lo intuyeron, a los señores investigadores de la Universidad de Portsmouth seguramente no se les ocurrió pensar en las ilimitadas posibilidades que ofrece un arqueo de cejas a tiempo o un sutil movimiento de orejas si hablamos de cine. Incluso si los protagonistas de estos ademanes son peludos y ladran.

El Che no ha muerto

Cuando Ernesto Guevara fue vilmente ejecutado por el Ejército boliviano, obediente a las órdenes de la CIA, el 9 de octubre de 1967, estaba lejos de imaginar cuál sería una de sus pesadillas. No el hecho de que la revolución en Latinoamérica, a la que él había entregado la vida, había fracasado; tampoco el que el régimen cubano hubiera tenido que enrocarse para sobrevivir al acoso del enemigo imperialista de tal manera que, en muchos aspectos, resultaran irreconocibles en él los ideales que le alientan. No. Podemos apostar que, si hubiera cedido a la tentación de contemplarse a sí mismo, dejando por un instante de lado la causa, lo más insufrible para él hubiera sido ver su rostro convertido en una efigie -él que tanto despreciaba el culto a la personalidad- y para más inri transformado en uno de los más difundidos y vigorosos iconos del consumismo capitalista. Tal es el poder de la imagen que, a fuerza de reproducirse sin control, muta y se confunde con los valores del canal que la utiliza. El capitalismo todo lo traga. Lo que no le mata le engorda.

La celebérrima fotografía del Che de Alberto Korda

Todo el mundo ha visto esa fotografía en un póster alguna vez. El 5 de marzo de 1960 en la capital cubana, hermoso, triste y  desafiante a sus 31 años, la mirada perdida, el Che posaba frente al objetivo durante apenas unos segundos antes de desvanecerse en la escena tras un nutrido grupo de hombres en el acto de despedida a las víctimas de la explosión del buque La Coubre, que arribaba desde Bélgica a La Habana para proveer de armas y municiones a la recién nacida Revolución. Alberto Díaz Gutiérrez, más conocido por Alberto Korda, tampoco pudo jamás imaginar que una de sus imágenes, encargadas por el diario Revolución, le convertiría en el fotógrafo anónimo más reproducido del mundo y a su “Guerrillero heroico” en lo que es hoy: el retrato más simbólico de la Historia.

Che Guevara, pintura de Gerard Marlange atribuida a Andy Warhol

Pero, ay, a su primigenio significado, el compromiso incondicional con los parias del mundo y la lucha hasta el último suspiro con la justicia social, se le ha añadido una miríada de connotaciones, tantas como variaciones sobre el sujeto, algunas artísticas, las más de ellas bastardas, se han hecho. Que el Che fuera un líder comunista no fue obstáculo para vender con su bella imagen como reclamo la esencia del capitalismo. Desde Andy Warhol (o mejor dicho, Gerard Marlange, un asistente suyo, el verdadero autor de una famosa obra que se le atribuye erróneamente al célebre artista) hasta Mercedes Benz pasando por la Plaza de la Revolución habanera, donde Obama no perdió la ocasión de dejarse retratar para la posteridad en marzo de 2016; y antes, portadas de libros y revistas, camisetas, mochilas, carteles, banderas, gorras, tazas… en cualquier soporte y objeto imaginable; desde un Che gay a otro coronado de espinas que la Iglesia británica utilizó para hacer proselitismo juvenil… El único que no sacó réditos de su trabajo, más allá de su satisfacción o frustración, fue el propio Korda, quien nunca exigió derechos de autor, con una excepción: a la marca de vodka Smirnoff, de la que obtuvo la cantidad de 50.000 dólares de indemnización, que donó a un hospital oncológico infantil de Cuba.

Una campaña publicitaria que Mercedes Benz tuvo que retirar

Obama en La Habana. Alejandro Ernesto (EFE)

El cine ha recibido la visita del revolucionario y le ha dejado colarse hasta el salón en numerosas ocasiones desde el instante mismo en que se convirtió en leyenda. Unas veces para homenajear su figura y otras para denostarla, aunque por lo general poniendo de relieve el inmenso caudal de carisma que sigue atesorando tantos años después de muerto. Apenas unos días después de su captura y linchamiento Santiago Álvarez realizó en 1967 en formato documental, un emotivo mediometraje: Hasta la victoria siempre.

Con el mismo título, treinta años más tarde, el argentino Juan Carlos Desanzo abordaba una biografía, protagonizada por Alfredo Vasco, que cubría el arco que iba desde la infancia del Che hasta la entrada victoriosa en La Habana. Aníbal Di Salvo recogía el guante y llevaba al guerrillero a la selva de Bolivia en donde encontró la muerte. Era la continuación complementaria de ese Hasta la victoria siempre de ficción. Lo llamó, como tantas otras producciones confiadas al influjo del apodo, simplemente El Che (1997). Los dos filmes configuran un díptico en el que pesan más las buenas intenciones que el interés cinematográfico.

Dos años desde la caída del revolucionario tardó Hollywood en mover su maquinaria de chapapote ideológico con la intención de neutralizar lo que consideraban con acierto el emblema más universal y limpio del comunismo dejando la responsabilidad de poner cara al Che en el rostro de Omar Sharif y el de Fidel Castro en Jack Palance. El director de 20.000 leguas de viaje submarino (1954), Viaje alucinante (1966) y El estrangulador de Boston (1968) tuvo el desacierto de aceptar el encargo de este producto típico de la guerra fría: Che! (1969). Háganse una idea, el cartel dice: «La verdadera historia del Che Guevara, que persiguió un sueño de justicia y libertad y creó una pesadilla de terror y violencia». Made in CIA.

Más cerca en el tiempo y más a favor de obra, el brasileño Walter Salles, multipremiado en 1998 con Central do Brasil, nos ofreció en 2004 un Che bisoño, al que el mejicano Gael García Bernal se esforzaba por transmitir calor y proximidad sin evitar que perdiera fuerza y garra en el camino viajando sobre dos ruedas a través del continente sudamericano.  Diarios de motocicleta era ideológicamente mullida y desprovista de aristas y su modelo de coproducción internacional, Brasil-Argentina-Chile-Perú se traducía en un Che homologado y apto para todos los públicos que consiguió una buena aceptación en taquilla.

Mucho más comprometido fue el Che que Steven Soderbergh creó con la inestimable ayuda de Benicio del Toro, también implicado como productor. Del Toro es uno de esos actores multiterreno capaces de despintarse de hombre lobo para calzarse unas botas y una boina e irse a hacer la revolución con un fusil y un puro y que nosotros nos olvidemos del verdadero rostro de Ernesto Guevara. Presentada por razones comerciales en dos partes de 140 minutos cada una, Che: el Argentino y Che: Guerrilla (2008) esta soberbia producción –no olvidemos, norteamericana- contiene las suficientes dosis de veracidad y energía para ser considerada como la aproximación definitiva a la legendaria figura.

La primera entrega, Che: el argentino, oscila entre una discreta hagiografía en la mirada y la obligada objetividad o fidelidad histórica en los hechos. El guión de Peter Buchman se basa en los cuadernos del Che y mezcla tres momentos históricos: el encuentro en 1956 de los hermanos Fidel y Raúl Castro con Guevara en México, la lucha guerrillera desde el desembarco del Granma hasta la entrada de los barbudos en La Habana en 1959 -la mayor parte del metraje de la película- y la visita del Che como ministro cubano a la ONU en diciembre de 1964. El retrato que presenta no está lejos del modelo canónico de revolucionario, idealista y de moral intachable, compasivo con el enemigo, pero igualmente sin piedad con los traidores.

La segunda mitad, Che: Guerrilla, está rodada con la misma espartana austeridad con que se desenvuelven en la selva boliviana los guerrilleros; recrea minuciosamente las penurias que soportan pespunteadas con ratos de tensa espera y pequeñas escaramuzas, racionamiento de agua y comida y frustración porque los campesinos no se suman a la lucha, pese a lo cual, El Che se niega a que se les incauten las provisiones. Mucho menos optimista y devoto del personaje que la primera, una suerte de melancolía se combina con la admiración contenida en un relato que quiere ser fiel a los principios que inspiraban al guerrillero.

Sin duda el díptico de Steven Soderbergh es la indagación más completa y compleja en esta figura gigante y Benicio del Toro su representación más creíble en la pantalla, no tanto por su mimetización con el personaje real como por el riguroso planteamiento del filme. Otros actores tuvieron que lidiar en plazas menos lucidas. Entre los españoles tenemos nada menos que a Paco Rabal, estrella de una temprana (de 1968) producción italiana, El Che Guevara, que se centra en los últimos meses de vida y combate y está dirigida por Paolo Heusch. El curriculum del director presenta hombres lobo y espaguetti westerns,  y su título internacional es como para echarse a temblar: Bloody Che Contra. Antonio Banderas se ponía la boina y le cantaba a Madonna, a modo de narrador, en el musical Evita de Alan Parker en 1996.  Por último, Eduardo Noriega, por sorprendente que parezca, también encarnó al Che. Fue en 2005, la película se tituló Che Chevara, la dirigió Josh Evans y en este caso la acción se trasladó a Sierra Maestra, antes de la derrota del dictador cubano Batista y la proclamación de la victoria revolucionaria. Junto a Noriega andaban Sonia Braga, en el papel de madre del Che y Enrico Lo Verso, como Fidel Castro… rodada en inglés ¡Uff! Cuesta digerirlo.

Pero si pensaban que lo que acaban de leer en relación con el personaje era el colmo del exotismo esperen a conocer la figura de Freddy Maymura, un guerrillero boliviano de origen japonés que murió junto al propio Che en Bolivia. Una película cubano-japonesa rodada en Cuba y en español, dirigida por Junji Sakamoto, Ernesto, se estrenará en la isla caribeña y el país andino en noviembre. El punto de anclaje de Japón es la visita de Guevara en 1957 a Hiroshima.  ¿Y quién da vida al Che? El actor japonés Joe Odagiri que tuvo que hacer régimen para rebajar un poquito la cintura al tiempo que aprendía español. Así, de repente… pero no seamos prejuiciosos y esperemos a verla. Si es que llega a nosotros.

El lunes pasado se cumplieron cincuenta años de la ejecución sumaria de Ernesto Guevara. Su desaparición dejó a la Humanidad un ejemplo mayúsculo de honestidad, coherencia e idealismo. Fue uno de esos hombres en los que pensaba Bertold Brecht cuando escribía sus versos:

Hay hombres que luchan un día y son buenos.

Hay otros que luchan un año y son mejores.

Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos.

Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles.

El embrujo de Ricardo Darín

Dice Ricardo Darín de sí mismo que es “un mentiroso que siempre dice la verdad”. Yo no le creo del todo la segunda parte de la oración porque soy testigo de algún pecadillo de súper estrella y alguna pequeña trola para taparlo; nada grave, cosas veniales que conviven en el mismo tipo que, cara a cara, es un encantador de serpientes, alguien a quien le prestarías mil euros sin dudarlo un sólo instante, un buen tipo, buena gente, simpático y dicharachero, amigo de sus amigos y honorable y respetado para sus adversarios. Un tipo guapo para los que gusten de los tipos guapos, un triunfador, un tipo con suerte y sobre todo, y esto sí que lo digo sin pizca de ironía, uno de los mejores actores del mundo. Si Ricardo Darín se expusiera en la carnicería de Hollywood no sería carne de primera A, sería carne de categoría Extra. Espero que me perdone el símil bovino.

En San Sebastián Ricardo Darín recibió el Premio Donostia a toda su carrera y con las emociones y las prisas se olvidó de citar a su mamá en la lista de agradecimientos, aunque luego, con reflejos juveniles, volvió al estrado para rectificar; este hombre es que es un brujo y le aprovechan hasta los errores para caer aún mejor al respetable.

Los nombres de Darín, y de Mónica Bellucci, que cité el viernes, están en una zona de seguridad, pero el de la directora belga Agnès Varda con sus ochenta y nueve años de edad nos recuerda que los responsables del festival ya hace mucho tiempo que se olvidaron de aquel mal fario que durante algunas ediciones convirtió este reconocimiento en la convocatoria al entierro –real, no metafórico- del premiado. A decir verdad, la cosa queda muy atrás: Bette Davis en 1989 sobrevivió una semana al honor. Anthony Perkins en 1991, apenas un año. Lana Turner, poco más o menos en 1994. Por aquella época las viejas glorias debían de estar temblando ante la posibilidad de que les llamaran desde Donosti: no gracias, son ustedes muy amables, pero no me gusta viajar tan lejos, que me resfrío con facilidad y lo paso muy mal; ofrézcanle el premio a algún buen mozo, como Al Pacino. Dicho y hecho, se lo dieron en 1996 cuando aún no rozaba los sesenta, y aquí sigue dando guerra todavía.

Darín presentaba película, además de dejarse agasajar, concretamente una en la que encarna a un presidente de la República Argentina con más pliegues que la piel de un paquidermo, un individuo taimado que oculta su verdadera personalidad detrás de una confortable apariencia. Se trata de La cordillera, coproducción de Argentina, Francia y España, dirigida por el bonaerense Santiago Mitre.

Santiago Mitre introdujo su cámara en la Universidad de Buenos Aires con gran desparpajo y capacidad analítica volcada sobre unas elecciones a consejo universitario que convertía en espejo de cualquier tipo de elección presidencial en El estudiante. Fue una excelente disección de los mecanismos psicológicos que gobiernan al arribista, experto en camuflar su verdadera naturaleza detrás de hermosos principios y altisonantes declaraciones de idealismo. Un justificado Premio a Mejor película en el Festival de Gijón de 2013.

En El estudiante la materia política ocupaba todo el espacio básico de la trama y sobre ella se superponía la psicológica. En La cordillera, estrenada el viernes pasado, la materia política ve  disputada su importancia por la psicológica e incluso la parapsicológica. De la pequeña política universitaria, ecosistema fértil para el surgimiento de especímenes como los retratados, Mitre salta a la gran política. Y de un guion en el que se verbalizaban mucho los pensamientos, era una película “muy hablada”, pasa a otro que privilegia los silencios, las intenciones ocultas, el cinismo y las falsas apariencias, en virtud de un personaje de impresionantes dimensiones mefistofélicas, el presidente de la República Argentina con el que nos obsequia, con la acostumbrada apabullante maestría, Ricardo Darín en cada nueva película.

Entre El estudiante y La cordillera, Santiago Mitre abordaba también en Paulina (2015) la política en otro de sus estratos más pegados a la realidad ciudadana, a través de una joven abogada de izquierdas que decide emplearse como maestra rural y se ve impelida a conjugar su compromiso ético con el terrible drama que padece: la violación por parte de un grupo de alumnos indígenas y el dilema de si debe o no denunciarles, pues ello les expondría a las torturas de los aparatos del Estado.

Argumentalmente La cordillera se apoya sobre dos columnas: la asistencia del presidente argentino a una cumbre de mandatarios del continente sudamericano, cargada de decisiones cruciales, en un hotel chileno –una especie de Overloock Hotel que muta los fantasmas y el resplandor por intrigas policiales no menos pavorosas–  y el encuentro en ese lugar con su hija, que sufre ciertos desequilibrios emocionales.

Las maniobras políticas entre los países, el frágil equilibrio de poderes en la conferencia amenazado por la llegada de un emisario del gobierno de los Estados Unidos, las decisiones controvertidas y las tensiones que provocan son expuestas por Santiago Mitre con una mirada lúcida y dan lugar a secuencias excitantes de espléndidos diálogos dichos por estupendos actores, como el mejicano Daniel Giménez Cacho o el norteamericano Christian Slater, por ejemplo.

Por el contrario, la línea dramática introducida por la hija del presidente no está a la misma altura. El tratamiento de hipnosis que pone al descubierto lo que parece ser un secreto inconfesable de su padre sitúa al filme en una segunda dimensión de tonos irreales, proyecta una sombra de incertidumbres y ambigüedades que acentúa el perfil misterioso con que ya había sido descrito el presidente y lo desvía a un callejón sin salida, sobre el que no se puede ser más explícito para no destripar el misterio, que eso está muy mal visto.

Ricardo Darín en una escena de La cordillera. Warner Bros. Pictures

El retrato del presidente que compone Ricardo Darín es de una inteligencia mayúscula, tanto por el desempeño del actor como por el camino trazado por los guionistas, Mariano Llinás y el propio director, Santiago Mitre. El libreto le regala frases agudas, certeras y cargadas de intencionalidad a las que él saca partido con la contundencia de quien parece estar volcando en ellas sus pensamientos íntimos. Véanse las conversaciones con la periodista española (el personaje de Elena Anaya desaprovechado y dejado de lado de manera repentina), con el presidente mejicano o con el secretario de estado yanqui. Cuando no habla, Darín es capaz de modular un rostro que va de la dulzura impostada a la implacable firmeza negociadora de un canalla, pasando por la fragilidad de padre, compatible a su vez con los otros aspectos mucho más oscuros de su personalidad. Igual cuando dijo aquello de que era un mentiroso y sin embargo siempre decía la verdad era su personaje el que se expresaba por su boca.

¡Qué gran honor! Facebook me censura

¡Qué gran honor! Creía que no me iba a pasar nunca, pero me equivoqué. Por fin Facebook me ha tenido en cuenta y me ha censurado. En estos tiempos de zozobra, de recortes y retrocesos en derechos, si no te censura alguien no eres nadie. La bendita red social que dirige el sumo pontífice Mark Zuckerberg (¡qué corto te quedaste, David Fincher, en tu retrato de este individuo en La red social; tan modosito y ha resultado ser más reprimido que un nudista entre talibanes!) ha censurado “por contenido inadecuado” un post de PLANO CONTRAPICADO que una buena amiga había colgado en su muro. ¡Aleluya!

El post se titula El beso de los castellers y las tetas de Mathilda May. Claro, si uno va dando pistas a esa caterva de vigilantes de la moral… Es muy conocida la aversión de Facebook hacia la visión libre de los pezones femeninos, que ha dado lugar a episodios chuscos de censura, a cual más ridículo, y con ese título tan explícito ya me los imagino frotándose las manos en busca de las anunciadas glándulas mamarias. Apuesto a que a estos pobres aprendices de Torquemada la foto de Mathilda May les hizo salivar en su afán censor. Hay que tener la mente muy oxidada para renunciar al disfrute de semejante belleza y hurtársela al resto del mundo. Pues nada, aquí la vuelvo a poner.

Mathilda May en La teta y la luna

Estos individuos son contratados por Odesk, una compañía subcontratada por Facebook, personas de países del tercer mundo que trabajan en turnos de cuatro horas diarias por un sueldo que es una auténtica bicoca: cuatro dólares, o sea, a dólar la hora. Por ese sueldo ganado en casita, según un conjunto de documentos descubierto por el diario británico The Guardian, los censores debidamente entrenados y aleccionados tratan de aplicar los ridículos enunciados que las normas de la red social establece, como: «Restringiremos algunas imágenes de pechos femeninos, incluidas aquellas con pezones»…»Se eliminarán fotografías de genitales y las que se centren en las nalgas»… Lo que es perfectamente compatible con que se admitan fotos de abuso infantil «a no ser que haya un componente sádico o de celebración», o que se puedan compartir fotos que muestren malos tratos a los animales a menos que sean demenciales sin que este concepto podamos saber hasta qué extremo de permisividad alcanza (no consta si esto incluye las corridas de toros).

Fotografía de Thomas Whitten censurada por Facebook

De las cotas de estupidez que la compañía del señorito Zuckerberg ha llegado a alcanzar dan cumplida nota los casos más sonados. La fotografía  de la niña vietnamita que corre desesperada tras haber sido alcanzada por el napalm norteamericano, premio Pulitzer para el autor Nick Ut, violaba las normas de Facebook porque lo horroroso del caso era que la pequeña Phan Thi Kim Phuc ¡estaba desnuda! La polémica estalló en Noruega porque el escritor Tom Egeland no había reparado en ese pequeño detalle y fue convenientemente reprendido. Hasta la primera ministra noruega, Erna Solberg, elevó su voz de protesta en solidaridad con él. La compañía dio marcha atrás y revocó su decisión, pero el bochorno que había provocado no tuvo cláusula de retroactividad; había adquirido proporciones planetarias.

Fotografía de Nick Ut durante la guerra de Vietnam

La estatua de la sirenita de Copenhague, tan inocente como una princesa Disney; el cuadro de Gustave Courbet El origen del mundo, que ése sí que es “too much” para su austera sensibilidad; la portada del disco de la banda Scissor Sisters, Night Work, que muestra el apretado trasero del bailarín Peter Reed en una imagen tomada por Robert Mapplethorpe; una foto de una mujer en el momento de sufrir la prueba de una mamografía publicada en el diario Le Monde; el álbum familiar, plagado de hermosas fotografías en blanco y negro, que el fotógrafo francés Alain Laboile publica desde 2007; o la imagen de la estatua de bronce de Neptuno en la ciudad de Bolonia, exhibiéndose impúdicamente desnudo desde 1567 ante todos los que pasan bajo su tridente, son algunos de esos absurdos olímpicos perpetrados por estos caballeros. ¡Cuesta trabajo establecer una clasificación por orden de gravedad con tanto disparate!

El origen del mundo, de Gustave Courbet

Pero como la hipocresía no tiene límites cuando se asocia con el puritanismo, la del baranda es también proverbial: pretendiendo estar a favor de la lactancia materna –sin pezones a la vista, esos sí- Mark Zuckerberg publicó una fotografía en su muro junto a Christine Rushing, activista fundadora del grupo Milki Mommas, que promueve tan nutritivo movimiento. Vean qué ufano y sonriente posa el campeón de los mamones:

Mark Zuckerberg junto a Christine Rushing

Para Facebook las tetas a la vista son mucho más peligrosas que los mensajes racistas o las imágenes de decapitaciones. El fotógrafo alemán Olli Waldhauer puso al descubierto este doble rasero de la ética, la estética y la moral con la fotografía que aparece aquí debajo. “Sólo una de estas dos personas está quebrantando las normas de Facebook”, reza la leyenda arriba a la derecha. El cartel que sostiene el individuo dice con un término muy despectivo para los ciudadanos de Turquía: «No compres a los turcos». El racismo, tiene un pase, ¡pero las tetas ni hablar!

La provocadora fotografía de Olli Waldhauer

Algo me dice que con esta perspectiva de la vida social los mandamases del Gran Hermano tienen que hacérselo mirar. O Mejor dicho, los gobiernos del mundo tendrían que obligarles a revisar sus castradores conceptos del bien y del mal antes de que nos volvamos todos locos.

Arte, fiesta y tortura

Se acabaron los sanfermines. Se acabó la bacanal, la orgía de alcohool, sangre de toro, deseos de sexo a veces mal reprimidos, a veces estúpidamente mal reprimidos, algarabía, fiesta, jarana y despendole. Muchos vecinos de Pamplona agradecerán por fin poder descansar. A mí las fiestas desparramadas con grandes multitudes me traen al fresco. Lo que me duele profundamente es lo que rodea a esos bellos animales que tenemos por símbolo de nuestra España: los toros, sometidos a un estrés infinito durante la carrera hasta la plaza y no digamos durante su sacrificio ritual en la corrida. Del resto, allá se las componga cada cual y apenque con las consecuencias de sus actos.

Este  estridente escenario de los sanfermines servía de telón de fondo a la trama de La trastienda, dirigida en 1975 por Jorge Grau, con guion de José Frade y Alfonso Jiménez. Imagino que no debió de ser fácil rodar en un contexto tan ruidoso y caótico porque yo he vivido cuatro años en Pamplona y lo conozco a pie y detrás de las cámaras de TVE transmitiendo los encierros, las idas y vueltas de las charangas y el mareante sinfín de actividades paganas y religiosas.

Los Sanfermines de 1975 en La Trastienda from patxi mendiburu belzunegui on Vimeo.

La trastienda tiene un papel muy singular en la historia de nuestro cine porque en uno de sus planos aparece por primera vez, fugazmente, visto y no visto, ya pueden estar atentos quienes quieran comprobarlo, un desnudo frontal completo, después de 35 años de miserable represión franquista. El honor de esta función pionera le cayó a María José Cantudo, la actriz que encendió el chupinazo de la fiesta del destape, época de sacudirse la caspa, sarampión necesario y obligado que tuvo sus momentos febriles y sus consecuencias positivas y negativas, que de todo hubo, como en botica.

María José Cantudo en un fotograma de La trastienda

Pero, por supuesto, Jorge Grau no había sido el primero en poner sus cámaras de ficción en tan incomparable marco. La adaptación de la novela homónima de Ernest Hemingway, Fiesta (Henry King, 1956) llevó a una Pamplona de mentirijilla reconstruida en decorados mejicanos a sus estrellas Tyrone Power, Erroll Flynn y sobre todo a Ava Gardner, que pisaría con mucho garbo las calles de Madrid para bebérselo todo entre 1952 y 1967. Hasta el Don Quijote que nunca pudo acabar Orson Welles visitó las embarulladas calles pamplonesas- Y Francesco Rosi se fue a la fiesta con el taurino título de El momento de la verdad (1965). Encierros imposibles los hemos visto en Cowboys de ciudad (Ron Underwood, 1991) y en Knight & Day, conocida en España como Noche y día, donde Tom Cruise le regala a Cameron Díaz una inmersión inolvidable en moto en los encierros pamploneses que se desarrollan ¡en Cádiz! Al menos a Cruise y a la doble de Díaz no se les puede negar el valor porque la secuencia se las trae y ellos estaban allí, motorizados y rodando entre los animales sin trampa ni cartón.

Del inenarrable encierro de Cowboys de ciudad, ¡qué se puede añadir a las imágenes! Juzguen ustedes.

Volviendo al toro, acudo a un enamorado del animal, el malogrado Bigas Luna. “El toro es para mí el gran símbolo de España. Representa la belleza de lo ibérico y es el protagonista de una de las grandes contradicciones de nuestro país: la corrida. Fiesta con grandes cualidades estéticas y emocionales, pero que para mí no puede entrar en el siglo XXI”.

Uno de esos iconos que Bigas introdujo concediéndole un espacio estelar en su filmografía fue el Toro de Osborne, estampa inigualable que se enseñorea por esas carreteras de dios, ajena a su origen publicitario y también, protegido por la coartada de su inmovilidad, al desgraciado sino que le aguarda a sus congéneres de carne y hueso. Fue en Jamón, Jamón, todo un momento feliz de descubrimientos: dos jovencísimos actores que hoy pisan juntos o por separado las alfombras del Olimpo, Javier Bardem y Penélope Cruz, y summa artis del director catalán cuyo imaginario al completo se deslizaba gozosamente por sus imágenes. El erotismo pegado a la piel de los actores, los pechos de Penélope con su insospechado sabor a tortilla de patatas, el aroma del Mediterráneo entero condensado en la pasión por vivir, comer y follar. Bajo la imponente figura de uno de esos toros de cartón se concentraba toda la fuerza vital que posteriormente estallaba en sexo y violencia. Jamón, Jamón, un hito grandioso en nuestro moderno cine.

JAMÓN, JAMÓN from Ovideo on Vimeo.

Javier Bardem, con la fuerza desbocada de su juventud e inexperiencia, se convierte en Raúl, aspirante a torero, y como tal protagoniza una de las secuencias memorables –son unas cuantas en este filme- que nos dejó Bigas Luna, impregnada de humor, sensualidad y noble fiereza: el cuerpo a cuerpo desnudo con una vaquilla a la luz de la luna, como pidiendo a gritos el acompañamiento musical de la célebre tonadilla… En otra secuencia Raúl tiene la desgraciada idea de emprenderla con los testículos del animal petrificado, derrochando energía destructiva, canalizada como suelen hacer quienes parece que se cayeron al nacer en un pozo de testosterona, batiéndose contra cualquiera o cualquier cosa que pudiera hacerle sombra a sus cojones.

Sobre la figura de ese icono, hoy consagrado, se discutió mucho en su día, allá por 1988. Algunas voces clamaban por su retirada de las carreteras y a punto estuvieron de conseguirlo, hasta que en 1997 el Tribunal Supremo, que como se ve a veces también acierta, dictó sentencia para su mantenimiento debido “al interés estético o cultural”. El cuadrúpedo ha sufrido las embestidas de otros animales bípedos en Cataluña, en Galicia y otros territorios, pero también ha visto cómo la imaginación artística lo tomaba como bandera de ideas más estimulantes.

El toro de Osborne. EFE

Por ejemplo, el toro de Osborne situado en Santa Pola (Alicante) fue transformado el 18 de mayo por un artista de Murcia, de nombre Sam3, en un gigantesco lienzo de 14 metros de altura sobre el que reproduce parte del Guernica de Picasso, para dejar sentado su pensamiento acerca de la tauromaquia a través de lo que simboliza la ciudad vizcaína: «El monstruo de la guerra fue retratado en 1937 y Guernica es sólo uno de sus nombres, le gusta pastar donde hay inocentes y desarmados. Tauromaquia de cobardes. Reverencia a #picasso», dijo en su perfil de Facebook.  Al igual que Raúl-Javier Bardem en Jamón, Jamón, alguien decidió tiempo atrás arrancarle los testículos a este toro de mentira, tanto trastornado por las gónadas como anda por ahí suelto. En la plaza los toreros son más finos y sutiles cuando le cortan el rabo a su enemigo muerto, el símbolo al fin sigue siendo el mismo y no hace falta preguntarle a ningún psicoanalista para darse cuenta. Dice Sam3 que el de Osborne es como «un monstruo gigante como los molinos de Don Quijote, que nos vigila atentamente o nos da la espalda, que representa algo muy irracional y que nos caracteriza como gente del Mediterráneo».

El toro de Osborne de Sam3 en Santa Pola (Alicante). Rafa Molina_EFE

La irracionalidad de un espectáculo en el que los asistentes se deleitan con el sublime arte de torturar y matar de un modo sangriento a estos bellos animales (hay desde luego muchas otras maneras más zafias de martirizarlos a lo largo de la geografía española) no puede tener justificación ni coartada alguna, hay que decirlo alto y claro cuantas veces se pueda para no incurrir en un silencio cómplice.

Lo decía Bigas Luna con sabias palabras que suscribo al 100% en un programa emitido en noviembre de 2009 , por Televisión Española, 50 años de… Iconos ibéricos, que pueden ver aquí:

“La muerte de un animal no es posible en los códigos de las nuevas culturas de esta época. El toro debe seguir siendo nuestro gran símbolo”. Un símbolo vivo, añado yo, respetado y protegido como cualquier otro animal, que es lo único que realmente puede diferenciarnos de ellos.

Todo comienza con un guion

Terence Winter en la sede de la Academia de Cine. Foto Miriam Herrera

El pasado 20 de mayo, el sindicato de guionistas ALMA trajo a un genio de la escritura a Madrid a impartir una Master Class de guion. Su nombre no es muy popular, como no lo son los de quienes tienen una gran responsabilidad, yo diría que al menos el 50% de ella, en la grandeza o miseria de las películas y series televisivas.

Ni Dios conoce –permítaseme la hipérbole- a ningún guionista salvo a Rafael Azcona. ¿A quién puede extrañar, si durante los Premios Goya de 2016 hasta la Academia de Cine visualizó el desprecio que en general padecen impidiendo el acceso por la puerta principal a los guionistas nominados -a no ser que lo fueran también como directores de sus películas? A Azcona en vida, por otro lado, cada español deberíamos haber pagado un euro para agradecerle páginas como las de El verdugo (su gran obra maestra, aunque Berlanga se quejaba de ser coautor en la sombra sin que nadie se lo reconociera, como en otras muchas de sus películas). Sólo por esa tragicomedia merece nuestra gratitud eterna.

Rafael Azcona. EFE

Pero no sólo escribió para Berlanga; también dejó en manos de otros muchos directores el camino señalado para que lo transitaran dejando huella: Marco Ferreri, Bigas Luna, José Luis García Sánchez, José Luis Cuerda… El pisito, El cochecito, Plácido, La gran comilona, La escopeta nacional, Son de mar, Los girasoles ciegos… o sea la crème de la crème de nuestro celuloide. Si uno creyera en el santoral pediría un día para la fiesta de San Rafael Azcona. Y él, junto a Berlanga y otros de la misma cofradía, se volvería a morir de risa.

Sin guion no hay historia, ni diálogos, ni nada que interpretar ni dirigir. Sin guion no hay investigación histórica, ni recreación de ambientes, ni introspección psicológica, ni flashbacks, ni leches. Muy pocos cineastas se adentran en la jungla de un rodaje sin pertrecharse con la brújula de un montón de páginas que primero han servido para someter el proyecto a todos los filtros de producción y después para recordarle al director dónde se encuentran los puntos cardinales. El guion sirve para que los actores y sus consejeros o representantes acepten o rechacen la encerrona con alguna idea –a veces, remota- de lo que se proponen hacer. Y quienes detentan semejante responsabilidad al escribirlo son perfectos desconocidos fuera del mundillo.

Pongamos nombre a uno que, a decir de Alberto Macías, presidente de ALMA, “es un referente de la escritura audiovisual en el mundo, un todo terreno con un sello original y arriesgado”: Terence Winter. Este caballero ha logrado distintos galardones: premios EMMY, nominaciones a los Oscar, BAFTA, Sindicato de Guionistas Americano etc… y del teclado de su ordenador han salido los textos de series de culto como Los Soprano (a partir de la segunda temporada), Boardwalk Empire o Vinyl, y de películas como El lobo de Wall Street. Vaya, no son cualquier cosa; son series que pasan al microscopio la sangre que discurre por las venas de gángsteres de medio pelo y de pelo y medio, desmenuza sus metabolismos y los convierte tan pronto en inaccesibles dioses como en vulgares humanos, desvela sus manías y fantasías y los inserta en ambientes, época y circunstancias particulares para que el espectador se solace odiándolos, admirándolos y deseando saber más y más.

Terence Winter en la sede de la Academia de Cine. Foto Miriam Herrera

¿Qué es más importante para escribir un guion, talento e inspiración o técnica? Para Terence Winter lo primero se tiene o no se tiene y lo segundo se puede aprender. Cómo ser gracioso, dominar el arte de la ironía y ser capaz de mantener en vilo al espectador no son cosas que dependan mucho del tiempo que les dediques o del maestro que te guíe. Pero despertar el interés y enredar al que no tiene demasiadas ganas a priori no está al alcance de cualquiera. Los bendecidos por los dioses del relato tienen el don de saber contar historias y conocen intuitivamente lo que éstas necesitan y lo que les sobra.

¿Las series de televisión y las películas se rigen por reglas distintas a la hora de ponerse a escribirlas? Terence Winter dice que en el aspecto técnico los guiones son muy semejantes, las escenas vienen a discurrir del mismo modo. La gran diferencia radica en el tiempo disponible para desarrollar los personajes y sus motivaciones. Boardwalk Empire, la serie de HBO ambientada en Atlantic City durante el período de la ley seca en los años 20 cifra sus cinco temporadas en 56 horas, lo que supondrían 25 largometrajes. Un personaje como Al Capone, por ejemplo, aparece con 18 años y llega a convertirse en el gran mafioso de todo el mundo conocido. En una película el guionista se ve en la necesidad de ir directamente a los puros y la metralleta, una vez que se encuentra ya en la cima del poder, obviando cosas que la serie puede contemplar, como la relación del gángster con su difunto hijo. Winter no tiene dudas al elegir y prefiere disponer de mucho tiempo y espacio para desarrollar todos los hilos narrativos que enriquecen a los personajes.

Tampoco le tiemblan los labios al pronunciarse sobre la importancia del guionista en la secuencia de creación: todo comienza con la escritura y termina en otro lugar muy distinto al que te conducen el director, los actores, el responsable de la fotografía, el músico, etc. En una serie –y supongo que también en las grandes superproducciones cinematográficas- sin embargo, concurre un equipo de guionistas y nos encontramos con un escritor principal y un productor ejecutivo que son los encargados de asegurar la unidad y coherencia del tono, quienes tienen la visión del conjunto.

Las series de éxito son una plataforma de extraordinaria repercusión para relanzar la carrera de actores que no llegan a ellas con estatus de gran estrella pero lo adquieren a partir de esos personajes. Es el caso de las mencionadas más arriba, Los Soprano y Boardwalk Empire, que han elevado a unos niveles de popularidad y reconocimiento crítico que nunca antes habían tenido a James Gandolfini y Steve Buscemi. Me preguntaba si esta circunstancia suponía una presión especial y Terence Winter reconoce que sí, que en cierto modo resulta intimidante y obliga a un sobreesfuerzo para estar a la altura.

En el proceso creativo realizado a partir de un grupo de trabajo, de cinco o seis guionistas, se habla de la historia, se elabora un esquema y uno de los escritores se encarga de transformarlo en un guion. Winter después antepone su propio filtro para darlo el último toque e intentar que parezca que ha sido todo escrito por la misma persona. A veces se trabaja sin saber cuántas temporadas durará la serie, lo que supone una dificultad añadida, y tienen que estar prevenidos para poder rematar la historia en poco tiempo. Esto no sucedió en Boardwalk Empire, puesto que mediada la segunda temporada los creadores ya sabían que dispondrían de tres años más para desarrollar la trama.

Ambientada en 1920, Boardwalk Empire es un fresco grandioso para el que Winter debió tuvo que documentarse sobre múltiples aspectos de la época, la cultura popular, la condición femenina, que por entonces no tenía derecho al voto, y los ecos, aún recientes de la Primera Guerra Mundial. Una serie fuera de lo común tiene que estar encabezada por un personaje “bigger than life”, un personaje colosal de perfiles shakespearianos envuelto en luchas de poder, crimen, corrupción, y con una impronta psicológica marcada por una infancia tormentosa. Así es el Nucky Thompson interpretado por Steve Buscemi.

El caso paradigmático en sentido contrario fue el de Vinyl, que pese a contar como creadores, además de Terence Winter, con Martin Scorsese y Mick Jagger, entre otros, sólo pudieron entregar los diez capítulos de la primera temporada, antes de la cancelación. Sexo, drogas, rock and roll, punk, hip hop… en el Nueva York de los setenta y el sello de Scorsese no bastaron para conseguir continuidad.

Poder, sexo, muerte, violencia son los ingredientes favoritos de Terence Winter. Le pregunto si existen límites marcados a la cocina de esos ingredientes y la respuesta es simple: nada debe ser gratuito ni estar motivado por el deseo de atraer a la audiencia a cualquier precio. A la vez, cuando se trata de ocultar lo que sucede en la vida real –esas escenas en las que las mujeres se tapan con las sábanas hasta el cuello- eso opera como recordatorio de que sólo es una película y no se parece en nada a la vida real; en consecuencia te saca de la trama. Como creador, si uno considera que esas escenas tienen razón de ser, hay que ir a por ellas, si es gratuito, entonces resulta grotesco.

Llegados a este punto, le pregunto a uno de los más reputados guionistas del planeta cuál es la clave de un buen guion. Palabra de dios: entretener al público y que éste se pregunte en cada momento lo que va a suceder después. La historia más interesante del mundo no funcionará si no se presenta de un modo que no atrape y entretenga. Ése era el lema que los escritores de Los Soprano tenían enmarcado en la pared: “Sé entretenido”. “Y en eso consiste nuestro trabajo”, dice Terence Winter. Te alabamos, señor.