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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Amar, antes de morir

Cuando vi por primera vez Lo importante es amar no sabía casi nada de Romy Schneider, aquella actriz que muy temprano se convirtió en estrella gracias a su papel de Sissy, primero princesa Isabel de Baviera y después Emperatriz de Austria, en la cursi, almibarada y rancia colección de estampas, en forma de trilogía, del Imperio austríaco de los Habsburgo. Menos aún me decía el nombre de Andrzej Zulawski, director polaco que ya nunca olvidaría, aposentado de manera definitiva en un rincón de mi cinefilia incipiente a partir de sus dos siguientes títulos, La posesión (1981) y La mujer pública (1984).

Zulawski se convirtió para mí en eso que ahora se denomina “director de culto”, que viene a ser como un pope de esta religión laica que practicamos sin obligación ni sentimientos de culpa, clérigo que embutió su doctrina apasionada y febril en esa trinidad fílmica con un poder de sugestión que nunca soñó el cura que nos confesaba de niños. Posteriormente, la dificultad de acceder a su filmografía con regularidad me hizo perderle un tanto el rastro que ya sólo recuperaría con menos entusiasmo que nostalgia.

Muchos años después, en 2015, Zulawski iba a presentar en el Festival de Sitges la que sería su última obra, Cosmos, basada en una novela de Gombrowicz, su regreso al cine tras quince años de silencio cinematográfico. Por desgracia, el cáncer que acabó con él tan sólo unos meses más tarde, a la edad de 65 años, se interpuso y ello me privó de conocerle de cerca y entrevistarle para el programa “Días de cine”, como tenía previsto.

Andrzej Zulawski. Fotografía F.E EFE

Lo importante es amar, flanqueada por las otras dos películas, habían sobrevivido al embate de los años y permanecido agazapadas en mi memoria, erigidas en uno de los más preciados bienes que yo salvaré si algún día tengo que abandonarlo todo en un naufragio y me hubiera gustado mucho compartir mis emociones con su autor. Porque Zulawski fue un director autor con todas las de la ley; excesivo en fondo y forma, desbordante y vehemente a lomos de una cámara que a veces parecía empujar más que seguir a los actores en su loca carrera por todos los rincones del decorado, poseídos por personajes siempre fogosos, en ocasiones violentos y siempre hechizados.

Resulta paradójico que un título que roza la cursilería merced a su extremada belleza, un título que resume en cuatro palabras el secreto que nos redime de nuestra miserable condición, que expresa tan certeramente como una flecha en el corazón de la diana el principio y final de la vida, Lo importante es amar, uno de los más hermosos títulos de la historia del arte narrativo, fuera idea de los distribuidores y de la productora y que el director, enemigo acérrimo del engaño, se lamentara porque en su opinión traicionaba a su público haciéndole creer que se trataba de un filme del estilo (entiéndase “sentimental”) de Claude Lelouch, director de Un hombre y una mujer (1966) y Los unos y los otros (1981) entre otros muchos.

Romy Schneider en un fotograma de Lo importante es amar

Ese título, adaptación libre de la novela La noche americana de Christopher Frank, encargo de la productora, Albina du Boisrouvray, a Zulawski, abraza el drama y la comedia, la tragedia y la farsa, el dolor y el gozo que encierra la patética historia de Nadine Chevalier, la actriz desgarrada que se encuentra interpretando papeles indignos para sobrevivir. Romy Schneider en el verdadero rol de su vida, en la otra esquina de la galaxia en que habitaba Sissy, triste, desmaquillada, afeada y pese a todo arrebatadoramente sensual, taladrando con su mirada a Fabio Testi para atarle sin proponérselo a su destino.

Ese papel colocó a Romy en el punto álgido de su carrera, le hizo obtener un Cesar a Mejor Actriz en 1976 y marcó el inicio de un declive personal trágico que terminaría en una muerte sembrada de dudas el 29 de mayo de 1982, un año después del espantoso fallecimiento de su hijo David, atravesado por los barrotes de la verja que intentaba saltar en su casa. Es casi imposible sustraerse a la idea de que ese dolor postrero, que algunos creen detonante de un suicidio no demostrado, despuntaba ya en la afligida mirada de Nadine Chevalier.

Romy Schneider con Fabio Testi y Jacques Dutronc en Lo importante es amar

Cuando Laurent Pétin, su último compañero, la encontró en su apartamento de París, la escena que estaba interpretando parecía haberse deslizado de las páginas de un viejo guion romántico: un trazo de tinta derramada sobre el papel en el que se disculpaba por anular una sesión de fotos, la pluma caída en el suelo, alguna botella de alcohol por aquí, unos frascos de medicamentos por allá. Los detalles diabólicos de una realidad tal vez sencilla convertidos en señuelo para imaginar un desenlace desolador. Romy tenía entonces 43 años de edad.

Nunca hubo tanto sereno desconsuelo como en los ojos de Romy Schneider clavados en los del fotógrafo free lance que interpreta Fabio Testi, entrelazadas la tristeza de una y el estupor del otro por las conmovedoras notas de Georges Delerue. “No me haga fotos, por favor… yo soy una actriz y sé actuar, esto lo hago para comer”.  Prueben a ver el tráiler que les regalo aquí debajo, o mejor aún, entréguense si les es posible a la película entera que en su primera secuencia, abreviada en el montaje publicitario, les muestra esta rara, por perfecta y sobrecogedora, conjunción de música y actuaciones.

Durante el rodaje, Romy entabló una relación con Jacques Dutronc, su angustiado marido en la pantalla, que puso en jaque su matrimonio con Françoise Hardy: “Ella ha debido ser feliz, pero no muy a menudo. Parecía desconfiada. Vivía la película fuera de ella y daba todo sin recibir nada a cambio. Era una mujer extraordinaria, nada que ver con las otras actrices, pasteurizadas. Era una mujer herida y al rodar esa película herí a otra, la mía”.

Romy Schneider y Jacques Dutronc en Lo importante es amar

Zulawski desvela que –nuevas paradojas- Romy detestaba a Fabio Testi, por entonces compañero de Ursula Andress, desde la primera vuelta de manivela y su animadversión quedó plasmada con toda crudeza sobre el rostro del italiano en la escena del depósito de cadáveres. La vida jugueteando una vez más a imitar al cine y desvanecer las líneas de demarcación entre realidad y ficción. Aún me queda en la penumbra cómo debieron ser las relaciones entre el especialísimo director polaco y el no menos singular Klaus Kinski, también presente en Lo importante es amar, dos volcanes a punto de erupción frente a frente.

La gran provocación

Todos tenemos nuestra particular edad de oro musical. La señalan aquellas canciones que nos marcaron un sendero sentimental y pusieron melodías y palabras a lo que bullía en nuestro interior sin que fuéramos conscientes, antes de escucharlas, de hasta qué punto iban a configurar nuestros gustos para siempre. Y también tenemos nuestra particular edad de oro cinematográfica.

En mi educación de cinéfilo la edad de oro coincide con la década de los setenta. Es lógico, pues es en esa época cuando se asentaron los fundamentos de mi personalidad. Varias películas producidas y estrenadas en ese período ocupan el espacio privilegiado que uno concede a las obras maestras que mayores emociones y más duraderas despertaron en su corazón: El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1973), Lo importante es amar (Andrzej Zulawski, 1975), Saló, o los 120 días de Sodoma (Pier Polo Pasolini, 1975), El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976). No es una lista exhaustiva ni cerrada, y por supuesto no cierra la puerta a otros títulos de otras épocas y directores, tanto o más grandes que los citados. Es mi lista más personal y se completa con La grande bouffe, escrita al alimón por nuestro genial Rafael Azcona y el italiano Marco Ferreri, y dirigida por éste en 1973. Si se fijan, las cinco películas tienen un elemento en común: el combate de Eros y Tánatos. Aunque Pasolini lo enmarca en un contexto de feroz efervescencia política, el execrable ascenso del fascismo.

Para referirme al inigualable poema tragicómico de Ferreri utilizo el título original, en lugar de La gran comilona, como se conoce en España, porque en mi inconsciente ese vocablo, comilona, suena más prosaico, como si todo el vuelo lírico del filme se hubiera visto sepultado en toneladas de panceta o en grandes perolos de fabada asturiana recalentada. Nada tengo que objetar a la traducción, pero durante los años que tardó en estrenarse en nuestro país, cinco, yo la conocí con su identidad francesa y con ella me quedo.

La colaboración entre Azcona y Ferreri fue tan intensa y fructífera que abarcó unos treinta años y entre pitos y flautas, obras acabadas y otras censuradas y frustradas, cortos o largos, llegaron a rodar diecisiete; desde El pisito (1958) y El cochecito (1960), que iluminan las negruras de la España predemocrática, hasta su etapa francesa, pesimista existencial, que integran, junto a La grande bouffe, No tocar a la mujer blanca (1974), La última mujer (1976) y Adiós al macho (1978), por citar las más relevantes.

Cuando uno la ve es imposible olvidarse de La grande bouffe por numerosas razones. De entrada por el impacto que provoca por muchos años que cumpla. Impacto como el que causó en su presentación en el Festival de Cannes, el 17 de mayo de 1973, debido especialmente a que se consideró como una gran provocación, un sonoro eructo y maloliente ventosidad expelidos con recochineo sobre las alfombras de palacio. La burla y la desvergüenza de sus autores fueron respondidas con insultos y pataleos, aunque la película compartió el Premio de la  Crítica Internacional con La Maman et la Putain, de Jean Eustache.

Marcello Mastroianni y los placeres de la carne

El desnudo frontal y el sexo desinhibido, hasta entonces nunca vistos con semejante osadía, la escatología sin ridículas coartadas, aunque argumentalmente justificada, la farsa anarcoide con que cuatro representantes de la burguesía acomodada se dan el placer supremo de comer hasta reventar, no fueron entendidos como un grito cínico y desencantado de nihilismo, sino como un corte mangas de tamaño imperial a la burguesía (cierto) y un vulgar afán de “epatar” (falso) al patio de butacas con la puesta en escena de vomitonas y muertes patéticas. Ni siquiera la lectura más plana que podía hacerse, la de la crítica feroz al consumismo desenfrenado –ríete tú de aquello, con lo que tenemos ahora encima- consiguió aplacar las iras y arrojar un poco de luz al interior de la caverna.

Andrèa maniobra en la bragueta de Ugo, en presencia de Philippe

La poesía de La grande bouffe, sin embargo, asoma hoy en un visionado sereno, lejos del ruido de entonces. Es poesía triste porque habla del deseo de morir cuando ya no se encuentra más aliciente a la vida que el placer del gourmet indecente. Pero esa resignada determinación de los cuatro amigos de acabar con sus vidas reunidos en el decadente caserón tampoco excluye el deleite carnal, siguiendo los deseos inaplazables de uno de ellos, Marcello, piloto de aviación, es decir, Marcello Mastroianni: “hemos venido a lo que hemos venido, pero no hemos hecho voto de castidad”, dice convincente. Morir comiendo, sí, pero también follando. O dejándose el último aliento en las maniobras que la hermosa y rotunda Andrea, maestra de escuela, es decir Andrea Ferreol, lleva a cabo dentro de la bragueta del cocinero Ugo, es decir, Ugo Tognazzi.

La tristeza suprema le invade a uno al dejarse atrapar por las melancólicas notas que Michel, productor de televisión, es decir Michel Piccoli, arranca a las teclas de un piano, con las que no consigue ahogar el sonido furioso de los últimos desvaríos intestinales. ¡Qué muerte la de Michel! Colgado primero en el balcón de la escalera que da al jardín como si fuera un cerdo balanceándose en inestable equilibrio sobre el vientre; después, cuando sus amigos le disponen más decorosamente, sentado sobre el mullido cojín de sus propias heces, compone el vivo retrato de una patética naturaleza muerta. Imagen, por cierto, muy similar al último plano de El último tango en París, con Marlon Brando derrotado por un disparo insensato.

Michel Piccoli en La grande bouffe

Philippe, es decir, Philippe Noiret, el anfitrión, juez de profesión, con su complejo de huérfano a cuestas, es un morigerado romántico dispuesto a casarse con Andrèa, en justa correspondencia por su educada disposición a coserle un par de botones del pantalón sin escandalizarse por los previsibles efectos aumentativos en su anatomía. Una bendición, la compañía de Andrèa, cuando las tres prostitutas contratadas por Marcello se cansan de comer y de no entender nada.

Philippe Noiret y Andrèa Férreol en La grande bouffe

Marcello, Michel, Ugo, Philippe y Andrea… ¡cuánto talento reunido en la más extraña bacanal que imaginarse pueda! Dos muertos asomados a la cocina desde el congelador, una jauría de perros en un jardín sembrado de piezas de carne que penden de los árboles, un bugatti con pasaporte para el más allá… imágenes paridas por las mentes de dos genios, uno italiano y otro español. La grande bouffe es una de las más obras  maestras más insólitas e inimitables de la historia del cine.

¿Hace falta subrayar lo subversiva que resulta hoy en día, en plena ola de puritanismo silencioso, de censura interiorizada en que vivimos, el visionado de La grande bouffe? Prueben a buscarla y si la encuentran ¡cómprenla! Y luego, si eso, ya me dicen…

No es un travelo ¡Es una mujer!

El pasado 30 de noviembre el Congreso de los Diputados aprobó la toma en consideración de una proposición de ley del PSOE para que los menores transexuales puedan cambiar su nombre y sexo en el registro civil sin tener que presentar informes médicos. El resultado de la votación fue una goleada de 203 votos a favor y 130 en contra. Adivinen quién votó en contra. Pues sí, han acertado, el Partido Popular y algún otro diputado suelto. Es un paso limitado pero importante para sentar las bases que acaben con situaciones como las que han vivido en este santo país las personas que llevan siglos cosechando desprecios, humillaciones, torturas, personas a las que condenó al nacer su condición de “travelo”, de “tío con tetas y polla”, como les llaman quienes con infinita ignorancia les maltratan.

Cuando esa proposición se convierta en Ley efectiva, tal vez deje de haber denuncias como la de Claudia García Díaz, de 20 años de edad, contra el Servicio de Salud del Principado de Asturias (SESPA) por haber sido objeto de «trato vejatorio, sexista y humillante» por parte de la Unidad de Tratamiento de Identidad de Género, donde se queja de que se le preguntara por cosas como la profundidad de su vagina o sus posiciones sexuales favoritas. Denuncia probablemente similar a otras que se presentan en toda España contra las Unidades de Tratamiento de Identidad de Género, que son las encargadas de la evaluación psiquiátrica de las personas transexuales.

Daniela Vega en Una mujer fantástica. BTEAM PICTURES

El drama de estas personas no es, claro está, un problema que se limite a España. Según una encuesta de la American Foundation for Suicide Prevention y  el Instituto Williams con la Universidad de UCLA, Estados Unidos, más del 80 % de las mujeres transexuales fueron víctimas de delitos de odio y en 2016 más del 40 % intentaron quitarse la vida. Los hombres transexuales incluso superan esas cifras.

He contemplado estos datos para tener una contextualización de urgencia de la película Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio, flamante ganadora de los galardones a la Mejor Dirección, Mejor Película y Mejor Actriz para Daniela Vega en los Premios Fénix de Cine Iberoamericano celebrados el pasado miércoles 6 en México.

El director chileno argentino Sebastián Lelio despliega una sensibilidad exquisita en el retrato de su protagonista, Marina, esa mujer transgénero que Daniela Vega encarna con su cuerpo, con su voz y con toda su alma. No menos delicado y cuidadoso con el detalle en los pliegues más íntimos de la personalidad de su criatura había demostrado en Gloria, su cuarta película y todo un descubrimiento en el Festival de Berlín, donde triunfó su actriz, Paulina García y recibió  de propina dos premios más. Dos mujeres fuertes y luchadoras, contra los prejuicios, contra las injusticias, contra el propio yo cuando se siente desfallecer ante la inmensa crueldad del enemigo. Y dos actrices cuyo trabajo es imposible de olvidar al encenderse las luces de la sala, de ahí que sean reconocidos en los certámenes y festivales.

Gloria era una mujer de 60 años cumplidos que no se resignaba a dejar de disfrutar de la vida, del sexo, del amor y de lo que diablos le apeteciera. Marina es una mujer de apariencia no homologada para los obtusos de mente, para los y las machistas que la tratan como una perversión del orden de las cosas, para los meapilas católicos que rezan en la iglesia y se ciscan en el sentido humanista de su religión; y Marina no está dispuesta a dejarse doblegar ni con buenas palabras, ni bajo amenazas, ni bajo extorsión policial, ni siquiera cuando es maltratada físicamente. Debajo del rostro desfigurado no saben los bárbaros agresores la fuerza que Marina esconde, el coraje de un ser orgulloso y noble, imbuido de una misión: sobreponerse a la desgracia y mirar hacia adelante… la vida sigue. No teman los espectadores ningún atisbo de sordidez en la historia de esta mujer.

Daniela Vega en Una mujer fantásticaBTEAM PICTURES

Sebastián Lelio tenía ante los pies el abismo en el que suelen precipitarse las mejores intenciones cuando se trata de abordar dramas como el de esta mujer fantástica. Abordarlo con realismo, con la dureza que el tema exige porque es imposible evitarla, y a la vez con una mirada no paternalista ni complaciente no era una tarea fácil. Lelio se aproxima al precipicio con prudencia en algunas secuencias, pertrechado con un estilo seco y policial al principio y después entregando los trastos al carisma de su personaje, que oscila entre el drama vindicativo, su exigencia del derecho a rendir un último homenaje a un ser amado contra el desafío de su ex mujer y del resto de la familia, y momentos de surrealismo y poética ensoñación. En su manual tiene un papel preponderante el uso impresionista y ecléctico de la música que alterna sin complejos una banda sonora incidental con canciones y con temas del repertorio clásico; la música de alas para elevarse por encima de la miseria moral de la sociedad. Gloria también cantaba para sobrevolar la grisura y mediocridad, sin importar el cariz de las canciones

Daniel Vega en Una mujer fantástica. BETEAM PICTURES

Con pausa, sin prisas, la cámara siempre pendiente de esa extraña belleza que irradia la dignidad de Marina, acompañándola en su dolor, en su valentía y en su empeño por hacer lo que debe hacer, se pongan como se pongan quienes se opongan a ella. Marina es un gran personaje, como lo era Gloria. Daniela Vega es una gran actriz, como lo es Paulina García. Ambas se han encontrado con el papel de sus vidas gracias a Sebastián Lelio. No se puede decir más ni mejor a favor de la tolerancia, de la comprensión, del respeto a la diversidad y de la admiración hacia las mujeres que no se rinden, como lo ha hecho Lelio en Gloria y en Una mujer fantástica. Para esos cineclubs, vestigios y rescoldos de una forma de disfrutar del cine que aún resisten vivos en algunos lugares, he ahí un magnífico programa doble.

¡No vuelvas a tocarla, Sam!

“Nadie es perfecto”, le contestaba con garbosa resignación  Joe E. Brown a Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco cuando éste le confesaba que era un hombre. Y esa misma frase debió de decirle Humphrey Bogart a Ingrid Bergman cuando ésta vio las calzas que le colocaban bajo los zapatos al galán si aparecían juntos de pie y unos cojines bajo el trasero si estaban sentados para compensar la diferencia entre su metro 73 cm de altura y el metro 75 que ella medía. Las crónicas no dicen si ambas estrellas se llevaban regular tirando a mal porque al macho le sentaban como a un Cristo dos pistolas esos apósitos y los consideraba humillantes, pero sí cuentan que entre ellos no había ni sombra del buen feeling que registraba el celuloide en cuanto se oía el ¡Corten!

Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, amor en la pantalla. Warner Bros

El caso es que del estreno de Casablanca en el Teatro Hollywood de Nueva York, aquella inmortal y ardiente historia de amor sacrificado en tiempos de guerra, de la Segunda Guerra Mundial para ser exactos, se cumplieron el domingo 26 nada menos que 75 años y ahí sigue tan lozana, consagrada como una de las más famosas de la Historia del cine y, si hacemos caso al American Film Institute (AFI), el romance más bello de todos los tiempos. Hacía unos meses que los aliados habían iniciado la campaña en África del Norte y el régimen colaboracionista francés sentía tambalearse su Protectorado. Aunque seguro que algunos funcionarios, como el inspector que interpreta Claude Reins, no sentían demasiada inquietud, acostumbrados a flotar como la mierda en las aguas putrefactas. Ese don de la oportunidad debió ser una de las causas de un éxito que nadie se esperaba ni harto de whiskie.

Reunidos en el bar de Rick en Casablanca. Warner Bros

A España llegó cuatro años más tarde, en 1946, ya que a la censura franquista no le hacía ninguna gracia el pasado del personaje de Bogart que se recordaba en la versión original como combatiente al lado de la República en la Guerra Civil española. Con la proverbial habilidad y sentido del humor surrealista que gastaban para desfacer ese tipo de entuertos, en la versión doblada se decía que “en 1938 luchó como pudo contra la anexión de Austria”. Tampoco ayudaba el marcado y lógico alineamiento de la película en favor de los aliados. Un acuerdo de colaboración cinematográfica entre España y Alemania en vigor de 1939 a 1945 garantizaba que la supuesta neutralidad del régimen de Franco se dejaría a un lado para velar por la buena imagen del ejército de Hitler. Don Manuel Augusto García Viñolas, a la sazón director general de Cinematografía, se lo comunicaba epistolarmente a los nazis en 1940: “He recibido la lista de películas, americanas, inglesas y francesas que considera Alemania ofensivas a su misión política. Tengo el gusto de notificar a usted que este Departamento adoptará todas las medidas a su alcance para que las películas cuya lista me comunica no tengan posibilidades de comercio cinematográfico”. Pero los tiempos evolucionaban una barbaridad y una vez derrotados los alemanes por fin se pudo ver en las principales pantallas españolas esta romántica y melodramática cinta con los arreglillos de diálogos que hemos señalado.

Fachada del Cine Callao de Madrid el día del estreno de Casablanca. EFE

De qué manera pudo Casablanca llegar a alcanzar el estatus de filme mítico sigue siendo uno de los grandes misterios del arte cinematográfico. Nos recuerda, como la majestad inaprensible del David de Miguel Ángel que debe la belleza a su legendaria desproporción de medidas, que la genialidad se esconde con frecuencia en el error, la deformidad o la imperfección para arrojar los frutos más insospechados. Un rodaje caótico y accidentado, directores que dejaban la silla calentita para que la ocupara el siguiente, una obra de teatro en la que se basó el guion, Everybody comes to Rick’s, repleta de lugares comunes y tópicos románticos, que ni siquiera había llegado a estrenarse y sólo pudo hacerlo tras el insospechado éxito del filme, un pianista que no sabía tocar el piano, hojas del libreto que se escribían de un día para otro y hasta un reparto que incluía inicialmente a un actor que muchos años más tarde se empeñó en ponérselo francamente difícil a Donald Trump para encabezar la galería de presidentes desnortados, Ronald Reagan. Sí, alguien pensó que el papel que luego ofrecieron a Bogart podía haberlo encarnado aquel vaquero que no llegó a Casablanca pero sí a la Casa Blanca. ¿Ven como es verdad que Dios escribe derecho con renglones a veces endiabladamente torcidos?

El listado de jugosos desatinos que fraguaron el filme que cada año agranda la leyenda es interminable y uno tras otro los elementos que más nos fascinan esconden una intrahistoria alfombrada con quebraderos de cabeza. Si no podemos concebir otra voz que el aguardiente destilado por la de Doolew Wilson cantando As time goes by, sabemos que el negro sentado al piano iba a ser en realidad Ella Fitzgerald y que la canción estuvo a punto de ser eliminada porque Max Steiner pedía una original y ésta había sido compuesta para la obra teatral que inspiró la película. No es que fuera mala la alternativa de Fitzgerald, es que muchos millones de personas somos incapaces de imaginar otra frase que aquella de “tócala otra vez, Sam”, aunque nunca llegamos a oírla con esas palabras. De haber sido femenino el personaje, igual se llama Samantha, y no es lo mismo.

Casablanca ganó tres Oscar de la Academia: mejor película, mejor director, Michael Curtiz que había sustituido a William Wyler, y mejor guión. La Academia tuvo a bien considerar que aquel amasijo de folios que se habían ordenado casi mezclándolos como las cartas de una baraja, dejando caer frases tan cursis como “el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”, merecía tan alta condecoración pero no así los dos intérpretes que son el alma de la función. Ni Humphrey Bogart ni Ingrid Bergman tuvieron que levantarse a recoger ninguna estatuilla. Ha pasado muchas veces, no nos asombremos.

Alguien intentó por dos veces convertir Casablanca en serie de televisión, en 1955 y 1983. En el segundo empeño se grabaron cinco capítulos y sólo se emitieron dos de lo que era una precuela fracasada de la historia. Auténtico repelús me produce que algún día llegara a buen término alguna de las ideas que la Warner concibió de revivir la historia con una secuela, de la que llegó a escribirse un guion desechado en su día, Return to Casablanca. Escrito por uno de los tres autores del libreto original, Howard Koch (los otros dos fueron Julius y Philip G Epstein), el culebrón amenazaba con retomar a Ilsa Lund embarazada en Estados Unidos y confesando a Victor Laszlo que la criatura no era suya sino de Rick. ¡Jarrrrl!, que diría el gran Chiquito, ¡son capaces de tirar de imagen sintética para traer del más allá a Humphrey y a Ingrid! Pero sin ellos dos ¿para qué queremos la continuación?

Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en Casablanca. Warner Bros

Un canto de amor a la naturaleza

Me costó lo mio sacudirme el prejuicio contra los “dibujos animados”, lo que hoy llamamos el cine de animación y allá por los años de mi niñez eran sinónimo de Walt Disney. Mucho tiempo antes de que yo conociera el carácter machista, anticomunista, fascista, antisemita y racista del fundador de la multimillonaria corporación, de que pudiera sospechar que fue amigo de Edgar Hoover, confidente ante el Comité de Actividades Antiamericanas y delator de, entre otros rojos peligrosos, Charles Chaplin, cuando todavía no tenía ni idea de ese tipo de cosas y por tanto no podía cogerle tirria al padre del Pato Donald, a mí los dibujitos no me hacían demasiada gracia.

Llegó a aterrarme durante un tiempo el personaje de Cruella de Vil y su odiosa obsesión por las pieles de los animales, de lo que deduzco que 101 Dálmatas en la versión de 1961 sí consiguió atravesar el caparazón de mi insensibilidad. Pero pocas películas más de las concebidas para mi edad me impresionaban por aquella lejana época en que vestía pantalón corto. Paradójicamente, pues soy amante y consumidor desde mi más tierna  infancia de los “cuentos”, luego llamados tebeos y hoy denominados cómics, pasaron los años y tardé en descubrir las maravillas que se esconden detrás de los dibujos que se mueven en la pantalla. He sido siempre y sigo siendo un desconocedor del género de la animación. Me abochorna reconocer que siento enorme pereza para ponerme a ver alguna de las muchas películas que tengo reservadas en casa para momentos más apropiados que nunca llegan. Digo todo esto porque así se comprenderá mejor mi recomendación de hoy: La tortuga roja.

Un plano de La tortuga roja

Sí, sí, lo acepto, he tardado mucho en verla. Pero sabía lo que me perdía porque había oído y leído lo suficiente sobre esta preciosa joya de la animación como para intuir que no me arrepentiría cuando dispusiera de mi tiempo para dedicárselo. Uno se ve abocado por razones profesionales a ver tantas películas y series que la saturación establece un filtro a veces caótico en las apetencias cuando no lo hace por obligación. Y de repente, de manera totalmente imprevista, la tortuga ha llegado nadando hasta mi pantalla de televisión y me ha dejado fascinado. Si alguno de ustedes andaba preguntándose qué podría ver con sus hijos en esos días que se avecinan, algo de lo que pudieran disfrutar juntos, que sirviera de alimento para ellos y de bálsamo para ustedes, créanme, busquen a La tortuga roja.

Primera coproducción del estudio japonés Ghibli, la Meca de la animación mundial, con un autor europeo, parece ser que la idea le surgió a Hayao Miyazaki, uno de sus fundadores e iluminado director de, entre otros prodigios, El viaje de Chihiro (177 críticos del mundo la consideraron en 2016 a instancias de la BBC como la cuarta mejor película del siglo XXI; yo no sé si llegaría tan lejos, pero, en fin, tómese como referencia), cuando le sugirió en 2008 al jefe de la productora Wild Bunch que quería hacer algo con Michaël Dudok de Wit de quien conocía su Father and Daughter, con el que había ganado el Oscar a Mejor cortometraje de animación en 2001.

La inspiración debió de hacer su sosegada labor, como el silencio y la quietud con los buenos caldos, durante unos años hasta que los preciosos dibujos se decantaron en una historia muda pero perfumada de música y poesía. Y se fusionaron armónicamente los espíritus oriental y occidental de Miyazaki y Dudok de Wit. La naturaleza en su gloriosa belleza e inexorable crueldad, los delicados apuntes de humor y el insinuado aprendizaje de la vida, la luz cambiante de los días y las estaciones, el rumor y el batir salvaje de las olas, la supervivencia del ser humano en sagrada comunión con los elementos básicos de la existencia… la definitiva demostración de que en la suprema sencillez cabe a veces la más imponente hondura de pensamiento.

Cómo se puede decir tanto sin pronunciar una sola palabra. Cómo se puede atrapar tanta hermosura con unos finos trazos de lápiz, unos primorosos colores de acuarela. Cómo se puede entonar un canto tan delicioso a la vida, al respeto hacia los animales como obligada estación de paso para respetarse a sí mismo, describir de manera tan delicada, sin sensiblería ni grosera pedagogía, el ciclo de la vida… Díganme si no son mágicos el momento en que aparece por fin la tortuga frente al hombre, que somos todos los hombres, y el momento en que se quedan los dos suspendidos bajo el agua, como flotando en una nube. Díganme si nunca han sentido con tanta fuerza como el hombre de esta historia la impotencia de no poder devolverle a alguien el aliento. Si no han visto con sus hijos –o solos- La tortuga roja, háganse un favor. Estoy seguro de que se lo agradecerán.

Nota bene: si se deciden a ver este largometraje háganlo sin prisas, con mucha calma. El tiempo debe quedar suspendido durante 80 minutos.

En los finales está la gloria

Mi buen amigo Jesús Generelo odia que se le cuenten cosas de una película antes de que la haya visto. Todo lo más que acepta son nombres, el director, los actores, algún otro, pero, por dios, nada de argumento. Yo le digo que muchos no podríamos ganarnos el sueldo si su ejemplo cundiera. Por fortuna, es mucho más numerosa la feligresía de los amantes del cine que adoran comentar y que se les comenten las películas, descomponerlas, incluso, sin destrozar el intríngulis, claro. Gracias a eso existen programas de cine en televisión, como Días de cine, Versión española o Historia de nuestro cine.

Un libro que no le tiene miedo a los «espoilers»

No siempre las promociones de las películas aciertan en el obligado equilibrio que hay que mantener entre lo que se puede revelar y lo que se debe ocultar al potencial espectador. Hay trailers que desvelan todo el argumento como si pretendieran ser un resumen sintético de toda la película. Seguramente se debe, más que a la torpeza del creativo que lo elabora, a la inseguridad de la distribuidora respecto al atractivo que posee su producto. El caso es que queriendo crear expectativas que vendan entradas lo que consiguen a veces es destruir todo el misterio; si tal o cual personaje muere pronto de manera “espectacular”, el publicista no se resistirá a usar esas imágenes como gancho. Y así, de esta guisa, mi amigo Jesús tiene toda la razón en resistirse a ver estos materiales que para los periodistas cinematográficos son obligados en el trabajo.

Para quienes compartan esos recelos este post es muy desaconsejable porque me propongo adentrarme en el territorio prohibido de los desenlaces. De lo que quiero hablar es de lo que en estos tiempos se ha dado en llamar “hacer un espoiler”, o sea, en román paladino destripar. No puede ser de otro modo si uno pretende glosar los finales de las historias, esos momentos sublimes que condensan en una frase, en una imagen, en un plano glorioso por su composición o su desarrollo el significado o el sentido último de la historia.

No existe una gran película que no tenga un gran final. Como afirmación categórica que es, ustedes pueden dudar y ponerse a cavilar por si se les ocurre algún ejemplo que la contradiga. Yo no encuentro ninguno. Incluso en no pocas películas de culto se barajaron varios finales, y más aún, se editaron las distintas versiones en el soporte de dvd o Blu Ray. Cosa que no ocurrió con El resplandor.

Stanley Kubrick, tan conocido por su insobornable perfeccionismo como por su inflexibilidad para que nada de lo no incluido en su montaje final se conservara, quiso hurtarnos la posibilidad de conocer un final de El resplandor, que contempló como alternativo al mítico de la fotografía en blanco y negro del Hotel Overlook en un baile de salón de 1921, en la que aparece Jack Torrance, el personaje encarnado por un enfebrecido Jack Nicholson. Sabemos de su existencia por el guion y una fotografía polaroid que se encuentra en el archivo de la Universidad de las Artes en Londres, tomada por su hija Vivian. Aunqe, en realidad, la fotografía se mantenía como último plano, pero venía antecedida de una secuencia previa que fue eliminada.

La idea de entregarme a esta reflexión me vino hace unos días cuando comentaba en una charla el drama de Michael Haneke, triste, desolador, durísimo y soberbio de 2012 titulado Amor. Si no la han visto dejen de leer estas líneas y corran a buscarla en algún lado porque es maravillosa, de lo mejor que yo he podido gozar en los últimos años. Protagonizada por Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva e Isabelle Hupert, un reparto inconmensurable, especialmente los dos primeros, tengo para mí que es la más excelsa de un buen manojo de obras grandiosas que este director austríaco nos ha regalado desde 1997, año en que dirigió Funny Games, con la que yo tuve constancia de su existencia. No puedo considerar las cuatro anteriores porque no he podido verlas aún. Hasta llegar a Amor (la penúltima porque la última, Happy End, aún no se ha estrenado) Haneke ha ido soltando cosas como La pianista, Caché o La cinta blanca  y coleccionando Palmas de Oro en Cannes, Premios del Cine Europeo y el Oscar que recibió por Amor, como merecidísimo colofón a una avaricia de premios que parecía no tener límites.

Después de asfixiar con la almohada a su mujer de avanzada edad, Anne (Emmanuelle Riva), para sofocar los sufrimientos que le infringía una apoplejía y cumpliendo de ese modo sus deseos, Georges (Jean-Louis Trintignant) vuelve de la calle con un ramo de flores que parsimoniosamente corta y dispone para adornar al cadáver. En el plano siguiente, Georges está tumbado en su cama cuando de repente escucha ruido de vajilla en la cocina, se acerca y descubre que Anne se encuentra allí fregando. Con toda naturalidad, sin atisbo alguno de enfermedad, Anne le indica que debe ponerse el abrigo para marcharse juntos, cosa que hacen de inmediato. En la escena final Eva (Isabelle Hupert) entra en el piso de sus padres, camina unos pasos y se sienta en un sofá. El último plano muestra a Eva sentada, inmóvil, pensativa. Les dejo aquí la sobrecogedora escena precedente y les advierto de que está contraindicada para espíritus demasiado sensibles.

A lo largo de toda la película Georges apenas ha mostrado exteriormente sus sentimientos. Tanto él como su mujer pertenecen a un mundo en el que la extremada corrección en el trato se parece muchísimo a la frialdad, el respeto a la indiferencia. Pero el amor al que alude el título tiene otras formas de manifestarse que las que suele adquirir en países como el nuestro. En el caso de esta pareja, el amor es sinónimo de sacrificio al final de sus vidas hasta el punto de obligar a Georges a proceder a tan dolorosa aplicación de la eutanasia. Y Haneke muestra la profundidad de ese sentimiento en esa escena mágica en la que Anne vuelve a la vida sólo para acompañar a su marido en el trance de abandonar el apartamento donde ella yace muerta. Es un final que tiene una fascinante carga poética al tiempo que la elegancia y sobriedad de la puesta en escena acostumbradas en la cinematografía del director. El último plano se lo dedica a una hija egoísta y materialista que no entendía muy bien la abnegación de su padre y como epílogo sirve también de colchón para evitar el subrayado de la prodigiosa escena anterior.

Se me ocurren muchos ejemplos, como el citado, que me emocionan soberanamente, pero hoy no voy a exponer ninguno más. En su lugar les hablaré de un libro titulado The End en el que Iván Reguera se dedica  a comentar numerosísimos finales de película. Publicada su primera edición en abril de este año en Poe Books, Reguera deja constancia de su amor por el cine y demuestra la inutilidad de sacrificar el placer inmenso de conocer muchos detalles, anécdotas e ideas sobre el sentido y significado de las películas a cambio de asistir a su visionado en un estado de virginidad que garantice por encima de todo el efecto sorpresa de los argumentos. Eso sí, no conviene llegar tan lejos como para aceptar que te cuenten el final si uno no ha visto aún la película. En este video se ofrecen 10 casos no extraídos del libro.

Pero Iván Reguera los cuenta en The End y pese a todo uno se sumerge en la lectura casi sin poder ofrecer resistencia a su amenidad, avanzando entre títulos, tanto si se han visto como si no. Allí se encuentran los más señalados, claro, Apocalypse Now, Centauros del desierto, Casablanca, 2001: Una odisea del espacio, o el que presta su imagen a la portada del libro: Con faldas y a lo loco; su “nadie es perfecto”, es legendario, como los anteriores. Pero hay muchísima más materia para deleitarse en los modos en que guionistas o directores, o la improvisación que en ocasiones tomó el mando de la inspiración, acertaron a concluir sus historias.

Ordenadas primero por nombres de directores y después por décadas desde los años 20 hasta el presente, más un remate con los peores finales de todos los tiempos que a Reguera se le han antojado  (que reúne a invitados mal avenidos como Gilda, Malditos bastardos, La lista de Schlinder, El sexto sentido, Titanic o Los otros), las películas que alimentan sus 380 páginas están nutridas por un ejercicio de documentación que nunca es ni abrumadora ni académica sino deliberadamente digestiva, como el estilo de la escritura, más preocupada por el disfrute y entretenimiento del lector que por la pedagogía, por otro lado, tampoco ausente. Todo ello se acompaña de las consiguientes ilustraciones que, ay, son el talón de Aquiles del volumen, por la insuficiente calidad de reproducción. En un futuro próximo, este tipo de libros se ilustrarán con imagen animada, como las que se ofrecen en este post, fragmentos citados, el complemento perfecto a las reflexiones, explicaciones o comentarios tan agradecidos y refrescantes como los de The End.

Ah, huelga decir que uno no sólo no tiene por qué comulgar con las opiniones expresadas en el libro, en este blog o en el video de aquí arriba, sino que, como éstas son obligadamente subjetivas, lo lógico es que la discrepancia en algunos casos propicie discusiones con las amistades. Siempre que éstas no estén en la misma onda que mi amigo Jesús, claro.

Belle de Jour: 50 años de escándalo

La historia del cine tiene estas jugadas caprichosas. Hace ahora cincuenta años en un festival que ha perdido fuelle en los últimos, La Mostra de Venezia, un filme “escandaloso” ganó el León de Oro. No se sabe si la organización le sugirió algo al Jurado, que presidía Alberto Moravia acompañado por otros ilustres de la pluma, como Susan Sontag, Carlos Fuentes o Juan Goytisolo, para que hicieran de ese modo un corte de mangas al Festival de Cannes que lo había rechazado “por insuficiencia artística”. Aunque las crónicas cuentan que hubo sus más y sus menos porque la neoyorquina quería premiar a Godard y el italiano se inclinaba por Marco Bellochio. Al final, a Carlos Fuentes le tiraba el parentesco mejicano de Luis Buñuel y Goytisolo, junto a un crítico ruso cuyo nombre no consta, inclinaron la balanza a favor de Belle de Jour. La agudeza hispano-mejicana le convenció de que La chinoise y La Cina é vicina ¡eran maoístas! ¡Lo tuvieron fácil, lo dicen en sus títulos!

No sabemos qué volumen alcanzaron las carcajadas de Buñuel cuando le contaron esas discusiones. Pero sí podemos imaginar que si hubiera podido cumplir su deseo póstumo, expresado en Mi último suspiro, un libro de cabecera para cualquier cinéfilo escrito por Jean-Claude Carrière a modo de memorias, de salir de la tumba para darse una vueltecita y ver cómo iba el mundo, nuestro más legendario cineasta, se hubiera partido de risa al escuchar las explicaciones de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España justificando que fuera el otro sordo genial, el pintor Goya, y no él, quien diera su nombre en 1987 a los premios que concede: “Propuesto en Asamblea, los académicos se enzarzaron en una polémica, zanjada por Ramiro Gómez, quien recordó que Goya había tenido un concepto pictórico cercano al cine y que varias de sus obras más representativas tenían casi un tratamiento secuencial”. ¡Por dios bendito! ¿nadie supo decir que Buñuel hacía películas? ¡Puro surrealismo, que así somos en este país de monarcas, rajoys y puigdemonts!

Pero volvamos a Belle de Jour. “Por insuficiencia artística”… ¡buen ojo, también los exquisitos de La Croisette, menudo patinazo olímpico y surrealista! No sólo se llevó el premio gordo veneciano sino que las críticas internacionales abrieron las ventanillas de la taquilla urbi et orbi, a todo lo cual Don Luis, impertérrito y socarrón respondía así: “Más que a mi trabajo, lo atribuyo a las putas de la película”. Por entonces, por si alguien no se acuerda, mandaba en España un señor bajito y genocida con uniforme de general; de modo que hubo que esperar ocho años para poder estrenarla, aprovechando la circunstancia, tanto tiempo esperada, de que este individuo estuviera llamando a las puertas del infierno, abiertas para él de par en par tres meses después.

Por aquella época el que junta estas letras se encontraba en Suiza fregando perolos en cocinas de restaurantes, sirviendo y despachando cervezas en bares y garitos varios. Con mis primeros francos suizos de sueldo decidí comprar un libro de gran formato con fotografías de Antonio Gálvez, un privilegiado de la cámara que pudo considerarse amigo de Buñuel y a él le dedica el ojo de su objetivo y su mirada cómplice y admirativa. Fue una gran inversión cuya cuantía no puedo recordar, pero es uno de esos tesoros que uno guarda en la estantería ocultos entre otros volúmenes ajenos al cariño que atesoran. Grandes fotografías que intentan algún tipo de surrealismo que hoy no sabría definir sin esfuerzo, imágenes en las que Buñuel ocupa la escena durante rodajes, descanso entre tomas, o incluso posando con su cigarrillo ladeado en la boca y su mirada extraviada. Cuando Gálvez visitó al maestro en Montparnasse, desde la ventana del hotel se divisaba el cementerio cuyos malos humores el aragonés exorcizaba con su gracejo baturro: “Mientras pueda verlos desde aquí, no hay problema”.

Luis Buñuel Fotografías de Antonio Gálvez. Eric Losfeld Editeur.

De ese ingenio tenemos tanto en sus películas que uno pensaría que no podía sobrarle en su vida cotidiana. No es así. Tenía para dar y repartir y en sus memorias puede comprobarse. También en la carta que le envió a Gálvez:

Méjico, 7 julio 1970. Mi querido Gálvez.

Lamento mil veces retrasar –según dice el editor- la aparición de su libro. No tengo la menor idea de qué puedo escribir: ¿un poema sobre la brisa que acaricia los cabellos de mi bien amada? ¿Un ensayo sobre usted? Soy un anti-ensayista nato. ¿Divagaciones sobre la política contemporánea? ¿Y cómo va Marcuse? ¡Qué absurdo! ¿Comentarios graves y sensatos sobre el papel foto en tanto que expresión artística? ¡Horror! etcétera. ¿Entonces, qué? Si tuviera la facilidad de un escritor que, hablando de una hormiga la transforma en catedral, le enviaría rápidamente mi elucubración, pero no es mi caso.

Creo que tendrá que apañárselas solo para la edición y no contar conmigo. De todos modos, si me llegara, en una semana, o en tres meses, una idea -¡oh, milagro!- digna de su libro, me apresuraría a comunicársela. Se lo digo en serio.

Un saludo cordial de su amigo. Luis Buñuel.

P.S. Que Losfeld publique esta carta, si se atreve.

Catherine Deneuve siempre ha hablado con un respeto infinito por don Luis. Cuando le pregunté por él en una entrevista, con el temor de engrosar las filas de los periodistas que por enésima vez lo hacían, año tras año. Enseguida me hizo perder cuidado: tuvo palabras emocionadas y manifestó que fue para ella un maestro al que admiró toda su vida. No era para menos, en una carrera que cuenta con ciento treinta títulos, a lo largo de tres décadas, ha trabajado con directores como François Truffaut, Roman Polanski, Manoel de Oliveira, André Téchiné, Lars von Trier o François Ozon, y le debe al ilustra aragonés dos títulos cumbres, Belle de Jour (1967) y Tristana (1970), de lejos ambos, “la crème de la crème”.

Catherine Deneuve en Belle de Jour

Catherine Deneuve es la encarnación de la burguesía “chic” parisina, vestida por Yves Saint Laurent y calzada por Roger Vivier cuando Buñuel decide arrancarle las lujosas ropas a Séverine, su personaje, y aliviar sus sofocos azotándola con la fusta, antes de entregársela al garrulo del conductor del carruaje, o embadurnar de barro, o de mierda de caballo, su manto y su cara. ¿Pero qué estoy diciendo? ¿Y los feministas más recalcitrantes qué opinan de esta película? ¡Ay, que no lo sé! Pero me encantaría saber cómo interpretan los guardianes de la moral seudoprogresista el rostro libidinoso de Deneuve-Séverine, casi relamiéndose semidesnuda en la cama: “A mí también me da miedo ese hombre”, le dicen, “a veces debe de ser terrible…” y ella contesta: «¿Qué sabrás tú, Pallas?»

Belle de Jour no presenta la prostitución en sus aspectos más siniestros, los de las mujeres vendidas, maltratadas y sojuzgadas, esa lacra de la sociedad hipócrita que obliga a millones de personas a venderse para sobrevivir pero luego les dice que lo que hacen atenta contra su dignidad y por tanto ha de prohibirse, en lugar de atacar las causas y evitar simultáneamente la explotación y el proxenetismo con la regulación estricta y el control sanitario que proteja a quienes decidan hacerlo voluntariamente.

Buñuel y Jean Claude Carrière, su amigo, su biógrafo, su guionista, hablan de fantasías sexuales, bucean en los abismos de la psicología y extraen del inconsciente materiales con los que se fabrican los deseos inconfesables en forma de parafilias como el masoquismo, el fetichismo, el voyerismo. Pero hablan de mujeres libres como Sèverine, burguesa adinerada, y su doble vida, que se entrega por placer a cambio de dinero. Y como no tienen ni la menor intención de pontificar ni entrar en discusiones bizantinas se ríen, se ríen de sí mismo, de los bienpensantes de la sociedad y de los espectadores. En Buñuel la risa es revolucionaria y no admite explicaciones, así es que no las busquen, como lleva haciéndose estas cinco décadas con la secuencia final de la cajita y su misterioso contenido. ¡Ja! ¡A ver si alguien es capaz de imaginar alguna excentricidad más chiflada que la del asiático que visita el burdel!

Blade Runner 2049

El 28 de febrero en mi primer post de este blog confesaba estar impaciente a la espera del estreno de Blade Runner 2049. La filmografía del director, la producción ejecutiva de Ridley Scott y otros detalles más del proyecto me hacían concebir enormes esperanzas que sólo se han visto defraudadas en una pequeña medida. El resultado no es tan emocionante como uno hubiera deseado pero sí ofrece grandes alicientes, contiene materiales nobles que seguramente vistos con más perspectiva, en un segundo visionado o mediado un tiempo prudente, incluso ganen en robustez. Se me hacía obligado dejar aquí unos apuntes urgentes del acontecimiento cinematográfico del año que se estrena pasado mañana.

En la pantalla un rótulo con palabras de Denis Villeneuve nos ruega encarecidamente que no destripemos la película cuando hagamos nuestros comentarios para preservar el efecto sorpresa. La tarea no resulta fácil. Inevitablemente, al colocar piezas de la película sobre una mesa de análisis uno vierte disolvente de misterio sobre el conjunto. Y uno no puede más que disculparse de antemano si alguien se siente traicionado.

Pero no debería preocuparle demasiado al director de Incendies lo que se pueda contar de su última película, la esperadísima secuela de Blade Runner (1982), porque el público que mayoritariamente vaya a interesarse por ella no parece probable que sea un público juvenil palomitero, ávido mucho más de cine de acción que de reflexiones existenciales sobre el ser y la nada. Porque esta función no les ofrece demasiadas recompensas de ese estilo; las escenas de ese género son escasas y de muy inferior octanaje al que acostumbran ellos a consumir. Villeneuve, fiel a sí mismo, dirigió La llegada, no Terminator. El público que vaya a verla no debería ser demasiado puntilloso a este respecto.

Los Angeles de mediados del siglo XXI sigue siendo oscura pero sus alrededores tienen espacios con nuevas tonalidades cálidas y brumosas. Se huele la soledad, en particular del protagonista, el blade runner K. Pero también Deckard se oculta en un espacio sombrío y solitario, un edificio solemne y majestuoso impregnado de nostalgia. El aislamiento y la incomunicación infecta las vidas de todos los personajes.

En el futuro distópico que Blade Runner 2049 ha imaginado la soledad se combate con una versión sofisticada de la muñeca hinchable, modernísima evolución del robot de compañía que ni siquiera es corpóreo. K adora y mantiene con Joi  (esta bella criatura interpretada con mucho encanto por la cubana Ana de Armas –conocida en España por algunas películas, como Una rosa de Francia o Mentiras y gordas, y la serie El internado-) una relación virtual que recuerda a la Samantha de Her, aquella aplicación de la que Joaquin Phoenix se enamoraba perdidamente, bajo el influjo de la susurrante y sexi voz de Scarlett Johansson.

Ana de Armas y Ryan Gosling en Blade Runner 2049

Es el último peldaño de una escala que, a través de la incomunicación y el aislamiento, conduce al relativismo absoluto respecto a la condición del ser humano. Si en el Blade Runner de 1982 lo que estaba en duda era cómo precisar las fronteras entre humanos y humanoides –replicantes, según la terminología del filme- saber quién es una cosa y quien la otra, en el actual esas fronteras se ha diluido aún más. Los replicantes son capaces de reproducirse, engendrar a otros seres (aunque no se aclara la naturaleza de los “paridos, no fabricados”, si los nacidos del cruce son humanos o humanoides) lo que para ellos es el colmo de su homologación, y pretenden, como en el pasado, rebelarse contra su creador, padre de millones de ellos, porque los ha hecho para que sean carne de cañón, esclavos sin derechos. La rebelión de un grupo es uno de los hilos sueltos de esta continuación de Blade Runner. No está claro si es negligencia o siembra de una semilla para una futura tercera entrega.

Un ser virtual pero con apariencia contundentemente real –Joi, Ana de Armas, que luce su cuerpo serrano en forma de holograma gigante-  es capaz de introducirse en otra persona, que lo es más allá de las apariencias, fundirse con ella y procurar placer a un tercero, del que en el fondo tampoco estamos seguros de qué es. Y lo hace por amor. Si los robots pueden amar, tener alma y albergar buenos sentimientos, e incluso sin cuerpo material un programa informático también los tiene, entonces pueden ser tan humanos como los humanos. Este último detalle argumental es una de las aportaciones innovadoras de Blade Runner 2049. A la vez, con este juego la secuela da un paso a un lado de donde se quedó su referente, transforma las dudas existenciales y las preocupaciones éticas relativas al oficio de liquidador de un blade runner en fuertes sentimientos de pérdida de la infancia, en intenso deseo de recuperar el pasado, en una freudiana búsqueda  de los orígenes.

K, está interpretado convincentemente por Ryan Gosling. Pese a sus conocidas limitaciones expresivas, incluso abandona en alguna escena su proverbial cara de palo y demuestra que sabe sufrir sin aspavientos; e incluso gritar. En este caso no debe confundirse su inexpresividad con incapacidad actoral sino con la frialdad del sujeto, no olvidemos que es un replicante, que está condenado a realizar una penosa labor contra sus “hermanos” y la acepta resignadamente. K carece de nombre, se autodenomina por un número de serie, hasta que se le adjudica uno tan simple y corriente como Joe (¿habrán querido los autores establecer alguna conexión con el Josef K de El proceso de Kafka?); asume que al ser un replicante sus recuerdos no responden a experiencias vividas sino a implantes de memoria y no demuestran por tanto que haya tenido una infancia. Uno de esos recuerdos provoca un seísmo que sacude todas las certezas y desencadena la trama.

Desde el punto de vista cinematográfico, lo que atañe a la puesta en escena y al impacto visual del filme, el canadiense Denis Villeneuve no defrauda y cualquier reparo que pueda achacársele radica en las páginas escritas por Hampton Fancher y Michael Green, que repiten como guionistas. La fotografía de Roger Deakins, la dirección de arte de Benjamin Wallfish y la música de Hans Zimmer son impresionantes, como lo son los efectos sonoros, el vuelo de los vehículos, etc. Un gran espectáculo audiovisual que despliega imponentes localizaciones y decorados de una corporeidad apabullantes, aunque no siempre esté muy claro su significado (como esas estatuas gigantes que yacen como esqueletos de dinosaurios varados en una llanura azotada por el polvo y el viento). La ciudad de Los Angeles tiene un parentesco evidente con lo que era treinta años atrás, húmeda, siniestra, abigarrada, multiétnica, repleta de enormes paneles luminosos que ahora se ven enriquecidos con hologramas gigantes flotando entre la multitud que abarrota las calles. Hay nuevas perspectivas aéreas y una abundancia de incidencias meteorológicas, la lluvia, por supuesto, la nieve, la niebla, que empapan a los personajes y salpica al patio de butacas.

Harrison Ford en Blade Runner 2049

La secuencia más deslumbrante implica a K y Deckard que mantienen un tenso diálogo en un salón al estilo de Las Vegas al que acuden las imágenes virtuales holográficas de Elvis y un grupo de bailarinas. Rodeados por fragmentos de concierto que aparecen y desaparecen de la escena como si fueran una señal televisiva alterada e interrumpida por fenómenos atmosféricos, se encuentran los dos blade runners con el fin de aclarar el misterio que tanto preocupa a K. Es una secuencia que exhibe el desarrollo tecnológico visual más avanzado, una secuencia fascinante y memorable que contrasta con una escena muy poco estimulante en la que Deckard golpea senilmente a K frente a la pasividad de éste. Muy hacia el final tendremos de nuevo a Deckard en una posición muy deslucida, como si los guionistas no hubieran sabido muy bien qué hacer con él, resuelta con desarmante simpleza; sin duda lo más flojo del filme, junto a algún otro hilo suelto que nos remite al universo Mad Max. Más allá de esos momentos de perezosa escritura, Harrison Ford recupera la nobleza de su viejo personaje retirado y tiene un hermoso aunque breve diálogo cara a cara con K. Su presencia es un peaje utilitario que sirve de puente entre el pasado y el presente, da carta de autenticidad al título pero no se le saca todo el partido que merecía. Es un secundario de lujo.

Respecto a la música, pocos espectadores dejarán de echar de menos las notas de Vangelis, que sólo en una ocasión, ya en la recta final, se recuperan con nuevos arreglos. Es una música poderosa, compacta y sincopada, que alinea a esta banda sonora con otras del estilo de la saga Terminator y pierde gran parte del aliento lírico que le había insuflado el compositor griego a sus inolvidables y únicas composiciones, absolutamente inimitables. No puedo ocultar que en este apartado Blade Runner 2049 resulta un poquito decepcionante. No puedo negar tampoco que aun así el balance global es de notable alto.

Ferrara y el asesino de Pasolini

Las noticias se agrupan caprichosamente en las capas profundas de la memoria buscando, como hilos de agua que confluyen en los ríos tras la lluvia, el modo de revelar un mapa emocional que se va construyendo a base de fragmentos heterogéneos, a veces gozosos, a veces dolorosos. La visita de Abel Ferrara a Madrid, hace unos días, me recordó un titular de prensa de hace unos meses que parecía extraído de la crónica de sucesos: la muerte del asesino de Pasolini.

La semana pasada, Abel Ferrara desafinaba como un descosido en un concierto que perpetró en la sala Moby Dick. No le habían traído a la capital sus lamentables condiciones vocales, sino que vino a matar dos pájaros de un tiro, responder a la invitación por parte de Filmoteca Española a participar en una retrospectiva de toda su filmografía y de paso aprovechar el viaje para promocionar un documental que anteriormente había presentado en el pasado Festival de Cannes, Alive in France. Este trabajo se organiza en torno a algunos conciertos en los que con el grupo del mismo nombre interpretaba piezas, voz y guitarra por su parte, de las bandas sonoras compuestas para su cine. Por lo que he visto en algunos videos me da la sensación de que las cuerdas vocales del cineasta agradecían en esas actuaciones no haberse vistos castigadas por el consumo de sustancias –legales, que él dice haberse desenganchado de las otras-. O sea, que no canta tan mal. En Madrid, desde luego, fue otra cosa, imagino que una auténtica tortura para los asistentes y para los músicos locales de los que se hizo acompañar.

Pero no se llamen a engaño, que podría parecer que Ferrara no es santo de mi devoción. Todo lo contrario, es un director cuya obra cinematográfica, me parece cuando menos muy interesante, provocadora y apasionada, un poco torturada tal vez, endemoniada quizás a veces, otras sorprendentemente serena, como es el caso de su película Pasolini, crónica de las últimas horas de vida y sentido homenaje a la figura del poeta comunista, revolucionario y gran director de cine italiano, vilmente asesinado hace más de treinta años. Esta película está programada en el Ciclo que Filmoteca Española denomina “Adictos a Ferrara”, que incluye títulos como Teniente corrupto (1992), la que más fama le granjeó, El funeral (1996), que yo considero su mejor película, The adiction (1995), fiel reflejo de las cadenas psicotrópicas con las que tuvo que batallar, o Welcome to New York (2014), de la que les hablé en otro post titulado “Un sátrapa en Nueva York”.

Pasolini está rodada en inglés y el carismático personaje lo interpreta Willem Dafoe, un magnífico actor que, puestos a tomarse la olímpica licencia del idioma, delito de alta traición podríamos considerar si nos pusiéramos puristas (pero no lo haremos), consigue darle la dignidad y gravedad que requiere, sin restarle el punto de dulzura exigido por una figura de exquisita y extremada sensibilidad. Logrado salvar lo más difícil, elegir un rostro, un habla, un cuerpo y sus andares que no conspiren contra el mito, porque Pier Paolo Pasolini lo es por muchas razones y también en la medida en que lo son todos los asesinados en circunstancias que favorecen todo tipo de teorías conspiratorias, a Ferrara le quedaba determinar la estrategia narrativa.

El embite era de órdago, cómo abarcar en toda su extensión el inmenso talento del artista trágico, vertido en tantos campos: literatura, lingüística, política, pintura y por supuesto cine, en el que sus obras se contaban por escándalos. Por otra parte, su compromiso con todas las causas de la izquierda, su marxismo y espiritualidad cristiana, su vitalismo y su homosexualidad planteaban serios escollos para su fidedigna representación en la pantalla sin incurrir en manidos lugares comunes. Ferrara decide hacer un retrato poético de Pasolini en el que el espíritu del personaje se funde con las obras que tiene entre manos en esos momentos, al tiempo que lo acompaña en su tristísimo recorrido por los caminos que conducen a la playa de Ostia, en las afueras de Roma, directamente abocado a una muerte atroz. No despeja todas las brumas en que se vio envuelto aquel trágico final, porque, por desgracia, el único participante seguro en el asesinato, Pino Pelosi, falleció este verano sin querer ayudar nunca a despejar todas las incógnitas, pero su aproximación al director de Saló o los 120 días de Sodoma cumple con nota las exigencias. Les sugiero comprobarlo en este reportaje de Días de cine.

Cuando la noche del 2 de noviembre de 1975 Giuseppe Pino Pelosi, carne de miseria, hijo del arrabal, chapero  homicida, pasó por encima del cuerpo de Pasolini con el Alfa Romeo del poeta que les había conducido a aquel lugar, dejando tras de sí un amasijo irreconocible de carne sangre y huesos, no tenía la menor idea de que se iba a convertir en un asesino ilustre, un abyecto vampiro cuyo nombre quedaría para siempre asociado al de la vida que estaba arrebatando, como hicieran Charles Manson, en la orgía sanguinaria que detrozó con dieciocho puñaladas a Sharon Tate, 26 años de edad, embarazada de Roman Polanski, en su domicilio de Beverly Hills, una ciudad del condado de Los Angeles, California, el 8 de agosto de 1969; o Mark David Chapman, cuando disparó contra John Lennon delante del edificio Dakota de Nueva York, y apagó la voz del ex Beatle para siempre, el 8 de diciembre de 1980.

El cadáver de Pasolini yace en la playa de Ostia, Roma.

Manson, Pelosi, Chapman… Si creyéramos en el diablo habría que tomarles forzosamente por mercenarios suyos. Nunca debería uno alegrarse con la muerte de otro, pero gentuza como ésta lo pone muy difícil. Pelosi gestionaba un bar en el centro de Roma cuando se fue al infierno el 20 de julio pasado, a los 59 años de edad, dejando al cáncer la honorable tarea de limpiar la basura. Ni siquiera quiso pedirle al mundo la segunda oportunidad de un inmerecido perdón confesando la verdad de los hechos de su execrable crimen.

Espero que el pobre Ferrara me disculpe por haber encadenado en este post sus berridos en la sala Moby Dick (una mala noche la tiene cualquiera) con la evocación del infame Pelosi. Culpa suya, por compartir conmigo la admiración por Pasolini.

Cuatro secuencias de sexo sin complejos

Tres películas y una serie. Cuatro territorios reconquistados a la represión moralista que estaba consiguiendo desterrar de las pantallas la visualización desacomplejada del normal comportamiento de las personas cuando mantienen algún tipo de actividad sexual. Cuatro batallas victoriosas contra el puritanismo: la serie The Deuce y los filmes Ana, mon amour, del rumano Calin Peter Netzer, El amante doble, del francés François Ozon y La región salvaje, del mejicano Amat Escalante.

The Deuce es una serie de HBO de la que sólo he podido ver hasta el momento el episodio piloto y promete mucho, mucho, mucho. El creador de la serie es David Simon, toda una garantía de calidad, cuyo prestigio se ha labrado con otras producciones, como The Wire, Show Me a Hero,  o Treme. Dos actores protagonistas son también productores ejecutivos: James Franco (que encarna de manera magistral a dos hermanos gemelos) y Maggie Gyllenhaal. No me detendré ahora en las extraordinarias cualidades que este primer capítulo exhibe, un visualmente espléndido y narrativamente deslumbrante fresco del Nueva York de los setenta, en los albores de la eclosión del cine pornográfico.

Traigo aquí esta serie –como podría haber hecho con otras muchas, por ejemplo la interesantísima Westworld, también de HBO- por la libertad con que se presenta en pantalla el desnudo sin otra coartada que no sea el realismo, una enmienda a la totalidad de cómo lo vemos en el cine comercial, plagado de sábanas que cubren a las actrices hasta el cuello y hombres que cuando se desvisten lo hacen de espaldas a la cámara o parapetados tras todo tipo de objetos que oculten su sexo. En The Deuce un cliente muy obeso que acaba de obtener los servicios de una prostituta no tiene ningún problema en moverse ante la cámara, exactamente igual que lo haría si ésta no existiera. Nada que ver con el mal gusto, exigencia de un guion serio y realista que trata al espectador como persona adulta ¡Bravo! La serie televisiva reconquista espacios de libertad creativa y terreno perdido por el cine norteamericano.

Rumanía lleva unos años enviándonos películas que dan muestra de una cinematografía muy dinámica, pegada a la realidad social, madura. De Ana, mon amour puede decirse que la estructura temporal, con saltos adelante y atrás en el tiempo, resulta complicada y es dudoso que aporte nada positivo que compense la confusión que provoca. Sorprende que el chico necesite la ayuda de dos psicólogos, uno civil, psicoanalista, y otro religioso, el cura con el que se confiesa; no podría imaginar que a estas alturas en la sociedad rumana la iglesia ortodoxa siguiera teniendo tal influencia, aunque las relaciones entre los jóvenes se ven tan liberadas del yugo como puedan estarlo en la nuestra. Pero además de la honestidad e interés general de la película me llamó muchísimo la atención una secuencia de amor rodada con tanta franqueza que incluso muestra la eyaculación del chico. Y no menos la secuencia en la que éste encuentra a su chica sin sentido y tiene que desnudarla, limpiar sus heces y meterla en la ducha. Un tabú destruido con admirable valentía y delicadeza. Un aplauso para los actores Mircea Postelnicu y Diana Cavallioti, espléndidos.

François Ozon siempre se ha mostrado muy atrevido en la puesta en escena, no sólo en lo referido a cuestiones formales y artísticas, sino con un sentido de la moral moderno y avanzado. Y El amante doble, su último estreno, lo deja patente. Se trata de un thriller con un fuerte componente erótico en la medida en que la trama se articula sobre la acusada psicopatía de la protagonista, un enrevesado cruce de Inseparables, de David Cronenberg y el universo hitchcocquiano de Brian de Palma, adobado con querencias del espíritu almodóvariano, que termina siendo como una tortilla francesa de excelente aspecto y sabor aunque no definitivamente acabada de cuajar.

Escena de El amante doble, de François Ozon

La abundancia de escenas de desnudo viene a compendiarse en la imagen de uno de sus posters que la distribuidora española Golem tuvo el acierto de poner en escena en un escaparate el día del preestreno, un “tableau vivant”, un cuadro viviente, que abría un estimulante camino a la promoción de futuras películas. No quiero ni pensar el éxito que hubiera tenido la aplicación de esa idea en el reestreno de Instinto básico (Paul Verhoeven, 1992). Pueden verlo en el siguiente video:

El amante doble podrá gustar o no, debo reconocer que a mí me gustó mucho en su primera mitad y acabó dejándome helado, pero será difícil que alguien olvide uno de los primeros planos que nos regala Ozon. En esa escena inicial –que no es en absoluto gratuita- la cámara bucea a través de un espéculo ginecológico en la intimidad de la protagonista y cuando la doctora lo retira la imagen de la vulva se funde (fundido encadenado, es el término técnico) con un ojo. Ni qué decir tiene que estas audacias son impensables en Hollywood, pero por fortuna siempre nos quedará París.

El mejicano Amat Escalante ama a su  país y pretende combatir con sus películas las miserias que destapa: la violencia descarnada, el feminicidio, la homofobia, el machismo, la hipocresía. En La región salvaje, estrenada ayer en España, acude a una formulación simbólica de una fuerza arrebatadora con la puesta en escena de una criatura que recuerda mucho a la de La posesión, de Andrzej Zulawski (1981), en la que se encarnan todas las contradicciones que el misterio insondable del sexo provoca en el ser humano: lo que más atrae y fascina, lo que más miedo y repulsión produce. La imagen más impactante y perturbadora la compone la actriz Ruth Ramos en el momento en que es poseída por la bestia, penetrada con voluptuosa complacencia por los tentáculos que invaden todos sus orificios. El placer supremo y la suma repugnancia entrelazados.

Cuatro obras de inmediata actualidad, cuatro secuencias, cuatro imágenes… No todo está perdido, los creadores se rebelan contra las imposiciones de los enemigos de la libertad.