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Mujeres y ciencia: ¿un tiempo propicio?

Marta I. GonzálezPor Marta I. González (CSIC/Universidad de Oviedo)*

“¿Por qué tan pocas?”, se preguntaba la socióloga feminista Alice Rossi en 1965. En 2015, medio siglo después, los psicólogos Wendy Williams y Stephen Ceci  defendían que el presente es un “tiempo propicio” para que las mujeres se incorporen a la ciencia académica y anunciaban el fin del mito de la discriminación de las mujeres en este ámbito.

Williams y Ceci diseñaron un experimento en el que pedían a profesores universitarios que seleccionaran al mejor candidato para un puesto de investigación permanente de entre un conjunto de solicitantes de ambos sexos con los mismos méritos. Contra todo pronóstico, los evaluadores, tanto hombres como mujeres, parecieron preferir a las candidatas (con algunas diferencias dependiendo de las disciplinas). “Los esfuerzos por combatir el sexismo previamente generalizado en los procesos de contratación parecen haber surtido efecto”, declaran los autores, “nuestros resultados indican una atmósfera sorprendentemente favorable en nuestros días para las mujeres candidatas a puestos de trabajo en las disciplinas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas”. La desigualdad, sostienen, sigue manteniéndose porque las mujeres creen en el mito de la discriminación y muchas ni siquiera intentan entrar en la carrera científica, exiliándose a sí mismas del sistema.

montaje conferencias solvay

Asistentes a las conferencias Solvay de Física de 1927 (con una única mujer: Marie Curie) y 2011 (con solo dos mujeres: Lisa Randall y Eva Silverstein). / Wikipedia-CERN

Entre la preocupación de Rossi y el optimismo de Williams y Ceci hay cinco décadas en las que las mujeres han ido poco a poco ocupando las aulas, los laboratorios y los despachos. Las mujeres han aumentado su número como estudiantes e investigadoras; sin embargo su ritmo de acceso y ascenso en las carreras científicas continúa siendo más lento que el de los varones y está segregado por campos de conocimiento.

La búsqueda de las causas de las desigualdades entre mujeres y hombres en la ciencia es una cuestión esquiva. La discriminación en los procesos de selección y contratación ha generado en los últimos tiempos un buen número de investigaciones, preferentemente en forma de ‘experimentos’ que indagan el modo en el que preconcepciones de género se cuelan en decisiones que deberían atender únicamente a los méritos científicos de los candidatos. En esta literatura de ‘evaluación experimental’, los resultados y valoraciones de Williams y Ceci se oponen a las conclusiones mucho más pesimistas de trabajos como los de Wennerås y Wold (1997), Steinpreis, Anders y Ritzker (1999), Moss-Racussin et al. (2012) o Reuben, Sapienza y Zingales (2014). Todos ellos encontraron sesgos a favor de los hombres en diferentes procesos de selección experimentalmente diseñados.

La disparidad entre los resultados puede rastrearse en el diseño de los experimentos. Quizá el hecho de que los científicos y las científicas que evaluaron las solicitudes construidas para el experimento de Williams y Ceci pudieran inferir el objetivo de la investigación, o que todos los candidatos fueran presentados como excelentes, sean factores que hayan disparado el efecto de ’deseabilidad social‘ en sus elecciones. Cuanto más alejados estén los experimentos de las condiciones reales en las que se producen los procesos de selección, menos generalizables serán sus resultados.

diagrama tijera

Diagrama de tijera que muestra la evolución de hombres y mujeres en la carrera investigadora del CSIC en 2014. / CSIC

En cualquier caso, no se trata de ‘experimentos cruciales’ que permitan descubrir la causa definitiva de las diferencias que persisten entre hombres y mujeres en la ciencia. Las elecciones de las mujeres sobre sus vidas y sus profesiones, su contexto personal y familiar, las decisiones sobre contrataciones, promociones o publicaciones, las dinámicas sociales en las comunidades científicas… todos ellos son elementos interrelacionados que podemos aislar para comprender mejor, pero es preciso no perder de vista el modo en que se articulan y se refuerzan.

Puede que el trabajo de Williams y Ceci apunte a que estamos en un momento propicio para las mujeres en la ciencia, aunque quizá no por las razones que ellos aducen. La atmósfera es aparentemente favorable, desde luego: los científicos saben que el sexismo es políticamente incorrecto. Es preciso ahora que este clima favorable tenga frutos, tanto en las decisiones reales sobre contrataciones, como en todos los procesos y relaciones implicados en el éxito en las carreras científicas. Las mujeres han recorrido mucho camino en la ciencia en los últimos 50 años, pero es largo aún el que queda por recorrer.

Hoy, 11 de febrero, se celebra por primera vez el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, declarado así por Naciones Unidas con el fin de promover la participación plena y en condiciones de igualdad de las mujeres y las niñas en la educación, la capacitación, el empleo y los procesos de adopción de decisiones en la ciencia, y eliminar toda forma de discriminación contra la mujer. Puedes seguir la jornada a través de Twitter y las etiquetas #JuevesCientífica y #WomenInStem.

 

*Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo.

Efecto Matilda: ser mujer resta puntos en el currículo científico

Marta I. GonzálezPor Marta I. González*

A mediados de los años 60, Jocelyn Bell Burnell llegó a Cambridge como estudiante de doctorado. El equipo al que se incorporó, el del astrofísico Tony Hewish, trabajaba en la detección de los cuásares, objetos astronómicos muy lejanos y tremendamente energéticos. Jocelyn se encargó de analizar la montaña de datos proporcionados por el potente radiotelescopio que también había ayudado a construir. Y en esta tarea se encontró con extrañas señales de radio que se emitían a intervalos regulares. Atribuidas en un principio a alguna lejana civilización extraterrestre, pronto quedó en evidencia que se trataba de fenómenos naturales: estrellas de neutrones que emitían radiaciones periódicas y a las que llamaron púlsares. Tony Hewish recibió el Premio Nobel por este descubrimiento en 1974 junto a Martin Ryle y, sin embargo, la contribución de Jocelyn Bell Burnell no fue reconocida. La ciencia de vanguardia es un trabajo en equipo, pero los premios Nobel solo se conceden a un máximo de tres investigadores. Y son los científicos de prestigio que dirigen los proyectos los que reciben las recompensas y el reconocimiento.

Jocelyn Bell en 1967

Jocelyn Bell Burnell / Roger W Haworth.

Este es un caso de lo que el sociólogo Robert K. Merton denominó efecto Mateo en la ciencia. En el evangelio según san Mateo (25, 14-30), la parábola de los talentos se cierra con una lección inquietante: “A todo el que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”. Aunque este efecto puede encontrarse en cualquier ámbito de la vida humana, Merton señaló el modo en el que funciona en la ciencia: concentrando cada vez más recursos en forma de mejores puestos de trabajo, financiación, publicaciones o premios en manos de aquellos investigadores que ya han alcanzado reconocimiento, y dificultando que los investigadores que empiezan accedan al sistema de recompensas. Jocelyn, una simple estudiante de doctorado, habría sido una víctima más del efecto Mateo.

Pero para la historiadora de la ciencia Margaret Rossiter la cuestión no termina ahí. Además de ser una estudiante de doctorado con su prestigio científico todavía por construir, Jocelyn Bell Burnell era una mujer. Las mujeres, defiende Rossiter, son más vulnerables al efecto Mateo. Margaret Rossiter bautizó esta variedad como ‘efecto Matilda’, en honor a Matilda J. Gage, sufragista neoyorkina de finales del siglo XIX que identificó y denunció la invisibilización de las mujeres y sus méritos en otros contextos (incluso en la propia Biblia). Rossiter ofrece una larga lista de ejemplos de científicas a las que el sistema de recompensas de la ciencia trató injustamente por su sexo. Las contribuciones de Lise Meitner al descubrimiento de la fisión nuclear o de Rosalind Franklin al de la estructura de doble hélice del ADN, por ejemplo, no fueron reconocidas en su momento, aunque sus colegas varones recibieron sendos premios Nobel por ellas.

Efecto Matilda

Efecto Matilda/IlluScientia /Wikimedia Commons.

Estudios recientes también alertan de que, incluso hoy, ser mujer resta inadvertidamente puntos del currículo científico. Investigadores de la Universidad de Yale mostraron en 2012 cómo los evaluadores (independientemente de su sexo) puntuaban más alto y estaban dispuestos a ofrecer un salario mejor a un potencial candidato a un puesto de laboratorio cuando creían que el currículo que juzgaban era el de un hombre que cuando creían que era de una mujer. En las mejores instituciones científicas del mundo, becas, puestos de trabajo e incluso el espacio en los laboratorios se distribuyen desigualmente entre personas con los mismos méritos y diferente sexo.

Es tan perverso el efecto Matilda (¡y a menudo tan invisible!) que el propio Merton sucumbió al mismo, ya que su publicación sobre el efecto Mateo está basada en las entrevistas y materiales de Harriet Zuckerman. Años después, Merton se casaría con Zuckerman… y también reconocería que aquel artículo debería haberlo firmado en coautoría con ella.

La celebración del Día Internacional de la Mujer, el próximo 8 de marzo, es un buen momento para recordar la pervivencia de las desigualdades entre géneros en ciencia. El efecto Matilda multiplica la perversión del efecto Mateo al otorgar más prestigio a los hombres, no por sus méritos científicos, sino por el simple hecho de haber nacido varones. Y esto es algo que ni la ciencia ni la sociedad se pueden permitir.

*Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo.

Las sesgadas teorías del hombre cazador y la mujer recolectora

Marta I. GonzálezPor Marta I. González*

Ideas y supuestos preconcebidos sobre cómo son o deberían ser las cosas dirigen nuestra mirada y la interpretación de los datos, observaciones, experimentos… y, en definitiva, lo que aceptamos como conocimiento verdadero. La idea de “ver para creer” ejemplificaría la actitud científica, pero nuestra mirada no es nunca inocente; llevamos en ella todo lo que somos y todo lo que creemos saber. En ciencia, “ver para creer” requiere también un “creer para ver”. Como muestra el cuento del óvulo y el espermatozoide o el caso de la primatología, los estereotipos de género, nuestras concepciones culturales de lo masculino y lo femenino, forman parte de esas creencias arraigadas que condicionan la mirada científica.

Algo similar ocurrió en la paleoantropología, donde durante mucho tiempo reinó el paradigma del ‘hombre cazador’, basado en la idea de que debemos lo que somos a los cazadores del pasado, ya que gracias a ellos los humanos desarrollamos el bipedismo, el uso de instrumentos, el lenguaje, etc. La especie es aquí, una vez más, reducida únicamente a los machos. Fueron las paleoantropólogas Nancy Tanner, Adrienne Zihlman y Sally Slocum las que dejaron en evidencia el sesgo de la hipótesis del hombre cazador con su teoría de la ‘mujer recolectora’. No, decían ellas: realmente somos lo que somos porque las mujeres del pasado recolectaban y criaban a sus hijos. Su teoría estaba bien respaldada por la evidencia disponible, pero era inaceptable para la comunidad científica. Pero su evidente parcialidad hizo visible la oculta e inadvertida parcialidad de la teoría del hombre cazador.

Adrienne Zihlman

Adrienne Zihlman /R.R. Jones.

Arqueología, historia, sociología, psicología… en todas estas ciencias encontramos casos en los que el punto de vista de las científicas muestra la capacidad de los estereotipos de género para definir lo que aceptamos como verdadero.Esta ceguera de género se manifiesta también en la medicina, donde la presuposición de que el varón es el individuo universal de la especie humana impidió durante mucho tiempo, por ejemplo, que se atendiera a las peculiaridades de los trastornos cardiovasculares en las mujeres. Eliminadas de muchos ensayos clínicos porque sus cambios hormonales las hacen ser sujetos ‘inestables’, el conocimiento adquirido sobre el diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad coronaria se elaboró sobre datos obtenidos con hombres. Sin embargo, la epidemiología muestra que la enfermedad coronaria es la principal causa de muerte en mujeres de mediana edad. Aunque la auténtica causa de la muerte de un buen número de esas mujeres bien pudo ser la ignorancia: lo que se desconocía sobre este tipo de trastornos en las mujeres en relación a los síntomas específicos, los factores de riesgo o la eficacia y seguridad de los medicamentos para ellas.

En ciencia, en definitiva, lo que se decide ignorar es tan importante como lo que se decide conocer. En estas decisiones, científicos y científicas trabajan desde sus situaciones y sus perspectivas parciales, y estas se reflejan en las preguntas, los métodos, los datos admitidos como relevantes y las respuestas aceptables y aceptadas. Tendemos a ver y a escuchar aquello que encaja con lo que creemos o creemos saber. No hay perspectivas absolutas en ciencia; no existe el ojo de dios, la mirada inocente y no contaminada.

En este sentido, la perspectiva o el punto de vista de las mujeres no es en términos absolutos más objetivo que el de los hombres, pero sí contribuye a una mayor objetividad (al visibilizar lo oculto), específicamente en aquellos ámbitos de la ciencia que se ocupan de los sexos y los géneros.

Por eso, el valor más importante para la objetividad científica probablemente sea el de la pluralidad. Una ciencia que dé cabida a la pluralidad de perspectivas estará mejor preparada para identificar y eliminar los puntos ciegos que provoca una única perspectiva parcial dominante, como lo fue durante mucho tiempo la perspectiva masculina.

Una ciencia más plural será una ciencia más robusta, porque la verdad que aceptamos, decía el ecólogo y matemático Richard Levins, es la intersección de mentiras independientes.

*Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de OviedoEste texto, junto a las dos entradas anteriores (Ni príncipes valientes ni princesas desvalidas: cómo las primatólogas cambiaron la forma de contar el cuento; Los orgasmos de las primates y los prejuicios de la ciencia), forma parte de una charla que Marta I. González impartió en TEDxMadrid, en septiembre de 2014, titulada: ‘Creer es ver: ciencia, mujeres y primates’. En el vídeo puedes ver y escuchar la conferencia completa. 

Los orgasmos de las primates y los prejuicios de la ciencia

Por Marta I. González*

Cuando solo miramos lo que salta a la vista, puede que se nos escape lo interesante. Esto fue lo que ocurrió cuando los primeros primatólogos observaban a los babuinos. Como vimos en la entrada anterior en el caso de los chimpancés, también los primatólogos que estudiaron a los babuinos  se encontraron en primer plano con las peleas y fanfarronadas de los machos. Y en el mundo de la Guerra Fría, elaboraron una narrativa según la cual la vida de los babuinos dependía de la organización jerárquica de sus machos. De acuerdo con esta representación, los babuinos macho eran animales tremendamente agresivos, que competían entre ellos por las hembras, pero que se convertían en una tropa disciplinada, en un ejército bien entrenado, cuando había que defender al grupo.

Babuinos

Vida social de los babuinos / Stig Nygaard

Pero lo que la primatóloga Thelma Rowell vio en la sabana no se parecía en nada a esta imagen: los machos no eran ni tan agresivos ni tan buenos soldados, y tampoco las hembras esperaban simplemente a que llegara su príncipe azul. En caso de ataque, la estrategia era la de ‘sálvese quien pueda’; y eran las relaciones entre las hembras, más bien, las que daban estructura al grupo. Además estaban muy ocupadas consiguiendo comida para su prole y cultivando las amistades que más les interesaban para el futuro de sus retoños.

El modelo militar de los babuinos se fue desmoronando. Jean Altmann, Barbara Smuts y Shirley Strum desmontaron también otras creencias arraigadas, como la de que los machos dominantes tienen prioridad en el acceso a las hembras y por tanto, más hijos en el grupo. Realmente, el más bravucón no era precisamente el que más ligaba. La discreción parecía, por el  contrario, ser una cualidad apreciada por las babuinas a la hora de elegir con quien aparearse. Descubrir este nuevo mundo babuino requería observar lo que estaba sucediendo en un segundo plano, más allá de las ruidosas reyertas de los machos. Para ello, Jean Altmann introdujo protocolos de observación sistemáticos que garantizaran que todos los miembros del grupo, y no solo los que llamaban más la atención, fueran observados.

Bonobos

Vida sexual de los bonobos / Rob Bixby

La vida sexual de las primates es precisamente otro buen ejemplo de la fuerza de las creencias previas para dirigir e interpretar las observaciones. Mientras que tradicionalmente se asumía que la iniciativa sexual era cosa de los machos, los trabajos de Amy Parish con los bonobos o de Sarah Hrdy con los langures nos devuelven una imagen de las hembras como individuos que buscan activamente el sexo y no con el único objetivo de reproducirse. Incluso la posibilidad de que las hembras de los primates disfrutaran del sexo y experimentaran orgasmos fue debatida, aunque nunca se dudó sobre si los machos tenían orgasmos. El sexo para las primates es, en el trabajo de Sarah Hrdy, también placer y estrategia. Hrdy sostiene que el disfrute que proporciona el orgasmo incentiva a las hembras a tener relaciones con muchos machos. De este modo, la confusión sobre la paternidad de sus crías las mantendrá a salvo, dado que en ocasiones los machos matan a las crías que no son suyas para provocar el celo en las hembras que están amamantando.

Bonobos

Siesta compartida / LaggedOnUser.

Curiosamente, la respuesta común a la pregunta de por qué las primates humanas tenemos orgasmos fue que estos tenían la función adaptativa de hacer que las hembras estuvieran siempre disponibles para los machos fortaleciendo de este modo el vínculo en la pareja monógama. La mujer ofrece al hombre sexo ilimitado, y él a cambio la ayuda a cuidar de la prole. En los relatos sobre el origen adaptativo de las conductas encontramos de un modo muy claro la capacidad de las preconcepciones para interpretar las observaciones. Sarah Hrdy le da la vuelta al relato tradicional sobre hembras pasivas y fieles para convertirlas en asertivas y promiscuas. Cómo creemos que debemos ser y cómo somos aparecen articulados de forma necesaria por el poder de la evolución para definirnos.

Las transformaciones que las primatólogas introdujeron en los métodos y los marcos teóricos nos muestran que el punto de vista, la perspectiva, importa. Como mujeres, y en un momento histórico de auge del movimiento feminista, fueron capaces de identificar el sesgo que había estado condicionando observaciones y teorías previas, según el cual los machos de las especies son los individuos interesantes, y las hembras tienen simplemente un papel reproductivo. Al visibilizar a las hembras, iluminaron un enorme punto ciego en la primatología. Su perspectiva parcial desveló la parcialidad de la perspectiva dominante, y el resultado fue una ciencia más objetiva.

*Este texto forma parte de una charla que Marta I. González impartió en TEDxMadrid, en septiembre de 2014. Sigue en este blog el resto la historia de las primatólogas y de cómo cambiaron la forma de contar el cuento. La primera de tres entradas puedes leerla aquí. Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo.

 

Ni príncipes valientes ni princesas desvalidas: cómo las primatólogas cambiaron la forma de contar el cuento

Marta I. GonzálezPor Marta I. González*

Érase una vez una bella princesa dormida por la maldición de una bruja vengativa. Todos conocemos cómo termina este cuento: siendo felices y comiendo perdices cuando el apuesto príncipe consigue con su beso despertar a la bella durmiente que, por supuesto, cae inmediatamente rendida de amor a sus pies. Los cuentos cuentos son, y en las antípodas de estos relatos imaginarios encontramos las elaboraciones de la ciencia. Si los cuentos son el mundo de la fantasía, la ciencia es el mundo de los hechos.

Ilustración de espermatozoides llegando a un ovulo

El ganador despierta a la bella durmiente / Mauricio Moreno.

El cuento de la bella durmiente, sin embargo, ha modelado durante mucho tiempo la representación científica del proceso de la fecundación sexual: el óvulo yace inerte hasta que el más intrépido y veloz de los espermatozoides que lo cortejan alcanza a ser el primero en penetrar sus muros y activarlo para dar comienzo a una nueva vida. Esta proyección de nuestras preconcepciones y estereotipos sobre lo masculino y lo femenino se coló inadvertidamente en la descripción científica de los gametos, bloqueando la investigación sobre los mecanismos activos del óvulo para captar espermatozoides o sobre el necesario proceso de ‘capacitación’ que experimentan los espermatozoides una vez dentro del tracto genital femenino. De acuerdo con la ciencia actual,  los óvulos, como las más modernas princesas de Disney, tienen iniciativa propia y ¡están bien despiertos!

La ciencia es sin duda la fuente de conocimiento más fiable que los seres humanos hemos desarrollado sobre el mundo que habitamos. Pero la ciencia no nos ofrece verdades simples e inapelables. Un buen ejemplo nos lo proporciona la primatología. Descubrir y entender el mundo y las vidas de nuestros parientes más cercanos en el reino animal (chimpancés, gorilas, orangutanes, bonobos…) es una tarea absolutamente fascinante. Pero tratar de entender a los primates no fue nunca solo eso. A menudo se trataba de buscar en ellos las claves del comportamiento de los primeros homínidos, un ‘patrón primate’ que nos ayudara a entendernos mejor a nosotros mismos. Por eso Louis Leakey, el famoso paleoantropólogo, promovió la investigación en primatología a mediados del siglo XX, cuando lo poco que se sabía sobre los grandes simios era sobre todo el producto de observaciones en zoos y laboratorios, y no proporcionaba una imagen fiable de su comportamiento en los medios naturales. Leakey pensó que las mujeres serían mejores primatólogas porque tenemos más capacidad para la empatía.

Tuviera o no tuviera razón, el ejemplo de las mujeres que reclutó, narrado a través de los documentales de la National Geographic, convirtió en figuras populares a Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas, que a su vez funcionaron como modelos para despertar la vocación por la primatología en muchas otras jóvenes que siguieron sus pasos. Por esto es también la primatología una ciencia peculiar: aparentemente al menos, son muchas más las mujeres que la practican que en otras ciencias, donde nos cuesta identificar a grandes científicas más allá de Marie Curie.

La primatóloga Biruté Galdikas

Biruté Galdikas / The Maritime Aquarium at Norwalk.

Hasta que ellas comenzaron a trabajar en selvas, sabanas, bosques y montañas, la imagen que teníamos de los primates también podría ser la de cualquier cuento tradicional de príncipes valientes y princesas desvalidas: los machos eran tarzanes que conseguían alimento para el grupo, lo defendían de los enemigos y se peleaban entre ellos por los favores de las hembras. En la misma línea, se consideraba que las hembras eran criaturas maternales dedicadas en cuerpo y alma a la crianza, y disponibles sexualmente para los machos. Las relaciones de dominio y jerarquía entre los machos eran las que definían al grupo. Estas interpretaciones eran el reflejo de las ideas estereotipadas sobre las diferencias entre hombres y mujeres y al mismo tiempo cumplían la función de legitimarlas. Si ellos son así, es lógico que nosotros también lo seamos.

Pero la entrada de las mujeres en la primatología revolucionó completamente la disciplina. Su mirada y sus métodos nos desvelaron que el mundo de los primates, de las hembras y los machos y de las relaciones entre ellos, es infinitamente más complejo que los personajes estereotipados de los cuentos clásicos. Al enriquecerse la imagen de los simios, pierde cada vez más sentido el objetivo de mirarnos en ellos como en un espejo. Cada primate, cada especie primate (los seres humanos incluidos) es ahora un mundo distinto y tiene valor propio.

Imagen de la primatóloga Jane Goodall

Jane Goodall / Kristoffer Tripplaar/World Bank.

Hablemos de los chimpancés, por ejemplo. Jane Goodall no solamente nos descubrió su capacidad como especie para utilizar instrumentos (piedras para abrir frutos secos, ramas para comer termitas) o transmitir cultura. En sus observaciones de los chimpancés de Gombe, en Tanzania, se desveló que las demostraciones de fuerza y agresividad de los machos no significaban realmente que ellos fueran los que mandaban. De un modo mucho más sutil, la chimpancé Flo ejercía un papel central en la organización del grupo. Además, sus hijas heredaban su posición en la ‘alta sociedad’ de Gombe.

Al extender en el tiempo el trabajo de campo, Goodall y sus sucesoras en Gombe ofrecieron una descripción más detallada del comportamiento de las hembras chimpancés. Las hembras cazaban, luchaban por mantener sus jerarquías, buscaban activamente a sus parejas sexuales, y hasta cometían infanticidio con las crías de otras hembras del grupo. Goodall fue capaz de ver lo que otros no habían visto antes gracias a que entendió que cada miembro del grupo, independientemente de su sexo, era importante como individuo; y no asumió que las hembras eran un recurso más de una comunidad dirigida por los machos.

*Este texto forma parte de una charla que Marta I. González impartió en TEDxMadrid, en septiembre de 2014. Sigue el resto de la historia de las primatólogas y de cómo cambió el cuento próximamente en este blog. Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo.