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El idioma secreto de los vagabundos del ferrocarril

El Oeste es la promesa. Saltan al tren en marcha. Candado roto, oxígeno. Arañan vagones. La navaja deja su firma en el óxido. El cubículo es estrecho y frío, como el útero de una vieja embarazada de pobres. Destino de trabajador vagabundo, olvidarán su antiguo nombre allí.

Siempre en marcha, tragan polvo, correcaminos implumes. El pitido de la locomotora se cuela a través de la puerta abierta y la noche es negra, resbaladiza, y los llama. Veloces estepas sin horizonte que se repiten como en un purgatorio. Un rayo pintor. Espinas. Reino de sapos venenosos. Nueva estación. Policías. Silbatos. Perros. Silencio de ardillas. Retoman la marcha.

Mañana, muchachos, llegaremos a Dallas, Portland, Reno, Burns… La promesa, el Oeste, es la mirada de un coyote taciturno que desaparece tras un guiño de ojos. Entonces, al día siguiente, el claustro metálico los expulsará en la vía y nacerán cansados, dolidos, derrotados. Serán bautizados de nuevo en el Jordán de las piedras, tendrán el nombre de un huérfano y éste será el de Hobo.

Destino: Viajar por la nada siendo nada y todo por casi nada.

Así fue su vida. Así quisieron renacer.

Llevaban años recorriendo el país de esta forma mal llamada aventurera. Puede que fueran los primeros parásitos del recién nacido ferrocarril. Fue durante la Gran Depresión, sin embargo, el crack del 29 y la ola de desempleo que dividió los Estados Unidos, cuando su número aumentó hasta los centenares de miles de andrajosos caminantes, merodeadores sin suerte, y no eran negros, centroamericanos o sirios, como hoy, solo hobos, así los llamaban: americanos blancos sin rumbo y techo.

Hobo saltando a un tren de mercancías. 1935.

Hobo saltando a un tren de mercancías. 1935.

Los hobos eran el ejército insomne del nuevo rey vagabundo: el trabajador empobrecido, el currante itinerante que usaba el tren para aparecer y desaparecer cual conejo tísico de una chistera rota.

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Fotógrafos griegos hablan desde el ‘subpaís’

Barricaded Building © Yiannis Hadjiaslanis

Barricaded Building © Yiannis Hadjiaslanis

Acaso nada cumpla con tanta exactitud como esta foto la tarea de explicar qué pasa en Grecia, ese subpaís, colonia de la troika, laboratorio neoliberal con ciudadanos-cobaya.

Edificio parapetado, se titula la foto. Parece un dogma de obligado cumplimiento y lo es: se trata de la antigua sede del Ministerio de Educación, hoy evacuada y tabicada, achabolada. El inmueble es propiedad de la iglesia. El Estado no tiene dinero para el alquiler y la iglesia es una casera como cualquier otra: sin caridad.

Desde que el zumbido mediático sobre Grecia ha dejado de ser de altísima intensidad, sabemos esto y aquello: los suicidios aumentaron un 43% en los últimos seis años; la televisión pública fue cerrada aunque emite (nadie cobra), pero seis clanes mandan en los cinco canales privados —por supuesto, protroika y, en algún caso, cercanos a Amanecer Dorado, el partido nazi—; movilizan forzosamente a los docentes; los usureros se frotan las manos en Berlín: los rescates (asistencia financiera, les llaman) suman 240.000 millones

Tratando de captar los sentimientos de angustia, el abandono y la decadencia, he elegido fotografiar durante la noche. Los edificios públicos, estatuas, parques, los símbolos de la ciudad adquieren un carácter que refleja con mayor claridad su estado actual y su significado.

El fotógrafo Yiannis Hadjiaslanis (1974) ve su país a oscuras. En After Dark (Tras la oscuridad) muestra la que quizá sea la forma más adecuada para ver Atenas: con nocturnidad, con la luz negra para guiarnos. El reportero comparte su narrativa:

Una estatua de un Sátiro mítico, medio hombre medio cabra se levanta sobre un arbusto en los Jardines Nacionales con una sonrisa siniestra. Un circuito cerrado de televisión vigila la entrada del Museo Arqueológico, un lugar de reunión de yonquis (…) Una bolsa de plástico llena de pan colocada en el exterior de la Sociedad Arqueológica, donde ahora residen personas sin hogar.

© Yiannis Hadjiaslanis

© Yiannis Hadjiaslanis

© Panos Kokkinias

© Panos Kokkinias

Panos Kokkinias (1965) responde a la incertidumbre y la rabia con un trabajo antiturístico: Leave Your Myth in Greece (Deja tu mito en Grecia), una colección de cartelería absurda para un país donde ya no queda hueco para el sentido del humor, el esmeralda del Jónico, la vagancia por la arcadia…

En mi trabajo trato de abordar lo que es más importante en mi vida. Por consiguiente era imposible ignorar la crisis, ya que ha afectado a mi vida, mi familia y mi país. Esta serie es mi primera reacción a la crisis, un esfuerzo para poner en imágenes el estado actual de la mente y el alma, una manera de entender lo que está pasando. Es un intento de ver dónde estamos y hacia dónde vamos desde aquí.

El fotógrafo padece la misma desubicación del hombre vestido de ejecutivo ante los restos de un templo y con la humeante central térmica en segundo plano. Una crisis de ansiedad, una pestilencia repentina, un cuadro clínico de shock…, cualquier cosa es posible excepto la risa.

Man With Apples © Petros Efstathiadis

Man With Apples © Petros Efstathiadis

El Hombre con manzanas de Petros Efstathiadis (1982) está apartado del mundo por un retal de plástico. No es poca cosa: el pueblo montañoso y casi balcánico en el que nació y creció el fotógrafo sabe bien que las fronteras, sean del material que sean, son difíciles de evadir porque son absurdas y a veces están en la mente de los hombres.

La idea de Grecia de cielos azules, arenales con playas y gente feliz, todos esos clichés, no son el corazón de este país.

Irracional. Así es la nación lejana que retrata este reportero de la demencia. Un infrapaís dentro de un subpaís.

Fluttering Curtains © Petros Kloubis

Fluttering Curtains © Petros Koublis

 Petros Koublis (1981) narra en Lamenta la «soledad de los suburbios» y la «colisión» entre los símbolos domésticos —unas cortinas, una lancha abandonada, un jardín asilvestrado…— y la crisis aún más honda de las ciudades, donde nada es posible, ni siquiera la apariencia de normalidad.

El choque entre dos espacios diferentes, lo urbano contra lo natural, crea un nuevo espacio intermedio, donde la naturaleza parece derrumbarse a la misma velocidad que nuestras ciudades en crisis. Pero también es la colisión entre dos tipos diferentes de tiempo, del centro contra los bordes, la creación de un nuevo tiempo paralelo.

© Dimitris Michalakis

© Dimitris Michalakis

Finalmente, sobre el negro paño de una casa de compraventa, las fundas de oro que una vez recubrieron tres molares de un ciudadano griego. El fotógrafo, Dimitris Michalakis (1977), encabeza Burnout (Agotamiento), con una declaración que deberíamos memorizar o, si la memoria no nos alcanza, reproducir en loop en algún gadget fabricado por los esclavos chinos de Silicon Valley.

  • El 20% de la población griega vive por debajo del umbral de la pobreza.
  • El desempleo juvenil oficial (entre 15 y 24 años) es del 50%.
  • 180.000 empresas, especialmente pequeñas y medianas, han cerrado cada año por la reticencia de los bancos a conceder créditos.
  • Las únicas empresas realmente florecientes son las tiendas de compra de oro.
  • Recortes drásticos en el gasto público han desmantelado las instituciones del Estado de bienestar y han llevado a la marginación de los estratos sociales más vulnerables.
  • Se ha producido un aumento del 25% en el número de personas sin hogar.
  • La Archidiocesis de Atenas distribuye 10.000 comidas cada día.
  • Se han dado casos de niños que se desmayan en las aulas por desnutrición.
Captura de la web depressionera.org

Captura de la web depressionera.org

El colectivo Depression Era, con una treintena de artistas y creadores implicados, aventura que no hay final feliz posible. Su manifiesto, escrito con el arrebato al que tiene derecho un subciudadano griego, dice:

Con ojos claros en el aire borroso nos ponemos a ello, sin mirar nunca más hacia el futuro, hacia el progreso, hacia la idea de crecimiento, pero juntos, con la cabeza alta aunque rota, más allá del ruido blanco de las manifestaciones porno, el shopping, el nuevo feudalismo, los reportajes de hashtags, el desastre de los media, la parálisis del análisis, el urbanismo de Photoshop y la crisis constante, a caballo entre la línea roja de una Europa dividida, construyendo un arca de imágenes y textos (un mosaico de lentes: una antipantalla, un museo-acera, una ventana de lo por venir) mientras Occidente se hunde en nuestra Era de la Depresión.

Volvamos a Grecia. También nosotros somos subpaís.

Jose Ángel González

Los vecinos que se niegan a abandonar Detroit

© Dave Jordano

© Dave Jordano

Las tres fotos de la línea superior fueron tomadas entre 1971 y 1972. Las cuatro de abajo, entre 2013 y 2014. En medio de ambos grupos hay una brecha de al menos cuatro décadas, lapso que dice poco y que acaso debiera formularse con un contraste más visible que la neblina del tiempo: el national average wage —el índice oficial de ingresos medios anuales por persona de los EE UU— era en 1971 de unos 6.500 dólares; en 2012, el último año con dato disponible, fue de 44.300.

En las seis personas que aparecen en las fotos de arriba hay ansia de futuro, espléndidas sonrisas, orgullo, ganas de jugar. En las de abajo, la tristeza se asoma a los ojos y ni siquiera la saturación de los colores puede evitar el sentimiento de luto. Sin embargo, no todo es dolor.

Las siete fotos tienen en común al fotógrafo que las hizo, Dave Jordano, y la ciudad donde fueron tomadas, Detroit, la desmesurada megalópolis de 3.463 kilómetros cuadrados de extensión en la que cabrían tres ciudades del tamaño de Madrid o también Manhattan, Boston y San Francisco juntas.

Asomarse al mapa de Detroit implica el mareo, la certeza de que no hay direcciones cardinales que valgan ni un trazado racional y determinista basado en los ángulos rectos y las paralelas. Detroit es una ciudad autogenerada por la simbiosis de los seres humanos, las factorías y el terreno lacustre y plano. Vista desde el espacio la huella de la ciudad parece un contrasentido abstracto al que están a punto de deglutir las masas de agua.

Portada de la revista "Life" del 4 de agosto de 1967

Portada de la revista «Life» del 4 de agosto de 1967

En el verano de 1967 esta ciudad-madeja fue el escenario de los disturbios raciales más violentos de la historia de los EE UU: 43 muertos, 1.189 heridos, 11.000 detnidos, más de 2.000 edificios destruidos y soldados-paracaidistas con bayoneta calada haciendo la guerra en casa y atacando a la población civil. El origen de la revuelta fue el trato brutal y arbitrario contra los ciudadanos negros de la policía local, un cuerpo 95% blanco.

La ciudad ha cultivado una histórica y pertinaz tendencia a la segregación racial, con ataques frecuentes con artecatos incendiarios a viviendas y barrios negros y mucha mayor actividad de grupos supremacistas que cualquier otra colectividad de la región. Los sindicatos de trabajadores blancos de la grandes factorías de automóviles llegaron a declararse en huelga cuando las empresas, en los años cincuenta, admitieron a los primeros operarios negros en las líneas de producción.

Jordano, un ario nacido en Detroit en 1948, empezó a retratar las calles de la ciudad cuando tenía 23 años, estudiaba fotografía y sólo había transcurrido un quinquenio desde la gran explosión de ira de los negros en 1967.

Las fotos que el reportero hizo entonces son plácidas y elocuentes citas gráfica de una ciudad movida por el ritmo del melting pot racial y sostenida por las Big Three (las tres grandes factorías de automóviles: General Motors, Ford y Chrysler).

Después de irse a vivir a Chicago, Jordano decidió regresar a Detroit para documentar el ocaso reciente de su ciudad natal. Quería regresar a los escenarios donde había aprendido el arte de mostrar lo cotidiano y deseaba, según cuenta en una entrevista, esquivar la «pornográfica visión de ruinas» que ha dominado la imagen pública de la ciudad desde que se convirtió en la primera gran urbe de los EE UU en declararse en bancarrota, sometida a un concurso de acreedores que reclaman, según un dictamen judicial, 18.500 millones de dólares (unos 13.500 millones de euros).

Al volante de un automóvil, Jordano entró en el laberinto de barrios superpuestos y calles trazadas por capricho y empezó a dar forma a Unbroken Down, una narrativa sobre quienes se quedaron. Son pocos y viven mal: la población, que en los años setenta rozaba los dos miillones de habitantes, supera escasamente ahora los 700.000, la tercera parte de los cuales vive por debajo del umbral de la pobreza; sólo uno de cada cuatro jóvenes termina la Secundaria; el índice de desempleo es del 28 por ciento, el más alto entre las ciudades de más de 250.000 habitantes de los EE UU; los ingresos han caído un 35 por ciento en la última década…

En los escenarios de la tierra quemada por la quiebra, la injusticia y la especulación, el fotógrafo ha dado con valerosas historias de fidelidad, decencia y coraje: un hombre canta un blues en el salón, una familia posa ante una casa que no por arruinada deja de ser un hogar, una barbería mantiene el mismo ambiente de palabrería y risas que uno busca en la íntima ceremonia de dejar que un extraño le corte el pelo…

La última foto de la derecha quizá es el más escrupuloso resumen del no querer dejar la ciudad, de la permanencia y el lazo que nos ata a nuestro mapa, por muy confuso que resulte.  La mujer se llama Kristal y vive en el Northside, uno de los barrios con más criminalidad de Detroit. Un hermano y un sobrino de Kristal han muerto en los últimos meses por enfrentamientos entre pandillas, pero ella se siente la «matriarca» de su familia y no está dipuesta a moverse ni a que la muevan.

Ánxel Grove

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Fotos del lado de afuera de los estadios de Brasil

Do lado de fora do Estádio do Pacaembu. São Paulo, SP. 1941. Foto: Thomaz Farkas/Acervo IMS

Do lado de fora do Estádio do Pacaembu. São Paulo, SP, 1941. Foto: Thomas Farkas / Acervo IMS

La foto, tomada hace 73 años, es una predicción retrofuturista que se consuma a partir de hoy. La hizo en el exterior del viejo estadio de São Paulo el gran Thomas Farkas, uno de los mejores fotógrafos de la historia de Brasil, ese país donde durante el próximo mes jugarán al fútbol unas cuantas selecciones nacionales de jugadores tan bien pagados como pobremente conscientes de las realidades de sus países —ahí está nuestra mítica Roja como ejemplo: tanto ji-ji-ji como tiqui-taca pero las boquitas bien cerradas, sin gesto alguno con los pobres diablos que les vitoreamos desde las colas del paro, los ficheros de deshaucios, el sinfuturo, la miseria creciente…—.

La selección que venza en el campeonato se llevará, además de la gloria global y los consiguientes contratos publicitarios personales, 28 millones de euros como premio —el mayor de la historia de los mundiales, cuyo bote total para los patrióticos jugadores ha aumentado esta vez hasta 426 millones de euros, un 37% más que en Sudáfrica—, adjudicado por los organizadores, la FIFA, ese club de yakuzas de la mercadotecnia que reparte dinero incluso entre los peores: 8 millones a cada equipo eliminado en la primera fase (además del millón largo que regalan solo por acudir a la cita).

La imagen de Farkas (el título también es poesía social: «desde el lado de afuera del estadio») engancha en lo puramente formal —los meninos descalzos separados del teatro de los sueños por el hierro forjado,el muro de la vergüenza en cada lugar con la última encuesta publicada en el país sudamericano: menos de la mitad de los brasileños (48%) está a favor del Mundial y el 55% cree que traerá más perjuicios que beneficios. Los porcentajes adquieren un sentido nuevo dada la consideración metarreligiosa del futebol en el país que alguna vez hizo arte con el jogo bonito —nunca más: ahora practican la cultura del jugador entendido como cyborg, desarrollada por grandes filósofos de las faltas técnicas, figura literaria de la patada primordial, como José Mourinho, Diego Simeone y Luiz Felipe Scolari—.

Nacido en Hungría pero criado desde los seis años en Brasil, Farkas murió en 2011, a los 86 años. En Europa no nos enteramos, pero dejó un legado a la humanidad que supera el que heredaremos como seres humanos sensibles y receptivos de 99 de cada 100 jugadores. Le gustaba el fútbol, pero jamás hizo fotos del cesped y las vanidades que acoge: prefería quedarse en la grada y retratar al pueblo llano cuya gloría, antes como ahora, era superar el hierro forjado de cada día.

¿Qué fotos haría Farkas de este Mundial cuyo gasto ha alcanzado la pornográfica cifra de más de 19.000 millones de euros (el presupuesto del país en Educación es de 32,6 millones para este año)?

Imagino al viejo fotógrafo retratando cómo han decidido la clase dirigente brasileña y la FIFA proteger su Mundial: 150.000 policías y militares y 20.000 agentes de seguridad privada vigilarán el evento: uno por cada 50 personas del público previsto en los estadios.

Imagino que piensa, mientras hace las fotos, en el salario mínimo del país (230 euros al mes), la violencia epidémica (10 homicidios por cada 100.000 habitantes, tasa equivalente a que la Comunidad de Madrid registrase 6.500 asesinatos al año), la pobreza (casi el 20% de la población), la necesidad apremiante de viviendas dignas para 7 millones de personas…

Imagino, en fin, que mientras uno cualquiera de esos muchachos de boquitas cosidas con hilo de sutura de oro marca un soberbio gol en el campo, Farkas, que ya ha regresado otra vez, como siempre, al exterior del estadio, mira al cielo y retrata un árbol con los frutos amargos de unos niños que siempre estarán del lado de afuera de los estadios.

Ánxel Grove

Do lado de fora do Estádio do Pacaembu. São Paulo, SP. 1941. Foto: Thomaz Farkas / Acervo IMS

Do lado de fora do Estádio do Pacaembu. São Paulo, SP. 1941. Foto: Thomaz Farkas / Acervo IMS

Los ‘desfranquiciados’ de la huerta que da de comer a los EE UU


Ver California State Route 99Sin título en un mapa ampliado

La carretera resaltada en el mapa —684 kilómetros desde Sacramento hasta Bakersfield— es una de esas autopistas que han gestado las pastorales estadounidenses del movimiento, el asfalto, la gasolina, los neumáticos y las válvulas. Pero la California State Route 99, más conocida como Highway 99, no tiene la mística profunda de la Highway 61, por donde el blues subió desde la humedad del delta del Misisipi hasta los adoquines de Chicago para mutar en el camino de rural y acústico a eléctrico y urbano; ni el glamour de la Highway 66, la carretera-madre que llevó a pioneros y bohemios de este a oeste del país y viceversa.

La 99, completada en 1933, es una carretera que huele a sudor y labradío, a manos callosas, pieles resecas e injustos jornales de pura subsistencia. La nómina de las poblaciones que sutura el pavimento al lienzo de ocres y verdes del territorio —Visalia, Fresno, Madera, Merced, Modesto, Chico, Yuba City…— no dibuja un pentagrama de blues, jazz o rock and roll, sino de un huapango o una ranchera de relajo de don Ramón Ayala, El Rey.

En California, un lugar que equivocadamente asociamos con platós de cine, surf, empresas del 2.0 y hippies, la carretera 99 es la calle mayor del estado, la arteria principal del lugar del que «come todo el mundo», como decía con exactitud un informe de The New York Times. Atraviesa de norte a sur —cuatro carriles en cada sentido— el Central Valley, una planicie interior de 720 kilómetros de largo y 100 en el punto más ancho, la huerta de la que sale el 8% de la producción agrícola de los EE UU y tiene el 6% de los labradíos irrigados cuando en superficie no alcanza ni el uno por cien del área del país.

Cada año el Central Valley comercializa verduras, frutas y hortalizas por valor de unos 25.000 millones de dólares. Casi todas las cosechas de productos hortícolas no tropicales que comen los EE UU proceden del área, fuente primaria de tomates, uvas, algodón, melocotones y espárragos. En almendras las cuentas son todavía más notables: 6.000 productores y 272 millones de kilos al año de cosecha, el 70% del mundo. El mazapán español y las almendras tostadas de los platos típicos de la India o China son, al menos en gran parte, made in California.

Sería lícito imaginar el Central Valley como una tierra de promisión con extensión y producción agrícola suficientes para que los 6,8 millones de residentes vivan con dignidad y la igualdad social sea un ideal aplicable. Después de todo, los cuatro condados agrícolas más ricos de los EE UU —Fresno, Tulare, Kern y Merced— están en esta franja de terreno donde el sol brilla como media 300 días al año, los inviernos son lo suficientemente fríos pero no en extremo para que las cosechas emerjan con fuerza en primavera y el agua procede de la pureza inagotable de Sierra Nevada, el sistema montañoso del que bajan los acuíferos que dan de beber al valle.

Fue en esta zona donde, durante la Gran Depresión, los inmigrantes que llegaron sin un mendrugo de pan del medio oeste y el sur, comenzaron a instalarse en campamentos de refugiados y, poco a poco, a trabajar la tierra. Dorothea Lange hizo en 1936 en la zona, las fotos de la Madre Migrante  («desposeídos, cosechadores en California. Madre de siete hijos. Treinta y dos años. Nipomo, California», dice el pie de la imagen) que, aunque manipuladas en el cuarto oscuro y publicadas sin permiso de la mujer protagonista,  son presentadas como simbólicas de la pobreza y la injusticia.

La fotógrafa Katy Grannan (1969) ha querido revisar el paisaje que abraza a la autopista del Central Valley. Durante el trabajo de campo para el proyecto The 99 (La 99) —se expone hasta el 26 de abril en la galería Fraenkel de San Francisco— encontró una «danza macabra» de personas perdidas, solitarias, consumidas por la metanfetamina —la región es señalada por las agencias antidroga como base de gran número de laboratorios clandestinos donde se cocina—, bidonvilles en los cáuces resecos por el regadío intensivo o contaminados por los pesticidas, una creciente atmósfera de violencia y una tasa de desempleo que llega al 30% en algunas ciudades cuando la media de California es del 10.

Grannan decidió hacer los retratos bajo la luz de un blanco cegador de la zona, enfrentando los modelos a paredes desvestidas de símbolos diferenciales, como si se tratase de seres perdidos en un mundo de hielo candente. Ya había perfeccionado el estilo en su trabajo previo, Boulevard, una serie [incluyo tras la entrada una galería] sobre encuentros casuales con seres descolocados en las calles de los barrios más prósperos de Los Ángeles y San Francisco.

Las fotos, que, según dice Grannan, están inspiradas en las de Lange, son el reverso amargo de la huerta de los EE UU, repleta de almendras pero poblada por seres humanos desfranquiciados. No hay traducción para el exacto y expresivo adjetivo inglés disenfranchised. Marginado o desfavorecido podrían acercarse en sentido, pero ninguno incluye el matiz primordial: materia sobrante del mejor de los mundos posibles, escoria humana con fecha de caducidad, personas expulsadas del paraíso.

Ánxel Grove

¿Carteles de diseño para personas sin techo?

Mike - 'Signs for the Homeless'

Mike – ‘Signs for the Homeless’

«Siempre me fue relativamente bien en la vida», cuenta Mike, sin hogar desde 2009. «Era supervisor de obras. En 2008 tuve un leve derrame cerebral y meses después me despidieron durante el crack económico. Tengo muchas facturas médicas y como no me he recuperado totalmente del derrame, no puedo volver a trabajar en el negocio de la construcción». Mike, de 57 años y apodado El Papa de Harvard Square, sostiene un cartel mientras pide limosna. El letrero sólo dice «Busco amabilidad humana».

Signs for the Homeless (Carteles para los sin techo) es una iniciativa de Kenji Nakayama y Christopher Hope, dos artistas que han decidido «impulsar la conciencia sobre la pobreza y las personas sin hogar», en la ciudad de Boston (Massachusetts, EE UU), en la que residen.

Piden a los sin techo los mensajes que exhiben en la vía pública, hechos con cartones ajados y portadores de frases concisas sobre la situación desesperada de quien los muestra. Nakayama y Hope pagan por los letreros 10 dólares (unos 7.54 euros) y ofrecen a cambio una versión supuestamente dignificada de los originales, también hecha a mano, pero con tipografías, colores y diseños cuidados.

Susan J. - 'Signs for the Homeless'

Susan J. – ‘Signs for the Homeless’

El «proyecto de intercambio» está documentado en un microblog de la plataforma Tumblr en el que ponen fotos del antes y del después y transcriben la pequeña entrevista que realizan a cada persona. Colleen, de 20 años, cuenta que se marchó de casa hace tres años: «No me siento cómoda hablando de por qué me escapé. Me resulta muy difícil hablar de ello». Viviendo en la calle comenzó a tomar drogas y ahora cuenta que trata de desengancharse. Aunque dolida y sin saber muy bien cómo salir del atolladero, entiende que su familia y sus amigos hayan «quemado puentes» con ella a causa de la adicción.

Susan J. (46 años) vive a la intemperie desde hace un año y medio junto a sus tres hijos y su marido, que trabajaba en la construcción hasta que sufrió un accidente laboral. Poco después a ella le diagnosticaron cáncer de pecho y un tumor maligno en el cuello: «Teníamos una casa, dos coches y dos motos hace menos de tres años. Ahora sólo nos tenemos los unos a los otros». Frank, de 74 años, es un sintecho de largo recorrido (más de dos décadas en la calle), cumplió condena por robo y ahora confiesa con orgullo estar siempre sobrio.

Aunque con ánimo de hacer visibles a quienes nadie quiere ver, los artistas han recibido críticas de quienes consideran la iniciativa un modo de «explotar» a las personas sin hogar y consideran los carteles —llamativos y en cierto modo alegres— una banalización que podría perjudicar más que ayudar. Según cuenta la página web estadounidense My Modern Met, los detractores del proyecto también señalan que los transeúntes incluso pueden confundir los letreros con anuncios y ni siquiera molestarse en leerlos.

Helena Celdrán

Colleen - 'Signs for the Homeless'

Colleen – ‘Signs for the Homeless’

Alberto - 'Signs for the Homeless'

Alberto – ‘Signs for the Homeless’

Jimmy Sunshine - 'Signs for the Homeless'

Jimmy Sunshine – ‘Signs for the Homeless’

 

Bobbi - 'Signs for the Homeless'

Bobbi – ‘Signs for the Homeless’

El hombre que se deshizo del pandillero

Izquierda: Photo © Bruce Davidson/Magnum Photos USA. New York City. 1959. Brooklyn Gang.

Izquierda: © Bruce Davidson/Magnum Photos

Entre la imagen de la izquierda y la cubierta del libro hay 53 años. El sujeto es el mismo, Bobby Powers. El fotógrafo, también, Bruce Davidson.

Hasta ahí los datos que podemos medir, o eso creemos desde nuestra torpeza de pragmáticos observadores.

La foto de la izquierda, tomada en 1959 en el drugstore Helen’s, en Brooklyn, el filo de la navaja de Nueva York, muestra a un chico de 16 años. No es temerario afirmar —el abandono de la mano para hurtar el rostro, la inclinación hastiada del cuerpo sobre la barra, la caida drástica del labio inferior…— que está borracho. Una ojeada a su ficha en cualquier negociado de Servicios Sociales aportaría motivos para la suposición: a los ocho, el primer trago de whisky; a los 12, la primera cuchillada a un rival; a los 15, el abandono del sistema escolar… La ficha, como es norma en los informes administrativos, carecería de las líneas narrativas secundarias: padres alcohólicos, palizas de curas y monjas en colegios religiosos para muchachos duros, el territorio como único hogar, las anfetaminas como bendición…

Bobby Bengi Powers, líder de los Jokers, una pandilla con la que no desearías cruzarte.

El fotógrafo Davidson, que no superaba a Bengi en demasiada edad (tenía 25), hizo fotos a los Jokers, chicos de ascendencia italiana, cultura católica, clase baja, mucha gomina en el pelo, con la belleza de una bastardía entre Sinatra y Elvis (ellos) o entre Sue Lyon y Silvana Mangano (ellas) y ningún futuro en el horizonte, durante varios meses. Los retrató en las noches de verano de Prospect Park —que ahora es una zona para jóvenes profesionales pudientes pero en 1959 era un nido de ratas—, en excursiones de fin de semana a Coney Island, en reuniones de acera hablando de naderías, reflejados en máquinas de discos, ejerciendo el aburrimiento, mostrando el pecho y la desolación…

Aquellas fotos fueron reunidas en el reportaje Brooklyn Gang —editado en libro en 1959—, una mirada pionera e inmortal a la cultura de la juventud y los clanes  de pillastres callejeros. Fue una conmoción, se vendió hasta agotarse y elevó a Davidson a la categoría de mito: era el miembro más joven de la agencia Magnum y al padre padrone Henri Cartier-Bresson le consumía una envidia nada disimulada.

Aunque puedan ustedes hacerse con la primera edición del libro, circunstancia bastante improbable, opten por la reimpresión de 1999, donde el prólogo lo escribe Bengi Powers, ya un hombre pero cargando con las consecuencias de una derrota anunciada.

© Bruce Davidson/Magnum Photos

© Bruce Davidson/Magnum Photos

Con el tono neutral de quien es capaz de narrar porque ha llorado demasiado, Bengi cuenta el amargo porvenir que esperaba a los Jokers a la vuelta de la esquina: la llegada veloz y fácil de la heroína; la entrega de los ideales, fuesen cuales fuesen, de aquellos ángeles de barrio, peligrosos sólo hasta cierto punto (raterillos, descuideros, pequeños delicuentes desastrosos…); el encuentro con la profunda pero breve felicidad opiácea…

Jimmi, cuenta Bengi, «el más guapo, nuestro James Dean», murió con la jeringa todavía hendida en la vena. Antes habían terminado en un similar final seis miembros de su familia («Charlie, Aggie, Katie, Jimmie, la madre, el padre», recita Bengi en un responso).

Cathy, la muchacha que se deja retratar ante el espejo cromado de la dispensadora de cigarrillos mientras los Jokers esperan para tomar el ferry hacia Staten Island en una tarde de domingo, salió de la historia de una forma más meditada. «Era hermosa como Brigitte Bardot», dice Bengi, «siempre estaba ahí, pero parecía vivir lejos, en otro lugar… Hace unos años se puso una pistola en la boca y se voló los sesos».

Ahora, para cerrar el círculo, editan Bobby’s Book, la historia de Bengi contada por él mismo e ilustrada con fotos de Davidson que trazan la necesaria línea de herrumbre entre el gang y el hombre de 69 años, consejero y terapeuta de chicos enganchados. Está casado, tiene cuatro hijos y siete nietos y no se ha alejado del escenario de parranda y pobreza inmoral de los J0kers. Powers sigue viviendo en Brooklyn. Se considera «jubilado».

En unas declaraciones recientes, Bob Powers cuenta cómo se deshizo de Bengie, su proyección oscura: «Cuando pienso en lo que me hicieron las drogas y el alcohol no me parece estar hablando de mí. Soy una persona diferente, es como si hablase de un chico iferente, al que conocí y del que fui amigo, alguien que ya no existe. Está muero y puedo contarlo todo sobre él porque yo lo ahorqué. Ya no soy ese chico«.

Ánxel Grove

¿Son «inmorales» las fotos en blanco y negro?

Color y blanco y negro

Color y blanco y negro

De las fotos de arriba tenemos muy presente, por fresca y cotidiana, a la situada a la derecha. La hizo Samuel Aranda (Santa Coloma de Gramanet, 1979) y la publicó hace unos días, junto con otras sobre la miseria interior del país, el diario The New York Times en el reportaje In Spain, Austerity and Hunger (En España, austeridad y hambre).

La de la izquierda la hizo un sargento de la Aviación de los EE UU —Michel Michaud, su nombre consta— el 16 de marzo de 2003 en las Islas Azores, donde los cuatro clientes del mismo sastre se reunieron para organizar una guerra ilegal, sucia, contraria al derecho internacional, basada en pruebas falsas, apoyada por grandes grupos industriales y financieros y causante hasta la fecha de más de un millón de muertos y casi dos millones de refugiados. De los cuatro, el más débil e inculto, que ya es decir con George Bush en la pelea, es José María Aznar, a la derecha, presidente de España. Entonces y ahora es un importante cómplice del sindicato invisible del hiperpatriotismo y la edificación de estados dirigidos según pautas ultraconservadoras y deshumanizadas.

Cada jueves en este blog hablo de fotografía, por tanto pregunto: ¿qué foto es más inmoral?

Mientras Don Juan Carlos de Borbón, con la obstinación de todo aficionado cinegético, sea cual sea su nivel, se iba directo a la redacción del New York Times tras la publicación de las fotos en blanco y negro de Aranda para mostrar su real protesta en persona porque le habían hecho pupa en la marca España, algunos cófrades del Tea Party español en la sombra —no puedo hipervincularlos, sus púlpitos son para lectores de pago— hablan desde sus comederos, casi siempre blogs muy bien pagados por empresas que se dicen periodísticas pero actuan como negociados de la Stasi, sobre la «inmoralidad» del reportaje fotográfico del Times porque está publicado en blanco y negro. El hambre y la miseria serían más pasables, con perfil de colores; tendrían matices y bokeh,  parecen dar a entender.

Hace pocos años, en 2005, los jefes de Arte de los principales diarios de pago españoles hablaban en un debate universitario de la «connotación de credibilidad» y «seriedad» del blanco y negro y el «sensacionalismo» asociado al color. Tal como se nos ha ido de las manos la realidad por la aceleración tecnológica, aquella reunión suena a medieval, pero resulta jocoso encontrar esta predicción en boca del representante de ABC: «La prensa es sensacionalista o amarilla en función de sus contenidos, no en función de sus formas. Son los contenidos los que clasifican este tipo de prensa. El color no».

El reportaje de Aranda, según ABC «apocalíptico» y conformado por «rebuscadas imágenes de exclusión social», fue atacado desde el diario conservador y progubernamental español como dando una castiza bofetada: «ABC constata que el New York Times confirma que progresismo y sensacionalismo pueden resultar compatibles» e intenta «ocultar una realidad doméstica que, en plena campaña electoral estadounidense, se le ha traspapelado».

¿Cómo lo constataron? ¿Enviaron a una reportera literaria y un fotoperiodista a recorrer EE UU como hizo el Times para su reportaje español? No, que no están las cuentas para ese modelo con lo barato que es el e-periodismo. ¿Publicaron fotos propias y a color? No, todas en blanco y negro y de agencia, sin fecha, sin intención editorial y con pies de foto de circunstancias, sin nombres propios, sin alma, sin verdad.

Volvamos al asunto: ¿qué foto es más inmoral: Bush, Blair, Aznar y Barroso jugando al Risk o un ciudadano rebuscando en un contenedor? Sea cual sea la respuesta, incluso si opinan, como yo, que ambas son inmorales —aunque los actores de la primera van con premeditación alevosa y el de la segunda está empujado por la pobreza—, ¿tiene algo que ver en la calificación ética que una sea en color y otra en blanco y negro?

«Algo así como Campos de Níjar, pero sin Goytisolo. Ni siquiera el Times es capaz de resistirse a la españolada. El ejemplo más reciente es esa colección de fotografías del especialista en piedades Samuel Aranda, cuyo reportaje sobre la pobreza en España solo prueba la inmoralidad del blanco y negro (…) La clave del oficio del periodismo no es más que la de practicar con acierto la figura de la sinécdoque. Y caer en el miserabilismo para describir la España de hoy es tan preciso y riguroso como caer en la tauromaquia», dice con el salero habitual y el rifle cargado con la munición de siempre Arcadi Espada, uno de los más contumaces críticos con el blanco y negro.

En algún lugar de sus muchos cuadernos, Franz Kafka escribió que «fotografiamos para cerrar los ojos». Algunos escriben abriéndolos tanto que dejan abierta una ventana a través de la cual queda a la vista su ropa interior. Suele ser de colores. Pero siempre del mismo. No es blanco ni tampoco negro.

Ánxel Grove

Manuel Lourerio, inmigrante cubano, en su casa rodante cerca de Barcelona, en la que vive desde hace año y medio. Trabajaba en la construcción y le despidieron (Foto: Samuel Aranda para The New York Times)

Manuel Lourerio, inmigrante cubano, en su casa rodante cerca de Barcelona, en la que vive desde hace año y medio. Trabajaba en la construcción y le despidieron (Foto: Samuel Aranda para The New York Times)

Comedor de beneficencia en Gerona, donde el Ayuntamiento ha anunciado que cerrará los contenedores de basura para evitar que la gente rebusque en ellos (Foto: Samuel Aranda para The New York Times)

Comedor de beneficencia en Gerona, donde el Ayuntamiento ha anunciado que cerrará los contenedores de basura para evitar que la gente rebusque en ellos (Foto: Samuel Aranda para The New York Times)

Boogie, fotógrafo del Belgrado en todas partes

Belgrado (Boogie, 2008)

Belgrado (Boogie, 2008)

Vladimir Milivojevich nació en 1969 en Belgrado, que entonces era parte de Yugoslavia y ahora es la capital de Serbia. El lugar convulso y el tiempo transcurrido desde entonces hacen innecesarios los detalles: el desmenbramiento de la antigua república, las guerras étnicas, las matanzas, la extrema pobreza, la heroína como único Prozac…

En los años noventa Belgrado era un infierno poblado por desquiciados e inocentes también desquiciados y Vladimir Milivojevich empezó a hacer fotos para mantener la cordura. Con una vieja cámara que le regaló su padre, un pintor de iconos ortodoxos, atravesaba la ciudad en raids frenéticos. Los amigos empezaron a llamarle Boogie por el aterrador Bogeyman de tantos cuentos y cómics de pesadillas.

Muchacho gitano posando con pesas de cemento en Belgrado (Boogie, 1996)

Muchacho gitano posando con pesas de cemento en Belgrado (Boogie, 1996)

Boogie, que surcó las venas abiertas de Belgrado sin perder la razón, es ahora uno de los fotógrafos más cotizados del mundo en ese género que llaman urbano y que en realidad debería llamarse espejo. Vive en Nueva York, es un habitual de las campañas publicitarias de Nike y ya no necesita las fotos para evitar la locura. Cultiva tomates en el huerto, tiene una hija, se permite elegir los trabajos que desea y no desea hacer y por primera vez ha comenzado a usar el color.

Llegó a la capital del imperio por una lotería. Textualmente: en 1997 él y varios amigos presentaron solicitudes para el sorteo de visados que organizan de cuando en vez los EE UU para demostrar que al paraíso también puedes acceder como si estuvieses ante una tragaperras de Las Vegas.

Salvador de Bahía, Brasil (Boogie, 2004)

Salvador de Bahía, Brasil (Boogie, 2004)

Boggie ganó la visa y se largó de Serbia, pero Serbia no dejó que se fuera su alma. El fotógrafo sigue viviendo en un Belgrado mental y, allá donde vaya, lleva encima los espectros de la ciudad infernal, protonazi y abandonada por Occidente de los años noventa.

Incluso desde su condición de residente legal (por gracia de la lotería) en el territorio del sueño americano, Boogie ha reencontrado las pesadillas de Serbia. En una entrevista de hace un año las enumeraba: la desigualdad, la creencia de que las soluciones meramente económicas son válidas todavía, el ahogo de la clase media, la sensación de que un «nuevo feudalismo» llama a la puerta

Las fotos de Boogie son prolongaciones de una angustia universal, huelen a la carne quemada que abunda como plato único.

Un pandillero y su hermana pequeña. Brooklyn (Boogie, 2003)

Un pandillero y su hermana pequeña. Brooklyn (Boogie, 2003)

En los últimos años, con una furia rayana con lo obsesivo, ha retratado callejones peligrosos, pandilleros armados, perros de presa entrenados para matar, jeringuillas y cruces gamadas clavadas en la piel, mujeres que venden sexo, jóvenes de México, Brasil, Brooklyn o Estambul con un futuro que se limita a la próxima hora…

Pese a la contradicción de que el fotógrafo aplique la misma mirada turbia en sus fotos millonarias para Nike —¿quien está libre de pecado en la lucha por subsistir a la que nos condenan?—, conviene visitar el Belgrado global de Boogie. Es la ciudad que nos espera en la lotería.

Ánxel Grove

Anciana cortando carne en el parque. Belgrado (Boogie, 1993)

Anciana cortando carne en el parque. Belgrado (Boogie, 1993)

Una pareja juega al dominó en La Habana durante un corte de luz (Boogie, 2003)

Una pareja juega al dominó en La Habana durante un corte de luz (Boogie, 2003)

Williamsburg, Brooklyn (Boogie, 2005)

Williamsburg, Brooklyn (Boogie, 2005)

Sonia esperando al camello de crack. Brooklyn (Boogie, 2005)

Sonia esperando al camello de crack. Brooklyn (Boogie, 2005)

Skinhead (Boogie)

Skinhead (Boogie)

Tokyo (Boogie)

Tokyo (Boogie)

Una señal de aviso para los soplones colocada por los Latin Kings en Brooklyn (Boogie, 2005)

Una señal de aviso para los soplones colocada por los Latin Kings en Brooklyn (Boogie, 2005)

Gitano, Belgrado (Boogie, 1997)

Gitano, Belgrado (Boogie, 1997)

Roger Mayne: fotógrafo de una sola calle

"A Girl Jiving in Southam Street" - Roger Mayne

"A Girl Jiving in Southam Street" - Roger Mayne

A algunos fotógrafos les basta una calle para mostrar el mundo entero. Es el caso de Roger Mayne (Cambridge-Reino Unido, 1929).

Alguna nota periodística de los años cincuenta apuntaba que la calle Southam —en Kensington, al noroeste de Londres— no era un buen lugar para dejarse caer. «Al menos el 95 por ciento de los vecinos tiene antecendentes penales«, alertaba el gacetillero con más mala intención que realismo.

Lo cierto es que se trataba de una barriada pobre, de casas maltrechas y situación sanitaria discutible (casi ninguna de las 140 construcciones, de dos alturas y  nueve viviendas cada, tenía baño). En 1968 fueron derribadas por las excavadoras en una de las habituales maniobras urbanístico-especulativas que diseñan los gestores urbanos en comandita con los señores del ladrillo y el metro cuadrado.

En lo que fue la calle levantaron la monstruosa torre Trellick, diseñada por el arquitecto húngaro de la escuela del brutalismo Ernö Goldfinger, de cuya catadura y apellido se sirvió el escritor Ian Fleming para crear a uno de los más cómicos enemigos de James Bond.

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

La torre de hormigón —defendida por algunos prohombres de la britomanía con el particular sentido del gusto de una nación que considera un manjar al pastel de riñones— se convirtió en un nido de traficantes de speed y expertos en el uso de la navaja y el puño americano, pero dicen que la Policía ha limpiado el terreno para los Juegos Olímpicos y el jubileo de su graciosa majestad y los apartamentos brutalistas se han revalorizado entre los jóvenes profesionales.

Al fotógrafo Mayne le gustaba pasear por la calle Southam antes del desastre. Lo hizo a diario entre 1956 y 1961, quizá sospechando que aquel lugar era anacrónico y tenía los días contados, quizá sin sospecharlo, buscando, como ha señalado en alguna entrevista, «un proyecto personal», «una referencia» para seguir haciendo fotos pese al malvivir que conlleva el oficio.

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

En Southam había picardía, balones de fútbol trajinados, sueños, intemperancia, seducción, alguna cerveza, brillantina, zapatos muy viejos pero bien lustrados, tabaco de hebra… De todo excepto dinero. La ecuación era perfecta: con los bolsillos vacíos, inventas, pasas hambre pero sueñas, buscas la forma de eludir la respuesta biológica de matar a alguien o matarte.

Mayne supo entrar en el juego y dejarse llevar. «Había belleza en aquella calle, un cierto tipo de esplendor decadente y siempre un ambiente estupendo. Romántico, en el frío del invierno; frenético, en el verano; cálido y amigable en la primavera… Sigo recordando mi excitación cada vez que doblaba la esquina para entrar en la calle Southam».

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

La colección de fotos —propiedad del Museo Victoria y Alberto, en cuya web pueden verse todas— es una de las más tiernas y venturosas de la fotografía europea de los años cincuenta, década en la que aún retumbaba el horror de los bombardeos nazis pero que también se estremecía por la desvergüenza naciente de los teddyboys y la rebeldía juvenil. El bocazas Morrisey, que tiene bastante buen ojo para la fotografía, ha utilizado unas cuantas de las imágenes de Mayne para las cubiertas de algunos discos.

Mayne siguió haciendo fotos —retratos por encargo, paisajes y documentales por Europa adelante, algunas de ellas en España, como esta y esta otra en Almuñecar o esta en Nerja—, pero nunca alcanzó el latido intenso de las fotografías que hizo en la calle Southam, cuando se simbiotizó con los adoquines y los habitantes con los bolsillos vacíos de una las zonas peligrosas de Londres. Moraleja: camina hacia donde las guías te digan que no camines.

Ánxel Grove

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

"Southam Street, W10" - Roger Mayne

"Southam Street, W10" - Roger Mayne