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El idioma secreto de los vagabundos del ferrocarril

El Oeste es la promesa. Saltan al tren en marcha. Candado roto, oxígeno. Arañan vagones. La navaja deja su firma en el óxido. El cubículo es estrecho y frío, como el útero de una vieja embarazada de pobres. Destino de trabajador vagabundo, olvidarán su antiguo nombre allí.

Siempre en marcha, tragan polvo, correcaminos implumes. El pitido de la locomotora se cuela a través de la puerta abierta y la noche es negra, resbaladiza, y los llama. Veloces estepas sin horizonte que se repiten como en un purgatorio. Un rayo pintor. Espinas. Reino de sapos venenosos. Nueva estación. Policías. Silbatos. Perros. Silencio de ardillas. Retoman la marcha.

Mañana, muchachos, llegaremos a Dallas, Portland, Reno, Burns… La promesa, el Oeste, es la mirada de un coyote taciturno que desaparece tras un guiño de ojos. Entonces, al día siguiente, el claustro metálico los expulsará en la vía y nacerán cansados, dolidos, derrotados. Serán bautizados de nuevo en el Jordán de las piedras, tendrán el nombre de un huérfano y éste será el de Hobo.

Destino: Viajar por la nada siendo nada y todo por casi nada.

Así fue su vida. Así quisieron renacer.

Llevaban años recorriendo el país de esta forma mal llamada aventurera. Puede que fueran los primeros parásitos del recién nacido ferrocarril. Fue durante la Gran Depresión, sin embargo, el crack del 29 y la ola de desempleo que dividió los Estados Unidos, cuando su número aumentó hasta los centenares de miles de andrajosos caminantes, merodeadores sin suerte, y no eran negros, centroamericanos o sirios, como hoy, solo hobos, así los llamaban: americanos blancos sin rumbo y techo.

Hobo saltando a un tren de mercancías. 1935.

Hobo saltando a un tren de mercancías. 1935.

Los hobos eran el ejército insomne del nuevo rey vagabundo: el trabajador empobrecido, el currante itinerante que usaba el tren para aparecer y desaparecer cual conejo tísico de una chistera rota.

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‘Vagabondiana’, mendigos y buscavidas en el Londres del siglo XIX

Mendigos dejando el centro de la ciudad para acudir al asilo de pobres, donde debían trabajar a cambio de comida y alojamiento - John Thomas Smith

Mendigos dejando el centro de la ciudad para acudir al asilo de pobres, donde debían trabajar a cambio de comida y alojamiento – John Thomas Smith

Exsoldados ataviados con abrigos andrajosos que alguna vez fueron parte del uniforme; excéntricos apoyados en muletas; amaestradores de perros bailarines; vendedores de cordones de botas, plantas artificiales de seda o comida para pájaros… La prosperidad en Londres siempre se redujo a una élite, mientras que los buscavidas, vagabundos y mendigos nunca han dejado de ser parte del paisaje de las añejas y señoriales calles de una ciudad que no hace más que aumentar la brecha social desde hace siglos.

El pintor, grabador y anticuario londinense John Thomas Smith (1766-1833) era un documentador nato del Londres de su época. Al contrario que la mayoría de los autores del siglo XIX, se preocupaba por retratar a personas de toda condición social, sin remilgos ni idealizaciones.

Los últimos vestigios arquitectónicos de la ciudad medieval de Londres —arrasada en su mayoría en el Gran Incendio de 1666— no llamaban la atención cuando Smith los plasmó en minuciosos grabados. De la misma manera, a nadie se le pasaba por la cabeza en 1810 dedicar toda una serie de obras a retratar a los vagabundos y mendigos que atestaban las calles de la metrópolis inglesa.

'Charles Wood y su perro bailarín' - John Thomas Smith

‘Charles Wood y su perro bailarín’ – John Thomas Smith

En 1817 Smith publicó muchos de estos trabajos en Vagabondiana, una colección que recibió diferentes nombres según la edición y que en la primera se publicó acompañada por una introducción de Francis Douce (1757-1834), un rico anticuario inglés que (como Smith) trabajó en el Museo Británico. Douce hace un repaso por la historia del arte y menciona a otros autores que buscaron a sus modelos en los vagabundos: Miguel Ángel los tomó como referencia en los comienzos de su carrera para ilustrar a personajes bíblicos. Como no tenía modo de compensarlos económicamente, hacía bocetos adicionales para dárselos y que pudieran venderlos a un tercero.

Smith no comete en sus grabados y dibujos el error de buscar compasión, sino que otorga dignidad a los modelos. Refleja su admiración por quienes apenas tienen nada, porque son conocedores de todo lo necesario para sobrevivir cada día y poseen un sentido de la dignidad que no tiene que ver con el del resto de la sociedad.

Las piezas gráficas no son mudas, las respaldan textos que el autor elaboró a partir de la experiencia de verlos cada día y compartir vivencias mientras retrataba a cada persona. Hay vendedores de cucharas que caminan 40 kilómetros al día gastando un par de botas cada seis semanas, historias de impostores que se hacen pasar por exmarineros, buscadores de clavos que caen de las herraduras de los caballos, mendigos que niegan serlo, dejan el sombrero en el suelo y consideran que cualquier moneda que los transeúntes tiren allí es más producto del azar que de la caridad.

Helena Celdrán

'Vagabondiana' - John Thomas Smith

‘Vagabondiana’ – John Thomas Smith

'Vagabondiana' - John Thomas Smith

‘Vagabondiana’ – John Thomas Smith

'Vagabondiana' - John Thomas Smith

‘Vagabondiana’ – John Thomas Smith

'Vagabondiana' - John Thomas Smith

‘Vagabondiana’ – John Thomas Smith

'Vagabondiana' - John Thomas Smith

‘Vagabondiana’ – John Thomas Smith

'Vagabondiana' - John Thomas Smith

‘Vagabondiana’ – John Thomas Smith

Modificar monedas, del ‘arte de los vagabundos’ al coleccionismo

El 'Buffalo Nickel' original

El 'Buffalo Nickel' original

Los coleccionistas las consideran pequeños tesoros numismáticos y el precio de las más preciadas ha llegado a los 13.750 dólares (unos 10.640 euros) en abril de este año. Son las monedas modificadas, hobo nickels, los centavos de los vagabundos.

La tradición estadounidense de crear imaginativos relieves que modifican el motivo original de una moneda es sorprendentemente añeja. Hay ejemplos de mediados del siglo XVIII, cuando el país todavía era una colonia del Imperio Británico. Los llamaban Love Tokens (Amuletos de amor), por ser frecuentes en las promesas de enamorados y llevar iniciales y fechas grabadas.

'Hobo Nickels' clásicos

'Hobo Nickels' clásicos. El segundo es un perfil del Kaiser Guillermo

Pero la verdadera edad de oro de este arte popular llegó con el Hobo nickel (que se podría traducir como los cinco centavos de vagabundo). Conocida como Buffalo Nickel o Indian Head Nickel, se acuñó de 1913 a 1938 y siguió en circulación algunos años más. El metal era blando (una aleación de cobre y níquel) y los duros rasgos del indio americano eran fáciles de modificar. El abultado cuerpo del búfalo, que ocupaba casi toda la superficie de la cruz de la moneda, era el lienzo perfecto para crear otros animales e incluso paisajes.

Con el crack del 29 y la posterior depresión de los años treinta, muchos hombres se encontraron con que un nickel era todo lo que les quedaba en el bolsillo. Los nuevos vagabundos, gente que no conocía lo que era dormir al raso, intentaban arañar unos centavos con cualquier tarea que encontraran en la eterna ruta que seguían para sobrevivir.

Modificaciones nuevas sobre viejas monedas

Modificaciones nuevas sobre viejas monedas

Modificar una moneda era un recurso barato y eficaz para despertar la simpatía del prójimo y hacer que la mísera cantidad creciera en valor, tal vez canjeándola por un techo bajo el que pasar la noche o un plato de sopa. Los hubo incluso que se hicieron un nombre y ahora son cotizados autores, como Bertram Wiegand (conocido como Bert) que firmaba sus creaciones borrando letras, aprovechando la palabra liberty.

Pero la tradición no ha desaparecido y todavía quedan muchas monedas de cinco centavos que se pueden modificar, comprándolas en cualquier rastrillo o tienda de numismática a buen precio. La Original Hobo Nickel Society (La sociedad de los nickels de vagabundo originales) reúne a los aficionados al arte del tuneo del modelo y descubre diseños nuevos propios de un orfebre. Muchos conservan el año en que se acuñó la moneda, que siempre le da un aire de misterio al ejemplar. El perfil del indio o el cuerpo del búfalo desaparecen para dejar paso a finos relieves del perfil de una momia, una flapper de los años veinte, un oso de cuerpo entero, un vagabundo pescando en un lago o la estatua de la libertad convertida en esqueleto.

Helena Celdrán

‘The Polaroid Kidd’, el fotógrafo de los nuevos nómadas

Mike Brodie

Mike Brodie

No sé cómo llamarles: vagabundos, sedientos de camino, nómadas, punks, viajeros libres…

En todo caso, son hermosos. Creo que aparecen con la mirada empañada por la melancolía porque no desean reir. Hay cierta pose en no hacerlo. Reir, ¿por qué?, ¿de qué? Está bien reir en privado, entre amigos, pero mostrar al mundo la sonrisa es de zoquetes. No estamos en el club de la comedia.

Acabo de enterarme de la existencia de Mike Brodie, The Polaroid Kidd. Me lo señaló una fotógrafa, Hanna Quevedo, que también es un poco nómada, un poco vagabunda.

No sé cómo pude vivir sin saber de Brodie. A veces caminas a tientas, te haces el sabiondo y sólo eres ridículo. Conoces a todos los maestros del fingimiento, pero no sabes casi nada de quienes viven lo que retratan.

Hoy quiero hablar de The Polaroid Kidd en Xpo, la sección que todos los jueves dedicamos a la fotografía en el blog.

Mike Brodie

Mike Brodie

Cuando hizo estas fotos compasivas y sin maquillaje, Brodie -nacido en 1985 en Arizona- tenía entre 19 y 22 años.  Su padre estaba en la cárcel: nueve años por robar de la obra en la que trabajaba una partida de mármol (valor de mercado: 20.000 euros). La injusta desmesura de la injusticia.

Los días de Brodie eran largos y abiertos. Hacía BMX desde chico: volaba en cabriolas mecánicas sobre el mobiliario urbano. Siempre hay alas al alcance de la mano.

Alguien le prestó («puedes llevártela, pero no vas a encontrar película para ese trasto») una Polaroid SX-70 Sonar OneStep, la primera cámara réflex instantánea y, además, con autofoco ultrasónico.

Todo monstruo encuentra el alimento que merece.

Mike Brodie

Mike Brodie

Armado con el juguete («me ayudó que fuese autofoco, soy malo con los ojos», ha declarado, ajeno a la pose prepotente del fotógrafo que todo lo puede técnicamente), se montó a la brava en unos cuantos trenes de mercancías.

Vivía en Pensacola (Florida) y los veía pasar ante su casa, siempre invitándote a saltar, a dejarte mecer, a avanzar y no echar raíces como una maldita tomatera.

Fue polizón de trenes durante cuatro años. Tanteó sobre raíles el sur y el oeste de los EE UU (Florida, Louisiana, Texas, Arizona, Colorado, California, Oregon, Washington…) e hizo fotos de la gente con la que se encontraba, desarraigados como él, motivados por el simple placer de moverse.

Es capaz de sostener algo que el 99 por ciento de los fotógrafos no podría jurar: «Me llevo bien con todas las personas a las que he retratado».

¿De dónde sacó Brodie el dinero para comer y comprar los (caros) cartuchos de la película Polaroid Time Zero que utilizó? Por un lado, se sometió a experimentos farmacéuticos como voluntario pagado -por ejemplo, 3.500 dólares por tomar un medicamento experimental contra la artritis durante tres semanas-. Por otro, robó en todas las tiendas que pudo película para la cámara hasta que Polaroid dejó de fabricarla. Si nadie te adjudica unas alas, tómalas.

Mike Brodie

Mike Brodie

Le compararon con los grandes fotógrados de la ruta americana, Robert Frank, William Eggleston y Stephen Shore, organizaron exposiciones en galerías de alto copete -en las inauguraciones no gustaba nada la presencia de los colegas de tren y vida de The Polaroid Kidd, aceptables en foto pero no al natural por los repelentes-, le dieron una beca Baum para artistas emergentes…

Se compró una Nikon F3 e hizo algunas fotos en 135 milímetros que no están mal, pero que no enganchan con la intensidad de los retratos frontales con la Polaroid autofoco.

Algo no iba bien para Brodie. Lo ha explicado con tono difuso como un agotamiento del estilo («ya no me gustan los retratos, prefiero que no haya pose»), una cuestión personal («mi padre sale de la cárcel en 2011 y nos iremos juntos en un tren»)… No ha dado demasiadas razones.

Mike Brodie

Mike Brodie

Su página web está vacía.  Sólo contiene la foto de la izquierda: la silueta de un joven vagabundo frente a la pradera atravesada por un glorioso tren de mercancías.

Se nos dice que Brodie se ha graduado en mecánica diésel, que trabaja en un taller y que no hace fotos.

Se nos dice que he dejado de volar.

Nunca debes creer del todo lo que escuchas.

Ánxel Grove

Mejor sin techo que repelente en el Palace

Son 500 millones en todo el mundo según la ONU. Tres millones en la UE.

Les llamamos, para que no duela, sin hogar, sin techo o, todavía más asépticamente, homeless, bajo el manto de éter de otro idioma. Nunca importan demasiado: son población invisible, ajena a la mecánica del sistema, son uno de los top secrets que entre todos mantenemos escondido bajo la alfombra de la comodidad.

Hace unos días la prensa del mundo volvió a ejercer la consejería moral: cuidado, muchacho, la calle puede ser tu casa.

Nos mostraron a un homeless que una vez fue rico y famoso: el músico Sly Stone, inventor del funk, gran disoluto, triunfador en el Festival de Woodstock -donde los negros estaban vetados por el racismo en sordina de la mafia hippie (Hendrix actuó, sí, pero Hendrix nunca ejerció la negritud, era pálido)-, autor del primer disco moderno de soul electrónico, There’s a Riot Going’ On (1971) -escuchen Africa Talks to You ‘The Asphalt Jungle’ -.

A partir de una información bastante tendenciosa del New York Post del aprendiz de espía Robert Murdoch -el mismo diario cuyo nivel de seriedad quedó patente cuando llamó Osama a Obama-, los media de varios continentes copiaron y pegaron.

El resumen venía a ser: «Sly Stone vive en una caravana en Los Ángeles y una pareja de jubilados le da de comer». Si sustituimos el vehículo por una madriguera de tres metros por dos, el titular valdría para varios millones de jóvenes españoles que han regresado a casa de papá y mamá por culpa de gente que frecuenta los mismos salones que Murdoch.

Sly & The Family Stone, 1970

Sly & The Family Stone, 1970

Adoro a Sly Stone desde que escuché su música a los 13 años, en 1967 (en concreto, esta barbaridad que todavía me lleva a brincar) y mis primeras fiestas adolescentes llegaban al clímax de sensualidad que nos era permitido, bastante light, con Family Affair.

De otro lado, me suelo entender bastante bien con todos los heridos -por bala, enfermedad, despido patronal o deshaucio bancario- y me saca de las casillas el estigma que, incluso sin conciencia, se marca con ácido en las frentes de los débiles.

Voy a glosar a media docena de músicos que han vivido en la calle, en los márgenes de lo correcto. Son mi ejército secreto de hoy. Los prefiero a cualquier residente-repelente en el Palace.

1. Ted Hawkins (1936-1995). Nació negro y pobre en el sur de los EE UU, donde ambas condiciones garantizan una amplia probabilidad de que te envíen al reformatorio y a la cárcel, lo cual sucedió. Prefirió las aceras a los escenarios. Pese a un postrero éxito en Europa, regresó al vagabundeo y la música a cambio de propinas. Dormía en la playa de Venice, en Los Ángeles. De día ponía los pelos de punta a los turistas con su gospel dolorido.

2. Blind Willie Johnson (1897-1945). Otro tipo pobre y sureño. Desde niño, además, ciego porque su madrastra le arrojó lejía a la cara durante una disputa familiar. Hizo su primera guitarra con una lata de tabaco. No le hacía falta nada más para cantar blues. Durante toda su vida tocó y predicó la buenaventura de dios en la calle. Ni siquiera está claro dónde está su tumba. Yo sé dónde: en todo pecho hendido por la pena.

3. KRS-One (1965). El blues de nuestro tiempo es el hip-hop. Ninguna otra música ha sabido meterse en la sangre del modo abrasivo y generalista del rap en sus más dignas formas. Este cantante-compositor se largó de un hogar violento a los 14 años y vivió como homeless en Nueva York. Lawrence Krisna Parker, al que todos llaman KRS-One, tiene, entre otros méritos musicales, el de haber merecido el interés de otro tabloide repulsivo, el New York Daily News, que tildó al cantante de «anarquista» y escribió en un editorial: «Si Osama Bin Laden compra alguna vez un disco de rap, será un CD de KRS-One».

4. Seasick Steve (1941). Una vez dijo: «Los vagabundos son gente que se mueve en busca de trabajo. Los caminantes se mueven, pero no les interesa el trabajo. Los vagos ni se mueven ni trabajan. Yo he sido de los tres». Steven Gene Wold -su nombre de registro- transitó durante más de veinte años por EE UU sin tener un destino preciso. Luego se arrimó a la música -llegó a tocar con Janis Joplin- y trabajó como técnico de sonido antes de sentir otra vez la llamada del camino y largarse a Europa, donde se ganaba el pan en la calle haciendo lo que mejor sabe, cantar blues acompañado de su guitarra. Ahora es bastante famoso, pero en su mirada sigue habiendo tierra.

5. Dan Tracey (Television Personalities). Eran inteligentes y odiaban las poses en el Reino Unido o-eres-trendy-o-no-me-importas de los ochenta. Dan Tracey (1960) era el alma del grupo, los exquisitos Television Personalities. Lo pillaron robando en una tienda a finales de la década siguiente: tenía que pagar su afición al crack. Condena de cárcel, ruina y, al salir de entre rejas, la calle como hogar. Volvió a hacer discos, algunos con canciones tan deslumbrantes como All the Young Children on Crack (2006).

6. John Fahey (1939-2001). Desde mediados de la década de los setenta y durante unos veinte años, Fahey, quizá el mejor guitarrista steel de la historia, malvivió, vendiendo poco a poco su colección de acetatos clásicos, para poder comprar una botella más de alcohol. El último acto de expiación fue la entrega a la usura de las casas de empeño de su guitarra. Pasó muchas noches a la intemperie. Le importaba todo bastante poco. De ese desapego sólo excluía a su bellísima música.

Todos fueron homeless de un modo radical. No se trata de invitarles a comer. Se trata de que nos enseñen a vivir.

Ánxel Grove

Slab City, un campamento de vagabundos en el desierto

Claire Martin

Claire Martin

Es uno de esos lugares a donde nunca llegarán un turista, un médico, un político, un informático, un abogado, un arquitecto, un hijo de papá…

A Slab City sólo vas cuando te quedan la piel, tres o cuatro dientes, un par de pantalones y, si eres un privilegiado, el talón mensual del salario social para mayores de 65, ciegos o lisiados.

La reportera australiana Claire Martin tiene cara de niña pero voluntad perseverante. Con menos de treinta años se ha convertido en una fotoperiodista valiente.

Claire Martin sí fue a Slab City, la base militar abandonada del Desierto de Colorado, en el sudoeste de California (EE UU), donde reside una población flotante -de varios cientos a poco más de cincuenta- de olvidados. Son migratorios: bajan al desierto en invierno y suben al norte en verano, cuando la temperatura en Slab es inaguantable.

El lugar carece de normas. El verbo haber se conjuga en negativo: no hay luz, no hay agua… Sólo quedan arena, desechos y la Salvation Mountain, una loma con mensajes de amor a Dios que ha construido Leonard Knight, un residente con afanes redentoristas.

Claire Martin

Claire Martin

Martin retrató la vida en Slab City el año pasado. Encontró, dice, la pobreza extrema y «quizá las peores condiciones» de todos los EE UU. También residentes que defienden la opción de llevar un deliberado estilo de vida que es la más radical oposición al modelo social imperante y vagabundos, toxicómanos y ex delincuentes que optan por «una comunidad que no les juzga».

La fotógrafa tiene poca experiencia -empezó a hacer reportajes hace cuatro años-, pero se mueve con un coraje antiguo.

En 2007 firmó un reportaje sobre los residentes del Downtonw East Side de Vancouver (Canadá), un barrio-miseria de yonquis abandonados. El año pasado firmó algunas de las mejores fotos de los disturbios en Haití, país al que acaba de regresar para mostrar a una población exhausta un año después del terremoto.

La agencia Magnum Photos le concedió en 2010 el premio Inge Morath a fotógrafas jóvenes por su «incansable trabajo de documentación de comunidades marginadas en países prósperos».

Claire Martin

Claire Martin

Aunque es absurdo (y puede parecer cínico) decantarse por una u otra colección de fotos cuando todas ellas muestran la miseria de la condición humana, la serie sobre Slab City es la que más me llega.

¿Por qué? Las razones son difíciles de verbalizar y tienen que ver con mi esfera personal.

El Desierto de Colorado forma parte del enorme Desierto de Sonora, a cuya mortífera y seca soledad se enfrentan cada día cientos de inmigrantes, sólo armados con coraje y sueños, para intentar colarse en los EE UU. En Slab City viven los inmigrantes de sí mismos.

Ánxel Grove