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Los vecinos que se niegan a abandonar Detroit

© Dave Jordano

© Dave Jordano

Las tres fotos de la línea superior fueron tomadas entre 1971 y 1972. Las cuatro de abajo, entre 2013 y 2014. En medio de ambos grupos hay una brecha de al menos cuatro décadas, lapso que dice poco y que acaso debiera formularse con un contraste más visible que la neblina del tiempo: el national average wage —el índice oficial de ingresos medios anuales por persona de los EE UU— era en 1971 de unos 6.500 dólares; en 2012, el último año con dato disponible, fue de 44.300.

En las seis personas que aparecen en las fotos de arriba hay ansia de futuro, espléndidas sonrisas, orgullo, ganas de jugar. En las de abajo, la tristeza se asoma a los ojos y ni siquiera la saturación de los colores puede evitar el sentimiento de luto. Sin embargo, no todo es dolor.

Las siete fotos tienen en común al fotógrafo que las hizo, Dave Jordano, y la ciudad donde fueron tomadas, Detroit, la desmesurada megalópolis de 3.463 kilómetros cuadrados de extensión en la que cabrían tres ciudades del tamaño de Madrid o también Manhattan, Boston y San Francisco juntas.

Asomarse al mapa de Detroit implica el mareo, la certeza de que no hay direcciones cardinales que valgan ni un trazado racional y determinista basado en los ángulos rectos y las paralelas. Detroit es una ciudad autogenerada por la simbiosis de los seres humanos, las factorías y el terreno lacustre y plano. Vista desde el espacio la huella de la ciudad parece un contrasentido abstracto al que están a punto de deglutir las masas de agua.

Portada de la revista "Life" del 4 de agosto de 1967

Portada de la revista «Life» del 4 de agosto de 1967

En el verano de 1967 esta ciudad-madeja fue el escenario de los disturbios raciales más violentos de la historia de los EE UU: 43 muertos, 1.189 heridos, 11.000 detnidos, más de 2.000 edificios destruidos y soldados-paracaidistas con bayoneta calada haciendo la guerra en casa y atacando a la población civil. El origen de la revuelta fue el trato brutal y arbitrario contra los ciudadanos negros de la policía local, un cuerpo 95% blanco.

La ciudad ha cultivado una histórica y pertinaz tendencia a la segregación racial, con ataques frecuentes con artecatos incendiarios a viviendas y barrios negros y mucha mayor actividad de grupos supremacistas que cualquier otra colectividad de la región. Los sindicatos de trabajadores blancos de la grandes factorías de automóviles llegaron a declararse en huelga cuando las empresas, en los años cincuenta, admitieron a los primeros operarios negros en las líneas de producción.

Jordano, un ario nacido en Detroit en 1948, empezó a retratar las calles de la ciudad cuando tenía 23 años, estudiaba fotografía y sólo había transcurrido un quinquenio desde la gran explosión de ira de los negros en 1967.

Las fotos que el reportero hizo entonces son plácidas y elocuentes citas gráfica de una ciudad movida por el ritmo del melting pot racial y sostenida por las Big Three (las tres grandes factorías de automóviles: General Motors, Ford y Chrysler).

Después de irse a vivir a Chicago, Jordano decidió regresar a Detroit para documentar el ocaso reciente de su ciudad natal. Quería regresar a los escenarios donde había aprendido el arte de mostrar lo cotidiano y deseaba, según cuenta en una entrevista, esquivar la «pornográfica visión de ruinas» que ha dominado la imagen pública de la ciudad desde que se convirtió en la primera gran urbe de los EE UU en declararse en bancarrota, sometida a un concurso de acreedores que reclaman, según un dictamen judicial, 18.500 millones de dólares (unos 13.500 millones de euros).

Al volante de un automóvil, Jordano entró en el laberinto de barrios superpuestos y calles trazadas por capricho y empezó a dar forma a Unbroken Down, una narrativa sobre quienes se quedaron. Son pocos y viven mal: la población, que en los años setenta rozaba los dos miillones de habitantes, supera escasamente ahora los 700.000, la tercera parte de los cuales vive por debajo del umbral de la pobreza; sólo uno de cada cuatro jóvenes termina la Secundaria; el índice de desempleo es del 28 por ciento, el más alto entre las ciudades de más de 250.000 habitantes de los EE UU; los ingresos han caído un 35 por ciento en la última década…

En los escenarios de la tierra quemada por la quiebra, la injusticia y la especulación, el fotógrafo ha dado con valerosas historias de fidelidad, decencia y coraje: un hombre canta un blues en el salón, una familia posa ante una casa que no por arruinada deja de ser un hogar, una barbería mantiene el mismo ambiente de palabrería y risas que uno busca en la íntima ceremonia de dejar que un extraño le corte el pelo…

La última foto de la derecha quizá es el más escrupuloso resumen del no querer dejar la ciudad, de la permanencia y el lazo que nos ata a nuestro mapa, por muy confuso que resulte.  La mujer se llama Kristal y vive en el Northside, uno de los barrios con más criminalidad de Detroit. Un hermano y un sobrino de Kristal han muerto en los últimos meses por enfrentamientos entre pandillas, pero ella se siente la «matriarca» de su familia y no está dipuesta a moverse ni a que la muevan.

Ánxel Grove

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El fotógrafo que entraba en el juego

Thurston Hopkins- Tango in the East End, London, 1954

Thurston Hopkins- Tango in the East End, London, 1954

En el libro The Ongoing Moment -por desgracia y para vergüenza del gremio editor patrio, no traducido al español-, el escritor Geoff Dyer propone un acercamiento existencialista a la fotografía. La callejera estaría basada, dice, «en un momento de interacción que es a la vez un momento de alienación y separación». El fotógrafo dispara y se va, como un pistolero a sueldo. No hay oportunidad para desarrollar la cualidad existencial del retratado, que en muchas ocasiones ni siquiera se entera de que es el sujeto de una fotografía.

La obra de Thurston Hopkins (Londres, 1913) desmonta toda la teoría. El reportero inglés llevó a la vida cotidiana, sobre todo en sus series callejeras de los años cincuenta, la estética de la contemplación, la sensibilidad de la condescencia y la filosofía del compromiso. No hay un gramo de desapego en la inolvidable imagen de las dos muchachas de barrio que escenifican un tango sobre la acera. Hopkins, podemos suponer, también estaba bailando.

Thurston Hopskin - Sharing a Charir, London,1955

Thurston Hopskin - Sharing a Charir, London,1955

La idea del fotógrafo paciente como un árbol, esperando durante horas en el lugar que previamente ha elegido como marco hasta que se produzca, si es que se produce, el instante de revelación, el momento decisivo de Henri Cartier-Bresson, tantas veces señalado como paradigma y tantas veces mostrado como ejemplo a seguir en las escuelas de fotografía -por profesores que, en buena parte de los casos, sólo se dedican al paisaje, el retrato de estudio o la abstracción más necia-, también queda despedazada por la obra de Hopkins, montada en torno a la fluidez del momento constante y la creencia de que la foto está en cualquier lugar, en cualquier momento, siempre que seas capaz de verla o presentirla como una patada en el bajo vientre.

Thurston Hopkins - Street Games, London, 1954

Thurston Hopkins - Street Games, London, 1954

Dicen que el gran Walker Evans era tan desapasionado cuando hacía fotos en la calle que nunca se quitaba los guantes blancos de algodón, los utilizados para trabajar con negativos en el cuarto oscuro.

Tampoco este ideal del reportero-cirujano con modales forenses va con Hopkins, que se embadurna con placer del tema. Sabía que para hacer la foto era necesario entrar en el juego y exponerse.

Como otros de su tierna calaña (pienso en Robert Frank, que durante la misma época en que Hopkins retrataba las calles de Nueva York recorría con parecida fiebre los caminos de los EE UU), el inglés tenía una idea muy clara de la tarima sobre la que se escenifica el teatro de la vida en las ciudades: el asfalto.

Que la clave sea de drama o de comedia es lo de menos. Hopkinks (que está a punto de cumplir 99 años) demuestra que no debes quedarte mirando por la ventana cuando tú eres la ventana.

Ánxel Grove