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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de septiembre, 2017

Abajo Lo que el viento se llevó

Un histórico cine de Memphis, esa ciudad que todos sabemos que se encuentra en el Estado de Tennesse de, por supuesto, Estados Unidos, anunció a finales de agosto que dejaría de programar Lo que el viento se llevó, según relataba Los Angeles Times, ampliando el eco de una noticia muy difundida en todos los medios de aquel país y hasta del nuestro.

Orpheum Theatre en Memphis (Tennessee)

Debo reseñar que ese mamotreto producido en 1939 que tanto espacio ocupa en las enciclopedias, que tanto tiempo ocupó los primeros puestos en las listas de películas más rentables con sus diez Oscar a cuestas, a mí nunca me hizo demasiada gracia. Sus tan alabados coloretes, su empingorotado romanticismo, su Clark Gable y su Vivien Leigh, su Scarlett y su Rhett, su “a Dios pongo por testigo”, sus plantaciones y sus esclavos y su trasfondo bélico… y el doblaje hispano con el que siempre la vimos en los numerosos pases en televisión me dejaban tan frío como un chapuzón en la Laguna grande de Gredos. Creo que nunca llegué a animarme a verla de principio a fin en su inacabable integridad. Lo que es una confesión pura y dura que menoscaba, lo reconozco, mi reputación, pero qué le vamos a hacer, uno tiene sus debilidades.

Dicho todo lo cual, que el presidente del Orpheum Theatre tomara la decisión de suspender lo que venía siendo una tradición con solera me parece lamentable. Pero, ojo, no por la decisión en sí misma, que por otro lado hasta podría ser saludable, pues la renovación de la cartelera siempre oxigena las mentes, sino por las razones esgrimidas: al parecer, muchos espectadores muy enfadados pidieron la excomunión de Tara, Los Doce Robles, Atlanta y todos sus fastidiosos dimes y diretes, y tacharon a la película de “racista” y de ser un “homenaje al supremacismo blanco”.

Cartel de Lo que el viento se llevó

Cierto que el contexto en el que se produjeron esas reacciones, los habituales disturbios racistas que jalonan la actualidad de aquel país (en concreto los de Charlottesville de mediados de mes), campeón de la democracia, los derechos humanos y la igualdad (ejem…), permiten ser comprensivos. Pero de ahí a que el Orpheum se dedique a “entretener, educar e iluminar a su comunidad de espectadores” y que para “no mostrarse insensible” a la comunidad afroamericana (que representa el 64% de la población en la ciudad) pretendan hacer purgas ideológicas con las películas me parece que se inserta en una corriente muy peligrosa. Vamos que El nacimiento de una nación, la monumental obra racista y genial obra artística de D.W.Griffith, según esas anteojeras sería condenada a los infiernos. Como, por cierto, lo fue, por motivos muy dispares que no vienen al caso, la también muy interesante obra que con el mismo título dirigió el año pasado Nate Parker.

Yo podría entender otros muchos motivos para dejar de programar Lo que el viento se llevó y no me rasgaría las vestiduras, por ejemplo, que en la parroquia ya están hartos de costumbres rancias; pero no los expresados. En el mismo error de óptica incurrieron algunos que desde la izquierda protestaron porque Televisión Española programara “cine franquista”, como esa perla de guion escrito bajo seudónimo por el dictador asesino Franco titulada Raza, o también Espíritu de una raza (1942), prescindiendo del importante detalle de que se emitía en un escenario analítico (el del programa Historia de nuestro cine) que destruye los fundamentos de ese prejuicio.

No sé yo si guardarán alguna remota relación las pulsiones censoras del Orpheum con el hecho de que, según se dice en una web de casas encantadas, éste se haya visto amenazado por la demolición para su conversión en un complejo de oficinas. No he visto esta hipótesis en nunguna reseña de prensa, pero ahí lo dejo: material para guionistas de serie televisiva.

Los que nunca recibirán un Goya

Antes de que demostrara que se puede estar al lado de una gran estrella, Ricardo Darín, y brillar tanto como ella, antes de que nos emocionara casi hasta la lágrima y nos enseñara un poquito más lo que es la verdadera amistad con su Tomás en Truman, portentosa obra cumbre de Cesc Gay (2015),  Javier Cámara, que  fue recompensado con el Goya a Mejor actor de reparto, ya había obtenido ese galardón en la categoría de Mejor Actor a las órdenes de David Trueba en Vivir es fácil con los ojos cerrados.

La semana pasada falleció Juan Carrión, el profesor de inglés en quien se había inspirado Trueba para urdir la historia que protagonizaba Javier Cámara cuyo título (en inglés “Living is easy with eyes closed”) está extraído de la canción de The Beatles Strawberry Fields Forever. Cuando vimos a este buen hombre, el 13 de diciembre de 2014 durante la clausura del Festival Internacional de Cine de Cartagena (FICC), recoger el Goya que el director le entregaba como muestra de agradecimiento supimos que su personalidad no podía andar muy lejos de la que éste había creado con la inestimable ayuda de su actor. Se trataba, en efecto, no había más que verle, de un hombre machadianamente bueno.

Es cierto que los espectadores de la película no conocíamos a Juan Carrión, excepto en lo referido a aquella anécdota que sirve de base a la trama de Vivir es fácil el rodaje en Almería de Cómo gané la guerra, de Richard Lester, en el que John Lennon oficiaba de actor, su entusiasta viaje en busca de un contacto improbable con el cantante, etc. Hemos sabido ahora, tras su fallecimiento, algunos detalles biográficos que nos acercan a su figura con independencia de la imagen que para nosotros perdurará, que es la de su alter ego de ficción. Para bien o para mal, de Juan Carrión todos, salvo sus allegados y familiares, olvidaremos la figura y hasta el nombre, y nos quedará en la memoria el de Antonio San Román y el gesto de héroe humilde y bondadoso inscrito en el rostro de frente despejada  de Javier Cámara.

Javier Cámara en Vivir es fácil con los ojos cerrados. Universal Pictures

El hombre real estaba orgulloso del retrato pergeñado por el hombre de ficción. No es para menos, “es como si me hubiera tocado la lotería”, decía, con esa sencillez desarmante con que se identifica la felicidad sobrevenida con el azar que se nos antoja imposible. De entre las muchas cualidades actorales que Javier Cámara atesora, los variados registros que le conocemos, que enlazan como en una tela de araña su Rafi, el perjudicado ayudante de Torrente (Torrente, el brazo tonto de la ley, Santiago Segura, 1998) con Benigno, el enfermero atraído por la inmovilidad de Leonor Watling (Hable con ella, Pedro Almodóvar, 2002), Simón, el trabajador de la plataforma petrolífera (La vida secreta de las palabras, Isabel Coixet, 2005), Mikel, el ex presidiario que pretende ajustar cuentas con su amigo cubano (Malas temporadas, Manuel Martín Cuenca, 2005) o Ricardo Mazo Torralba, escondido durante años de posguerra en el armario de su casa para eludir la muerte (Los girasoles ciegos, José Luis Cuerda, 2008), sin olvidar al amanerado auxiliar de cabina de Joserra Berasategui (Los amantes pasajeros, Pedro Almodóvar, 2013), por citar sólo unos cuantos, al cómico riojano se le dan de maravilla los personajes tiernos. Y otra cosa tal vez alguien quiera discutirla, pero no que a su profesor de inglés Javier Cámara consigue infundirle un aura de ternura sin resultar estomagante, que más les valdría a otros actores inclinados al exceso tomar nota de lo que significa contención en sus justos términos.

 

Tenía muchos motivos don Juan Carrión para estar contento con el éxito de Vivir es fácil… Seis Goyas nada menos, y de los más importantes, ganó la película, y algún mérito sin duda le correspondía a él, que había regalado a David Trueba limitándose a ser él mismo el alma del argumento, aunque éste se centrara sólo en una anécdota, un acontecido más en una larga vida que alcanzó los 93 años. Las crónicas no revelan en cuántos detalles del retrato no se reconocía del todo, porque en alguna medida, por pequeña que fuera, seguramente no terminaría de agradarle. O eso suponemos tratando de ponernos en su lugar. Acaso hubiera preferido un intérprete con más pelo (¿a quién podría reprochársele esa debilidad?) o un punto mayor de dureza en el rostro, o vaya usted a saber.

No. Tonterías. Don Juan estaba muy satisfecho de que un actorazo como Javier Cámara le hubiera hurtado el corazón y de que un creador tan sensible como David Trueba se hubiera enamorado de su personaje para transmutarlo en don Antonio San Román, maestro de escuela, profesor de inglés y espíritu generoso y comprensivo donde los haya, apasionado de la música de los Beatles y del soplo de oxígeno que ésta representaba para la España gris y amargada de entonces. La humildad y grandeza de la película son el reflejo más fiel del cálido y divertido homenaje que Trueba realizó a personas sencillas y discretas como él, que merecen también un Goya por su abnegada y valiosa labor. Y nunca lo recibirán. Porque la inmensa mayoría de oficios importantes, como esos profesores que siembran nuestra personalidad, e incluso los trascendentes para la vida de las personas, como los doctores que nos operan, las enfermeras que nos cuidan o los investigadores que descubren las fórmulas de los fármacos, ni aspiran a ellos ni reciben aplausos. Don Juan Carrión tuvo la suerte de que le tocara la lotería.

Fargo: monumento negro a la estupidez

Tal vez lo más perturbador del cine de los hermanos Coen sea la capacidad que exhiben para crear personajes demoníacos que resultan fascinantes. Incluso cuando ofician de productores ejecutivos y son otros los que los crean siguiendo su estela, como sucede en la serie Fargo cuya tercera temporada finalizó dejando a muchos, entre los que me encuentro, con el amargo sabor de la despedida. En este caso el malo de la película está encarnado por el actor británico David Thewlis, seguramente más conocido que por ningún otro por su personaje de Remus Lupin en la saga de magos de pacotilla para niños Harry Potter. Por cierto, también trabajó con la pareja de directores en su celebrada y recordada El gran Lebowski (1998), oda como pocas al “dolce far niente” a través del personaje de El Nota, el increíble Jeff Bridges, generoso en kilos, marihuana, alcohool, bonhomía y gracia.

¿Qué es lo que nos atrae de un tipejo cuya boca exhibe una dentadura en la que hurga con un palillo como quien busca gusanos en la arena, carece del menor sentido de la compasión por sus víctimas y arrastra por un camino de perdición y miseria al perfecto inútil de Emmit Stussy, un asombroso Ewan McGregor en su doble papel de hermano triunfador y hermano perdedor? Es todo un misterio. Tal vez sean las peroratas filosóficas con que ilustra sus peores intenciones, lo que le da un cariz mefistofélico a su inesperada aparición y su implacable avance colonizador en el mundo de Stussy.

David Thewlis, en Fargo III temporada

Seguramente pese mucho la descomunal inteligencia puesta al servicio de su inmoralidad, que destaca en un universo de idiotas del que sólo se salvan las mujeres, sean policías o ladronas. Porque la serie, la película de la que nace y la filmografía Coen en general son un monumento a la estupidez humana; no para celebrarla, claro está, sino para recordarnos en todo momento que es el elemento primordial de la vida en sociedad y que, como el cigarrillo del fumador junto a la pólvora, combinada con la maldad en el inestable medio del azar suele provocar deflagraciones de gran poder destructivo. ¡Santo dios, cuántos cretinos pueblan las ficciones de los Coen! Nos mueven a la irrisión y al estupor, pero si te paras un momento te dejan un zumbido de mosqueo en el cerebro: ¿seremos todos necios?

Ewan McGregor en su doble papel de los hermanos Stussy

Como todo el mundo sabe, Fargo es uno de los grandes títulos de la fecundísima carrera de Joel y Ethan Coen, y también uno de los ejemplos más acabados del hasta no hace mucho inimitable estilo de los hermanos. Así lo pensábamos pero la serie lo desmiente. O demuestra que lo que llamamos estilo en realidad es la afortunada mezcolanza de un conjunto de ingredientes sabiamente manipulados que puede ser aderezada por otro cocinero, que en el caso que nos ocupa se llama Noah Crawley. Ya he citado estupidez, maldad, fascinación por el lado oscuro y añado suspense y crímenes con violencia extrema diluidos en un sustrato de humor, naturalmente, fino y negro, negrísimo, marca de la casa.

De la torpeza suprema que caracteriza a la mayoría de los personajes se desprende que los planes de unos y otros, puestos a escoger, se empecinan en salir mal y acaban saliendo mal, se pongan como se pongan. Más allá de los elementos icónicos perfectamente reconocibles que estaban en la película de 1996 y se repiten en la serie, el tratamiento fotográfico de los paisajes de Minnesota, el ambiente rural en que transcurre la acción, la envolvente música de Carter Burwell, a la que da inspiración y continuidad la partitura de Jeff Russo, es sobre todo este sino fatal que aqueja a los personajes lo que identifica rotundamente el espacio en que nos movemos.

Fargo – A Multilayered Story from Arnau Orengo on Vimeo.

Curioso territorio el delineado por las ciudades de Fargo, de Bemidji, de Luverne o de Eden Valley, todas ellas en el estado en el que crecieron los hermanos Coen, Minnesota, cuyos habitantes parecen tocados por una especie de síndrome de ingenuidad lindante peligrosamente con un dudoso coeficiente intelectual. La sensatez encuentra refugio, transmutada en sagacidad, de manera exclusiva en las mujeres policías, con la excepción de la segunda temporada en que los uniformados con sesera son dos hombres; y en la tercera también en la atractiva ladrona de la que se ha enamorado el hermano fracasado de los Stussy. Igualmente, anida la inteligencia, como ya he dicho, en los malvados. No así en los bárbaros que secundan sus órdenes ni en los jefes policías que están para entorpecer la labor de las perspicaces investigadoras. Tampoco los codiciosos protagonistas que desencadenan las tramas demuestran demasiadas luces. O sufren un mal fario que les persigue en cada movimiento que realizan. El esquema es el mismo en las tres temporadas con una ligera sensación de “dejá vu” en ningún caso desagradable.

La galería de magníficos intérpretes es larga y deslumbrante: a la magnífica Frances McDormand, que ganó un Oscar con su embarazada policía, lista como el hambre, le tomó el relevo Allison Tolman para darle un toque entrañable en la primera entrega de la serie. Al tonto de la baba, imán para todas las desgracias, acometido por el genial William H. Macy, le sucede como si fuera su gemelo, rivalizando con él a ver quien es más cenizo, el no menos formidable Martin Freeman, aunque su personaje le da varias vueltas de tuerca a la indignidad. Pero el que se lleva todos los focos es el pérfido Lorne Malvo, encarnado por un inmenso Billy Bob Thornton, de la estirpe del Anton Chigurh que le dio la gloria a Javier Bardem en No es país para viejos (2007).

Javier Bardem y Billy Bob Thornton

En la segunda temporada de la serie Patrick Wilson y Ted Danson eran los policías buenos y sensatos lidiando con una recua de mafiosos y con la pareja de oligofrénicos, espléndidos, Kirsten Dunst y Jesse Plemons. En la tercera, Carrie Coon es la discreta investigadora y Mary Elizabeth Winstead, la seductora delincuente, quienes tienen que hacer frente al malvado V.M.Varga, David Thewlis, del que he hablado al principio, con los dos Stussy por medio, la inenarrable pareja de hermanos con los que se luce Ewan McGregor.

Que una extraordinaria película dé lugar a una no menos extraordinaria serie de televisión, en tres etapas treinta episodios de una hora aproximada de duración cada uno, heredera de todas las virtudes de su matriz, es una noticia que dinamita todos los recelos tradicionales acerca de las segundas partes o las secuelas. Yo he disfrutado muchísimo en estas vacaciones, como lo hice en su día con el filme de los Coen brothers. Por desgracia, parece que Noah Crawley, el creador de la serie, está demasiado ocupado para garantizar la continuidad, y no hay una cuarta temporada a la vista.  Así es que si tienen ocasión, nunca es tarde para zambullirse en este peculiarísimo agujero negro en el que se enseñorea sin complejos y con un sobresaliente sentido de la autocrítica la América profunda.