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Algunas palabras sobre Ocho entrevistas inventadas de Enrique Vila-Matas (H&O Editores)

Vila-Matas bebiendo mucha ginebra en un pub de Barcelona a finales de los setenta. Ramón de España le observa y lo introduce en sus historias. Hacen una novela gráfica, un tebeo, vamos, con alguna ínfula. Comen albóndigas y buscan la verdad del mito de Ciudad Sumergida en la Avenida de la Luz. Vila-Matas entra en “El maño”, busca chocolate, el hachís que ha estado respirando en un antro al lado de Boccacio lo ha dejado con hambre. Es joven y guapo. Sabe que no lo va a ser siempre. Así que inventa.

Ocho entrevistas inventadas está editado por H&O Editores. Buscas una excusa para leer a Vila-Matas y él te da ocho. Entrevistas falsas. O falsas entrevistas. Es demasiado como para mentir. Tiene que haber algo de verdad. La primera, con Brando, tiene algo entre Kurz recitando las letras de The Doors y el momento en el que manda a Sacheen Littlefeather a recoger su Óscar en 1973. Lucha política después de ocho huevos fritos, helado y mujeres, muchas mujeres. Era 1968 y uno pensaría que Jean-Pierre Léaud tendría menos recorrido como personaje que como persona. La revista Fotogramas le pide una traducción, somos más de francés que de inglés, ya sabe usted. Es como las que hacía Umbral. Más mío que suyo. La de Juan Antonio Bardem se hace en Viella, donde acabó una de las jornadas más duras de la Vuelta a España de 1983 (¿era necesario ese dato, Octavio? Sí, todos lo son). Da la sensación de que Bardem, el Bardem ventrílocuo de sí mismo, es capaz de rodar en España, censura arriba, censura abajo, que lo cotidiano está más prohibido que lo histórico. Vila-Matas tiene vestidos para todos. Nos hace sospechar del comunismo, como si el comunismo existiera en España en 1968. Eso es imposible, Enrique. Ningún comunista hubiera dirigido tantas películas. Todos quieren lo mismo: fama y dinero, crítica y público. El punto medio. Qué dulce. “Mirando atrás con ira”, como los Angry Young Men.

Con Nuréyev va más lejos. Dicen que hay verdad hasta la sangre y, después, miradas de drugstore y mucho alcohol. No son posibles tantas copas, los bailarines de ballet estaban en constante déficit calórico incluso antes de que este concepto existiera, pero allá tú. Y Rovira Veleta que quiere hacer de Serrat un actor. Serrat enamorado de Marisol, Serrat que se niega a tocar la guitarra eléctrica en directo y nos deja sin un Dylan, sin un Celentano, nos deja un pescador, un charnego enamorado junto al campo del Barcelona. Insisten en la presencia de Sharon Tate, como si no hubiera nadie que le recordara que, en 2024, es violencia implícita nombrarla en una entrevista. El segundo encuentro con Brando es en un hotel de Providence. Así que podría ser considerado como un texto más del Círculo Lovecraft, con un actor que quiere llevar a escena el Necronomicón con hippies, Emiliano Zapata y Kafka revisando el guion. Aún no sabe que acabará haciendo de Doctor Moreau en una película que los expertos califican de infame, pero en la que hace la mejor imitación de Michael Jackson posible, mejorando la de Joaquín Reyes. Y llegamos a un autor de one-hit-wonder: Anthony Burgess, “el de la Naranja mécanica”. Eres un iletrado, Octavio. Lo siento, lo siento. Tuve un póster de la película en mi habitación de adolescente. Todas las mañanas, antes de ir a la escuela, veía el rostro de Alex DeLarge, drugo supremo. Y por eso mezclaba el colacao con el katovit. Era un homenaje (a mis c*j*ones que se van de viaje), a Burgess. En su boca coloca la siguiente frase (sobre que ser prolífico no está reñido con la calidad): “No hay por qué asombrarse de eso. Ser prolífico es pecado solo desde la época de Bloomsbury, de Forster en particular, que consideraban de buena educación producir como si estuvieran estreñidos”. Música y literatura. No tienes ni idea y hablas, Octavio. Borges y él. Del mismo árbol. Lo supo viviendo en Gibraltar. Con los monos.

La de Cornelius Castoriadis ya llega en los ochenta. Comunismo y nazismo si mezclan. Alguien lo tenía que decir. La victoria de Stalin. La fatigada palabra Proletarios. Era 1983. Hacía un año que los socialistas le habían sacado la lengua a Carrillo. Y Carrillo nunca volvería. La voz de nicotina y alcohol de Patricia Highsmith, a la que Vila-Matas evita por miedo. ¿Quién no se asustaría ante una entrevista con ella? Es bello el incesto, diría Panero, así que todos los que han interpretado a Tom Ripley deberían juntarse en una gran fiesta, con una piscina, y chicas y chicos, muchos de cada. Y ver qué sucede, quizá obtener el Ripley definitivo, el canon. Pienso en la época, en el deuvedé de “El amigo americano”, cómo se puede liar uno con Win Wenders y con Dennis Hopper y montar aquel largometraje. Sin Berlín y sin los ángeles, sin excesos, con bigote, sin “La matanza de Texas” o “Land of the dead” o el oxígeno y Roy Orbison. Es normal que no te acerques a Patricia, Patricia se acercará a ti.

Termina con unos breves recuerdos, un poco de Perec, otra vez Perec, Lisboa y demás obsesiones. Trozos, pedazos, menudeo, Vila-Matas. Tan bello, tan ebrio, prometiendo al Universo los mejores cuentos a cambio de otro gintónic.

Bolsa Amarilla y Piedra Potente de Derby Motoreta’s Burrito Kachimba (Primavera Labels-Universal Music, 2024)

Es el momento de la vuelta, de seguir construyendo la leyenda, de permanecer o simplemente ser. Así que la banda afina percusiones y guitarras, se abre con el sonido de sangre hirviendo, de las tumbas de la sal con las que las heridas de “Seis pistones” cicatrizan. Efectos y un toque mesiánico en lo más profundo del Desierto de Tabernas. La banda, con “El chinche”, mezcla moto, callejeros, Los Chichos pasados por el filtro de Salvador, el fraseo macarra de Hermética, aceras, intoxicación y arroz con tomate. Todos piensan en GONG y los García-Pelayo, guitarras sureñas, da igual el del continente que elijas. Hombres de las Praderas, acostumbrados a las esquinas turbinas: “Prodigio” suena a los Babasónicos pasados por el Sonido Tartesos o Los Módulos en tramadol. Plazuela y Califato, “Ef Laló”, con sintetizadores abstractos. Cuervos negros que se negaban a volver, hermanos de almanaque de los personajes de Fernando Navarro. Pasamos y seguimos en “Ef Laló”, cánticos sencillos, primarios, más allá de todo está la guitarra de Tomatito el día que le pasó el pedal Antonio Arias para que bebiera del más antiguo de los manantiales. ¿Cuánta sed traías aquellas mañana que no había nadie que te calmara? “Daddy Papi” con una recortada, tienes la sangre del wahwah, en los momentos de calor, el séptimo día, con Carlos Saura, llegó Puerto Hurraco.

Un sencillo como “La fuente” que empieza con pedrá, que ya es un guiño suficiente, pero la inversión rítmica y las guitarras son como respirar el helio de un dirigible (aunque, en la época clásica, la venerable, lo que había dentro era hidrógeno, mucho más explosivo). Con la introducción hipnótica de “Manguara”, como un resto de civilizaciones perdidas, oxígeno de banda sonora de Erich Von Daniken, las llamas azuladas, como una viñeta de Jodorowsky, “Gun gun” devuelve la trepidación, aunque sea medio tiempo, despierta la mañana, hermana pequeña de la madrugada, el aguardiente que encharcaba los pulmones de Ray Heredia, el desierto de guitarra donde conviven Emilio Dueso y Kid Congo Powers. Veníamos de un coliseo y hemos llegado, pesados por toda la historia que carga el burro en sus alforjas, hasta “Pétalos”. Ya avisábamos que Derby Motoreta’s Burrito Kachimba traían canciones intoxicadas de la semilla de la buganvilla y esta es una muestra de ello. Crujidos de radio imposible, en “Manteca” ángeles rubios que te llevan al límite, donde cielo y tierra copulan y un paso más te hace caer en los versos de Pedro Salinas que tan bien regurgitan Les Conches Velasques. Todo arde, en sus ojos, la banda, tiene algo de incendio.

El último corte, “Tierra”, como un sitar enterrado bajo el olivo, momentos de nylon y huerto, mira el almendro y la pimienta, mira cómo la postal tiene todavía algo de carmín. Es una noche de doce canciones, una noche agotada que espera que llegue la primavera, que traiga apetito este abril que se nos ha echado encima, con muerte y calor, con este compendio de rock ibérico, esta muesca de tenebrismo y luciérnaga que es Bolsa Amarilla y Piedra Potente de Derby Motoreta’s Burrito Kachimba

Algunas palabras sobre Representación de Juan Antonio Tello (Veruela Poesía, 2024)

Juan Antonio Tello presenta su libro, “Representación”, premio Isabel de Portugal 2023 de poesía, una colección de textos, prosa poética, con la adjetivación artística de la impresión plástica, de la filosofía incontestable, entre lo divino y lo humano, la vida, la muerte, la belleza y las ausencias.

La figura del primer Dios, con mayúscula, “Cuida si estás con Dios a solas en la calle”. Los siguientes dioses serán en minúscula: “un dios que no es dios”. Espera, cansancio, pérdida de fe: “La mano tendida que empuña el cuchillo cansado de esperar al ángel que detiene el sacrificio” y al final, una vez más: “No hace falta un dios en la paleta”. Nos envuelve, nos envolvemos: “te devuelvo a una perla”, nos descubres la belleza: “Unas cortinas verdes que maticen la luz que cabe en el paisaje”. El diálogo con la mujer, con el icono, que es cuerpo o es palabra: “¿Ves a las mujeres que lloran mientras te enterramos bajo el aguacero? Para iluminar no hay más que palabras que prometen otros con la mirada”. Un personaje que va y viene: “¿Cómo saber si tú eres lo que está en plural y te desdices?”. La imagen amorosa, un poema en el que se pregunta al amante, una lúcida duda donde no se sabe si es poema o mujer: “No sé si quieres arder desnuda en el recodo de una caverna donde cada uno canta lo que sabe”. Así que llega la pregunta, donde ella y el paso del tiempo comparten un espacio lírico: “No sobran las certezas entre tú y yo, pero ¿y si nos equivocamos?”, así que esto es el amor: “He traído un botín” y, finalmente, la lista termina, “el momento oportuno para coger un barco”.

Entre lo exótico y lo lejano: Afganistán y Armenia (pañuelo azul y manzana o albaricoque), con el poeta viajero, sediento de culturas, constructor y demiurgo entre idiomas. Es el lenguaje, es la palabra: “No queda nada en los libros más que lo transparente”. Qué imágenes maneja Tello, entre las “lenguas apócrifas” y “las bocas de riego” hasta llegar a un verso supremo como “Tres o cuatro palabras bastan para armar a un demonio”. Vigilar la belleza, que no traicione, que como un amante: “No hay una palabra que no esté bajo sospecha”. Dolor y vida que se confunden como lo hace alegría y muerte: “la calcificación del alambique” y, a continuación, “el hijo que abortaste en tus entrañas”. Escapa, busca la violencia, “un cuchillo para cortar esta cuerda”, así que “¿Cómo podemos hablar en vuestro nombre? ¿Y para qué si se hace de noche”, se acerca la imagen: “el hierro que se quita a la sangre de un drama»

De Dios a lo exótico, de aquí a la palabra para encontrar en el paso del tiempo: “Te traigo flores y fruta que he cogido del cajón de la infancia” o “Cada segundo tiene su espera”, y vuelve al lenguaje: “la sombra que hay en una palabra”. El movimiento no lineal del tiempo que nos regalan los recuerdos. La poesía es como un juego de espejos en el que uno se encuentra a sí mismo o a otro o se ve distintos, cambiados: “En la puerta le recibe el que se espera a sí mismo”. Muerte, amor, tiempo, sobre la suma algebraica que construye una estructura euclídea de la poesía, del universo: “Enumerar cadáveres sin este duelo, con este vuelo quemar retratos para acortar los días”.

El final del poema es un diálogo con el poema mismo, con la sucesión de cierres, con algunos de los momentos más impactantes: “Finge que eres lector si no quieres que te arrojen a un poema”, ¿Con quién dialoga Tello? “Llegar de noche a un poema es suficiente”, cierra el poema con el poema, protagonista: “¿Has venido a cumplir una promesa o eres el enemigo que espera en el poema?” o “lo que se ha tachado en el poema”. Qué es lo que espera: “recuperar el poema”, como un tesoro. Así que solo quedaba “redimir el poema o condenarlo”. Del final al comienzo, cuando “Refundar las ruinas de puñado de poemas”. Y entonces, “salir del poema por la puerta de atrás con la cartera llena de realismo”.

Un manejo de palabra, canónico y delicado, luminoso y alicaído, Juan Antonio Tello es un poeta nutricio, que sigue un camino construido sobre lo canónico pero armado de destellos: “Te enterramos unos cuantos como quien paga una deuda” o con la consulta final, antepenúltima: “¿Cómo pueden corromperse las estrellas?”

Así, está claro, “Pagamos caro el espectáculo”.

Algunas palabras sobre El día de la liberación de George Saunders (Seix Barral, 2024)

George Saunders ha vuelto. Ha vuelto en la distancia corta: el cuento, el relato, la ficción distópica, la burla social, el descalabro de la hipótesis, lo cotidiano, la historia norteamericana. Píldoras, decenas de páginas, detención, vuelta a empezar, ciencia ficción y costumbrismo. Ahí donde él es el maestro, donde los que lo descubrimos en GUERRACIVILANDIA EN RUINAS comenzamos la peregrinación, acompañando a los otros grandes de la época, David Foster Wallace, Don DeLillo, Cormac McCarthy o Chuck Palahniuk, ên el principio de siglo (sí, los pongo a todos juntos, porque todos tenían postmodernidad, pánico a la sociedad establecida, altas dosis de benzodiacepinas y ciencia ficción y algo de novela del oeste, si me equivoco formalmente, discúlpenme), los pondría al lado de Javier Calvo, de Julián Rodríguez, de Félix Romeo, de Sergio Algora (¿no te pasas metiendo a Sergio aquí, Octavio? No es cuestión de amiguismo, es que entre 2003 hasta 2005 fueron surgiendo, alrededor mío, semillas que depositaba -a veces prestaba directamente-, Sergio), hasta aquel instante de abulia y desdén fonético que fue Diez de diciembre. Ahora trae sus cuentos, otra vez, sus relatos inquietantes, su maldad y su belleza, en este volumen: “El día de la liberación” editado por Seix Barral.

El cuento que da título al libro, El día de la liberación, nos devuelve al Saunders que mezcla su obsesión con el pasado, con la historia de los Estados Unidos, y la ciencia ficción, más bien la ficción anticipatoria. Unas gotas de recuerdos cainitas, de una sociedad de cartón, aburrida, desesperada, con la revuelta juvenil de fondo (una rebeldía típica, monótona, repetitiva en los ciclos de la historia): porches blancos e insatisfacción, apariencias, el punto de delirio futurista, pero siempre, con esa presunción, esa maestría, con la que deposita cambios abisales de la sociedad en un presente cercano, obviando cualquier proceso intermedio, dejando KO al lector. ¿Cuándo sucedió algo tan monstruoso y delirante?

«Esa es la mejor arma narrativa de Saunders, su controlo de los tiempos, su manera de proponer, de ofrecer, la disonancia sensitiva para el lector: ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Qué tecnología se ha incorporado a nuestra vida diaria de modo que estamos frente a un abismo así? “Pues tampoco ha cambiado mucho más lo demás” dirá uno de los protagonistas de la historia. Magia, revueltas, desconexión, lucha de clases. Entre Philip K. Dick y la serie SEVERANCE».

Seguimos con “La madre de todas las decisiones drásticas”: formulación del delirio. Una madre que quiere escribir. Que busca la metáfora en lo cotidiano y solo consigue ser inquietante. Procastina. Como yo, como todos. Aquí nos ha pillado Saunders, está claro. Sin talento: ¿Seré yo el que está escribiendo esto? Un hijo delicado, círculos ajenos, prohibiciones sugeridas: un centro hipotético, la calle de la Iglesia, la periferia… hijo enfermo, atontado, hijo que acaba siendo el más vivo de todos. Y golpeado, sangrante, en un momento dado, el disparadero de la historia. Un maestro, Saunders. Y más cuando aparece el Doppelgänger del mendigo. Y la rabia, y la escritura, y el marido convertido en un muñeco de paja y la marioneta, cargada de complejos, que quiere escalar hacia la masculinidad plena. Masculinidad clásica a través de la violencia. Una obsesión habitual en la obra de Saunders. A partir de ese instante se entrecruza paranoia social en distintos estadios y diferentes escalas: pordioseros sin hogar, clase media frustrada, policía con procedimientos discutibles… y mientras, el péndulo emocional de la protagonista, de un lado a otro, química mediante -no sé si explícita, pero claramente implícita-, lógicamente, el escritor como loco, como paranoico. Como Saunders. Más bien como yo. Porque ella no escribe una línea…

El tercer relato, “Carta de amor” explora un formato narrativo diferente: la literatura epistolar. Un abuelo, un nieto, y volvemos a la paranoia, a esa situación de la que he hablado antes, la que te coloca en un instante, en un momento, en el que las cosas se han torcido, en el que la sociedad ha acabado en un lugar insondable, que parece absurdo en la distancia, pero que podría ser perfecta y potencialmente hoy mismo. Trump, la familia Bush, los puzzles, la delación, volvemos a los momentos en los que parece que no suceda nadad y, de pronto, estás atrapado en la paranoia social: entre los orígenes de la Purga y aquella película “American Insurrection” donde ya se utilizaban los códigos de barras tatuados en la piel para distinguir a los ciudadanos de primera y de segunda o, directamente, los “No ciudadanos”.

«Dice el abuelo: “En los libros las cosas siempre están más claras” pero también, dejando claro que mirar hacia otro lado es una opción a la que muchos tendrán que agarrarse, “Los pájaros, todos los días, seguían saliendo en desbandada”.

Me encanta “Una situación en el curro”, es como un capítulo de The Office totalmente disfuncional. Con voces interiores que dan cuenta del aislamiento emocional, del egoísmo formal que cada uno ejercemos en nuestro lugar de trabajo o, en general, cuando atañe al dinero, al estatus, a la situación dentro de la sociedad. Sexo, toxicidad, oficinas con jornadas interminables e improductivas, intoxicación, el transporte público como elemento distintivo de lo más bajo de la casta, lo más denigrante y, claro, la locura, la infidelidad, la respuesta explosiva cuando la goma de las relaciones se tensa del todo. Los escritores de principio de siglo estaban obsesionados con la infidelidad, con el agotamiento de las relaciones… se nota que todavía arrastraban conceptos clásicos del matrimonio y la manera de relacionarse en las parejas. Resulta un alivio, antes de la llegada del poli amor institucionalizo y casi obligatorio descubrir que también los jefes tienen sentimientos, son cobardes y con su moralidad intermedia, se dejan sobornar con un vehículo de juguete.

¿Y el gorrión? La mutación de la nada en la nada. Del seguimiento, de la desidia. El paquete de folios. La fealdad, el conformismo. Las tiendas, las jornadas maratonianas, el escaso beneficio, el comercio de cercanía, la madre, el hijo, la mujer. Negocios familiares que son como sucursales a punto de ser devoradas… Y la familia como otra sucursal que también se expande. Se reproduce, a la mediocridad, madre, hijo, novia, repito, como un hongo, carne de conejo, sin grasa, sin alimento. Sin sustento. Estar en un lugar porque tu cuerpo, tus moléculas, tu masa, debe situarse en algún sitio. Sin más. Un volumen en un tiempo raro.


Uno de los mejores cuentos del volumen es, sin duda, “Gul”. Volvemos al mejor Saunders, al del comienzo, al de los parques de atracciones siniestros, imposibles, absurdos… no sabes a qué lugar te está llevando el relato. Pero sí que sabes que te resulta familiar. Muy familiar. Una pizca de Nosotros de Yevgueni Zamiatin y algo de la versión original de Westworld… numeración para perder la identidad, posiciones intercambiables, actos de delación, muerte traumática, los mitos de caverna, la autoridad omnipresente, superior, orwelliana, muerta, ausente… y todo bajo espacios y situaciones ridículas, con el espacio personal reducido, la ausencia de intimidad (que es una de las armas más efectivas para el sometimiento social), todo es una versión alternativa de la realidad, una lapidación casual que se repite y no provoca NADA. Ese es el mundo definitivo, ajeno, imperturbable.

Cuando llegamos a “El día de la madre” seguimos devorando el maná nutricio de Saunders. Imperturbables frente al horror de la familia disfuncional, con adicciones, ausencias, presencias tóxicas, apariencias, golpes, bofetadas, nubarrones, apariencias, repito, apariencias, sexo promiscuo, risas, una sociedad pequeña, minúscula, atornillada a esquinas podridas bajo las cuales solo hay ratas y podredumbre, fealdad, impulsos animales, abusos infantiles (el niño en un cobertizo del jardín, no eso no es cierto, te lo has inventado, es el discurso, el discurso derrota a la realidad). El cambio de perspectiva narrativa produce todavía más el desconsolado efecto de espejo roto, de deformación facial a ambos lados de la realidad, de maldición y de menoscabo sistemático. Y da igual cuándo se produzca porque da la sensación de que ha estado allí siempre.

La literatura tras “Elliot Spencer”, experimentación que mezcla lo fonético con las palabras, donde Javier Calvo, con su habilidad en la traducción, deja sin aliento al lector. Y el final, con “Mi casa”, entre la belleza y la desesperación. Entre Poe y los ramalazos más melancólicos de Stephen King, la vida unida a las pulsiones, la tierra pegada a los edificios, la enfermedad y la muerte. Es un cuento breve, pero arde con la intensidad del queroseno regado por las lágrimas del que lee. Es George Saunders, ya estaba allí cuando llegué y seguirá estando, casi seguro, cuando me marche.

Sambassassina de Turmell (Repetidor, 2024)

El nuevo trabajo de Turmell es una muestra clara del eclecticismo salvaje y atrevido de la escudería Repetidor. Sambassassina es un repertorio abstracto de cortes que funcionan en distintos estadios de sonido: hermetismo, canción pop, recuerdo de bandas como Primus o Picore, momentos de spoken word de la escuela Enablers y un reguero de cortes, frases, arreglos, que dejan descolocado al oyente a lo largo de los catorce temas del disco.

Excedentes de la rica escena underground catalana, David Berenguer (U-Tòpics, Princess Plan) y David Comas (Quòniams) se juntan con Albert Puig (Taknata, U-Tòpics) y ofertan surcos para paladares exquisitos y atrevidos: Tori abre con una voz extraída del corazón, artificial en lo orgánico, para adentrarse en territorios de compases disonantes, como el brío casi escatalítico de Strangulator o la presunción hipnótica de All i ceba. No llegan da dos minutos hasta que alcanzamos Arreveure, con una repetitiva estructura pop que converge a una disonancia de sortilegio, algo distante… no hay opción a lo ambiental, el ritmo del corazón funciona con vaivenes desconocidos: llegamos a Rius de riure y en noventa segundos amenazamos con Talking Heads para acabar la electricidad saturada, como si no hubiera colores suficientemente intensos en la paleta. Más armonía inicial en el juego de El conserge de Valls, un camino lleno de rítmicas desconocidas y punteos demacrados, en la onda del primer Invisible o el progresivo español, que, antes de cerrar la primera cara del vinilo, se convierte en una llamada extraterrestre en Bellprat, con sonidos que exhalan suspiros sintéticos en la onda de aquellos impresionantes soundtracks apócrifos de Angelo Baladamenti.

Marc Vila

La cara B se abre con Pesebre Mort, donde se produce una confrontación en la sección rítmica, una ida y venida como revotando contra las paredes del local de ensayo, la voz humana de Anar de vint-i-un botó, en un recitado que recuerda a los momentos más luminosos de Mäo Morta, no wave para el joven Jesús, u Oriol Solé, como ustedes quieran. Y llegamos a Entre pitos i flautes, distorsión melosa que se apoya en un saxofón esquizofrénico, un saxo clónico, un saxo Les Rauchen Verboten… no es Justo, es Ricard Morros. El final se concentra en Dimecres, con un punto más ácido, saboteando la melodía a través del algoritmo infinito de la guitarra, que nos deja en Vacaburra, con la presunción de inocencia del vacío, el violín de un cuarteto de cuerda como aquellos que capitaneaba el Doctor Liborio, en manos de Pep Massana. El final, Millor demà, son dos minutos de ofrenda para el creyente. La demolición estructural de la canción, la plegaria instrumental, la complicidad de la banda con sus seguidores, con sus descubridores, con los que nos acercamos a su obra por primera vez.

LO QUE ME MATÓ de Fresquito&Mango (Sonido Muchacho/BMG,2024)

Llegan desde Zaragoza, Fresquito&Mango con Lo que me mató, editado por Sonido Muchacho, con un sonido de punk urbano, con electrónica chirriante, en una verbalización de los que lleva prometiendo la vida moderna desde el comienzo, desde la intro. No piden mucho más que un poco de ritmo, “Creo que algo está a punto de pasar”, entre la noche y la habitación hay un disco de Carolina Durante y otro de Los Nikis. Es un poco de anuncio de refresco de los noventa, cuando pensábamos que el azúcar con gas era lo único que nos despertaría, llega un poco de electropop de cacharrismo rítmico y un buen efecto de voz en “Cuerpo y sangre”, lujuria, perversión, final del amor en tiempos de Wallapop. Es un tiempo en el que uno se siente descolocado, pero también algo de autotune romántico llega en “Nube gris”, que podría funcionar como una versión 3.0 de los Duncan Dhu más melancólicos, aunque con ritmos latinos en mixtura macarra.

“Como un cartel de abierto en la calle” pitufa la oscuridad, la caída del sol, es un resumen con bombo a negras y sampleos de ladridos, que define las cosas que están sucediendo fuera de nuestra vida de reseñistas de discos cuarentones. El fraseo de “No estaba bien” me hace sentir que el amor que se vive en las calles de mi ciudad (digo mi ciudad sin vivir en Zaragoza ni saber si ellos están por allí, ámbar y Bebeto mediante) con un cántico de estribillo que se queda un poco alejado del más exigente juego de armonías vocales. Hacerse el valiente, ser un tipo solitario con la luz encendida, el amor en tiempo del teléfono roto y las historias de IG. Un pitillo y un poco más de rítmica sencilla, con ese punto de cumbia, de bailanta, en “Cara de lunes”. No hay códigos postales, hay cajas de ritmo que emulan lo que era y lo que quiere ser ahora. Un breve ejercicio de “Jazz de medianoche”; metales mediante, como si el chasquido fuera una máquina del tiempo, dándole al LP la perspectiva de cohesión interna, unos segundos y volvemos a los grupos de punk pop, a las máquinas bien entendidas, al sonido de teclado modular, piano de tecnopop y voces que uno duda de su cuestión de replicantes o de realidad, escuchas “Aire” y pasas a “Otro barrio”, donde lo que fueron Hombres G (y sí, hay que decirlo más), como esa actualización de los grandes de las que hablábamos antes. Quizá me perdí una promoción entre medio, a los chicos de Mediapunta, Ginebras y Las Odio, pero esa mezcla de guitarras y programaciones al filo del trap, o un piano afterpunk de “Ratas”, que nos dejan en la orilla lo que hacían Vetusta Morla o Love of Lesbian en los tiempo de los nuevos salvadores del pop español.

Es un disco desconcertante, con el desamor o la ausencia de compañía, un disco de rítmica desquiciada, un disco que ofrece, que pide, que regala compañía y pide varias escuchas porque el que diga que canciones como “Aunque ya no me beses” tiene un sentido de búsqueda de hit inmediato está confundido. Hay que darle una vuelta al pop, quizá el camino sea el correcto, pero yo, yo creo que me he perdido. Pero, al menos, me ha dejado sorprendido.

Dupla de TWIN (Primavera Labels/Hidden Tracks/Pértiga, 2024)

Cuando la electrónica te hace vibrar, cuando el pop es susurro y noche, te llegan discos como este de TWIN: abre Dupla con “Duna”, no hay mejor atmósfera que una trepidación desconsolada, con programaciones industriales y una voz cálida, la de la artista valenciana, nos lleva lejos y nos lleva rápido, para descender las revoluciones, más acuosa, en “Me da igual”, belleza en el espejo de Cocteau Twins, enérgicos beats en la noche futurista de FT*, acelerando en busca del bombo a negras perdido, con suficiente gusto como para pedir más: producido junto a Emili Bosch (b1n0) y Aaron Rux, ¿Dónde estabas cuando te busqué? Recuerda al principio de siglo, cuando subían las revoluciones del narcótico trip-hop. Guitarras pasadas por sintetizadores y el momento entre robótico y tropical de “Flor seca”, donde la voz se impone a las bases, demostrando la parte más pop de esta propuesta, delicada, como canela y amapola.

Le damos la vuelta al vinilo y abre con “Cuando te acercas”, de nuevo melodías de fraseo cantábrico, reparte el aire entre los mares, se aleja por el Atlántico y nos abre los ojos al Mediterráneo. Es un barco que busca puerto, que no se decide entre los faros de todas las opciones que se le abren. Abre orgánico y cierra en distorsión binaria, maravilloso. Pequeños aparatos rítmicos, luces que son notas, la colaboración con Sandra Monfort en res ès real recuerdan a la parte más ceniza de Pastora, cuando todos pensábamos que las calles de Barcelona ocultaban las últimas colonias de sirenas. Aquellos tiempos de Ms. Dynamite y de Thievery Corporation vuelven a nosotros con la mezcla de loops y voces de “Standby” con un cierto regusto patrio que siempre da una nota de color imprescindible, como aquel disco de Lliso, sí, el cielo y el mar se juntan para terminar en “Nada más”, agónico y deslumbrante punto y seguido de este primer largo de TWIN, un ejercicio de estilo que va más allá de la imitación, con una paleta variada, letras donde la fonética se mezcla con la semántica y las bases de electrónica profunda que remiten a la parte más orgánica de los estadios neuronales.

Algunas palabras sobre Mirar atrás de Elías Moro (Newcastle Ediciones, 2024)

Recibo esta maravilla en una noche intermedia, es Motel Margot un lugar impreciso, más de recuerdos que de proyectos, a pesar de las novedades, de las canciones, de todos los textos que se lanzan al azar. Es una sorpresa transitiva, un amigo que me manda a un nuevo amigo, un maestro que me presenta a otro. Me emociona. Son tiempos confusos y tenemos que agarrarnos a algo. Este libro, Mirar atrás de Elías Moro editado por Newcastle Ediciones es una de las mejores opciones. De agarre, de aguante, de violines sobre un tiempo de recuerdos. Leo y tomo notas, leo y doblo las hojas. Porque tú, Elías, me ofreces tus recuerdos y, casi al instante, desentierras los míos. Por eso hablo, por eso escribo, con tu permiso, una carta en paralelo. Tus ayeres y los míos. Reflejo imprudente, pero así son las habitaciones de este Motel, tienen mejor aspecto por dentro que si atraviesas el pasillo.

Las marcas, el balón de Nivea que lanzaban los aviones, aviones-anuncio, en la playa de los Capellanes en Salou, y la gente se arremolinaba, lanzándose mar adentro a por ellos. La cerveza Skol, la prehistoria del baloncesto, el baloncesto de Zaragoza. Aquel sepulturero en paro que conocí y que fumaba compulsivamente para atorar sus sentidos y olvidar el olor de los productos químicos con los que se preparaba a los cadáveres. El serrín en la escuela donde mi padre era maestro, en la escuela donde mi madre era maestra, donde yo mismo fui alumno, el serrín en los institutos de Aragón, el serrín para los niños que mandan sus padres enfermos a clase porque son demasiado pequeños para quedarse solos en casa y, a mitad de mañana, con el rostro blanco, o amarillo -según el caso, con la cara y el estómago alterados, y el estropicio, el mismo desde hace décadas, que hay que cubrir con serrín, y recogerlo y pasar luego la lejía o algo semejante, el serrín eterno. En la época del GPS, de la IA, y el serrín, efectivo, imprescindible. Como los maestros y los bares.

Las películas de espías. La que se rodó en Zaragoza. Zaragoza tenía mar y tenía metro. Me acuerdo de que mi padre guardaba un billete de trolebús entre las hojas de un libro que nunca leía. Porque mi padre ha leído muy poco. Me lo ha dejado todo a mí. Eso sí, me ha ofrecido todo el dinero, el espacio y el ánimo. Ahora yo también miro atrás, maestro. Mi padre me veía leer Hazañas Bélicas y me decía que él también las leía de niño. Las mías eran ediciones nuevas y durante mucho tiempo no entendí que los norteamericanos pasaran de la II Guerra Mundial a la de Corea en tan pocos años. Me acuerdo cuando la mercromina dejó de llamarse así y que pasó a mercurocromo. O quizá fue al revés. Pero recuerdo que la mercromina tenía un color sangre, sangre arterial, parecía más sangre que la propia sangre. También que cuando se separaron Surfin Bichos Fernando Alfaro montó Chucho y su compañero Joaquín Pascual Mercromina.

«Me acuerdo de pasar el dedo por el bacalao seco que exponían en el mercado. Al lado de la escuela. Donde me recogía mi padre. Y chupar ese dedo y el sabor de la sal».

Pienso en las botas de baloncesto Jon Smith y las Chuck Taylor, que llevaban los Ramones y cómo nos volvimos locos con las Reebok Pump el día que Dee Brown ganó el concurso de mates de la NBA y el millón de imitaciones que aparecieron, incluidas las J Hayber y las Kelme, con lengueta y cámara de aire y pienso en las Converse y en las Kelme Villacampa y que ahora, como en todo, hay un mercado de lo antiguo. Como de los juguetes, del Exin Castillos o del castillo de Playmobil que traía su propio fantasma. Y pienso en lo que compro en China para montar mis dioramas y en las figuras que guardo en sus cajas y en los ojos golosos de mi hijo cuando ve los estantes. Y espero que disfrute abriéndolas y jugando con ellas. Y tú piensas en el Optalidón y yo en el Katovit. Cada generación ha tenido su estimulante de venta legal hasta que alguien se ha dado cuenta de lo potente que era. Me pregunto qué estarán tomando ahora mis alumnos sin receta. Lee el resto de la entrada »

Algunas palabras sobre Vida de Horacio de Mercedes Halfon (Las afueras, 2024)

Dejé de escribir para alargar la vida de mi padre. Leo Algunas palabras sobre Vida de Horacio de Mercedes Halfon editado por Las Afueras. Pruebo una vez más. No abro el documento. En vez de acabar la novela, la novela que habla de mi padre y de mí, leo a Mercedes. Y allí me encuentro con ella y con su padre. Un tiempo distinto. Un lugar diferente. Pero la misma conexión vital. Un padre maestro, los guardapolvos blancos, aún recuerdo a mi padre haciendo copias de los exámenes de septiembre con su bata blanca, con la tinta del ciclostil, a final de los años ochenta, la tinta saltaba, las preguntas manuscritas, con la letra de maestro de mi padre, bella y perfecta. Recuerdo el final del verano, unos días iba al colegio de mi madre y otras al de mi padre. El suyo estaba muy lejos, al final de la ciudad, era enorme, majestuoso… el de mi madre se ocultaba en un barrio obrero, era estrecho, angosto, tenía algo carcelario.

Leo a Mercedes y entiendo que la palabra afiche lo resume todo. La letra de su padre y la letra del mío. Su firma, de letras apretadas y picudas, pero legible. La mía, de tanto ordenador y teclado, infantil, una firma de niño, sin personalidad. Pienso en los tiempos en los que estuvimos a punto de montar una revista que se iba a llamar Afiche (y en los que íbamos a montar otra que se llamaba Santos con sombrero) y que nunca salió, que se quedó olvidada en los cajones digitales que son las carpetas en los portátiles viejos. Una letra que no se pueda imitar. Un hijo. Soy padre. Él es abuelo. Mi hijo me ayuda a dormir con el orfidal y su abrazo. Porque mi padre pasa demasiado tiempo enfermo, en el hospital o avisando de su recaída y su mujer, mi madre, agotada, maestra también, me recuerda que su escuela era más chiquita, pero fue allí donde me enseñaron a escribir, a sumar, a restar llevando, hasta que me fui a un colegio de curas. A los pies de la escalera esperaba a mi madre, que bajaba hablando con su compañera, mi maestra. Yo lloraba porque no había obtenido la máxima calificación en caligrafía y ella, mi madre, ya lo sabía. Una cruz, me faltaba una cruz en la letra.

«Mercedes escribe y yo escribo. Mercedes lo hace con más gracia y profesionalidad. Con pasión y gusto. Es de una belleza extrema. Yo escribo sobre su novela y tomo notas para mi propia historia. Por eso estas reseñas parecen ombliguistas, pero son lo mejor que puedo ofrecer, porque prefiero estar con ella, con su novela, que con la mía. Qué reseña es esta, me pregunta Mercedes (no lo hace porque le escribo por IG y no me contesta, normal), yo solo quería mandarte un abrazo, decir lo que me ha emocionado. Ya te harán frías reseñas, cartas monótonas en diarios importantes, los otros funcionarios de la crítica».

Mi padre hacía reír a sus cuñados y a sus hermanos. Y ellos a él. Siempre había risa. Ahora hay menos, mucho menos, porque mis tíos no están. Mis tíos murieron y, por eso, y por la enfermedad de mi padre, me cuesta mucho más abrir el documento. Mi padre llevó bigote. Llevo más años bigote de los que no lo llevó. Por lo menos desde que yo tengo imágenes de mi padre… tu padre también, claro, un bigote negro, muy negro, poblado y auténtico. Luego se lo afeitó, antes de que se volviera blanco o, peor, amarillo por la nicotina. Dejó el tabaco por el miedo a morir. Y sigue vivo, quizá por eso. Si bigote, pero vivo. Mi padre me ponía cintas de la Credence Clearwater Revival en un coche Renault 12 verde cuando íbamos camino de la playa. Tú, tu padre, la playa, incluso el mes. Son distintos y, a la vez, paralelos. La nafta y la gasolina, tu playa en mi invierno, mi playa en tu invierno. Y los mares, los océanos, los ríos, todos distintos. Seguro que nuestras playas, cuando los turistas se van, se parecen mucho más entre ellas. Escuchaba la canción Have you ever seen the rain? Y las versiones, yo no sabía que eran versiones: I put a spell on you y Susie Q. Lo más cerca que estaré nunca de un pantano. Sabes, años más tarde, cuando escribía en periódicos y revistas musicales, cuando tenía programas en la radio donde me pagaban por hablar de música y entraba gratis en los conciertos, mi padre fue mi más 1 en un recital en la Casa del Loco. Una banda que hacía covers de la CCR.

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Algunas palabras sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez (La Navaja Suiza, 2024)

La reedición de este magnífico libro es una alegría para muchos de nosotros. La crónica perfecta de un momento imperfecto. La risa en la tristeza. Amigos que vuelven a verse con la excusa de la ausencia. Busco la fecha de la presentación. La de la primera edición, la de Xordica. Estamos Rodolfo y yo con Aloma, en Antígona. Guapos los tres. Aloma sigue guapa. Rodolfo y yo nos hemos dejado llevar. O la vida ha pasado por encima. Esta es la historia anterior a la nueva edición de La Navaja Suiza.

Busco lo que escribí aquel día. Casi todo sigue valiendo. Hay cosas nuevas, novísimas. ¿Dónde estabas tú el día que murió Sergio Algora? Hoy Aloma nos trae un libro sobre Algora. Mañana Aloma traerá un libro sobre Sergio. Las múltiples vidas de Sergio. Las divido en partes: 1986 Plasticland, El Niño Gusano, FNAC, Bacharach 1 Bacharach 2. Después de aquellos escribí una obra de teatro para mi amigo Saúl Blasco. La presentamos en Antígona. Fue antes de que el mundo se convirtiera en una historia de Philip K. Dick.

Quizá el Sergio más agridulce. ¿Por qué no nos gusta la palabra agridulce? ¿Por qué nos quedamos con la parte agria? No. Mezclemos. De paso hacemos un poco de honor a Sergio. Vino blanco, alguna cerveza, vino tinto en las comidas, ginebra y whisky. Y Champán. Se ponía muy pesado con el champán. No me gustaba. Pero daba igual. No había quién lo parara. Dolía tanto su ausencia que conseguí encontrar unas fotos suyas, él y yo, en la Plaza Santa Cruz, al lado de un restaurante que ya no está. Todos los garitos han desaparecido. Solo quedamos nosotros. Queda Aloma. Sobre todo queda Aloma, claro.

Sergio estaba desencantado con la música pop. No entendía a su discográfica, a los medios de comunicación, al Mondo Sonoro que no lo sacaba en portada con los discos de La Costa Brava. No hablemos mal de los ausentes, pero tampoco estamos aquí para ponernos medallas. Aquí, sobre todo, tienen que estar Joan, Joan Losilla. GRACIAS.

Sergio quería ser escritor. Novelista. Se acabaron los poemas, se terminó el invierno y los cuentos cortos. Leer y leer. La novela, otra novela. Volver a leer. Seguir amando. Casarse. Tener hijos. Escapar de Boris Vian, escapar d todo aquello. Leer el libro de Aloma, el Sergio desenmascarado, el Sergio distinto, un gran fabulador, el encantador de serpientes, el Sergio inseguro, el Sergio que tiene miedo. Miedo a morir. No poder ser feliz. Nunca iremos en autobús. La independencia se paga.

Sergio incandescente. No es una nova como en el 96. Es una estrella que madura y sigue dando luz una y otra vez. Y calor, y vida. Dio tanta vida que se quedó sin ella. Así, en aquel momento, todos descubrimos que Los idiotas prefieren la montaña era un libro de casualidades. De círculos que se cierran. Aquella tarde me pregunté, pregunté al mundo ¿todos los círculos se cierran? ¿Es un pleonasmo?

Hay tanto círculos que no quisimos que se cerrasen. Abrieron el jardín de La Harinera. Félix Romeo murió. Hemos tenido tiempo para llorarlo. Para ver sus obras reeditadas. Para contemplar que las casualidades acaban dando miedo: canciones y poemas que describían tu muerte, las visitas en sueños. Todo aquella precisión paranormal.

Hacía falta un retrato así de Sergio. Como el que escribió Aloma, como el que podemos volver a disfrutar ahora. No hay tantas fotos de Sergio. Desdén tecnológico. Es la familia real del pop. Solo fotos oficiales. Ni una más. Una de las mejores cosas del libro de Aloma es que podíamos ir más allá del Bacharach, de la fiesta interminable. Los días anteriores a la presentación del libro le pregunta a Aloma: ¿Quién quería ser Sergio? Quizá no fue así la pregunta, no está bien formulada. Lo mejor era la respuesta, quién no quería acabar siendo Sergio. Ni Gainsbourg, ni Bowie, ni Foster-Wallace. Precisamente Sergio tenía miedo de acabar siendo Gainsbourg. Hay alguna anécdota que lo corrobora, pero es demasiado íntima. Si alguien le interesa que luego pregunte.

Me hice funcionario. Me casé. Tuve un hijo. Cuando decidimos su nombre le confesé a mi mujer que Román era una canción de El Niño Gusano. Escribí libros. En alguno de ellos me ayudó Javier Aquilué. Pronto llegará su momento. El de Javier.

Volvemos a lo agridulce. Lo dulce, lo bueno. La muerte de Sergio mi unió a Maribel como la de Félix a la de Rodolfo. Y aquellas noches de supervivencia en el bar, en el Bacharach, las pasábamos Aloma y yo, poniendo música, bailando, sirviendo copas. No estuvo tan mal. Marisol y París. Aloma escribía, todos los días, porque era una escritora de verdad. Yo escribía sobre su obra: Siempre quiero ser lo que no soy y Puro Glamour. Una vez estuvimos de charla con Christina Rosenvinge gracias a Fernando Sanmartín. Fue lo más.

Me acabo de dar cuenta de que vino a la radio, cuando yo aún estaba en Comunidad Sonora. No sé si seguirá colgado el programa. Nos rebelamos contra lo que llega. Demasiado jóvenes para enfrentarnos a la muerte. Cantamos las canciones. No queremos que el vinilo llegue al final de la cara así que ponemos una y otra vez las mismas canciones. No queremos que esto acabe. No quiero acabar esta presentación porque será otro capítulo cerrado con Sergio. Aloma me contó el martes pasado el dolor que viene al terminar la novela. Inocente de mí pensé que terminar la novela sería una buena arnica, un buen yodo. No, seguimos escribiendo. Las mismas canciones, las mismas historias. Las mejores tapas de cada bar.

El día que Aloma presentaba su libro nacía mi sobrino. Estaba con Javier, con Aquilué. El heredero. El más inteligente de la clase. Hace muchos años escribí esto sobre él. Y me encanta que estén juntos. Haciendo cosas hermosas. Estoy seguro de que Sergio lo hubiera aplaudido:

«La única risa comparable a la de Sergio Algora es la de Javier Aquilué. Avanza en mitad de la mediocridad para crear una burbuja beatificadora. Me senté junto a Javier y aprendí dónde estaba la belleza entre los restos de una naranja. He inventado leyendas urbanas inspiradas en su persona, con cassettes y estrellas del pop envejecidad. Javier ha grabado discos sobresalientes junto a Kiev cuando nieva. A veces imagino a Javier y Antxon, como dos gemelos de Kollwitz envían señales desde el pasado. No hay abonos para las vistas que se han perdido. Junto a Orencio Boix y Antonio Romeo construyen frágiles armatostes en En vez de nada. Javier Aquilué toca el banjo, la armónica, bebe la sangre de los ferroviarios, Javier Aquilué solo pinta las escenas que sucederán. Pitoniso postmoderno en un el pantano del situacionismo. Javier baila música proto punk en un pueblo del Somontano, pinta portadas para Copiloto y Ornamento y Delito. Javier Aquilué enseñaba a los niños a no pintar fuera de las líneas, pedía litros de ginebra y tónica en mitad de una verbena, ilustraba fantasmagorías de vapor zaraguayo, colecciona cromos con portadas de vinilos de piedra, predica en la habitación del pánico, lleva zapatos de dandy, fabrica muebles con sus propias manos».

Este sábado, junto con Antxon Corcuera y Lorién Vicente realizan una exhibición de spoken word, de canciones y de fiesta para presentar la nueva edición de este libro, que publica La Navaja Suiza. Será a las 19:30 en el Centro Cívico Río Ebro. Hace unos años Aloma puso la semilla en el Festival Perpendiculares. Ahora ha mejorado la idea.

Me iba a ir a dormir. Pero he encontrado otro texto. Buscando cosas sobre Aloma y sobre el libro. El título de la entrada es Interino 17. Quizá iba a ser el capítulo 17 del libro, de la novela, de Interino, el manuscrito que pelea contra el corazón de mi padre, enfermo de la misma muerte y vida que fue vida y muerte de Sergio.

Estoy escribiendo una reseña sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez para la revista Afiche. Me doy cuenta que el día de la presentación no pude contar todo lo que quería. Me doy cuenta de que sigo en un exorcismo continuado y prohibido. ¿Quién cerrará este círculo? El pleonasmo, el pleonasmo. Cuando operaron a Sergio Algora pasó semanas en una habitación de hospital. La peor abstinencia -puesto que estaba lo suficientemente medicado- fue la sexual. Su amigo Andrés Perruca le llevaba revistas de mujeres desnudas y artículos ilegibles para provocarle. Sergio contaba que cuando la enfermera le quitaba las grapas que mantenían su cuerpo unido el simple olor de su perfume lejano le producía una erección. Dolorosa, como todo lo que fuera sangre y carne. Y todo era sangre y carne en aquella época, sangre y carne dolorida.

Sergio Algora murió a la misma edad que su admirado Boris Vian. 39 años. Vian, tal y como me contó el mismo Sergio un domingo que comíamos en su casa, falleció de un infarto horas después de ver lo que él considerada una inefable adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestras tumbas. El corazón. El órgano de la sangre y la carne dolorida. Sufrí el Sergio enfermo. El de las latas de atún de madrugada y la cola del sintrom. Me levantaba, a veces sin haber dormido más de una hora o dos, e iba a la fábrica. Sergio se quedaba durmiendo y me decía que le llamara a mitad de mañana, cuando parara para el almuerzo. Que entonces él se despertaría, se ducharía y, sin lentillas, iría al hospital. No lo hizo nunca. Sergio me prestó la única biografía que existía en español sobre Boris Vian. Nunca pude devolvérsela. También se dejó una chaqueta, una cazadora en casa. Había sido de Andrés Perruca y la llevaba el día que le presentó su primer libro a Aloma. Ana me hizo tirar aquella cazadora. No sé porqué le hice caso. El amor es más fuerte que el olvido. En casa dejaste olvidado también el manuscrito con la letra de El hombre que perdió los papeles, una canción del último disco de la Costa Brava. No sé si esto es un pleonasmo pero sí que es una casualidad de narices. Luego seguimos con las casualidades. Una más, antes de que se me olvide. El día que murió Sergio me puse tan nervioso que terminé en un centro comercial muy lejos de todo, en el Actur. Me pasé la mañana comprándome pantalones para ir su entierro. Carmen vino a buscarme con su coche. En una horrenda librería clónica que había en la planta calle de aquel centro comercial encontré, aquel mismo día, en la sección de poesía, un ejemplar de Envolver en humo, el primer libro de Sergio, editado por Manuel Martínez Forega, antes del crack de Panero que trajo Nacho Vegas. El ejemplar estaba firmado.

La muerte del padre de Sergio, aquel personaje pícaro que protagonizaba el Día del Cielo fue unos años después. Nuestros padres, el abrazo protector y cómplice que ha sido nuestro mejor combustible. El día que mi madre conoció a Sergio fue en su casa. En casa de mis padres. Habíamos estado comiendo y Sergio quería imprimir sus nuevos poemas. Había ganado un premio con ellos. No teníamos impresora. Ninguno de los dos. Mi madre sí, claro. La independencia se paga. Otra vez tenía que ir al programa de Borradores. Se nos hizo tarde. Le propuse coger el autobús. Un hombre de tren y taxi. La independencia se paga. Todos tenemos vicios adquiridos, de nuevos ricos, de antiguos pobres. Yo compartía uno con Sergio, usar coche con chófer femenino. Lo he tenido que abandonar con el tiempo. La independencia se paga. Había estado en pocos funerales antes que el tuyo. La pérdida de la inocencia no la suministra el sexo ni la droga, la pérdida de la inocencia la trae la muerte. Y toda la vida habla de la muerte. La muerte nos sorprende siempre. Es inoportuna. Llega a la casa sin haber sido invitada y cuando se marcha no hay nadie capaz de acabarse las copas, tan calientes y sin hielo. ¿Cómo me voy a morir me decías? Ahora podría morirme, delante de ti, como un pajarico. Llevabas las piernas hinchadas y el vaso de vino estaba vacío.

Unos días antes de la presentación recuperé unas fotos que nos hicieron en la Plaza Santa Cruz. No hay muchas fotos de Sergio. Una mezcla de desdén tecnológico y oficialidad pop. Sergio era de la nobleza y solo tenía fotos oficiales. Me gusta recuperar esas fotos, en una terraza, después de comer. Más allá del Bacharach y de la fiesta interminable. Los dos vestimos igual: unos pantalones demasiado anchos con los bajos rotos y sucios. Calzado mestizo, ni zapatilla ni zapato. Hay momentos en los que reímos y otros en los que bebemos champán tibio. Ya no está Sergio ni está el restaurante donde comimos aquella tarde. El Portolés se llamaba. Tampoco está el alcalde que se convirtió en personaje involuntario de las columnas de Sergio en el Heraldo. El Heraldo y su manual de estilo para cómo se sobrevivir a una guerra. Hay gente que nos bajamos del barco y otros siguen que subidos mientras escupen el agua que les entra por el culo.Quería hablar el día de la presentación de Gainsbourg, pero no me dejaron. Se hacía tarde, me estaba pasando de tiempo. Antón Castro le preguntaba a su hija: ¿Quería ser Sergio Gainsbourg? Yo no quise leer la respuesta. Yo sabía la respuesta. El tenía miedo de convertirse en Gainsbourg. Guardo el recuerdo de una confesión a ese respecto que creo demasiado íntima para cualquier vía pública, si le interesa a alguien que pregunte.

La precisión paranormal con la que describe la muerte en sus poemas, sus amigos (Richi, Jesús, Aloma y yo mismo por ahora) con los que contactó en sueños después de muerto. Las botellas lanzadas al mar de la red (y vacías, en todo lo virtual), contenían el manuscrito Algora, el que hablaba del segundo Sitio de la ciudad. Y que sobrevive en distintas versiones en distintas manos.Hay más casualidades. Como que Javier Corcobado recuperara en su repertorio solista su versión de Getsemaní de Jesucristo Superstar la última vez que tocó en Zaragoza. El dolor llega al terminar las historias. Por eso nunca nos detenemos. No hay yodo ni arnica en ninguno de los finales que usemos o que intentemos. Ana me dice que detenga la riada, como si hubiera diques suficientemente resistentes. Son como chispazos en la memoria que lo desbordan todo. Imagino que tiene que ver con el alejamiento emocional de mi ciudad. Y también físico, no seamos estúpidos. Hay sitios que solo conocí gracias a Sergio, sitios donde la barra todavía tiene una huella de su codo, de su torso inclinado en busca de un trozo de bacalao rebozado. Tan sencillo como eso. La mejor de las prosas atrapada por la grasa, entre los dedos.