
El disco en directo que llevamos esperando desde 1994. El disco que, además, atrapa todos los matices que han hecho grande a Loquillo y Sopeña, Sopeña y Loquillo: rock europeo para bandas sonoras de cine polar francés, el desierto de Monegros, el puerto de Barcelona, Montand y Brel, los renegados de Sam Sephard… puedo seguir, pero seguro que me quedo corto. Armados de una banda de forajidos seleccionados por el líder de los proscritos -no es el más buscado, pero sí el que tiene mejor gusto-, guitarras y bajos, percusión y hammond, voz y armónica. Kriss y OldManBob, Dutronc y Parsons, Vinicius di Moraes y su camisa abierta y su JB también abierto. El repertorio comienza con La vida que yo veo de Atxaga y Transgresiones de Benedetti. Dos de los clásicos, 94 y 98.

Después en el territorio de la caja de plata, Tintín y la princesa Leia. La noche blanca, llena de humo, occidente donde la libertad la marca Gainsbourg y sus gitanes: Political Incorrectness con la segunda voz de Sopeña, aquel Cuando pienso en los viejos amigos que abrió la veda y, claro, Cuando vivías en la Castellana, aquel poema que sirve para cualquier avenida, década y perfume. Nos vamos a los arrebatos de doce cuerdas y contrabajo de Inútil escrutar tan alto cielo, como Vázquez-Montalbán susurrándole al oído a David Bowie. Directamente de mesa, con el micrófono cósmico y la armónica de Gabriel, tan en el cielo que es San Gabriel, que es el arcángel Gabriel susurrándole a Jack Kerouac el Eclesiastés.

Aquel chico que acababa COU en 1994, aquel nieto que volvía a la Nava de la Asunción en 1990, aquel hijo y aquel padre que regresaba en el verano de 2022 y ponía la mano en el portal de la casa de Jaime Gil de Biedma. Aquella noche de verano, 2008, el amor de las poetisas, el calor de Félix, El Columpio Asesino y Loquillo cantando por Leonard Cohen y Win Wenders para acabar enmudeciendo el anfiteatro de Zaragoza con una acústica, una voz y una armónica, No volveré a ser joven. Cuando uno escucha Acto de fe, con Josu García, niño pícaro en el abismo de los últimos Mas Birras y uno de los hijos que tuvo Mick Taylor entre 1971-72, acompañan a Gabriel Sopeña en el tema de Sangre Sierra. Un acto de fé es una oración, es sacar jugo de la montaña donde los fósiles alimentan a la máquina. Sopeña es sacerdote sin túnica, es un poeta que ya no necesita libros. Aquel momento en San Sebastián, una casete bajo mano, un cigarrillo con restos de polvo blanco, poco más… Loquillo perdido, la brújula está en el cielo, ya te lo digo, muchacho.

Pero tú quién eres. Yo soy el hijo de Raúl, el hombre que sostenía cerillas en los conciertos de Moustaki en La Salle, el que regalaba vinilos de los Teen Tops a su hijo. Aquel día en el que entramos en la jungla, con Juan Mari Montes, con Gabriel, montado en una barcaza en busca del capitán Kurz, recitando oraciones paganas, oraciones americanas esbozados por Joseph Conrad. Ellas y yo, hijo de la fortuna. Herzog y aquel japonés que nunca se rindió en Filipinas, como tampoco lo hizo el que hacía las mezclas embrujadas de Balmoral. Volvemos al desierto de Mojave, a todos los desiertos del mundo: primera parada en la gasolinera de Kriss Kristofferson, con la voz de Sopeña empapada en el queroseno de la autenticidad, dispuesto a la chispa con el que la vida te hará encenderte. Aquel tema con el que todas botellas se ponían sobre la barra en Compañeros de viaje y, seguida, Apuesta por el rock and roll, el himno oficioso de Aragón, el que ha llegado hasta el último confín de Buenos Aires, pasando por Ciudad de México y arreglado en cumbia si hace falta. En abril de 2007, en las Cocheras de Sans, fue la primera vez que escuché a Loquillo interpretarlo, Aznar&Sopeña, Sopeña&Aznar, cantores con violín y armónica.

Y claro, El hombre de negro, el clásico de Johny Cash, tan pegado a la piel que es un tatuaje generacional. El arreglo más acelerado recuerda a la anfetamínica versión que se registró junto a Calamaro, Bunbury y Urrutia en 2009. Una foto de Linda Ronstadt y otra de Warren Zevon en el altar que arde como pago en la frontera.
«Es el momento de recordar que los lobos siempre están en la puerta, microscópicos pero salvajes. Ya lo cantaba Serge Reggiani: “Tan pronto como huele a fiesta/de los muertos en un campo de batalla/tan pronto como el miedo ronda las calles/los lobos vienen de noche”. De Lisboa hasta París pasando por San Sebastián».

Antes de la lluvia con la idea de que nuestra revuelta ya se ha consumado y vivimos en un mundo de derrotados autómatas, el Brassens rockero que se mezcló con una generación con su Mala reputación y el magnífico tema de Luis Eduardo Aute, De tripas corazón, extraído de aquel Slowly, con sus guiños a Gainsbourg y al mismo Jacques Brel, con su pulmón enfermo, loco cervantino en Amsterdam, aquel Con elegancia, mujeres de drugstore y hombres dignos en su propia decadencia.

El cierre, a piano y voz, la canción que nos hizo soñar con la Barcelona de los Intocables, los besos de carmín estampados en la portada de un fanzine, aquel Mientras respiremos, con sus autos de choque, su Turó Park, su Casavella… la Barcelona que era el mundo, el mundo que quería ser Barcelona y el último rocker, el primer ángel, el chico de la moto manda, John Milner. Un repertorio monumental, unos arreglos puros, salvajes, sin cortar. Era tiempo de rebeldía, la más valiente, la de los veteranos. Cualquiera puede escupir al sistema con veinte años, lo difícil es dominarlo con cincuenta.
