La ciudad dentro de la ciudad: el mito de la Avenida de la Luz

“Hay una casa sola sin luz
Donde yo logré ocultarme
Y ente mis sueños yo me vi
De pie
En la nueva calle
Buscando la puerta del amor”
Nino Bravo

En su relato Paseo repentino, Enrique Vila-Matas describe un diálogo de padre e hijo bajo un paraguas caminando por Cáceres una noche cualquiera: “Papá, hay casas en este paseo que hablan solas, ¿o es que el viento que las hace hablar? Paremos a escuchar un momento”. A lo que el padre contesta: “En tiempos lejanos esto era un lugar selvático. Mas tarde un lugar de ventanas ciegas, pasadizos ocultos y sucios patios”.

El Paseo de Cánovas es el acceso extremeño a la ciudad dentro de la ciudad. Este es hoy la razón para abrir el Motel Margot, el mito de la ciudad sumergida, la ciudad que existe de espaldas a la ciudad, la ciudad que puede ser o que pudo haber sido, la que es y la que será.

Dos series de televisión recientes abordan el tema de las ciudades en paralelo, las construidas una sobre la otra: Counterpart, en HBO, juega con la idea de las dimensiones paralelas en una ciudad que recuerda al Berlín anterior a la caída del Muro y donde el juego de los espejos y esa manera de entender borgiana de los senderos que se bifurcan construyen una trama de la que solamente hemos podido disfrutar dos temporadas. La otra, una miniserie en realidad, se puede ver en FILMIN y de su título original The City & the City se ha traducido a La ciudad y la ciudad. Basada en la obra de China Miéville, premio Hugo a la mejor novela (igualada con La chica mecánica de Paolo Bacigalupi, novela que aparecerá por el motel en algún momento, no se preocupen, tiene habitación reservada desde que abrimos), juega con la idea una ciudad dentro de otra, Besźel y a su «ciudad gemela», Ul Qoma. Situadas en el mismo espacio físico los habitantes de una y otra han crecido educados para obviar la existencia de la otra. Un planteamiento que remite realidades más prosaicas, desde Jerusalén a, de nuevo, al Muro de Berlín.

Los pasajes, esos estrafalarios conductos urbanísticos, arabescos comerciales de una época pasada, preludios artesanales de los centros comerciales. Los pasajes, en el corazón de la ciudad, negándose a una vida de aburrimiento y horario cerrado, son parte del alimento de José María Spinola que en los setenta retrataba la luz mortecina que daba voz a la afónica ciudad de Barcelona. Lo descubro tarde, muy tarde, como la entrada a la ciudad sumergida. Spinola era como un Edward Hopper patrio. Volveremos a Hopper pero ya hemos comenzado a intuir que tras los bares 24/7 había entradas desconocidas a las otras ciudades, las de las profundidades.

La Avenida de la Luz, inmortalizada por Loquillo y Trogloditas en la canción que se cerraba su EP ¿Dónde estabas tú en el 77?, fue una galería comercial subterránea en la Barcelona preolímpica, cerca de la Plaza Cataluña, al lado de los ferrocarriles de la Generalidad. Estuvo abierta desde los años 40, cuando se convierte en la primera galería subterránea dedicada al comercio de toda Europa. Es el verdadero mito de ciudad sumergida, la que utilizan los que no pueden vivir en ella mientras los demás duermen. En aquella Avenida de la Luz había locales de apuestas para carreras de galgos, una churrería, un cine para adultos, una tienda de máquinas de hacer punto y una expenduría de vinos que en su puerta tenía un muñeco vestido de baturro que escanciaba de forma continua un chorro de tinto. El final del sueño, la avenida de la luz, la que ata el subsuelo de una ciudad sin lazos hasta los años 90, cuando la decadencia del lugar es absoluta, convertida en vertedero emocional de una ciudad que se prepara las olimpiadas. La escritora María Zaragoza publicó en el año 2015 un más que olvidable libro con ese título, donde trataba de otorgar un cariz sobrenatural, de agujero temporal a aquel sueño arquitectónico y futurista, el Heartbreak Hotel de la aquella Barcelona.

Está claro que para este recorrido por la ciudad dentro de la ciudad el tema popularizado por Elvis Presley es una elección perfecta, pero si hubiera que elegir, me quedaría con la versión de de John Cale en su directo de 1974 en el Rainbow Theatre de Londres, sobre todo la parte que dice: “Ellos han estado mucho antes en estas calles solitarias/ellos que nunca miran atrás/habitan esta hotel hecho para los corazones rotos/y el empleado de la entrada va vestido de negro”.

De la Barcelona de Spinola y Sabino Méndez al Madrid de Emilio Carrere y su Torre de los siete jorobados. La capital del reino en plena bohemia de final del siglo XIX mezcla ludópatas, rentistas, cabareteras y funcionarios. Todos ellos simples fantasmas en búsqueda de una excusa para continuar en el plano terrenal. La novela revela la existencia de una ciudad bajo la ciudad, un Madrid de jorobados, de lumpen y científicos alucinados, de exiliados del racionalismo, de menoscabados quijotescos. Pero es que además la novela es una reescritura por encargo y motivos puramente lucrativos de otro libro de Carrere La calavera de Atahualpa y que, además, se sospecha que no está escrito en su totalidad por el autor, sino que contrató los servicios de un doble, más rápido y dotado para la literatura que él para entregar en tiempo y forma el manuscrito. Así que el juego de engaños y espejos se multiplica. La película de Edgard Neville, que toma elementos del texto y lo reinterpreta de una manera muy libre, es una de las joyas ocultas -cada vez menos, y espero que este foco sirva para avivar el interés por ella- de nuestro cine.

Los fantasmas de Carrere, que atraviesan espejos y quedan atrapados entre nosotros, son habituales en las ciudades y sobre todo en sus estaciones. En Zaragoza, con la llegada de la Expo, el suelo horadado hace que sus habitantes paralelos colonicen los apeaderos de autobuses y las paradas de tren intermedias, todos aquellos zaragozanos se convirtieron en fantasmas y recuerdos arrastrados por la centralización y el racionalismo de los medios de transporte. ¿Quién soy yo para preguntar nada? Sucede que mi ciudad está inundada por un mar ausente, un mar del que hablaba el poeta Julio Antonio Gómez en su libro Al Oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, un mar imposible. Pero sucede que las ciudades que carecen de un mar donde caer de bruces no existen. Uno de los últimos en explorar con valentía el subsuelo zaragozano fue el periodista y escritor Juan Luis Saldaña. Uno podía empezar a detectar pistas entre sus primeros poemas, tras el humor había una playa en plena capital aragonesa, un mar visible solo bajo el ángulo correcto. La arena en los zapatos nos llevaba hasta uno de esos comercios regentados por chinos, un bazar que tiene algo de laberíntico, alimento de leyenda urbana. La adaptación al cine de la novela de Saldaña, Hilo musical para una piscifactoría se estrenó con el título de Miau, dirigida por Ignacio Estaregui. Allí el laberinto bajo los pies de Zaragoza, Cesaragusta o Salduba, está controlado por los mismos chinos que han colonizado con sus almacenes baratos y sus tortillas de patata deliciosas, la superficie de la capital aragonesa. No es Zaragoza una ciudad que se quede quieta mucho tiempo. Ahora que uno tiene la responsabilidad de este motel y otras muchas que no vienen al caso, descubre que su ciudad se convierte en otra ciudad, porque la distancia es también semilla de otra ciudad cuando uno vuelve y el recuerdo no se amolda a la realidad. En 1967 se rueda en Zaragoza Culpable para un delito, dirigida por José Antonio Duce. En ella la ciudad tiene un metro falso y un mar, también falso. La niebla, por otro lado, es muy real y sirve desde hace años para ocultar el pasado y dejar siempre la duda, puesto que, acompañando la caída del sol con las emanaciones propias de un río inmenso, uno puede sentirse mezcla y parte de la confusión.

Juan Luis Saldaña. (@Marcos Cebrián)

Más allá del mar, o al otro lado del océano, cualquiera puede encontrar señales de esa misma alteración: los fines de semana, cuando la noche se prolonga lo suficiente, la mezcla es casi completa, visillos cerrados, portales que llevan a entresuelos tapiados o pintadas obscenas que son hilo de seda para huir del minotauro. En Londres, Clive Barker, el escritor de terror inglés, da un paso más, en su libro Books of Blood se incluye un relato corto, The Forbidden, en el que los grafitis en un barrio de casas prefabricadas actúan como tótems de una religión pagana que busca mantener su aislamiento a través de la confusión y la leyenda urbana. Ese relato, donde la desesperación es una enorme boca pintada en un piso-colmena abandonado se convierte en el año 1992 en la película Candyman. El mito se traslada a los Estados Unidos y cuenta con dos secuelas de muy poco valor artístico pero que han alcanzado su lugar en imaginario colectivo. ¿Puede haber algo más mutante que una misma historia en dos continentes distintos? Una historia de sociedades que conviven en el mismo espacio, pero sin llegar a cruzarse. El tema, por otro lado, lo retoma Clive Barker en dos relatos más, ambos también llevados con desigual fortuna a la pantalla grande, The Midnight Meat Train -aquí las líneas de metro que no existen son uno de esos elementos imprescindibles que sobreviven en todos los mitos de ciudad sumergida- y la novela corta Cabal que se convertirá en Razas de noche en su estreno en las carteleras españolas en el año 1990. De esta última se podría escribir mucho más, puesto que su conversión en largometraje de culto en tres décadas habla muy a las claras de la capacidad que tiene el reverso desconocido para inocularse en nuestra propia existencia. ¿Saben ustedes que Baker Street aparece con la caída de la tarde, todos los días, y que su incorporación al callejero londinense es anunciada por el sonido de un violín y unas volutas de opio que salen de las ventanas del 221b?

En su libro La ciudad el uruguayo Mario Levrero es capaz de encontrar el reflejo en el reverso del espejo de Montevideo. Una novela construida sobre la palabra “pero”, donde avanzar y retroceder es un ejercicio híbrido entre lo circular y lo euclídeo, tanto para el lector como para el habitante del relato. Otra manera de entender la ciudad sumergida es no poder entrar ni salir de ella, así lo hacen los que siguen a Alejandro Dolina en sus aventuras por el barrio de Flores, en una ciudad de Buenos Aires que es una mezcla entre la Santa María del Buen Ayre (con y griega, por supuesto) y el ‘Zero hour’ o movimiento final de Astor Piazolla y su idea de la hora cera como el momento después de la medianoche, “una hora de absoluto final y absoluto comienzo”, en palabras del maestro. Cuando salen los habitantes de la otra ciudad, los que han permanecido en letargo durante el día. Mezclándose con los oficinistas, los funcionarios, las amas de casa y los obreros del turno de tarde.

¿Quién fuma en el cambio de clase de un instituto que tiene horario nocturno? ¿Son ellos o nosotros? ¿Quiénes somos nosotros en realidad? ¿Tenemos más derechos que los que esperan nuestra ausencia para hacerse presentes, los que viven sumergidos en una ciudad que también les pertenece?

 

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