Algunas palabras sobre El día de la liberación de George Saunders (Seix Barral, 2024)

George Saunders ha vuelto. Ha vuelto en la distancia corta: el cuento, el relato, la ficción distópica, la burla social, el descalabro de la hipótesis, lo cotidiano, la historia norteamericana. Píldoras, decenas de páginas, detención, vuelta a empezar, ciencia ficción y costumbrismo. Ahí donde él es el maestro, donde los que lo descubrimos en GUERRACIVILANDIA EN RUINAS comenzamos la peregrinación, acompañando a los otros grandes de la época, David Foster Wallace, Don DeLillo, Cormac McCarthy o Chuck Palahniuk, ên el principio de siglo (sí, los pongo a todos juntos, porque todos tenían postmodernidad, pánico a la sociedad establecida, altas dosis de benzodiacepinas y ciencia ficción y algo de novela del oeste, si me equivoco formalmente, discúlpenme), los pondría al lado de Javier Calvo, de Julián Rodríguez, de Félix Romeo, de Sergio Algora (¿no te pasas metiendo a Sergio aquí, Octavio? No es cuestión de amiguismo, es que entre 2003 hasta 2005 fueron surgiendo, alrededor mío, semillas que depositaba -a veces prestaba directamente-, Sergio), hasta aquel instante de abulia y desdén fonético que fue Diez de diciembre. Ahora trae sus cuentos, otra vez, sus relatos inquietantes, su maldad y su belleza, en este volumen: “El día de la liberación” editado por Seix Barral.

El cuento que da título al libro, El día de la liberación, nos devuelve al Saunders que mezcla su obsesión con el pasado, con la historia de los Estados Unidos, y la ciencia ficción, más bien la ficción anticipatoria. Unas gotas de recuerdos cainitas, de una sociedad de cartón, aburrida, desesperada, con la revuelta juvenil de fondo (una rebeldía típica, monótona, repetitiva en los ciclos de la historia): porches blancos e insatisfacción, apariencias, el punto de delirio futurista, pero siempre, con esa presunción, esa maestría, con la que deposita cambios abisales de la sociedad en un presente cercano, obviando cualquier proceso intermedio, dejando KO al lector. ¿Cuándo sucedió algo tan monstruoso y delirante?

«Esa es la mejor arma narrativa de Saunders, su controlo de los tiempos, su manera de proponer, de ofrecer, la disonancia sensitiva para el lector: ¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Qué tecnología se ha incorporado a nuestra vida diaria de modo que estamos frente a un abismo así? “Pues tampoco ha cambiado mucho más lo demás” dirá uno de los protagonistas de la historia. Magia, revueltas, desconexión, lucha de clases. Entre Philip K. Dick y la serie SEVERANCE».

Seguimos con “La madre de todas las decisiones drásticas”: formulación del delirio. Una madre que quiere escribir. Que busca la metáfora en lo cotidiano y solo consigue ser inquietante. Procastina. Como yo, como todos. Aquí nos ha pillado Saunders, está claro. Sin talento: ¿Seré yo el que está escribiendo esto? Un hijo delicado, círculos ajenos, prohibiciones sugeridas: un centro hipotético, la calle de la Iglesia, la periferia… hijo enfermo, atontado, hijo que acaba siendo el más vivo de todos. Y golpeado, sangrante, en un momento dado, el disparadero de la historia. Un maestro, Saunders. Y más cuando aparece el Doppelgänger del mendigo. Y la rabia, y la escritura, y el marido convertido en un muñeco de paja y la marioneta, cargada de complejos, que quiere escalar hacia la masculinidad plena. Masculinidad clásica a través de la violencia. Una obsesión habitual en la obra de Saunders. A partir de ese instante se entrecruza paranoia social en distintos estadios y diferentes escalas: pordioseros sin hogar, clase media frustrada, policía con procedimientos discutibles… y mientras, el péndulo emocional de la protagonista, de un lado a otro, química mediante -no sé si explícita, pero claramente implícita-, lógicamente, el escritor como loco, como paranoico. Como Saunders. Más bien como yo. Porque ella no escribe una línea…

El tercer relato, “Carta de amor” explora un formato narrativo diferente: la literatura epistolar. Un abuelo, un nieto, y volvemos a la paranoia, a esa situación de la que he hablado antes, la que te coloca en un instante, en un momento, en el que las cosas se han torcido, en el que la sociedad ha acabado en un lugar insondable, que parece absurdo en la distancia, pero que podría ser perfecta y potencialmente hoy mismo. Trump, la familia Bush, los puzzles, la delación, volvemos a los momentos en los que parece que no suceda nadad y, de pronto, estás atrapado en la paranoia social: entre los orígenes de la Purga y aquella película “American Insurrection” donde ya se utilizaban los códigos de barras tatuados en la piel para distinguir a los ciudadanos de primera y de segunda o, directamente, los “No ciudadanos”.

«Dice el abuelo: “En los libros las cosas siempre están más claras” pero también, dejando claro que mirar hacia otro lado es una opción a la que muchos tendrán que agarrarse, “Los pájaros, todos los días, seguían saliendo en desbandada”.

Me encanta “Una situación en el curro”, es como un capítulo de The Office totalmente disfuncional. Con voces interiores que dan cuenta del aislamiento emocional, del egoísmo formal que cada uno ejercemos en nuestro lugar de trabajo o, en general, cuando atañe al dinero, al estatus, a la situación dentro de la sociedad. Sexo, toxicidad, oficinas con jornadas interminables e improductivas, intoxicación, el transporte público como elemento distintivo de lo más bajo de la casta, lo más denigrante y, claro, la locura, la infidelidad, la respuesta explosiva cuando la goma de las relaciones se tensa del todo. Los escritores de principio de siglo estaban obsesionados con la infidelidad, con el agotamiento de las relaciones… se nota que todavía arrastraban conceptos clásicos del matrimonio y la manera de relacionarse en las parejas. Resulta un alivio, antes de la llegada del poli amor institucionalizo y casi obligatorio descubrir que también los jefes tienen sentimientos, son cobardes y con su moralidad intermedia, se dejan sobornar con un vehículo de juguete.

¿Y el gorrión? La mutación de la nada en la nada. Del seguimiento, de la desidia. El paquete de folios. La fealdad, el conformismo. Las tiendas, las jornadas maratonianas, el escaso beneficio, el comercio de cercanía, la madre, el hijo, la mujer. Negocios familiares que son como sucursales a punto de ser devoradas… Y la familia como otra sucursal que también se expande. Se reproduce, a la mediocridad, madre, hijo, novia, repito, como un hongo, carne de conejo, sin grasa, sin alimento. Sin sustento. Estar en un lugar porque tu cuerpo, tus moléculas, tu masa, debe situarse en algún sitio. Sin más. Un volumen en un tiempo raro.


Uno de los mejores cuentos del volumen es, sin duda, “Gul”. Volvemos al mejor Saunders, al del comienzo, al de los parques de atracciones siniestros, imposibles, absurdos… no sabes a qué lugar te está llevando el relato. Pero sí que sabes que te resulta familiar. Muy familiar. Una pizca de Nosotros de Yevgueni Zamiatin y algo de la versión original de Westworld… numeración para perder la identidad, posiciones intercambiables, actos de delación, muerte traumática, los mitos de caverna, la autoridad omnipresente, superior, orwelliana, muerta, ausente… y todo bajo espacios y situaciones ridículas, con el espacio personal reducido, la ausencia de intimidad (que es una de las armas más efectivas para el sometimiento social), todo es una versión alternativa de la realidad, una lapidación casual que se repite y no provoca NADA. Ese es el mundo definitivo, ajeno, imperturbable.

Cuando llegamos a “El día de la madre” seguimos devorando el maná nutricio de Saunders. Imperturbables frente al horror de la familia disfuncional, con adicciones, ausencias, presencias tóxicas, apariencias, golpes, bofetadas, nubarrones, apariencias, repito, apariencias, sexo promiscuo, risas, una sociedad pequeña, minúscula, atornillada a esquinas podridas bajo las cuales solo hay ratas y podredumbre, fealdad, impulsos animales, abusos infantiles (el niño en un cobertizo del jardín, no eso no es cierto, te lo has inventado, es el discurso, el discurso derrota a la realidad). El cambio de perspectiva narrativa produce todavía más el desconsolado efecto de espejo roto, de deformación facial a ambos lados de la realidad, de maldición y de menoscabo sistemático. Y da igual cuándo se produzca porque da la sensación de que ha estado allí siempre.

La literatura tras “Elliot Spencer”, experimentación que mezcla lo fonético con las palabras, donde Javier Calvo, con su habilidad en la traducción, deja sin aliento al lector. Y el final, con “Mi casa”, entre la belleza y la desesperación. Entre Poe y los ramalazos más melancólicos de Stephen King, la vida unida a las pulsiones, la tierra pegada a los edificios, la enfermedad y la muerte. Es un cuento breve, pero arde con la intensidad del queroseno regado por las lágrimas del que lee. Es George Saunders, ya estaba allí cuando llegué y seguirá estando, casi seguro, cuando me marche.

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