En un día que se mezcla con una noche, en la habitación de un hotel que usa la hache de hospital, escucho lo nuevo de Nudozurdo, lo escucho arrinconado por el bajo mancuniano, el milagro de la humedad que no se puede arreglar, pido permiso para elegir Soledad / Clarividencia y empezar a hablar. Eran tiempos de ley seca y de química con receta, de coros bien masticados, de lágrimas que tienen un invierno en el desierto para llegar a la levísima dulzura de Carta A Nina, abrigados por la tinta que se derrama como lo hace la cera de una vela cuando atraviesas un pasillo. Leo Mateos es capaz de agitar un océano como lo haría la lluvia, un hambriento Poseidón que se alimenta de las últimas manzanas Golden de la temporada. Teclados y percusión son tejidas de manera perezosa hasta que aparece la amenazante Elvira / Santuario Combate, onda fría, en la guarida del gusano blanco está tocando «La pureza en tu voz» y hay algo de palidez heredada de los Alphaville ochenteros y los primeros Niños Mutantes, aquellos que apuraban aguijones de avispas. Un disco de desarrollo calmado, como en Bisontes Albinos, donde las canciones no tienen prisa por comenzar. Philip K. Dick aparece sonriente, montado y, como dice la letra, dispuesto a «organizar su propio linchamiento». Casi siete minutos para estar esnifando los restos de las naves que quedan en los anillos de Saturno. La ballena que atraviesa la urbanización, sedienta como un mutante salido de las páginas de John Cheever, aquellos días de Deerhunter o el baile acuático de Rodrigo Fresán con Rachel Goswell (mientras toca la pandereta) en Lo Que Ocultan Las Arizónicas.
Masticamos y masticamos, sorbemos «La isla del diablo», allí donde la sonata es liviana, una guitarra que repite el acorde, un ritmo orgánico, un sonido de teclados, un poco de orquestación, experimentos en el cielo. Se acerca una tormenta y todos están asustados: «¿Dónde está mi reloj?» Éramos jóvenes y teníamos un casio. También padres, teníamos padres. Crevillente / La industria del Sueño es un chispazo, aletargado y mirón, imitador, un vampiro que no quiere vivir para siempre, mira el ritmo avanzar hacia el centro de la Tierra. No vuelvas a repetir que es plana, el niño es hijo de la Dama de Elche y tú tocas en una banda de versiones de Pavement en un poblado de Tartesos, mientras pides a la gente que te acompañen con las palmas.
El cedé sigue y salta hasta Angel Genetics, un sencillo injertado en una de las curvas finales del camino, con los sintetizadores en modo Editors, casi pidiendo pista de baile, de esas que había al principio de siglo, donde Dorian y los demás podrían susurrar y tú pensabas que eso era disco, disco music. Todo está maquinado para ser cruel e imperfecto. En el vinilo las cosas terminan con Cripto Mundi, una balada de piano y voz que podría firmar perfectamente John Cale soñando con ser piel roja en una bruma de opio en mitad de Ámsterdam.
Si sigues buscando acabarás encontrando una bruja. Pero yo no estaré junto a ti. Hoy no. Hoy solo estoy descontando. Estoy esperando.