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Algunas palabras sobre ANTE DIOSES INDIFERENTES de Iván Ledesma (Dolmen, 2024)

España necesita autores así. Necesitamos terror del terruño, de la regional cortada por nieve, necesitamos más Teruel y menos Providence. Que la despoblación nos mantenga peligrosamente desprotegidos frente a las hambrientas manifestaciones de la tradición. Este libro, Ante Dioses Indiferentes de Iván Ledesma nos ofrece todo eso. Y más.

Porque cuando uno piensa que ya nada le puede sorprender se encuentra con un manuscrito de terror, un regalo para un profesional, para un seguidor de Clive Barker, un heterodoxo del Círculo Lovecraft. Una narrativa multipista: moviéndose por lo cotidiano, las historias breves y ausentes de un pueblo de Teruel, un instante de aislamiento, la lucha entre lo pagano y lo formal… tenemos capítulos superpuestos donde encontramos una operación de encubrimiento, el Gobierno de España actuando bajo protocolos abisales, tenemos psicópatas y esquizoides, tenemos una plaga de ranas. Fuerzas dormidas, teoría de la Tierra Hueca, Julio Verne pasado de orujo, el Mignola de las primeras entregas de Hellboy y de la última A.I.D.P… tenemos esa esencia de libertad húmeda y fungosa que llegará cuando los derechos de H.P. Lovecraft queden definitivamente libres.

El espacio cercano, el rumor de viento que seca jamones, que atrapa entre Orihuela del Tremedal y Valdelinares, entre Roberto Heras y el vampiro Tristán que, con tanto gusto, dio forma Javier Romero. Claro, ahora pienso en el cuento corto que servía de secuela tardía al misterio de Salem´s Lot, ¿Te acuerdas? Se llamaba “Una para el camino” (One for the Road) que aparecía en “El umbral de la noche” de Stephen King. Dientes afilados en una ceguera de setas, humedad y hambre. Unos dioses olvidados, los abuelos de los abuelos de los Titanes.

«Un interino camino de Monreal del Campo, duerme con su mujer, están recién casados. Unas noches mientras él piensa en incorporarse a la rueda que va desde Zaragoza hasta el instituto todos los días. Ella le dice: “llegarán los hielos y las nieves, piénsatelo bien”. ¿De qué hablas, Octavio? En mis reseñas, en mi visita al Motel Margot siempre buscamos un espacio para los recuerdos. Creo que el autor podría situar a alguno de los personajes que vienen y no se van, algunos consiguen escapar, en la Mudéjar, entre capitales de provincia solo hay silencio. Y esos grupos electrógenos, que encarnan como nada el aislamiento. Perderte en Teruel es como hacerlo en mitad del océano. Pero puede que tengas mejor cobertura».

Un ayuntamiento, un cura, dos extraños, los ancianos, siempre esa población envejecida… la homosexualidad oculta, el alcoholismo funcional… más allá del potencial narrativo de la historia está la sensación de autenticidad que es lo que exhala cada página. Nos deja con ganas de más. De un apocalipsis de Mortinatos, de una estirpe de híbridos demoníacos, del despertar de otras fuerzas dormidas.

Algunas palabras sobre Espía de la primera persona de Sam Shepard (Anagrama, 2023)

El final del camino, las últimas notas manuscritas, dictadas, el temblor de la muerte en las manos de Shepard. El ángel y la serpiente. Adiós, Shepard. Bienvenido al Motel. Shepard siempre esperando, siempre con los ojos más bellos de América mirando un futuro que se niega a alcanzar. Bob y Patti, los dos, escriben cartas, con sellos secos de saliva perdida. Shepard recuerda la América, la temporal y la espacial, en la que todo era más sencillo: sus padres, sus hijos. Él entre medio, a punto de unirse a unos, alejándose de los otros. Shepard en la paz donde no existen advertencias frente a los peligros potenciales porque el mayor está tan cerca que no puede huir de él. Es más fácil escapar de Alcatraz que de la muerte. Shepard en formato corto, él mismo viéndose en un juego de espejos a ambos lados de la carretera, el anciano que quiere aprender es él mismo, es la muerte, la muerte es él mismo, porque están dentro de él. Como si vida se hubiera concentrado en un único instante. En cien páginas.

Shepard se espía. Suspicaz. No sabe si es él o si es la muerte, si es un lacayo que compra la parca. Ella apunta con un lápiz un horario, la muerte no necesita lápices de repuesto. Con uno le bastará. En una mecedora vigila al que lo vigila. Podría levantarte temprano, casi con el amanecer, aprovechar las horas de los días que le restan. Pero no tiene fuerza. Duerme. Sabe que los inmigrantes esperan trabajo en una esquina. Ellos, que están vivos, que seguirán vivos al terminar el libro, miden el tiempo de otro modo.

Hijo de padre, padre de hijos. Ahora sacas las facturas que quedaron pendientes, sin pagar, cubiertas de humo: “No intento demostrarte que fui el padre que creías cuando eras pequeño”. Sin deseos, sin arrepentimiento. El hombre, Shepard, al completo, acude a una clínica, arena, cactus y cascabel. El infierno es un lugar helado, un romance en Durango, un absoluto de la vida, Pancho Villa, pipas saladas, Emiliano Zapata, la frontera, Allen Ginsberg, Alí… Lee Marvin bañándose en las aguas heladas para bajar la reseca, entre la prisión y el Valle de la Muerte, todos los hijos de Lee Marvin le sostienen, son iconos de la contracultura, a quemarropa con Angie Dickinson, una fuga, repito: escapa de Alcatraz es más sencillo que hacerlo de la enfermedad. Dos décadas en las que todo sucedió. Un año. La décima parte. No sucedió nada. Solo la muerte de Sam Shephard. Y Patti Smith pidiéndole el banjo para que la acompañe en Smells like teen spirit.

«Crónicas del tiempo. Cuando uno ha escrito sobre el mundo, sobre la explosión de todos los cambios, ¿qué queda ahora? Porches, espectros, pájaros, asumir o despedir el último día: jugar a la ruleta rusa contra el amanecer».

Persigue a un hombre incapacitado. Una silla de ruedas. Reducir los movimientos físicos frente a un observador astral, ¿Será Shepard protegiéndose de sí mismo? Tras Wenders y los ángeles… hoy, ayer, mañana, se ha cortado por completo el suministro de ángeles de la guarda y es Shepard quien tiene que hacer todo el trabajo. Caballos que escaparon hacia la muerte hace años, recuerdos que son ceniza en cualquier otro lugar. La mano de la hija es lo más real que podrás encontrar. Una habitación. Siempre una cama. Alquilar por una noche. La noche, el cuarto, el motel, el arenero, la biblia, la televisión encendida, el hielo en mitad de Arizona. Un cuarto ajeno para poder sentirse vivo. Una máquina de refrescos, el olor de la gasolina, el cielo azul, cegador. Víveres en un colmado, alubias, sardinas, café. Todo está en su cabeza. El trabajo.

Shepard y sus padres. Al final de su vida todos los personajes junto a los que respiró, los que convirtió en mitos, los que se olvidaron de fanfarrias y coyotes, todos se manchan. Shepard nos los regala. Consérvalos tú, Octavio. Me quedo con mis hijos. Con las manos, con los brazos, con el abrazo de mis hijos. Haz con ellos lo que quieras, me dice. Es como una gran caja de cartón llena de muñecos muy usados, figuras en la memoria de un niño que es un viejo, tocadas, manoseadas. Son buenas, las ha sacado de su blister, ha jugado con ellas: marionetas con una historia detrás. Pero ahora solo quiere los pedazos que le regalaron sus padres, esas memorias mínimas, papá, mamá, vendajes, aire, autopistas, Arizona. Pastillas, el instante de la muerte. No importa. Solo minutos y segundos. Estamos en el descuento. Su madre es lo más importante, recuperar su rostro un instante, la humanidad resumida en una bocanada. Luego, la nada, luego, solo él, el marido, el padre, el hijo. Sus hijos, sus hijos que reciben el dolor, que recuperan los intereses un millón de años después.

Una clínica en Mojave. Las serpientes de cascabel, no querer seguir, si hubieras calzado las botas de nieve en vez de las sandalias… ¿Y tus botines, Sam? En un año dejó de llevar la cabeza erguida, de poder limpiarse los orificios tras el baño. Él no sabe que los queríamos ser como él o queríamos que una parte de él se nos quedara dentro, ahora, ahora ya no sabemos muy bien qué hacer. Hijos y trabajo, edad y barba con canas, abstemio, sin tabaco, con barriga. Aún tenemos fuerza para escribir, para recordar su grandeza, para recordar el desierto, el motel, los ojos de Dylan llenos de maquillaje, los Stones, los beatniks y su vino barato, el combustible de los aviones, las congas de Allen Ginsberg, Patty y Joni. La Lange.

Nueve. Banda de amor. Las uvas están secas. La comida mexicana. Es el último viernes del último fin de semana de la vida y no tienes fuerza ni para llevarte un tequila a los labios. Ellos regalarían el mundo por un día más, pero no hay trato. La muerte y la vida son poemas que uno tiene que escribir solo.