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Algunas palabras sobre Espía de la primera persona de Sam Shepard (Anagrama, 2023)

El final del camino, las últimas notas manuscritas, dictadas, el temblor de la muerte en las manos de Shepard. El ángel y la serpiente. Adiós, Shepard. Bienvenido al Motel. Shepard siempre esperando, siempre con los ojos más bellos de América mirando un futuro que se niega a alcanzar. Bob y Patti, los dos, escriben cartas, con sellos secos de saliva perdida. Shepard recuerda la América, la temporal y la espacial, en la que todo era más sencillo: sus padres, sus hijos. Él entre medio, a punto de unirse a unos, alejándose de los otros. Shepard en la paz donde no existen advertencias frente a los peligros potenciales porque el mayor está tan cerca que no puede huir de él. Es más fácil escapar de Alcatraz que de la muerte. Shepard en formato corto, él mismo viéndose en un juego de espejos a ambos lados de la carretera, el anciano que quiere aprender es él mismo, es la muerte, la muerte es él mismo, porque están dentro de él. Como si vida se hubiera concentrado en un único instante. En cien páginas.

Shepard se espía. Suspicaz. No sabe si es él o si es la muerte, si es un lacayo que compra la parca. Ella apunta con un lápiz un horario, la muerte no necesita lápices de repuesto. Con uno le bastará. En una mecedora vigila al que lo vigila. Podría levantarte temprano, casi con el amanecer, aprovechar las horas de los días que le restan. Pero no tiene fuerza. Duerme. Sabe que los inmigrantes esperan trabajo en una esquina. Ellos, que están vivos, que seguirán vivos al terminar el libro, miden el tiempo de otro modo.

Hijo de padre, padre de hijos. Ahora sacas las facturas que quedaron pendientes, sin pagar, cubiertas de humo: “No intento demostrarte que fui el padre que creías cuando eras pequeño”. Sin deseos, sin arrepentimiento. El hombre, Shepard, al completo, acude a una clínica, arena, cactus y cascabel. El infierno es un lugar helado, un romance en Durango, un absoluto de la vida, Pancho Villa, pipas saladas, Emiliano Zapata, la frontera, Allen Ginsberg, Alí… Lee Marvin bañándose en las aguas heladas para bajar la reseca, entre la prisión y el Valle de la Muerte, todos los hijos de Lee Marvin le sostienen, son iconos de la contracultura, a quemarropa con Angie Dickinson, una fuga, repito: escapa de Alcatraz es más sencillo que hacerlo de la enfermedad. Dos décadas en las que todo sucedió. Un año. La décima parte. No sucedió nada. Solo la muerte de Sam Shephard. Y Patti Smith pidiéndole el banjo para que la acompañe en Smells like teen spirit.

«Crónicas del tiempo. Cuando uno ha escrito sobre el mundo, sobre la explosión de todos los cambios, ¿qué queda ahora? Porches, espectros, pájaros, asumir o despedir el último día: jugar a la ruleta rusa contra el amanecer».

Persigue a un hombre incapacitado. Una silla de ruedas. Reducir los movimientos físicos frente a un observador astral, ¿Será Shepard protegiéndose de sí mismo? Tras Wenders y los ángeles… hoy, ayer, mañana, se ha cortado por completo el suministro de ángeles de la guarda y es Shepard quien tiene que hacer todo el trabajo. Caballos que escaparon hacia la muerte hace años, recuerdos que son ceniza en cualquier otro lugar. La mano de la hija es lo más real que podrás encontrar. Una habitación. Siempre una cama. Alquilar por una noche. La noche, el cuarto, el motel, el arenero, la biblia, la televisión encendida, el hielo en mitad de Arizona. Un cuarto ajeno para poder sentirse vivo. Una máquina de refrescos, el olor de la gasolina, el cielo azul, cegador. Víveres en un colmado, alubias, sardinas, café. Todo está en su cabeza. El trabajo.

Shepard y sus padres. Al final de su vida todos los personajes junto a los que respiró, los que convirtió en mitos, los que se olvidaron de fanfarrias y coyotes, todos se manchan. Shepard nos los regala. Consérvalos tú, Octavio. Me quedo con mis hijos. Con las manos, con los brazos, con el abrazo de mis hijos. Haz con ellos lo que quieras, me dice. Es como una gran caja de cartón llena de muñecos muy usados, figuras en la memoria de un niño que es un viejo, tocadas, manoseadas. Son buenas, las ha sacado de su blister, ha jugado con ellas: marionetas con una historia detrás. Pero ahora solo quiere los pedazos que le regalaron sus padres, esas memorias mínimas, papá, mamá, vendajes, aire, autopistas, Arizona. Pastillas, el instante de la muerte. No importa. Solo minutos y segundos. Estamos en el descuento. Su madre es lo más importante, recuperar su rostro un instante, la humanidad resumida en una bocanada. Luego, la nada, luego, solo él, el marido, el padre, el hijo. Sus hijos, sus hijos que reciben el dolor, que recuperan los intereses un millón de años después.

Una clínica en Mojave. Las serpientes de cascabel, no querer seguir, si hubieras calzado las botas de nieve en vez de las sandalias… ¿Y tus botines, Sam? En un año dejó de llevar la cabeza erguida, de poder limpiarse los orificios tras el baño. Él no sabe que los queríamos ser como él o queríamos que una parte de él se nos quedara dentro, ahora, ahora ya no sabemos muy bien qué hacer. Hijos y trabajo, edad y barba con canas, abstemio, sin tabaco, con barriga. Aún tenemos fuerza para escribir, para recordar su grandeza, para recordar el desierto, el motel, los ojos de Dylan llenos de maquillaje, los Stones, los beatniks y su vino barato, el combustible de los aviones, las congas de Allen Ginsberg, Patty y Joni. La Lange.

Nueve. Banda de amor. Las uvas están secas. La comida mexicana. Es el último viernes del último fin de semana de la vida y no tienes fuerza ni para llevarte un tequila a los labios. Ellos regalarían el mundo por un día más, pero no hay trato. La muerte y la vida son poemas que uno tiene que escribir solo.