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Algunas palabras sobre Vida de Horacio de Mercedes Halfon (Las afueras, 2024)

Dejé de escribir para alargar la vida de mi padre. Leo Algunas palabras sobre Vida de Horacio de Mercedes Halfon editado por Las Afueras. Pruebo una vez más. No abro el documento. En vez de acabar la novela, la novela que habla de mi padre y de mí, leo a Mercedes. Y allí me encuentro con ella y con su padre. Un tiempo distinto. Un lugar diferente. Pero la misma conexión vital. Un padre maestro, los guardapolvos blancos, aún recuerdo a mi padre haciendo copias de los exámenes de septiembre con su bata blanca, con la tinta del ciclostil, a final de los años ochenta, la tinta saltaba, las preguntas manuscritas, con la letra de maestro de mi padre, bella y perfecta. Recuerdo el final del verano, unos días iba al colegio de mi madre y otras al de mi padre. El suyo estaba muy lejos, al final de la ciudad, era enorme, majestuoso… el de mi madre se ocultaba en un barrio obrero, era estrecho, angosto, tenía algo carcelario.

Leo a Mercedes y entiendo que la palabra afiche lo resume todo. La letra de su padre y la letra del mío. Su firma, de letras apretadas y picudas, pero legible. La mía, de tanto ordenador y teclado, infantil, una firma de niño, sin personalidad. Pienso en los tiempos en los que estuvimos a punto de montar una revista que se iba a llamar Afiche (y en los que íbamos a montar otra que se llamaba Santos con sombrero) y que nunca salió, que se quedó olvidada en los cajones digitales que son las carpetas en los portátiles viejos. Una letra que no se pueda imitar. Un hijo. Soy padre. Él es abuelo. Mi hijo me ayuda a dormir con el orfidal y su abrazo. Porque mi padre pasa demasiado tiempo enfermo, en el hospital o avisando de su recaída y su mujer, mi madre, agotada, maestra también, me recuerda que su escuela era más chiquita, pero fue allí donde me enseñaron a escribir, a sumar, a restar llevando, hasta que me fui a un colegio de curas. A los pies de la escalera esperaba a mi madre, que bajaba hablando con su compañera, mi maestra. Yo lloraba porque no había obtenido la máxima calificación en caligrafía y ella, mi madre, ya lo sabía. Una cruz, me faltaba una cruz en la letra.

«Mercedes escribe y yo escribo. Mercedes lo hace con más gracia y profesionalidad. Con pasión y gusto. Es de una belleza extrema. Yo escribo sobre su novela y tomo notas para mi propia historia. Por eso estas reseñas parecen ombliguistas, pero son lo mejor que puedo ofrecer, porque prefiero estar con ella, con su novela, que con la mía. Qué reseña es esta, me pregunta Mercedes (no lo hace porque le escribo por IG y no me contesta, normal), yo solo quería mandarte un abrazo, decir lo que me ha emocionado. Ya te harán frías reseñas, cartas monótonas en diarios importantes, los otros funcionarios de la crítica».

Mi padre hacía reír a sus cuñados y a sus hermanos. Y ellos a él. Siempre había risa. Ahora hay menos, mucho menos, porque mis tíos no están. Mis tíos murieron y, por eso, y por la enfermedad de mi padre, me cuesta mucho más abrir el documento. Mi padre llevó bigote. Llevo más años bigote de los que no lo llevó. Por lo menos desde que yo tengo imágenes de mi padre… tu padre también, claro, un bigote negro, muy negro, poblado y auténtico. Luego se lo afeitó, antes de que se volviera blanco o, peor, amarillo por la nicotina. Dejó el tabaco por el miedo a morir. Y sigue vivo, quizá por eso. Si bigote, pero vivo. Mi padre me ponía cintas de la Credence Clearwater Revival en un coche Renault 12 verde cuando íbamos camino de la playa. Tú, tu padre, la playa, incluso el mes. Son distintos y, a la vez, paralelos. La nafta y la gasolina, tu playa en mi invierno, mi playa en tu invierno. Y los mares, los océanos, los ríos, todos distintos. Seguro que nuestras playas, cuando los turistas se van, se parecen mucho más entre ellas. Escuchaba la canción Have you ever seen the rain? Y las versiones, yo no sabía que eran versiones: I put a spell on you y Susie Q. Lo más cerca que estaré nunca de un pantano. Sabes, años más tarde, cuando escribía en periódicos y revistas musicales, cuando tenía programas en la radio donde me pagaban por hablar de música y entraba gratis en los conciertos, mi padre fue mi más 1 en un recital en la Casa del Loco. Una banda que hacía covers de la CCR.

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Algunas palabras sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez (La Navaja Suiza, 2024)

La reedición de este magnífico libro es una alegría para muchos de nosotros. La crónica perfecta de un momento imperfecto. La risa en la tristeza. Amigos que vuelven a verse con la excusa de la ausencia. Busco la fecha de la presentación. La de la primera edición, la de Xordica. Estamos Rodolfo y yo con Aloma, en Antígona. Guapos los tres. Aloma sigue guapa. Rodolfo y yo nos hemos dejado llevar. O la vida ha pasado por encima. Esta es la historia anterior a la nueva edición de La Navaja Suiza.

Busco lo que escribí aquel día. Casi todo sigue valiendo. Hay cosas nuevas, novísimas. ¿Dónde estabas tú el día que murió Sergio Algora? Hoy Aloma nos trae un libro sobre Algora. Mañana Aloma traerá un libro sobre Sergio. Las múltiples vidas de Sergio. Las divido en partes: 1986 Plasticland, El Niño Gusano, FNAC, Bacharach 1 Bacharach 2. Después de aquellos escribí una obra de teatro para mi amigo Saúl Blasco. La presentamos en Antígona. Fue antes de que el mundo se convirtiera en una historia de Philip K. Dick.

Quizá el Sergio más agridulce. ¿Por qué no nos gusta la palabra agridulce? ¿Por qué nos quedamos con la parte agria? No. Mezclemos. De paso hacemos un poco de honor a Sergio. Vino blanco, alguna cerveza, vino tinto en las comidas, ginebra y whisky. Y Champán. Se ponía muy pesado con el champán. No me gustaba. Pero daba igual. No había quién lo parara. Dolía tanto su ausencia que conseguí encontrar unas fotos suyas, él y yo, en la Plaza Santa Cruz, al lado de un restaurante que ya no está. Todos los garitos han desaparecido. Solo quedamos nosotros. Queda Aloma. Sobre todo queda Aloma, claro.

Sergio estaba desencantado con la música pop. No entendía a su discográfica, a los medios de comunicación, al Mondo Sonoro que no lo sacaba en portada con los discos de La Costa Brava. No hablemos mal de los ausentes, pero tampoco estamos aquí para ponernos medallas. Aquí, sobre todo, tienen que estar Joan, Joan Losilla. GRACIAS.

Sergio quería ser escritor. Novelista. Se acabaron los poemas, se terminó el invierno y los cuentos cortos. Leer y leer. La novela, otra novela. Volver a leer. Seguir amando. Casarse. Tener hijos. Escapar de Boris Vian, escapar d todo aquello. Leer el libro de Aloma, el Sergio desenmascarado, el Sergio distinto, un gran fabulador, el encantador de serpientes, el Sergio inseguro, el Sergio que tiene miedo. Miedo a morir. No poder ser feliz. Nunca iremos en autobús. La independencia se paga.

Sergio incandescente. No es una nova como en el 96. Es una estrella que madura y sigue dando luz una y otra vez. Y calor, y vida. Dio tanta vida que se quedó sin ella. Así, en aquel momento, todos descubrimos que Los idiotas prefieren la montaña era un libro de casualidades. De círculos que se cierran. Aquella tarde me pregunté, pregunté al mundo ¿todos los círculos se cierran? ¿Es un pleonasmo?

Hay tanto círculos que no quisimos que se cerrasen. Abrieron el jardín de La Harinera. Félix Romeo murió. Hemos tenido tiempo para llorarlo. Para ver sus obras reeditadas. Para contemplar que las casualidades acaban dando miedo: canciones y poemas que describían tu muerte, las visitas en sueños. Todo aquella precisión paranormal.

Hacía falta un retrato así de Sergio. Como el que escribió Aloma, como el que podemos volver a disfrutar ahora. No hay tantas fotos de Sergio. Desdén tecnológico. Es la familia real del pop. Solo fotos oficiales. Ni una más. Una de las mejores cosas del libro de Aloma es que podíamos ir más allá del Bacharach, de la fiesta interminable. Los días anteriores a la presentación del libro le pregunta a Aloma: ¿Quién quería ser Sergio? Quizá no fue así la pregunta, no está bien formulada. Lo mejor era la respuesta, quién no quería acabar siendo Sergio. Ni Gainsbourg, ni Bowie, ni Foster-Wallace. Precisamente Sergio tenía miedo de acabar siendo Gainsbourg. Hay alguna anécdota que lo corrobora, pero es demasiado íntima. Si alguien le interesa que luego pregunte.

Me hice funcionario. Me casé. Tuve un hijo. Cuando decidimos su nombre le confesé a mi mujer que Román era una canción de El Niño Gusano. Escribí libros. En alguno de ellos me ayudó Javier Aquilué. Pronto llegará su momento. El de Javier.

Volvemos a lo agridulce. Lo dulce, lo bueno. La muerte de Sergio mi unió a Maribel como la de Félix a la de Rodolfo. Y aquellas noches de supervivencia en el bar, en el Bacharach, las pasábamos Aloma y yo, poniendo música, bailando, sirviendo copas. No estuvo tan mal. Marisol y París. Aloma escribía, todos los días, porque era una escritora de verdad. Yo escribía sobre su obra: Siempre quiero ser lo que no soy y Puro Glamour. Una vez estuvimos de charla con Christina Rosenvinge gracias a Fernando Sanmartín. Fue lo más.

Me acabo de dar cuenta de que vino a la radio, cuando yo aún estaba en Comunidad Sonora. No sé si seguirá colgado el programa. Nos rebelamos contra lo que llega. Demasiado jóvenes para enfrentarnos a la muerte. Cantamos las canciones. No queremos que el vinilo llegue al final de la cara así que ponemos una y otra vez las mismas canciones. No queremos que esto acabe. No quiero acabar esta presentación porque será otro capítulo cerrado con Sergio. Aloma me contó el martes pasado el dolor que viene al terminar la novela. Inocente de mí pensé que terminar la novela sería una buena arnica, un buen yodo. No, seguimos escribiendo. Las mismas canciones, las mismas historias. Las mejores tapas de cada bar.

El día que Aloma presentaba su libro nacía mi sobrino. Estaba con Javier, con Aquilué. El heredero. El más inteligente de la clase. Hace muchos años escribí esto sobre él. Y me encanta que estén juntos. Haciendo cosas hermosas. Estoy seguro de que Sergio lo hubiera aplaudido:

«La única risa comparable a la de Sergio Algora es la de Javier Aquilué. Avanza en mitad de la mediocridad para crear una burbuja beatificadora. Me senté junto a Javier y aprendí dónde estaba la belleza entre los restos de una naranja. He inventado leyendas urbanas inspiradas en su persona, con cassettes y estrellas del pop envejecidad. Javier ha grabado discos sobresalientes junto a Kiev cuando nieva. A veces imagino a Javier y Antxon, como dos gemelos de Kollwitz envían señales desde el pasado. No hay abonos para las vistas que se han perdido. Junto a Orencio Boix y Antonio Romeo construyen frágiles armatostes en En vez de nada. Javier Aquilué toca el banjo, la armónica, bebe la sangre de los ferroviarios, Javier Aquilué solo pinta las escenas que sucederán. Pitoniso postmoderno en un el pantano del situacionismo. Javier baila música proto punk en un pueblo del Somontano, pinta portadas para Copiloto y Ornamento y Delito. Javier Aquilué enseñaba a los niños a no pintar fuera de las líneas, pedía litros de ginebra y tónica en mitad de una verbena, ilustraba fantasmagorías de vapor zaraguayo, colecciona cromos con portadas de vinilos de piedra, predica en la habitación del pánico, lleva zapatos de dandy, fabrica muebles con sus propias manos».

Este sábado, junto con Antxon Corcuera y Lorién Vicente realizan una exhibición de spoken word, de canciones y de fiesta para presentar la nueva edición de este libro, que publica La Navaja Suiza. Será a las 19:30 en el Centro Cívico Río Ebro. Hace unos años Aloma puso la semilla en el Festival Perpendiculares. Ahora ha mejorado la idea.

Me iba a ir a dormir. Pero he encontrado otro texto. Buscando cosas sobre Aloma y sobre el libro. El título de la entrada es Interino 17. Quizá iba a ser el capítulo 17 del libro, de la novela, de Interino, el manuscrito que pelea contra el corazón de mi padre, enfermo de la misma muerte y vida que fue vida y muerte de Sergio.

Estoy escribiendo una reseña sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez para la revista Afiche. Me doy cuenta que el día de la presentación no pude contar todo lo que quería. Me doy cuenta de que sigo en un exorcismo continuado y prohibido. ¿Quién cerrará este círculo? El pleonasmo, el pleonasmo. Cuando operaron a Sergio Algora pasó semanas en una habitación de hospital. La peor abstinencia -puesto que estaba lo suficientemente medicado- fue la sexual. Su amigo Andrés Perruca le llevaba revistas de mujeres desnudas y artículos ilegibles para provocarle. Sergio contaba que cuando la enfermera le quitaba las grapas que mantenían su cuerpo unido el simple olor de su perfume lejano le producía una erección. Dolorosa, como todo lo que fuera sangre y carne. Y todo era sangre y carne en aquella época, sangre y carne dolorida.

Sergio Algora murió a la misma edad que su admirado Boris Vian. 39 años. Vian, tal y como me contó el mismo Sergio un domingo que comíamos en su casa, falleció de un infarto horas después de ver lo que él considerada una inefable adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestras tumbas. El corazón. El órgano de la sangre y la carne dolorida. Sufrí el Sergio enfermo. El de las latas de atún de madrugada y la cola del sintrom. Me levantaba, a veces sin haber dormido más de una hora o dos, e iba a la fábrica. Sergio se quedaba durmiendo y me decía que le llamara a mitad de mañana, cuando parara para el almuerzo. Que entonces él se despertaría, se ducharía y, sin lentillas, iría al hospital. No lo hizo nunca. Sergio me prestó la única biografía que existía en español sobre Boris Vian. Nunca pude devolvérsela. También se dejó una chaqueta, una cazadora en casa. Había sido de Andrés Perruca y la llevaba el día que le presentó su primer libro a Aloma. Ana me hizo tirar aquella cazadora. No sé porqué le hice caso. El amor es más fuerte que el olvido. En casa dejaste olvidado también el manuscrito con la letra de El hombre que perdió los papeles, una canción del último disco de la Costa Brava. No sé si esto es un pleonasmo pero sí que es una casualidad de narices. Luego seguimos con las casualidades. Una más, antes de que se me olvide. El día que murió Sergio me puse tan nervioso que terminé en un centro comercial muy lejos de todo, en el Actur. Me pasé la mañana comprándome pantalones para ir su entierro. Carmen vino a buscarme con su coche. En una horrenda librería clónica que había en la planta calle de aquel centro comercial encontré, aquel mismo día, en la sección de poesía, un ejemplar de Envolver en humo, el primer libro de Sergio, editado por Manuel Martínez Forega, antes del crack de Panero que trajo Nacho Vegas. El ejemplar estaba firmado.

La muerte del padre de Sergio, aquel personaje pícaro que protagonizaba el Día del Cielo fue unos años después. Nuestros padres, el abrazo protector y cómplice que ha sido nuestro mejor combustible. El día que mi madre conoció a Sergio fue en su casa. En casa de mis padres. Habíamos estado comiendo y Sergio quería imprimir sus nuevos poemas. Había ganado un premio con ellos. No teníamos impresora. Ninguno de los dos. Mi madre sí, claro. La independencia se paga. Otra vez tenía que ir al programa de Borradores. Se nos hizo tarde. Le propuse coger el autobús. Un hombre de tren y taxi. La independencia se paga. Todos tenemos vicios adquiridos, de nuevos ricos, de antiguos pobres. Yo compartía uno con Sergio, usar coche con chófer femenino. Lo he tenido que abandonar con el tiempo. La independencia se paga. Había estado en pocos funerales antes que el tuyo. La pérdida de la inocencia no la suministra el sexo ni la droga, la pérdida de la inocencia la trae la muerte. Y toda la vida habla de la muerte. La muerte nos sorprende siempre. Es inoportuna. Llega a la casa sin haber sido invitada y cuando se marcha no hay nadie capaz de acabarse las copas, tan calientes y sin hielo. ¿Cómo me voy a morir me decías? Ahora podría morirme, delante de ti, como un pajarico. Llevabas las piernas hinchadas y el vaso de vino estaba vacío.

Unos días antes de la presentación recuperé unas fotos que nos hicieron en la Plaza Santa Cruz. No hay muchas fotos de Sergio. Una mezcla de desdén tecnológico y oficialidad pop. Sergio era de la nobleza y solo tenía fotos oficiales. Me gusta recuperar esas fotos, en una terraza, después de comer. Más allá del Bacharach y de la fiesta interminable. Los dos vestimos igual: unos pantalones demasiado anchos con los bajos rotos y sucios. Calzado mestizo, ni zapatilla ni zapato. Hay momentos en los que reímos y otros en los que bebemos champán tibio. Ya no está Sergio ni está el restaurante donde comimos aquella tarde. El Portolés se llamaba. Tampoco está el alcalde que se convirtió en personaje involuntario de las columnas de Sergio en el Heraldo. El Heraldo y su manual de estilo para cómo se sobrevivir a una guerra. Hay gente que nos bajamos del barco y otros siguen que subidos mientras escupen el agua que les entra por el culo.Quería hablar el día de la presentación de Gainsbourg, pero no me dejaron. Se hacía tarde, me estaba pasando de tiempo. Antón Castro le preguntaba a su hija: ¿Quería ser Sergio Gainsbourg? Yo no quise leer la respuesta. Yo sabía la respuesta. El tenía miedo de convertirse en Gainsbourg. Guardo el recuerdo de una confesión a ese respecto que creo demasiado íntima para cualquier vía pública, si le interesa a alguien que pregunte.

La precisión paranormal con la que describe la muerte en sus poemas, sus amigos (Richi, Jesús, Aloma y yo mismo por ahora) con los que contactó en sueños después de muerto. Las botellas lanzadas al mar de la red (y vacías, en todo lo virtual), contenían el manuscrito Algora, el que hablaba del segundo Sitio de la ciudad. Y que sobrevive en distintas versiones en distintas manos.Hay más casualidades. Como que Javier Corcobado recuperara en su repertorio solista su versión de Getsemaní de Jesucristo Superstar la última vez que tocó en Zaragoza. El dolor llega al terminar las historias. Por eso nunca nos detenemos. No hay yodo ni arnica en ninguno de los finales que usemos o que intentemos. Ana me dice que detenga la riada, como si hubiera diques suficientemente resistentes. Son como chispazos en la memoria que lo desbordan todo. Imagino que tiene que ver con el alejamiento emocional de mi ciudad. Y también físico, no seamos estúpidos. Hay sitios que solo conocí gracias a Sergio, sitios donde la barra todavía tiene una huella de su codo, de su torso inclinado en busca de un trozo de bacalao rebozado. Tan sencillo como eso. La mejor de las prosas atrapada por la grasa, entre los dedos.

Volverme a enamorar de Russian Red (Sonido Muchacho, 2024)

Más allá del inglés, de los karaokes, las versiones, la untuosidad del disco en ropa interior, del corazón como una fruta madura y cercenada en mil trozos, más allá de la empatía que cualquier persona con alma lanzó hacia Lourdes después de la bravuconada del vendedor de pescado pasado, el ya viejo Nachín Vegas, fuera de todo aquello, de Jeanette, de La Bien Querida, de las nuevas compositoras llegadas de México o Argentina, ella ha estado aquí desde hace décadas. Sí, décadas ya. Y hoy, mañana, pasado, diremos que estuvimos el día que regresó, sin maquillaje, con una guitarra, con dos voces, las mismas, con coristas como hacía Leonard Cohen, con callos por su labor de baterista en directo. Es Russian Red y entrega un nuevo LP. En vinilo, retractilado, con canciones en español, editado por Sonido Muchacho.

Abre con «Me gustan todos los chicos», con una bossa nova de toques lounge, el mito de la devoradora de hombres, pero eso es sensual, no te quedas ahí: escucha la percusión, los efectos de las voces, la belleza del roce de los dedos sobre el nylon y los trastes, las fotos de Astrud Gilberto en los pósters de los chicos de su habitación. Como Cyndi Lauper quitándose los abalorios porque parecía un murmuro de gente al grabar. Ritmo engalanado, los coros que crecen, sabíamos que Sergio Pángaro había vendido su alma a todas las mujeres del mundo. En el crowdfunding Lourdes se llevó una parte. Llegamos las burbujas de «No entiendo nada», con coros inversos, entre Perla Batalla y Leonard Cohen, ahora es el turno de ella, con el frío… la electricidad va tan cara que habrá que meter los dedos en el enchufe mientras se jadea. Melón o sandía, en las guitarras acústicas de «Intelectual sexual» se mezcla el recuerdo de la siempre recordada Rosario Blefari con el aislamiento en la era de TikTok o IG. Era Carla Bruni pidiéndole derechos de autor a la última mujer de Gainsbourg, es Teresa Iturrioz dando tiempo a sus músicos para sacar los temas que les ha tarareado.

Conocíamos «This is un volcan», construida fonéticamente a lo Bigott, con esquematismo melódico y salseo de amor y silbidos. Llegó en un momento en el que el olvido estaba más cerca que el recuerdo y hoy, como una maqueta convertida en canción lustrosa, es parte del nuevo material. Tiene esa paleta entre bossa nova y nana que rodea al disco completo… pero más compacta, aunque sea por longitud. Mientras recita bajo el auspicio de las enviadas de las tabernas más profundas de Centroamérica, llega, como una Paquita la del Barrio postmoderna, para, en menos de dos minutos y con sinuosos teclados, percusiones y voces cruzadas, entregar «Una fresca». Un poco de electricidad rebosante, grillos y boleros, Gloria Lasso y todas aquellas minifaldas que se combinaban con chaquetas vaqueras, por si acaso refresca, en la noche de cualquier verano: las guitarras de «La última vez» son nutricias, el fraseo, con esa técnica que sobrevuela toda la grabación, con la multiplicación casi divina, de la voz de Lourdes, convirtiéndola en una banda angelical, siempre con un poco de maldad. Estamos hablando de Naivë, de Siesta, de todo el catálogo de canciones de la historia que han usado del Shalalal para marcar el paso del tiempo, para ponerle letra, sonidos más bien, al paso del tiempo. Más agreste es «Tus putos labios», se nota en la manera de masticar los versos, cierto punto macarra, que no resulta impostado, y esa música de ascensores convertida en no-wave hasta que entra estribillo y, entonces, es más tropicalismo, jazz ácido de aquellos tiempos donde lo más cool era Miss Moneypenny. El eco es lúcido y lúbrico a la vez (perdón por el uso del diccionario, pero a veces funciona). Terminar con «Yo me lo invento» en los tiempos en los que hemos recordado que Juan Antonio Bayona juntó a Tulsa y Jeanette en un videoclip de Bunbury puede que no tenga mucho sentido o conecte contigo, lector, pero, hazme caso… había mucho en aquella Jeanette, rabia y furia, amores asalvajados. Por eso este el nuevo comienzo, un corazón hinchado, a punto de reventar

Cal viva de Sr. Chinarro (Eclipse Mélodies,2024)

Hablamos de violines, más violines, de disparos eléctricos, de Burt Bacharach y Sergio Pángaro, Antonio, estás aquí, cerca de mí, ¿todo de su gusto? Sí del mío, no sé si le importará, Exvoto. Valentín, déjame así. Se acabó la onda fría y The Cure. ¿Y qué importa? Tenemos edad para pedir metales y cuerdas. Lo que no sé si tenemos dinero. Y ahora, en el segundo paso, “V de Victoria”. Me pregunto si el Chinarro de comienzos de siglo hubiera hecho una broma con Diana, los reptiles, las gominolas con forma de gusano. Pero lo cierto es que entra con un bajo a lo Peter Hook que ya parecía ser más bien de la familia Stone. Ácido y acelerado, con pedales sueltos, de guitarra y bicicleta. Como vuelvas a hablar de surrealismo te diré que te montes en una máquina del tiempo estropeada y no regreses. Es bello, es cera derretida, es luminosidad con una sección rítmica sacada de ese tiempo, entre el Bowie, Duque Blanco y funk y cuando anunciaban los ochenta en la Motown. Antes de lo hortera está lo elegante. Y Chinarro sabe qué cuento contar. Llevo dos temas y un párrafo largo. Pero es que la variedad tiene el gusto, imagina ahora “Fliper”, como un cantautor de final de década al que le han dejado tener una producción Costa Fleming. Y hablas de delfines. No sé si es una metáfora sobre la libertad o un momento detenido en el tiempo, pero los arreglos sin absolutamente evocadores.

Los agentes buscan al Antonio Luque monótono. Su cadáver está en el fondo de un punto limpio, bajo los recopilatorios de rockdelux que los cuarentones hemos tirado porque no caben en casa: son los Superthings o los cedés. Te va el rollo “Bufón”, con ese comienzo afónico, con un momento en el que volvemos a envasar al vacío las melodías que soñamos. Una trompeta que se eleva como si fuera un angelito que vigila los accidentes y las ejecuciones. Me voy a dormir. Pero qué metal, qué arreglo, escribes ETA y escribes como si fueras William Burroughs, recortando y pegando. Anda, vente conmigo, te enseñaré cómo escribo poesía con mis alumnos de matemáticas. ¿Y por qué iba a hacer eso, Octavio? Tienes razón, seguimos: estamos en “El muelle 1”, no es ni la mitad del disco y ahora me recuerdas a Pablo Und Destruktion haciendo Gijón, en vez de Málaga, en vez de Amsterdam de Brel (o de Scott Walker). Quizá más bien Pablo quiera ser como tú. Recuerdo a Isabel Bono soñándome, a mí, a mi mujer y mi hijo, contándonos la historia de “La decoración”. Caída mucha agua el día que llegué a Málaga. Fue un aviso. En el Monkey Week hay conciertos y una vez también estuvo Bunbury (él hubiera hecho algún arreglo parecido en un momento oscuro de su carrera) y Annie B. Sweet. A veces las confundo, a ella, a Russian Red, alguna más. Espero no sonar machirulo. No tengo el vinilo, me dejo llevar por mi instinto de ingeniero y asumo que si es el sexto tema de doce, estamos a punto de darle la vuelta al vinilo. Una de esas canciones perezosas de la escuela Chinarro: “El alto mando”. Sergio Algora me hablaba de los náuticos de Antonio Luque. Se la sudaba todo entre 2005 hasta 2008. Yo me ponía los pikis de mi padre. Como Julio Iglesias y mi abuela. Los cuatro llevábamos. Rima en consonante y le damos la vuelta, pequeño revolucionario sin amigos con ganas de juerga.

De nuevo el violín, de nuevo la paz, “Altavoz Bluetooth”, sobre las cuerdas de un cuarteto de uno (como una orgía que tiene más de masturbatorio que de percusión sexual). Y esos ritmos de bossa psicótica, ese amigo tropical, demonio y carne. Escucho “Carlos Haya”, con una guitarra inicial, con una sección rítmica sencilla, un cuentito corto, una biografía inventada, o no… ¿Lo busco en Google, no sé, dejemos la idea para los demás? Entra el estribillo y la pandereta y las voces de acompañamiento son buenos para los que extrañan a los desaparecidos. Tenías un poco de color sepia en el iris, en la córnea, donde guardes los recuerdos, Ramón Gómez de la Serna, el momento de ayer para volver a hoy, qué guapas eran todas y qué poco caso mi hicieron, “Comunión”. Si todo fuera verdad, si fuera mentira, qué importa. ¿De verdad has conseguido ponerle música a unos pedazos del pasado? Tiene algo de saudade… nadies esperaba esto de ti. Las guapas. Los solos. No los de guitarra, los abandonados. Subimos las revoluciones con “Una escena”, las guitarras cortan, buenas cuchillas en el momento previo al previo del final. Es una realidad, es una canción, es Antonio Luque más perezoso que enfadado, es difícil decirlo. Un Aute pasado de vueltas, con la camisa cerrada, con los botones adecuados… turismo en sus historias, quién te lo iba a decir. Antonio Luque, Sr. Chinarro, volviendo una y otra vez atrás. Qué es verdad, qué es mentira, ¿acaso importa? Mira yo escucho “La excursión” y nadie frasea como el Chinarro del último lustro. Así de claro. Sí, el Chinarro que no se entendía, el que nos hacía flipar, ahora baja la base y dice: “Aquí estoy yo”, entre París y Londres. Doce canciones como los discos de verdad. Lo demás son EP´s o recopilaciones de maquetas. No puedes hacer tantas buenas del tirón. Se llama “Me acaricio” y hay un poco de guitarra Gram Parsons, narcótica, como Fernando Navarro en “Malaventura”, como los desiertos de Almería, como esos vaqueros de película falsos haciendo versiones de Desire. Dímelo, me lo merezco: ¿versiones? ¿Es que no has aprendido nada? Tú hablas del negro de Bañolas y yo me atrevo a casi todo, con la chulería del que tiene los discos originales desde los tiempos de la brumosidad. Han caído los dos y solo te has levantado tú, Antonio.

Algunas palabras sobre Los guapos de Esther García Llovet (Anagrama, 2024)

Cuando uno vigila sus sueños, evitando que escapen por la ventana, confía, ciegamente, en que ningún extraterrestre, agazapado y hambriento, esté en la repisa, presto a coleccionarlos. No sé a qué viene esto, Octavio. Viene a que “Los guapos” tiene una selección de especias y pócimas que me han dejado noqueado. No quiero que se quede nada por el camino: quiero recordar a Rafa Cervera y la apócrifa visita de David Bowie -e Iggy Pop-, a la Valencia de finales de los setenta en “Lejos de todo”, editado por JEKYLL & JILL, quiero atrapar el deambular mesiánico de Chirbes y su construcción de otra Valencia, mis veranos en Vinaroz, junto a mi hijo, leyendo ciencia ficción en una playa con piedras, arroz y Vicente Blasco Ibáñez, afiliado a mil partidos desaparecidos en los tiempos de políticas decimonónicas…

¿Te has quedado solo con eso? No, con un camping misterioso, con picos gemelos en la Albufera, el calor asfixiante, la química que queda, como un metal pesado, atrapado en los restos urbanísticos y sociales de “La ruta del bakalao”, los agujeros en las cosechas, castizos y necesarios… se acabó, amigo Iker, es momento, como diría Ripoll en “Humo y heridas”. Estamos esperando encontrar “COSAS”. Algo. La idea de olvidar una niña en unas vacaciones y dejar que se críe, como un Tarzán postmoderno, una tarzana, más bien, llena de grasa y herramientas. Me gustan el olor a gasolina y las palizas de los dueños de un Airbnb a un okupa puntual. ¿Se puede ser Okupa puntual, Octavio? Se puede, se puede.

Esther García Llovet promete misterio y entrega disrupción. Es como un momento atrapado en el tiempo. Como una isla construida fuera del tiempo y del espacio, con trozos de sociedades perdidas (Seguridad Social y “Comerranas”) o gasolineras y pitillos y billetes de cincuenta y un abogado que no es más que un icono, un referente, un macguffin… como la promesa de una cerveza fría o un dulce de leche de pantera. Leo a mi querida Aloma Rodríguez. Leo a mi admirada Mariana Enríquez y me doy cuenta de que los efluvios de los ochenta se pueden mezclar con los bitcoins, fiestas y recitales, novela negra, microdosis, El Saler, Vicente como un personaje sacado de una película de David Lynch ambientada en un parque de caravanas. NO, Octavio, no has entendido nada. Las caravanas para los americanos, estamos en Valencia, cruising y paella (no arroz con cosas), una piscina de madrugada, el mar antes del amanecer, los peligros de las fosas sépticas, la Navaja de Ockham contra los extraterrestres… me cuesta respirar, díselo a Tina Turner, a las psicofonías de Madonna en un hotel en primera línea. Es fácil edificar, pero complejo tirar abajo lo construido. Es como hacerse un tatuaje. La primera línea de playa, la monstruosa primera línea de playa y los mosquitos, como proteína potencial cuando los extraterrestres se lleven todos nuestros recursos.

Todos en el camping comen. cartones Es un buen resumen. Sobre la playa flotan los muertos. En el agua se ahogan los vivos. Un libro notable.

Algunas palabras sobre “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez (Anagrama,2024)

Citas de Jack Kerouac, de Cormac McCarthy, esencias de Clive Barker y el más acuoso de los recuerdos de H.P Lovecraft. Algo de Liliana Colanzi, Guadalupe Nettel y Marina Closs (aunque las veo más la influencia de la lectura de Mariana en ellas que ellas en la Enríquez), el látex del Dr. Alderete, las cumbias negras, las canciones de Rosario Blefari inéditas, Polly Jean. El hijo de Henry Lee. Un libro magnífico, en ese terreno del cuento, del relato, del ambiente y el instante, de la sugerencia, del terror implícito que utiliza elementos clásicos, repetidos, pero renovados, eso es “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez.

Mis muertos vivos: los monoblocks como la canción regurgitada de Charly, de Sui Generis, donde Samalea tocaba la batería, entre pachanga y sueños. Esos barrios de Buenos Aires perdidos, atrapados entre lugares de geometría euclídea, diseñados por arquitectos adictos a la absenta, madre, hija, madre que es un fantasma abuela o quizá no, no lo sea. El morbo sexual queda empañado entre fantasmas. El espiritismo y Arthur Conan Doyle, entre merca y mesas voladoras, sociología del secuestro express, leo las crónicas de los montoneros. Ya hablamos de aquella rendija que llevaba a los muertos deformados y a los cadáveres frescos de vuelta, “Aterrados” de Demián Rugna, ¿lo recordáis? Barrio de casas bajas, como cantaba Andrés Calamaro en 1989. “Es la televisión Mari, métase dentro”.

Muerte y la enfermedad, antes o después. Los niños a los que se les explica qué era el cielo. Esto sé que es distinto: las niñas, su ropa barata, maquillaje y gestos, absurdos, tribales y urbanos: “Capturan con la foto, con el móvil muerto de una muerta: subirá a una de esas cuentas de personas fallecidas que nadie cierra”. Obsesionado con los muertos de Facebook. Con las cuentas de correo de los muertos. Llenándose hasta que rebotan los correos masivos. El ladrón: “Es fácil pensar con ética cuando lo que amamos no está en peligro”. Usamos hipnóticos y el tabaco. Y pienso, Mariana, que mi hijo cumple años el 23 de diciembre. Esa celebración de cumpleaños, torta y adornos. El resto del mundo ya no celebra su cumpleaños tanto como antes. Nadie abrió la puerta. Todos somos culpables. Podría buscar ejemplos en el cine y en los libros. Ya ha sucedido antes. Si alguien te escucha, todos acuden a ti. Recuerdo, Mariana, la definición de Federico Luppi en el Espinazo del Demonio: “¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizá algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. También podría ser personajes no jugables en un videojuego. La mínima inteligencia, un bot de respuesta de atención al cliente en una web de venta online asiática.

Los pájaros de la muerte: recuerdo a Suárez, a Rosario Bléfari, cantando aquello de “Río Paraná” en un disco que publicó Zona de Obras. Y Rosario, que lleva demasiados años lejos de aquí, lejos de todo. Lugares inhóspitos, larguísimos viajes en autobuses de línea, revisar a algunas de mis últimas cuentistas, la asfixiante naturaleza, como las de Emilio Dueso, los lugares pantanosos, Providence, Maine de Stephen King, Nueva Inglaterra, Galicia, Edgard Allan Poe, todos los secretos del gusano, De Vermis Mysteriis, luego volveremos a ello. Lugares donde los fantasmas se revuelven, enfermos, hacia el encuentro con los vivos, pájaros y personas… un cuento que nos deja sumidos en la duda, ¿pero acaso importa?, ¿y si fuera al revés?, ¿y si tú, que me lees o yo, que te escribo, fuéramos, en realidad, personajes, invenciones, encarnaciones de Mariana Enríquez?

 

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Algunas palabras sobre ANTE DIOSES INDIFERENTES de Iván Ledesma (Dolmen, 2024)

España necesita autores así. Necesitamos terror del terruño, de la regional cortada por nieve, necesitamos más Teruel y menos Providence. Que la despoblación nos mantenga peligrosamente desprotegidos frente a las hambrientas manifestaciones de la tradición. Este libro, Ante Dioses Indiferentes de Iván Ledesma nos ofrece todo eso. Y más.

Porque cuando uno piensa que ya nada le puede sorprender se encuentra con un manuscrito de terror, un regalo para un profesional, para un seguidor de Clive Barker, un heterodoxo del Círculo Lovecraft. Una narrativa multipista: moviéndose por lo cotidiano, las historias breves y ausentes de un pueblo de Teruel, un instante de aislamiento, la lucha entre lo pagano y lo formal… tenemos capítulos superpuestos donde encontramos una operación de encubrimiento, el Gobierno de España actuando bajo protocolos abisales, tenemos psicópatas y esquizoides, tenemos una plaga de ranas. Fuerzas dormidas, teoría de la Tierra Hueca, Julio Verne pasado de orujo, el Mignola de las primeras entregas de Hellboy y de la última A.I.D.P… tenemos esa esencia de libertad húmeda y fungosa que llegará cuando los derechos de H.P. Lovecraft queden definitivamente libres.

El espacio cercano, el rumor de viento que seca jamones, que atrapa entre Orihuela del Tremedal y Valdelinares, entre Roberto Heras y el vampiro Tristán que, con tanto gusto, dio forma Javier Romero. Claro, ahora pienso en el cuento corto que servía de secuela tardía al misterio de Salem´s Lot, ¿Te acuerdas? Se llamaba “Una para el camino” (One for the Road) que aparecía en “El umbral de la noche” de Stephen King. Dientes afilados en una ceguera de setas, humedad y hambre. Unos dioses olvidados, los abuelos de los abuelos de los Titanes.

«Un interino camino de Monreal del Campo, duerme con su mujer, están recién casados. Unas noches mientras él piensa en incorporarse a la rueda que va desde Zaragoza hasta el instituto todos los días. Ella le dice: “llegarán los hielos y las nieves, piénsatelo bien”. ¿De qué hablas, Octavio? En mis reseñas, en mi visita al Motel Margot siempre buscamos un espacio para los recuerdos. Creo que el autor podría situar a alguno de los personajes que vienen y no se van, algunos consiguen escapar, en la Mudéjar, entre capitales de provincia solo hay silencio. Y esos grupos electrógenos, que encarnan como nada el aislamiento. Perderte en Teruel es como hacerlo en mitad del océano. Pero puede que tengas mejor cobertura».

Un ayuntamiento, un cura, dos extraños, los ancianos, siempre esa población envejecida… la homosexualidad oculta, el alcoholismo funcional… más allá del potencial narrativo de la historia está la sensación de autenticidad que es lo que exhala cada página. Nos deja con ganas de más. De un apocalipsis de Mortinatos, de una estirpe de híbridos demoníacos, del despertar de otras fuerzas dormidas.

SUAVE BRUTA de ËDA DÍAZ (Airfono, 2024)

La música sin fronteras es uno de los últimos elementos nutritivos que queda en este mundo. No es globalización, son fotocopias y aburrimientos, demasiada velocidad pero sin tiempo para paladear la belleza. Por eso hay que saber tomar un momento de respiro. Escuchar a Ëda Díaz, con todos sus matices y ritmos, es uno de esos compromisos, del oyente con el artista, del artista con su público.

El disco se abre con “Nenita”, puro folk, con esa mirada al cielo de Violeta, a la electrónica de raíz, a escritoras de belleza narrativa como Marina Closs o Liliana Colanzi. Y utilizo páginas y cuentos, porque el animismo en el sur se mezcla con una melodía que mezcla tradición y modernidad. En ese amasijo de belleza, la candidez acústica nos asalta con guitarra criolla y caja de ritmos retro en “Lo dudo”, más un piano y unos dedos, percusión orgánica de club de jazz. Veneno y ron. Y el bombo de “Por si las moscas” va acompañado con notas de zumbidos sintéticos, como un canto de trepidación que se vuelve aséptico en “Olvidemos mañana”, menos de dos minutos, gemidos de garganta y, de nuevo, la percusión que sale desde el mismo corazón de la Tierra. En “Tiemblas” hay baile y hay recitado, sin contradicción. Estamos en el territorio de la cumbia, que puede ser hipnótica y con mensaje. Se acabaron el encajonamiento de otros tiempos.

Es que hay trap, es que no tengo lugares comunes para el vallenato, para el dance… y en “Dulce de mar” viene la parte de Nina Simone, el bolero que agrieta almas, donde acabamos todos por volver, contrabajo de alegría bajo la lluvia, como Andrea Echeverri, que es un río del que todos deberíamos beber al menos una vez en la vida. En lo profundo de lo urbano llega “Sabana y banano”, macarra y juguetona, de pereza lúbrica, bases sobre las que bailar despacio, cosquillas en zonas que se esconden como el jaguar en la jungla. La delicadeza minimalista de “Brisa” recuerda a lo más calmado de Silvana Estrada, donde la rítmica de orfidal y lágrimas mastica las palabras, como si se escurrieran hacia “Al pelo”, electrónica cochambrosa, un poco de Bomba Estéreo mezclada con los mejores momentos de aquel proyecto maravilloso que fue Pastora. Se acerca el final, suben las revoluciones, avisa el bombo a negras y llega Tutandé, como el momento de Marisa Monte cuando estaba en Tribalistas y las voces sintéticas sueñan con pistas de baile virtuales. El final Déjà vu, un poco de sabor, de sintonías abstractas… la señora, la señorita, vuelve a la Bruni o, más bien, a Jane Birkin, nos ofrece un poco del Barrio Latino pasado por los platos de un sound system averiado bajo los plataneros de un bosque que duerme.

Algunas palabras sobre Espía de la primera persona de Sam Shepard (Anagrama, 2023)

El final del camino, las últimas notas manuscritas, dictadas, el temblor de la muerte en las manos de Shepard. El ángel y la serpiente. Adiós, Shepard. Bienvenido al Motel. Shepard siempre esperando, siempre con los ojos más bellos de América mirando un futuro que se niega a alcanzar. Bob y Patti, los dos, escriben cartas, con sellos secos de saliva perdida. Shepard recuerda la América, la temporal y la espacial, en la que todo era más sencillo: sus padres, sus hijos. Él entre medio, a punto de unirse a unos, alejándose de los otros. Shepard en la paz donde no existen advertencias frente a los peligros potenciales porque el mayor está tan cerca que no puede huir de él. Es más fácil escapar de Alcatraz que de la muerte. Shepard en formato corto, él mismo viéndose en un juego de espejos a ambos lados de la carretera, el anciano que quiere aprender es él mismo, es la muerte, la muerte es él mismo, porque están dentro de él. Como si vida se hubiera concentrado en un único instante. En cien páginas.

Shepard se espía. Suspicaz. No sabe si es él o si es la muerte, si es un lacayo que compra la parca. Ella apunta con un lápiz un horario, la muerte no necesita lápices de repuesto. Con uno le bastará. En una mecedora vigila al que lo vigila. Podría levantarte temprano, casi con el amanecer, aprovechar las horas de los días que le restan. Pero no tiene fuerza. Duerme. Sabe que los inmigrantes esperan trabajo en una esquina. Ellos, que están vivos, que seguirán vivos al terminar el libro, miden el tiempo de otro modo.

Hijo de padre, padre de hijos. Ahora sacas las facturas que quedaron pendientes, sin pagar, cubiertas de humo: “No intento demostrarte que fui el padre que creías cuando eras pequeño”. Sin deseos, sin arrepentimiento. El hombre, Shepard, al completo, acude a una clínica, arena, cactus y cascabel. El infierno es un lugar helado, un romance en Durango, un absoluto de la vida, Pancho Villa, pipas saladas, Emiliano Zapata, la frontera, Allen Ginsberg, Alí… Lee Marvin bañándose en las aguas heladas para bajar la reseca, entre la prisión y el Valle de la Muerte, todos los hijos de Lee Marvin le sostienen, son iconos de la contracultura, a quemarropa con Angie Dickinson, una fuga, repito: escapa de Alcatraz es más sencillo que hacerlo de la enfermedad. Dos décadas en las que todo sucedió. Un año. La décima parte. No sucedió nada. Solo la muerte de Sam Shephard. Y Patti Smith pidiéndole el banjo para que la acompañe en Smells like teen spirit.

«Crónicas del tiempo. Cuando uno ha escrito sobre el mundo, sobre la explosión de todos los cambios, ¿qué queda ahora? Porches, espectros, pájaros, asumir o despedir el último día: jugar a la ruleta rusa contra el amanecer».

Persigue a un hombre incapacitado. Una silla de ruedas. Reducir los movimientos físicos frente a un observador astral, ¿Será Shepard protegiéndose de sí mismo? Tras Wenders y los ángeles… hoy, ayer, mañana, se ha cortado por completo el suministro de ángeles de la guarda y es Shepard quien tiene que hacer todo el trabajo. Caballos que escaparon hacia la muerte hace años, recuerdos que son ceniza en cualquier otro lugar. La mano de la hija es lo más real que podrás encontrar. Una habitación. Siempre una cama. Alquilar por una noche. La noche, el cuarto, el motel, el arenero, la biblia, la televisión encendida, el hielo en mitad de Arizona. Un cuarto ajeno para poder sentirse vivo. Una máquina de refrescos, el olor de la gasolina, el cielo azul, cegador. Víveres en un colmado, alubias, sardinas, café. Todo está en su cabeza. El trabajo.

Shepard y sus padres. Al final de su vida todos los personajes junto a los que respiró, los que convirtió en mitos, los que se olvidaron de fanfarrias y coyotes, todos se manchan. Shepard nos los regala. Consérvalos tú, Octavio. Me quedo con mis hijos. Con las manos, con los brazos, con el abrazo de mis hijos. Haz con ellos lo que quieras, me dice. Es como una gran caja de cartón llena de muñecos muy usados, figuras en la memoria de un niño que es un viejo, tocadas, manoseadas. Son buenas, las ha sacado de su blister, ha jugado con ellas: marionetas con una historia detrás. Pero ahora solo quiere los pedazos que le regalaron sus padres, esas memorias mínimas, papá, mamá, vendajes, aire, autopistas, Arizona. Pastillas, el instante de la muerte. No importa. Solo minutos y segundos. Estamos en el descuento. Su madre es lo más importante, recuperar su rostro un instante, la humanidad resumida en una bocanada. Luego, la nada, luego, solo él, el marido, el padre, el hijo. Sus hijos, sus hijos que reciben el dolor, que recuperan los intereses un millón de años después.

Una clínica en Mojave. Las serpientes de cascabel, no querer seguir, si hubieras calzado las botas de nieve en vez de las sandalias… ¿Y tus botines, Sam? En un año dejó de llevar la cabeza erguida, de poder limpiarse los orificios tras el baño. Él no sabe que los queríamos ser como él o queríamos que una parte de él se nos quedara dentro, ahora, ahora ya no sabemos muy bien qué hacer. Hijos y trabajo, edad y barba con canas, abstemio, sin tabaco, con barriga. Aún tenemos fuerza para escribir, para recordar su grandeza, para recordar el desierto, el motel, los ojos de Dylan llenos de maquillaje, los Stones, los beatniks y su vino barato, el combustible de los aviones, las congas de Allen Ginsberg, Patty y Joni. La Lange.

Nueve. Banda de amor. Las uvas están secas. La comida mexicana. Es el último viernes del último fin de semana de la vida y no tienes fuerza ni para llevarte un tequila a los labios. Ellos regalarían el mundo por un día más, pero no hay trato. La muerte y la vida son poemas que uno tiene que escribir solo.