Archivo de noviembre, 2023

Autoboicot y Descanso de Rocío Saiz (Primavera Labels, 2023)

El pop es confesión, es pop es un diario que registra entradas de 180 segundos. Condensar en tres minutos un año, un lustro, una semana, no siempre es sencillo. Este disco de Rocío Saiz editado por Primavera Labels lo consigue. Porque estamos acostumbrados a disfrutar de lo más básico, de la línea que une el baile con el sentimiento, como el tema con el que abre el LP, “Autoboicot y Descanso” donde Rocío se acompaña con el fraseo de TAURO, en un juego de espejos que no tiene nada que ver con género, solo es un instante de costumbrismo popular. Un poco de sintetizador macarra para “Déjate llevar”, con bombo a negras, mirándose al espejo, proclamas de pista de baile. Un curioso ejercicio que mezcla aquellos maravillosos discos de Pastora, con los metales orgánicos y una pizca de italo-disco. Aparece FUTURACHICAPOP y un piano elaborado, que nos lleva a una mezcla de rabia, donde la calma dura unos pocos segundos hasta que los zarpazos de las programaciones nos recuerdan que este material tiene neón y algún combinado, de amor y destilado.

“He llorado en todas las terrazas de Madrid”. Hay algo de punk romántico, de Emily Brontë con ganas de acid-house, buscar zolpidén o la tarjeta del gimnasio, como una solución que te mantenga dentro del cuerpo y el alma, con química o sin ella. Tiene algo distinto este “No estoy bien”. Hablar de declaración de intenciones no funciona ni como ironía. “Guapa y lista” comienza con un deje a lo María Jiménez pasada por las mejores máquinas de ritmos que te permite el siglo XXI. Juntas, Rocío y Chica Sobresalto, pasan por Mecano y encumbran el recuerdo de Vainica Doble, las favoritas de Carlos Berlanga y sus Indicios de Arrepentimiento. Puede que se me escape alguna cita. Pero esbozo una sonrisa pensando una maldad (venga, lo digo, Jordana B. mataría por un estribillo como el de esta canción. No se me enfade, por favor). Me imagino a Rocío Saiz con una americana tres o cuatro tallas más grande, mirándose frente al espejo y soñando con ser David Byrne (o, quizá, mejor Tina Weymouth), el amor después del amor, Claudia Puyó y los Miranda. Discos que escuchas una y otra vez, no importa el formato, solo la melodía. De “Arquitectura del afecto” hasta “Apegos feroces”. Uno intenta explicar las canciones mientras las disfruta.

Hace unas canciones que le hemos dado la vuelta al disco, ahora estamos en el dreampop de “Cuando te tengo a mi lado…” y dejo puntos suspensivos, se acerca la canción de la ceniza, del que espera luz en la ventana. Noches frías y mañana cálidas, justo en el momento en el que el frío de la capital hace que la calefacción del turismo nos devuelta la esperanza en la vida moderna. Rocío Saiz nos lleva a los ochenta, a los noventa en “Abyectas” y eleva el BPM hasta hacernos recordar que las canciones de Chico y Chica, las de Las Bistecs, incluso Putilatex, tenía un fondo de sentencia final y generacional. Pero tú, ¿para qué quieres un hombre de verdad? Alaska estuvo años buscándolo y acabó feliz con Vaquerizo. “Quedarse-acto revolucionario” es tecnopop de manual, introspectivo, frío y afterpunk, como una fiesta tropical en una playa del Cantábrico. Nos quedamos con un estribillo lindo, con las luces cruzando, como una mirilla en busca del primer muerto que dejará de ser viviente. El final con “Ha llegado el momento de querernos bien”, es la soflama más pop de todo el disco, con sencillez orgánica, un pequeño cuento inexorable, que en su misma dulzura ya avisa de que nada irá bien al final, encontrar un póster de Joan Jett y arrancar esa mirada seria de Dave Gahan de la pared. Ya es suficientemente jodida la vida como para, encima, que estropee las canciones hermosas. Como las de este disco.

Algunas palabras sobre Tal vez soñar (y otras historias de la dimensión desconocida) de Charles Beaumont (El paseo editorial, 2023)

Una recopilación imprescindible, una sucesión de cuentos nutritivos, de mitomanía histórica, de situaciones excitantes, de momentos mágicos. Este libro de Charles Beaumont es un viaje en el tiempo, a la pureza de la ciencia ficción y el terror, a las películas de Roger Corman, a la Dimensión Desconocida, a las fuentes de las que bebieron con devoción Stephen King y Philip K. Dick. Antologías de Bruguera de principios de los ochenta, futuros inexplicables, probabilidad anticipatoria inocente, sueños atrapados en ámbar… y, un poco, que ya es mucho, de Edgar Allan Poe y H.P. Lovecraft. Por un lado, Ray Bradbury, por otro William Shatner recitando el “Rocket man” de Elton John.

Cuando en la revista Playboy publicaban relatos muy adelantados. No vuelvas a decir que solo lo compras por las fotos. No te creeré. Sueños dentro de sueños, medicina, psiquiatría primitiva, un sabor a sustrato básico, una inocencia equívoca, naves espaciales de cartón, seriales radiofónicos y naturaleza salvaje: “La selva”. Luego llega la leche natal del primer Stephen King, “Es imposible tener todas las cosas” o el terror fungoso, mutante, de John Carpenter, revisando a Lovecraft (pero más limpio) en “Fritzchen”.

Paradojas temporales en momentos donde la Segunda Guerra Mundial está todavía muy presente y la muerte de Hitler, del bebe Adolf, comenzaba a ponderarse como base para los viajes en el tiempo. Y es que estamos hablando de relatos de los sesenta… terror de Roger Corman, de la Dimensión desconocida, del cuatro de noviembre de 1960, en el magnífico “El hombre que aullaba”, semilla del giallo italiano, del terror cátaro, del misterio templario.

«Hank enamorado de un coche. Veo la serie Gen V y sí, claro, volvemos a King y a BUICK 8 o a Christine y me vas a decir que no hay nada similar. No había nada similar hasta entonces, hasta Beaumont. Pensad que “Un caso típico” se publica a la vez que el primer sencillo de Elvis y los dos siguen sonando modernos».

“Punto de reunión” es un cuento bello, una distopía con vampiros, no es que sean novedosos, es que está muy bien escrito y es el primero: ya lo has visto, leído, incluso jugado (y lo hiciste con cartuchos y con diskettes…). “Canción para una dama” es otro episodio de la Dimensión Desconocida, de 1963, pero esta vez parece una mezcla entre “Cocoon” y “Titanic” y tiene una literatura detrás bellísima, hacia un mundo que termina, el reflejo del amor como algo cíclico e inmortal.

La paranoia del robot, del hombre sintético, deprisa, deprisa. Y el “Show gigante” que avisa de los peligros de las pantallas como medio para la conquista. ¿Quién necesita extraterrestres cuando tiene poderes fácticos? Inocencia de la ausencia de internet, de las pastillas, las anfetas, la química. Y luego un cuento sobre la gente bella, la obsesión por lo físico, la juventud, la belleza juvenil. Faltaban unas décadas para la cirugía plástica, pero algo menos para las luces en las muñecas de “La fuga de Logan”.

Más terror pulp con la soledad como protagonista o como detonante en “Tierra gratis”. Un cuento corto como “Dr Silk, mago” por el que hubiera matado el Bob Dylan de “Desire” o que serviría de inspiración a Cormac McCarthy con su “Meridiano de sangre”. Si antes hablábamos del hombre sintético, del replicante, con el Test de Turing muy cerca, los primeros avances de la IA, con los hombres nuevos, de cables y chispas: ¿hay alma ahí dentro? ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?

Un curioso ejercicio, el de “Suena el clarín”, un cuento sobre toreros, que podría cambiar México por España y el torero por el sparring de un combate de boxeo amañado. “Los nuevos vecinos” es el cuento más oscuro del libro y sería carne fresca para un guion de “American Horror Story”. Malvados por aburrimiento, por tenerlo todo. El sueño, las dimensiones paralelas del Círculo Lovecraft en “Träumerei” o en el que aparece Robert Johnson y sus guitarras de un dólar conseguidas tras un pacto con el demonio, en un cruce de caminos, donde la heroína, el alcohol, el blues y el jazz se mezclan con “Night ride”, un ejercicio sobre la fatalidad en un remanente agónico de cultura beatnik y noir francés. El final, el final, es un aullido, es la agonía del coleccionista, un sonido, una víscera. La verdad absoluta.

Inquietante y magnífico. Como encontrar los evangelios primigenios. Disfrutar con un autor que demuestra una narrativa magnífica, con todos los aderezos pulp y que el paso del tiempo y la tecnología no lo hacen perder su lugar de privilegio en el mundo de los sueños. O las pesadillas.

Claridad y Laureles de Bum Motion Club (autoeditado, 2023)

Un disco de marca, un disco frío y sensual, macabro en su concepción, como rosas flotando sobre el agua, como semillas sintetizadas para explicar el amor. “La muerte del mañana” con el que se abre el disco no recuerda que siguen ahí las baterías poligonales, con sus aristas de onda fría, recordándonos aquel momento ceremonioso en el que La Bien Querida se acercó a lo más orgánico de New Order. Seguimos con “Casi un buen día”, por favor, Octavio, te quieres aclarar. Son ellos los que van a lastrarme con melodías agridulces de teclado, un omento de tensión, una zona acordonada. Un poco de punk rock viene bien, sin salir del sintetizador, sirenas de policía, sirenas de mar, sirenas de amnistía.

Décima Víctima en “Deprisa, deprisa” sería una distorsión que no engañaría a nadie. Como en “Abismo”, dame una blanca, dame una azul, dame una sección rítmica que detenga el corazón de la ciudad. Jugar a esperar el aullido, ahora sí que elijo la “Azul”, mientras las sustancias esperan dentro de las recetas cuatro cuerdas de bajo mancuniano. La soga sobre el terreno, las malas yerbas solo harán que el Gólem se deshaga, enfermo de amor. Qué reflejo de noche, silenciosa en las voces, un momento para el “Interludio” y llegamos a “Sangre”, donde el color de los cristales tocando sobre la guitarra son parte de la agonía que surge de una garganta indomable.

“La ceremonia” con los efectos de la voz helada que tenían los primeros Dorian, que escapan de Varsovia en llamas camino del final del mundo, bajo el mito de la ciudad sumergida, que conecta las prisiones emocionales de todo el mundo. Termina el disco con “Afecto y simpatía” con la Velvet Underground mezclándose con el glam enfarlopado de última generación, había tanta sangre entre los puñales que no sabíamos si el charco era herida o mar en la distancia. Unos sonidos arbitrariamente bellos suspendidos en el aire, como ámbar espumoso para el final de la noche.

Algunas palabras sobre Lento y salvaje de Ricardo Lezón (Plaza&Janés, 2023)

Ricardo Lezón nos habla. Lezón nos escribe. Nuestra respuesta es leer su «Lento y salvaje» editado por Plaza&Janés. Notar la iteración de la playa sobre San Sebastián, sobre Manchester. La playa de frío, la noche de sentencia, la manera el que la otra noche soñé que alguien pensaba en mí. Ricardo Lezón es una estrella del pop atípica, sus inseguridades evocan una belleza descosida, donde los únicos hilos básicos son sus hijos, sus mujeres, sus amigos de la banda. El tabaco. El humo de los discos. Sobre la cama hay un primer bajo, luego añadir electricidad y olvidarla, dos cuerdas más. ¿Ricardo, por dónde empiezo? Ese, Octavio, es tu problema.

 

El desorden en la escritura es el reflejo del orden vital. Es la melancolía de los días frente al mar, el estar fuera de todo, aislado entre la nieve soriana o el bullicio de Ciudad de México. Bajar y sentirse una isla. Solo quedan las canciones. Y los besos dados y la ausencia de besos que faltan. Pienso en Subterfuge, en cómo nos rompió la cabeza en 1996. No tenía ni veinte años y ahora leo a Ricardo y no me reconozco, como no reconozco al Carlos que salía en las películas de Jess Franco. Es el Carlos Galán que se toma una caña con Ricardo Lezón, salvándose las vidas como buenamente pueden. Un libro, el de Lezón, que mezcla a Cioran con los diarios de un artista en el filo del fracaso, más bien del miedo al fracaso. Un libro lleno de colillas, de colillas en latas de cerveza, con un dedo de líquido caliente, mezclado con restos de cigarrillos, sobre los amplificadores de un local de ensayo.

Y los autobuses de Alsa. Zaragoza-Madrid o Bilbao-Madrid. Parecía, hace veinte años, que aquellas líneas regulares eran la perfección vital para los que no teníamos carnet de conducir y sí muchas ganas de aventuras. Los sueños de una vida a punto de entrar en erupción con los sueños que provocaba el cansancio, las horas en la autovía, en la nacional. Llegar con el hatillo lleno de ilusiones. Con el discman sin batería, con el walkman sin pilas. Algún colega que ya vive en Madrid. ¿Qué llevabas en aquel reproductor? ¿Era una mezcla de canciones o escuchabas el mismo disco en el orden pautado? ¿tenías ya uno de esos iPOd de 1GB? Parecía, verdad, Ricardo, que ahí cabía el mundo. Todo lo que te gusta estaba en su interior, en las entrañas de aquellos aparatitos. Pero Malasaña no era tu sitio. Recuerdo a Ursula y el Tanned Tin. Recuerdo que, en los viejos fanzines del cambio de siglo, escribíamos sobre ellos. Sobre las atmósferas brumosas. Sobre las acuarelas y los vacíos. Malasaña no era para nadie. Hasta Josele acabó con una acústica dando conciertos solo por Conde-Duque, sin escupir, ni mastica. Acabó, como todos, susurrando. Así se os escucha mejor.

 

El amor minuto cero. Lezón es de amores largos. Pero también de algún proyecto paralelo, de discos en solitario. Lezón escribe siempre sobre el mismo tema y suena distinto. Porque el tema tiene tantas aristas como esos poliedros inexistentes que se utilizan de ejemplo en los problemas de álgebra avanzada. Es melancolía exponencial. Y todas las aristas, todas las esquinas, todos los vértices, todos piden una canción.

 

 

 

Y leo el origen. Y todos partimos de lo mismo. De las cintas de los coches, de los padres afrancesados. Tú, Gilbert Becaud y  yo George Moustaki. David y Nacho publicaron las letras completas de Mark Kozelek y yo me compré un ejemplar. Y mi mujer, antes de ser mi mujer, se compró otro. Ahora tenemos dos en casa. Yo ni siquiera lo conocía, no conocía Red House Painters ni Sun Kil Moon. Noches en tránsito. Y venía con un cedé incluido. Un disco en directo: Find me, Ruben Olivares (Live in Spain). Lo busco. La penúltima canción se llama Tonight in Bilbao.

 

Me pasa lo mismo contigo, Ricardo. Quizá soy el único que me he puesto a leer tu libro sin haberte escuchado. He rebuscado entre cintas y recopilatorios, cedes que regalaban las revistas hace diez, quince años. Pero luego, sí, te he encontrado. Tú nunca morirás, “Cuando suene this night”, aquella tarde que vi el documental “Moz and I”. Era una canción bellísima. No paré hasta encontrarla.

 

 

Aquí estoy, sigo escribiendo sobre tu libro, sigo buscándote entre las canciones de las que hablas, entre los violines tristes y las acústicas que hacen callo en el corazón. Ricardo, de nuevo, disculpa, no te conocía y estoy escribiendo, también, sobre otras bandas que hacen que te sientas feliz: Joe La Reina, Tulsa o Invisible Harvey. Y las estoy escuchando. Pienso en escuchar tu disco en solitario. Lo pongo en favoritos. Prefiero seguir con los otros, con las canciones que te emocionan, las que son paño y son almohada.

Escucho, claro, “This charming man”, pero eso no cuenta. La llevo en el bolsillo (eso es literal, llevo un llavero con esa inscripción que me acompaña siempre), y, cuando ponía música en el bar de un amigo, un amigo que ya no está, en el bar de Sergio, cuando aparecía mi mujer (ella sí que está), siempre la ponía. A ella le encantaba. La guardaba hasta el final de la noche porque muchas veces mi mujer no aparecía, pero siempre terminaba poniéndola. Era un cedé recopilatorio. Llevaba todas las buenas. Todas eran buenas, en realidad. Pero así pasaba que no tenía miedo de que no hubiera noche suficiente como para poner una de The Smiths. Creo que, leyendo las páginas de tu libro, a ti te ha pasado algo parecido más de una vez.

 

«Amigos que son canciones, canciones que son para amigos, salas de medio aforo, seguidores desconocidos frente a los que te quedas callado, con un poco de vergüenza por su animosidad al conocerte. Esperar una cerveza o dos para que te ayude a responder con la misma alegría lo que te están regalando ellos. No eres maleducado, eres vergonzoso».

 

Un ordenador afónico con unas maquetas, como si cada canción fuera el boceto tembloroso de toda una vida. Pero hay algo de magia, Ricardo, porque las canciones y la luna son parecidas, vuelven y vuelven una y otra vez. Y no hacen falta aullidos ni lágrimas, ni siquiera rezar, solo esperar el tiempo suficiente. Y la melodía, apretar los dientes, los dedos sobre las cuerdas, la nieve sobre Soria… Quizá algún día nos conozcamos en persona y pueda contarte cómo descubrí que Peter Handke había vivido en Soria un tiempo, huyendo de los ángeles o buscando otros o quizá, si nos hacemos amigos, amigos de verdad, te hable de mis sesiones semanales peleando contra la ansiedad anticipatoria, a cincuenta euros la hora y de cómo mis amigos se fueron a Burdeos, con todos los gastos pagados por el sello de Dominique A y Yann Tiersen para cubrir su concierto y yo, el que grapaba el fanzine, me quedé en Zaragoza, con las benzodiacepinas y las botellas de agua caliente.

Rincones de arte y hamburgueserías. No tocar la música, la música es sagrada, como el balón, decía “El Diego”, maquetas y demos, grabar con Paco Loco, verle la raja del culo a Paco Loco, poner la misma cara que pongo yo cuando voy al taller mecánico y me hablan de lo que falla en el coche, poner esa misma cara cuando Paco Loco te ofrecía sus amplificadores, sus previos y sus compresores.

 

Yo te he acompañado a lo largo del libro que es, otra vez, como ir recibiendo tus cartas, sin serlo, desde una baraja gastada con la que juegas a algo que desconocía. Los años desordenados son, para un escritor, todo como un desagradable incidente, un oyente que pone la canción en orden desordenado. New Raemon, Proyectos paralelos (Viento Smith, solista, David Cordero -vuelvo a David, al que una vez pedí una versión de Leonard Cohen-, bandas sonoras… recopilación de rarezas). Tus hijos, mi hijo, el Burger King. Se hacen mayores cuando tienen más hambre que ganas de abrir la caja por el regalo. Es otra manera de medir el tiempo.

«Un zolpidem me vendría genial. Son las dos de la mañana, he tomado mucho café, me muero de sueño, pero no voy a poder dormir tranquilo. Tengo tebeos sesudos y novelas de tipos delgados hace treinta años. ¿Te acuerdas de Irvine Welsh y Bret Easton Ellis? Qué jóvenes éramos».

Mujeres con nombre como luz y sol. Mariposas, dejar de fumar, el frío de la calle La Palma. Esperar que comience la presentación de tu libro en la Arrebato. Qué delgado salgo en las fotos. Muy poca gente, claro. El abrazo de un amigo, pagar la cena, no preguntar, más guitarras, Gualberto (un segundo solo). Volver a Valencia. Pensar en David Bowie. Aquel libro de Rafa Cervera que imaginaba el viaje de Bowie en 1976 a Berlín, pero en vez de Alemania, Iggy y él se van a la ciudad del Turia. Los libros del Casco Viejo, las de tebeos de segunda mano junto a los restaurantes chinos y las tiendas de pirotecnia, la pólvora, el Deluxe, el Roxy. Empezar el concierto con un recitado. Una declaración de intenciones. Fosforescente. E-bow y saturación.

 

El FIB, el Tanned Tin. Tomo media docena de pastillas de Zaldiar en los días buenos. O en los malos. Gracias a Dios soy funcionario y quizá, solamente quizá, escriba una novela, Ricardo. Huesca. Bonnie Prince Billy en Huesca. Todos los garitos chulos de Huesca los han abierto después de que dejara de ir. Seguro que te gustan los Kiev cuando nieva. Son de allí, hacen canciones donde el espacio y el silencio son belleza y melodía. Y llegará Madrid y llegará la sala, y se llenará o no. Pero seguro que se vaciará después del concierto. Y eso es parte de la vida, de la música, de la escritura. Algo simple e inamovible. El amor de un hijo y la sala vacía después de un concierto.

 

Leer a Cioran y Claudio Rodríguez. Volver a barajar las cartas. Formentera y Getxo. Recordar el día que grabaste “Un rayo de luz”, el día que acabaste este libro, el día que se grabaron sobre ti las armonías de la vida. Recordar el día que yo acabé de escribir sobre tu libro.

 

Sobre Gamópolis de Jaime Oriz y Jorge Omeñaca: una entrevista a sus autores

Esta semana, en Zaragoza los fotógrafos Jaime Oriz y Jorge Omeñaca inauguran “Gamopolis”, una exposición para reflexionar sobre los modos de vida actuales a través de la fotografía y la arquitectura. La muestra durará del 24 de noviembre al 6 de enero de 2024 en el Colegio Oficial de Arquitectos de Aragón, en Zaragoza y cuenta con 70 imágenes con las que crean una nueva ciudad a partir de elementos urbanos similares presentes en casi una docena de ciudades como Zaragoza, Huesca, Barcelona, Madrid, Valencia o Málaga.

Aprovechamos para hacerles algunas preguntas y reflexionar sobre la ciudad y sus habitantes:

En “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino hay varios capítulos dedicados a las “Ciudades continuas”. El libro está escrito en 1972, pero ya hay un texto que dice: “Puedes remontar el vuelo cuando  quieras, pero llegarás a otra Trude, igual punto por punto: el mundo está cubierto de una única Trude que no empieza y no termina, cambia solo el nombre del aeropuerto”. No son ciudades donde el aeropuerto importe, pero sí la idea de unificación provocada por la estética del videojuego. ¿Qué habéis descubierto al poner el foco en la idea del paralelismo videojuego/ciudad? ¿Hay una unificación del espacio urbano o, más bien al contrario, nos encontramos con la idea de Ciudades-Estado, cada una con su propia misión que cumplir?

Gamopolis es una ciudad inventada y a la vez que existe; es una visión construida a partir de retazos de una docena de ciudades españolas. Ahí está Zaragoza y está Madrid; está Segovia, Marbella o Las Rozas. Pero uno cuando pasea por Gamopolis, no sabe en cuál de ellas está. Podría estar en cualquiera o en ninguna.

Iniciamos el proyecto con la idea de retratar la arquitectura “gamificada” en barrios residenciales de nueva creación. Con el tiempo, hicimos incursiones en otras áreas urbanas no residenciales: zonas comerciales, de oficinas, parques logísticos, o edificios públicos. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que esas mismas estrategias constructivas que habíamos visto repetidos una y otra vez en los barrios residenciales eran replicadas también en estas zonas. Recursos tales como el uso de juegos geométricos en fachadas que evocan a la estética de ciertos juegos o videojuegos, o combinaciones cromáticas de vivos colores que a menudo rayan lo infantil. En la exposición se pueden encontrar composiciones que recuerdan al juego del Tetris, al Backgamon, a un tablero de damas, o a los juegos de plataformas de Super Mario.

No hablaríamos de un espacio urbano unificado, sino más bien de una serie de prácticas o estrategias arquitectónicas que nosotros hemos denominado “Gametecture”, que se replican de unas ciudades a otras, aunque en diferentes grados. Tampoco nos gustaría hablar de ciudades-estado. Ese concepto comportaría abarcar una dimensión más amplia de la ciudad, política, económica, de organización administrativa. En nuestro proyecto nos centramos, principalmente, en las formas de vida o del trabajo.

IAIN SINCLAIR. VIVIR CON EDIFICIOS Y CAMINAR CON FANTASMAS: este es el libro, empastado con Alan Moore o Ballard, una visión del Londres muy John Constantine, con la maldad y la enfermedad supurando de las viviendas de construcción oficial. Leyendo a Ian Sinclair, mentor de Alan Moore en su figura, leyendo cosas sobre PASEANTES, FLANEURS y PSICOGEÓGRAFOS, libros que hablan de la psicogeografía, la manera en la que la ciudad piensa y cómo actúa sobre el que la habita. ¿Podría ser esta exposición una versión, una mirada, algo conectado a este tipo de estudios?

La apreciación es acertada. Para Sinclair, los Flaneurs serían algo así como individuos que recorren la ciudad a pie guiados por su intuición, intentando, mediante su observación personal, extraer algún tipo de significado o simbolismo en el paisaje urbano que recorren. Y lo recorren en toda su amplitud, pero se fijan, sobre todo, en pequeños detalles que pasan desapercibidos al paseante común. Es a partir de la disección de esos detalles, a partir de “mirar” la ciudad de un modo diferente, cuando le hallan un cierto sentido. Cuando la “significan”, a su manera. Hay un acto artístico en ese hecho. No lo habíamos pensado, pero sí, también se podría trazar un paralelismo con la ciudad de “Desde el infierno” de Moore, con ese recorrido que explica su historia. Obviamente no hemos entrado en esos elementos esotéricos, pero esa visión oculta que comentas, resulta interesante.

Podríamos decir que Gamopolis es fruto de una observación del tipo Flaneur. Durante un año hemos sido dos tipos que salían con su cámara a hacer fotos por la ciudad (por las ciudades), fijándose, sobre todo en pequeños detalles, o adoptando encuadres poco convencionales, para luego, a partir de la disección de esos detalles, de la reflexión y la puesta en común, encontrarles un significado. Configurar una visión personal de la ciudad construída a partir de la observación y del paseo. Hay un poco de paseo, también, y de descubrimiento en cómo está planteada la exposición: un recorrido que se completa en 8 salas, con sus recovecos, sus callejones sin salida, y sus sorpresas. Como en la misma ciudad.

En cuanto a lo que apuntas sobre cómo la ciudad piensa y actúa sobre el que habita, hemos hablado antes del concepto de Gametecture (del inglés Game + Architecture), para hablar de este tipo de arquitectura “gamificada” (un término, por otra parte, que no existe). Juegos geométricos y cromáticos, principalmente en fachadas, pero también en interiores, tanto en edificios públicos, oficinas o residenciales. Elementos que nos hacen pensar en entornos alegres o agradables, comúnmente aceptados como “bonitos”, que supuestamente nos harán vivir mejor, trabajar mejor, criar una familia en armonía, cuando a menudo esconden un modo de vida en colonia. Vivo en un edificio aparentemente agradable y bonito, pero en un piso que es igual al de mi vecino; trabajo en una oficina moderna, colorista, en un entorno “amigable”, pero trabajo más de lo que me gustaría y tenía pensado. Y trabaja más porque lo hace en un entorno de este tipo, pero, ¿a quién pertenece ese tiempo, al trabajador o al empleador? Creemos que, en efecto, hay cierta psicología en la Gametecture. Lee el resto de la entrada »

ZEITGEIST de The Legendary Tigerman (Discos Tigre Branco, 2023)

Si uno piensa en Portugal puede sumergirse en la oscuridad de Mäo Morta, en el rollo eléctrico de cantautor de Pedro Abrunhosa o las nuevas hornadas como Calcutá y Best Youth. Pero nadie te prepara para algo tan maravilloso, seductor y oscuro como The Legendary Tigerman, el seudónimo tras el que se esconde Paulo Furtado y que entrega un disco colosal como este ZEITGEIST.

Por las bases agónicas y el susurro de Asia Argento, la hija de Darío, con ese rollo a los Death in Vegas, con los chasquidos de Good Girl, para eso no te prepara nadie, de verdad. Y es solo el primer corte, porque los espumarajos de guitarras asesinas de Losers, en el que lo acompaña Anna Prior, es como una versión descarnada de los duetos de Gainsbourg&Birkin, pero con una esquizoide Lydia Lunch disfrazada de la batería de Metronomy. Este es un disco internacional, un disco que pide imágenes y pide pista de baile en un club nocturno cerrado hace veinte años.

Se notan en los temas la influencia del punk de Gun Club, el pantanoso hacedor que guiaba a The Cramps, pero también hay blues de intersección diabólica, de esa que ha dado tanto de comer a Nick Cave, que nunca olvidemos, grabó esa perversión de «Foi Na Cruz» en su disco “The good son” y que “One More Time” es como una súplica añadida, con Delila Paz de Last Internationale haciendo un fraseo sacado del más oscuro abismo, del libro apócrifo de oraciones de Nina Simone.

Claro, si un tema se llama “Ghost Rider” y tiene esos sintetizadores afónicos, asaltando el cerebro con la fuerza de la química mal cortada, uno, con las pocas neuronas que le quedan a esa hora de la vida, tiene que pensar en Alan Vega y su Nueva York de jeringuillas usadas. Un recitado de Jehnny Beth de Savages con el que se abre “Everyone” te hace extrañar una manta o un katovit, o las dos cosas, o ninguna, con esos ambientes de sintetizador, que son como el ozono que respiras antes de la llegada de la tormenta. Pero esta no parece llegar, solo hay un poco de mañana, “New love”, con teclados amañados en la carrera de los narcóticos Depeche Mode. Cuando has visto a tantos fantasmas repitiendo rituales y consigues que uno de sus bailes te emocione, es que algo estás haciendo muy bien. Belleza fría, belleza sintética, Best Youth, nos lleva hacia los neones más orgánicos que se pueden obtener de unas máquinas. Más y más, seguir buscando.

Bright Lights, Big City un blues fantasioso, de payasos malvados salidos de las pesadillas orquestadas por Baladamenti para David Lynch. Un pantano pasado por los fríos ecos de los cables, con una explosión de electricidad y percusión que hace que todas las luces se iluminen. Menos las de los callejones donde se pierde el control. “Keep it Burning” tiene un punto mucho más épico, de los noventa sacados de un supermercado digital, de una gira mastodóntica, con unos violines colocados con mucho gusto. Y esa voz de Sarah Rebecah, como una CC Catch escapada de un hotel para corazones rotos. Si hablábamos de las malas semillas, en “Once I Knew No Pain”, con las cuerdas llevando hacia el arcoiris de la toxicidad, es el momento más Nick Cave del disco. Una balada de crooner oscuro, con la voz de Calcutá restando al dolor, un Scott Walker, un Jacques Brel esperando a la muerte fumando. El cierre con “Will we be all right?”, como un poco de aire, una bases de spoken word, unas últimas palabras. El final que es solo un principio. Todo el abanico de las maravillas del gran rock alternativo adulto, de la poesía eléctrica.

The Legendary Tigerman, uno más en la apasionante sesión de vicio, para fantasmas y vampiresas, en el eje Berlín-Los Ángeles. Aunque pare por Lisboa buscando una blanca Navidad. Disco del año internacional.

Todo va hacia el mar de Fin del Mundo (Spinda Records, 2023)

Después de varios dobles sencillos y EP´s de adelanto, la banda argentina Fin del Mundo nos ofrece por fin su largo, que acumula referencias de guitarras narcóticas y trepidación ambiental. Nada de sueño porteño ni impostura: explosiones en el cielo y la poesía de Alfonsina Storni para demostrar que su propuesta resulta realmente nutricia. Las densas guitarras con las que abren “La noche” son acuciantes restos de la verbena que dejó La Plata en las últimas décadas.

Recordando los momentos más ruidosos de Rosario Blefari pasan a “Las flores” que, con esas percusiones Mo Tucker, como en un San Valentín repleto de sangre, acercan a Srta. Trueno Negro en esa colaboración opiácea que se ha organizado junto a Jota. En los dibujos melódicos de “La distancia” recuerdan a los primeros Victoria Mil (cuando aún se llamaban Victoria Abril). No hay sucedáneo que valga, todo el mundo habla de El mató o de 107 faunos, pero a mí “El fin del mundo” me trae de vuelta los discos solistas de Colombina Parra, con esas atmósferas a lo “prayers for rain” y el resto de las canciones del palo, que se extienden como una gran mancha de aceite, a punto de convertirse en fuego en mitad de la noche.

Me enamoro de “Hacia los bosques”, con el bajo Peter Hook, con un texto que podría ser una fotografía de Sara Facio. La sección rítmica de Fin del mundo, Julieta Limia&Yanina Silva, hacen de la estática un arte sobre el que construir los dibujos de las guitarras de Julieta Heredia y las letras de Lucia Masnatta se abren paso en el punk melódico de uno de los sencillos de adelanto “El incendio”, donde los arreglos parecen resplandecientes sonatas sobre el cielo. Es casetero el registro magnético, como “El próximo verano”, con breves notas de teclado, un movimiento de ajedrez hacia el baile, el día que conocí la música de BARBI RECANATI o el que abrí por primera vez “Su parte de la noche” de Mariana Enríquez. Una banda que, como en “Desvelo”, es capaz de una hipnosis profunda, de una manera de tejer con nylon y amplificadores que arrastra, sin miedo, hacia, como diría la mítica Pequeña orquesta Reincidentes, “Más allá del mar”. Y perdonen por el guiño fácil.

Desde finales de noviembre estarán girando por Europa, con primeras paradas en España.

Algunas palabras sobre El pájaro y la serpiente de Borja González (RESERVOIR BOOKS, 2023)

La tercera entrega de las tres noches. Para mí solo una. Para mí son los colores y la vida. La noche y la muerte. Una estrella en el cielo azul, una estrella tapada por el color. No hay ojos que vean lo que sucede en las viñetas como tampoco los personajes nos miran, obligándonos a suponer que es un sueño lo que se desliza frente a nosotros.

El azul y el verde, el confuso Mignola, las historias de Carmilla contadas por Juanjosé Plans en las medianoches de los domingos, el lugar donde se termina el mundo, la ínsula de un sueño sin fruta, la corza blanca del Moncayo, arrastrando un pañuelo hacia la sangre. Los que no montan a caballo no se muestran como huidos ni como rescatadores. El cementerio cubre la tierra de muertos, llenando todo de silencio, el brazo arañado, el pesar se desliza, es una pesadilla detenida. Una polaroid imposible que se repite página tras páginas, en una mixtura de esquema formal, de viñetas mate que eligen el camino sensible en cada doblez. Frente al pájaro primero, frente al árbol desnudo, allí está el cero.

Y el que ama construye el laberinto, el que es amado cierra las esquinas y no se reconoce en las pistas. Sigue buscando su corazón entre los cementos del mundo. Hay elementos básicos que acompañan: el color del agua en la noche, en la muerte del ahogado, qué belleza hay en cada una de las letras de la palabra tísica, en el cuerpo recuperado, quemado el color sobre el recuadro, de pronto el despertar te recuerda que es una viñeta. Está tan oscuro el fondo que es difícil reconocer algo más que el final de la vida.

«La muerte es un desagüe y la burbuja sobre la superficie el aviso de un fracaso. Aquel animal que solo quería alimentarse me encontró, era yo el único testigo de la aparición, del retorno más bien, del otro que emergía, exactamente igual, necesariamente igual. Un breve fondo de óxido acuático, liviano, pero perceptible, es consecuencia directa de la ausencia casi total de cualquier cosa alrededor».

Al caminar tambaleante el recorrido inverso, el espejo que miente, diestra y siniestra. Borja nos oculta algo. El fondo de las luces es más una promesa que una realidad. Así, que, al abrir la puerta del castillo no sé si el reloj funciona de la misma manera que lo hace en mi lado del papel o, si ahora, el tiempo se ha empeñado en ejercer de demiurgo entre el dibujo y mi aire, volviendo la sangre al pie después del corte con el vidrio, como una metáfora del reloj y la tierra, como un antiguo videocasete rebobinado en vida.

«Matilde, Teresa, el enano o el deforme. Una vela encendida que no ilumina, su color es blanco. Blanco vela, claro, o blanco candelabro, blanco vencido frente al blanco puro, que detiene el espacio, que moldea el ambiente a su gusto».

El golpe, el olor, el sentido. El cristal del que ya os he hablado antes, seco de sangre, sediento de sangre, es un resto del dolor en un día sepia, poesía para Manuel, gardenia para el cadáver, el hedor, las incontinencias, el naufragio. Qué bello es el uso de uno solo de los sentidos, ahogar le resto, seleccionar solo aquel que nos ofrezca el botín más agradable.


«El reparto de los sexos acaba trayendo repeticiones y la piel húmeda se seca en las manos y las manos se vuelven a humedecer y la piel elige una forma distinta y tras el envite las derrotas se gestionan de manera más animada. Es ley de vida».

Muerte que impregna la poesía, la enfermedad que atrapa al arte como los perros cazan al jabalí mugriento. Uno no sabe dónde está la podredumbre hasta que la mancha los bajos del vestido. Si es el interior o la casa de los jardines grises y crujidos. Cruje el prisionero cuando se da cuenta de que tendrá que escapar del cuerpo y de la casa. Hembra que esquina la flecha cuando ve la oscuridad cubriéndolo todo. Es cuestión de disciplina.

Disciplina porque esconde su mirada de otras miradas en el mismo lugar donde la luna se esconde. Pero, a pesar de todo, la tinta se eleva, como queriendo dar color a las pesadillas y a los muertos. Pero ninguno quiere polea, nadie quiere ayuda, quieren permanecer ocultos, ajenos. Aquellas historias de la radio, los domingos, a la medianoche, el gusano blanco, Sheridan Le Fanu, niñas jugando a ser vampiros, vampiros jugando a ser personajes de un tebeo. Hay una violencia entre la que es necesario convivir y violencia entre los que buscan un premio, una mano familiar y amiga sobre el hombro. Pájaro azul sobre fondo azul. Oscuro sobre tibio. Una máscara vacía, un cuadro de ojos muertos. Ella lo dice: “Las cosas más brillantes se esconden en los rincones más oscuros”. Un disparo, una bestia. Secretos de familia. Un cazador retenido por sus presas. Tan lento en su borrachera que los animales del bosque lo dejan vivir y, cada noche, le ofrecen el mismo vaso y el mismo vino malo para que se embriague y comience el mismo espectáculo, el mismo teatro y baile para ellos y ridículo, intente escapar, y ellos lo permitan y vuelta a empezar. Noche tras noche le niegan la muerte.

Porque la muerte se reserva como un bien preciado en el interior del castillo, en los jardines donde se encuentra la belleza con la que maquillarse. Una hermana fabrica tuertos y la otra, silencios, hasta que escupe su soledad a través del hedor corporal. Matilde y Teresa. Y la espera. El hombre, los hombres. En ausencia de hombres la carne falta. En ausencia de hombres el monstruo es el mejor amante, el cuento, un sueño. El beso, un escenario. Cuando la bomba nuclear caiga todas las doncellas disfrutarán de un domingo infinito.

«Un ojo desaparece, un ojo tiene una escapatoria. Dejar de mirar o mirar solo que es suyo, lo que es suyo se vio y se dejó de ver. Mujeres en el final de todo, donde la realidad recuerda un momento terminal, una hoguera en ruinas».

Todo despejado, es difícil distinguir escenario de realidad. ¿Qué vendrá? ¿Quién lo recibirá? Ellas preparan su cuerpo, su mente queda muy lejos. Máscaras que sirvan para comprometer vida y uniforme, vertidas de monstruo deforme, han visto pasar muchas antes que ella, ya se olvidó, ya se les olvidarán, ahora solo quedan los sentidos impregnados en los guardianes de la puerta. Pero parece la regla de un rey que nunca llegará, el pico cortante que usurparon a un demonio.

Matilde y Teresa. Te he prometido otro final. Uno en el que estemos juntos para siempre. Pero hace tiempo que la belleza es solo un envoltorio. Un lugar donde contener el amor y la lumbre. Azul de noche. Un lugar donde la noche es azul. Donde los relojes se detienen en las únicas horas que permiten sangre roja y noche azul. Y solo queda algo de desorden.

Algunas palabras sobre Me verás caer de Mariana Travacio (Las afueras, 2023)

Uno se acerca a un libro como este con curiosidad, busca engañarse con el título, sueña con Caballito, con El Tigre, piensa en Gustavo Cerati, pero acaba en una maravillosa sucesión de relatos enhebrados, cuenca a cuenca, en una edición bellísima realizada por Las Afueras. Las gemas se unen, chispean, amargan y cambian de color al frotar entre ellas, traspasando personajes y situaciones de una a la otra. Un tránsito de situaciones y sentimientos, con la mujer en primer plano; mujeres que Mariana Travacio coloca sobre un tablero sin compartimentos estancos, en un universo compartido de amenazadora cotidianidad y amago de ensoñación.

Con “Cansadas” la palabra clave es abadejo. Pescado de ración, pescado de alta cocina. Madre e hija, en una repetición adiabática de medias verdades, en el opaco discurrir de los días que siempre transmiten las playas argentinas en invierno (que es nuestro verano y viceversa), con esa manera de desayunar a escondidas, de alterar los ritmos para evitar el encuentro. El silencio es el mejor antídoto para la vergüenza. Moviéndonos de primera persona a narrador externo, de monólogo a tercera persona, llegamos a “Dónde está Montes”, el más porteño de los relatos. La noche es una espera en cualquiera de los barrios, desde Flores hasta Avellaneda. El alcohol es el mejor camino para entender la ausencia. La yuta, acabar en cana, cocinar un aburrido hervido. Ahora la palabra clave es choclo. Que mordisquea la protagonista. Una antigua promesa del tango, atrapado en el limbo del olvido, mientras ella, en su venta final, ofrece primero su vestido de novia y luego la ropa interior, los calzoncillos del imitador de Goyeneche, seguramente con bisoñé o pelo escaso, muy teñido de negro. Negro como la tinta que falla, la que no puede ser indeleble. “¿Dónde estás, Montes, que me dicen que apareciste y no te encuentro?»

Uno de los mejores relatos del libro, en esta campana de Gauss emocional que es “Me verás caer” es “Rosas buenas”, un círculo de pasión y tristeza. Me emociona la narrativa tan efectiva. Maestra de las distancias cortas, hoy se muestra sugerente, como la protagonista: resistente, vergonzosa, ilusionada… una simple semilla que crece, un momento de la luz, elegir un vestido. Saber que hay quien vende para olvidar y quien pone sobre la cama para recordar. Y una amiga, alguien, una voz que acompaña. Un encuentro, un amigo de felicidad. Un fósforo en mitad de la noche, con faso y champaña. Y la segunda cita y el segundo vestido. Y la cena. Lo que uno pide. Lo que uno pierde. Llaves, dignidad. Un volcán, una tormenta, una bomba, una casa que es la casa de la explosión y el extrañismo, llena de rabia y lágrimas.

Esa Blanca Nieves, provocativa denominación para el personaje, para el demiurgo del libro, ilusa o desesperada, cansada de la belleza, de la sensación de la vida como una cárcel de puertas abiertas, reaparece en mi otro cuento favorito del libro: “Últimos rastros”. De nuevo vida y literatura fundida en la historia. La literatura penetra como el veneno entre las rendijas de los escenarios y les da armonía y algo de sarcasmo. La búsqueda de lo que se ha perdido, el olvido de lo que no se puede olvidar. De Elena y Blanca Nieves, dos mujeres, otra relación, una amistad distinta. Como lo era la madre y la hija del primer cuento o lo serán la sobrina y la tía del último. Cada estadio es diferente y todo acaba siendo un juego en el que las piezas encajan con gusto y sapiencia. Dos mujeres junto al delta, un asado, la entraña, el bife, esos lugares de Buenos Aires que siguen siendo Capital, pero que, poco a poco, tienen algo de selva invadiéndolo todo, de pantano, de fundación mítica de la ciudad. Y la pareja que se acomoda, como hacen las piezas que solas obvian lo inexacto de su conexión. Desesperadas, vuelve el fuego mínimo, la chispa y el fósforo. Ya he hablado antes de eso. Un globo que, con helio caliente, se eleva hasta que la tormenta eléctrica, el huracán, todo se lo lleva por delante. Y solo queda el resto del asado, la tea gris, Blanca Nieves, almas solitarias, como esas ánimas que surgen del terruño y arden, metano puro, al contacto con la realidad. Y el deseo trae violencia y hay personas que han nacido para ser devoradas. Aunque sea por un huracán. Y Doña Elena, que buscaba fantasmas, acaba por convertirse en uno y Blanca Nieves volvió a la locura extrema, a los pelos arrancados entre las manos.

Y el final, con un Octavio y otra palabra clave, la gelatina. Dobla el tiempo, parte el tiempo. Ahora la historia es finalística. Hay en “y el río, tan manso”, inyecciones de morfina, dolores físicos, arrasadas memorias terminales. Doctores y enfermeras, tías y sobrinas. Y es que, cuando llega el final, uno no se da cuenta hasta que alguien apaga la luz y se lleva la bombilla. Así, te lo digo, Adela, no tengo una moneda más para el carrusel de la vida.

Copas de yate vol 1 de Quique González (Rock Records y Varsovia !!!, 2023)

Un disco de versiones, un disco de canciones bellas, extrañas, ocultas. Un disco donde la definición de eclecticismo es contradictoria: por un lado la selección de temas es tan variado que asusta (de Carlos Cano a Charly García existe un salto cualitativo que solo se mantiene unido por el liviano hilo del idioma) y, por otro lado, Quique González lleva todos los temas a su terreno, sobre todo en el fraseo, en la manera de interpretar. Eso sí, hay momentos de salvación tan pura que asusta. Para alguien como yo, ajeno al universo González, es una manera muy especial de adentrarme en él.

Con un tema de Juan Perro, “A la media luna” se abre el disco. Cambiamos el malecón por el pantano, con tensión eléctrica y voces de vírgenes paganas, hechicería, dialecto francés con mucho, mucho acento, la cocina del alma se abrió y tiene los platos más especiados de la zona. Con metales jugosos, con pianos honky tonk, con los coros de las señoritas. Marcamos el primer hito del disco. Esa manera que tiene Josele de elevarse en el estribillo, como un cazador de agujas y besos, la lleva hacia una percusión casi marcial Quique González, que se muestra como seguidor acérrimo, casi venera el proceso de humanizar la semilla de Humboldt, función de exponente decimal, con esos órganos nutritivos que parecen sencillos. Pienso en Josele y su guitarra, él solo, sin la electricidad de Malasaña, en la playa de Samil, saturnismo (“Un día normal de plomo”) soñando con púas y buscando un loco que grite: “Mi nombre es legión”. Antes que Warren Ellis y Nick Cave grabaran blues del bosón de Higgs, Josele se acercó a Escohotado y su “Teoría del caos”. Y ahora estamos aquí. Los tres. Viajando en el tiempo.

El cedé de “Slowly” de Luis Eduardo Aute nos ha regalado grandes momentos: cuando Diego Vasallo llevó a un terreno de armónica y frontera el tema homónimo, convertir (sin acreditar) a la Rosenvinge en su Jane Birkin particular Aute entre Paul Bowles y Gainsbourg, entre Malcon Lowry y Jaime Gil de Biedma. Y, claro, aquel Jacques Brel que ya era un fantasma, un recuerdo, que había vuelto de Las Marquesas para morir en París, con un pulmón menos, para grabar esa maravilla de último disco, cielo azul, Gauguin… aquí Quique González enhebra una sencilla tonada desnuda, de guitarra y piano, poco más. No hacen falta las orquestas donde el trueno de Brel se elevaba apurando el paquete de gitanes. No, solo es un susurro de vida. No me dejes solo, no me dejes solo.

Y llegamos a una pequeña sorpresa. Sorpresa para unos y realidad para otros. La divinidad de Charly García ha sido objeto de sesudos doctorados… y su “Filosofía barata y zapatos de goma” es, quizá, su último gran disco. Antes del Saynomore, antes de El aguante y la Influencia. Y llega “De mí”. Él jugaba con ventaja. Él siempre tenía a Pedro Aznar, a Spinetta, a Andrés y Fito en los teclados. O a la banda, a los Enfermeros. Quique González se eleva contra el muro de abandono de Charly y es capaz de ser más orgánico que García. Mirar a los ojos a Charly, aguantarle la mirada, es algo que no todo el mundo es capaz. Conseguir convencernos, convencerme, al cantar “Cuando ya estés cansado de llorar/No te olvides de mí/Porque sé que te puedo estimular”. Por la o de cansado y la capacidad de ser un estimulante.

Tomar “La casa cuartel” de Kiko Veneno, una gema escondida en “Está muy bien eso del cariño” y llevarla a la narrativa de Bruce Springsteen de “Nebraska”, con esa manera de dulzura y recuerdo que amasa en mi memoria la casa de los maestros donde pasé mis primeros años, junto a mis padres, en un pueblo perdido en el tiempo y en el espacio. El hogar es donde estás con ella, con él. Un breve discurso de arpegios acústicos, de escobillas de terciopelo, ese Guardia Civil en Rosas, en Gerona, al lado de La Escala, donde mi madre metió por primera vez los pies en el mar, donde mi abuelo estaba destinado a la batería de costa. El charnego Veneno vuelve a Lorca, hoy callado, corriendo, sobre la arena, esa “casa cuartel” de Quique donde cambia con gusto las españolas tocadas con púa por las acústicas. Escuchas la original y la revisión de “Herida y cicatriz” y ya sabes ya tenían un ambiente común, un sustrato de cantautor eléctrico, de boxeo y herida, de cariñoso demonio del pasado. Con un hammond enmadejado con los años en los que creíamos que Uncle Tupelo y The Silos iban a salvarnos. Pero la salvación vendrá de Carlos Cano. Vendrá de “¿Qué es lo que será?”. En este tema Quique González utiliza la plegaria, como si hubiera encontrado una versión apócrifa del “Cantar de los cantares” escrito a medias por Carlos Cano y el Cohen de “Ten new songs”, cigarrillos, Javier Mas, calzoncillos de madrugada, todo suspirando por el más blanco entre los blancos religiosos: el de los ángeles que se descuelgan del Albaicín. Si González no ha visto el futuro, si lo ha visto Carlos Cano, ahora es el momento de abrir las cartas que dejó antes de marcharse.

Como se marchó Ulises Montero después de grabar los saxos en “Enfermera de noche”, en “El ritmo del garaje” o “Que dios reparta suerte”. Chaqueta de cuero, malevaje y hornadas irritantes. ¿Cómo hacer una revisión de un tema así? Pues dándole alegría al corazón, un poco barra brava del rojo, desde Víctor Coyote hasta Moris, la ciudad no tiene fin. Y la belleza de una batería tocada de pie, chulapo, mahou, vermú de grifo, García-Alix. Esa manera de los discos del sol, cuando Johnny Cash llegó aprendido y le dijeron, date una vuelta chaval. Mucha elegancia, Quique. Mucha.

Un disco donde la impronta del intérprete queda clara, es esencial, donde hay valentía y elegancia, donde lo raro o menos conocido demuestra que González se ha escuchado los discos de los mayores con exigencia estudiantil y ha sido, en lo poco más conocido, un jugador con cartas buenas, que cierra la mano sin más complicaciones.