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Algunas palabras sobre Los guapos de Esther García Llovet (Anagrama, 2024)

Cuando uno vigila sus sueños, evitando que escapen por la ventana, confía, ciegamente, en que ningún extraterrestre, agazapado y hambriento, esté en la repisa, presto a coleccionarlos. No sé a qué viene esto, Octavio. Viene a que “Los guapos” tiene una selección de especias y pócimas que me han dejado noqueado. No quiero que se quede nada por el camino: quiero recordar a Rafa Cervera y la apócrifa visita de David Bowie -e Iggy Pop-, a la Valencia de finales de los setenta en “Lejos de todo”, editado por JEKYLL & JILL, quiero atrapar el deambular mesiánico de Chirbes y su construcción de otra Valencia, mis veranos en Vinaroz, junto a mi hijo, leyendo ciencia ficción en una playa con piedras, arroz y Vicente Blasco Ibáñez, afiliado a mil partidos desaparecidos en los tiempos de políticas decimonónicas…

¿Te has quedado solo con eso? No, con un camping misterioso, con picos gemelos en la Albufera, el calor asfixiante, la química que queda, como un metal pesado, atrapado en los restos urbanísticos y sociales de “La ruta del bakalao”, los agujeros en las cosechas, castizos y necesarios… se acabó, amigo Iker, es momento, como diría Ripoll en “Humo y heridas”. Estamos esperando encontrar “COSAS”. Algo. La idea de olvidar una niña en unas vacaciones y dejar que se críe, como un Tarzán postmoderno, una tarzana, más bien, llena de grasa y herramientas. Me gustan el olor a gasolina y las palizas de los dueños de un Airbnb a un okupa puntual. ¿Se puede ser Okupa puntual, Octavio? Se puede, se puede.

Esther García Llovet promete misterio y entrega disrupción. Es como un momento atrapado en el tiempo. Como una isla construida fuera del tiempo y del espacio, con trozos de sociedades perdidas (Seguridad Social y “Comerranas”) o gasolineras y pitillos y billetes de cincuenta y un abogado que no es más que un icono, un referente, un macguffin… como la promesa de una cerveza fría o un dulce de leche de pantera. Leo a mi querida Aloma Rodríguez. Leo a mi admirada Mariana Enríquez y me doy cuenta de que los efluvios de los ochenta se pueden mezclar con los bitcoins, fiestas y recitales, novela negra, microdosis, El Saler, Vicente como un personaje sacado de una película de David Lynch ambientada en un parque de caravanas. NO, Octavio, no has entendido nada. Las caravanas para los americanos, estamos en Valencia, cruising y paella (no arroz con cosas), una piscina de madrugada, el mar antes del amanecer, los peligros de las fosas sépticas, la Navaja de Ockham contra los extraterrestres… me cuesta respirar, díselo a Tina Turner, a las psicofonías de Madonna en un hotel en primera línea. Es fácil edificar, pero complejo tirar abajo lo construido. Es como hacerse un tatuaje. La primera línea de playa, la monstruosa primera línea de playa y los mosquitos, como proteína potencial cuando los extraterrestres se lleven todos nuestros recursos.

Todos en el camping comen. cartones Es un buen resumen. Sobre la playa flotan los muertos. En el agua se ahogan los vivos. Un libro notable.

Algunas palabras sobre “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez (Anagrama,2024)

Citas de Jack Kerouac, de Cormac McCarthy, esencias de Clive Barker y el más acuoso de los recuerdos de H.P Lovecraft. Algo de Liliana Colanzi, Guadalupe Nettel y Marina Closs (aunque las veo más la influencia de la lectura de Mariana en ellas que ellas en la Enríquez), el látex del Dr. Alderete, las cumbias negras, las canciones de Rosario Blefari inéditas, Polly Jean. El hijo de Henry Lee. Un libro magnífico, en ese terreno del cuento, del relato, del ambiente y el instante, de la sugerencia, del terror implícito que utiliza elementos clásicos, repetidos, pero renovados, eso es “Un lugar soleado para gente sombría” de Mariana Enríquez.

Mis muertos vivos: los monoblocks como la canción regurgitada de Charly, de Sui Generis, donde Samalea tocaba la batería, entre pachanga y sueños. Esos barrios de Buenos Aires perdidos, atrapados entre lugares de geometría euclídea, diseñados por arquitectos adictos a la absenta, madre, hija, madre que es un fantasma abuela o quizá no, no lo sea. El morbo sexual queda empañado entre fantasmas. El espiritismo y Arthur Conan Doyle, entre merca y mesas voladoras, sociología del secuestro express, leo las crónicas de los montoneros. Ya hablamos de aquella rendija que llevaba a los muertos deformados y a los cadáveres frescos de vuelta, “Aterrados” de Demián Rugna, ¿lo recordáis? Barrio de casas bajas, como cantaba Andrés Calamaro en 1989. “Es la televisión Mari, métase dentro”.

Muerte y la enfermedad, antes o después. Los niños a los que se les explica qué era el cielo. Esto sé que es distinto: las niñas, su ropa barata, maquillaje y gestos, absurdos, tribales y urbanos: “Capturan con la foto, con el móvil muerto de una muerta: subirá a una de esas cuentas de personas fallecidas que nadie cierra”. Obsesionado con los muertos de Facebook. Con las cuentas de correo de los muertos. Llenándose hasta que rebotan los correos masivos. El ladrón: “Es fácil pensar con ética cuando lo que amamos no está en peligro”. Usamos hipnóticos y el tabaco. Y pienso, Mariana, que mi hijo cumple años el 23 de diciembre. Esa celebración de cumpleaños, torta y adornos. El resto del mundo ya no celebra su cumpleaños tanto como antes. Nadie abrió la puerta. Todos somos culpables. Podría buscar ejemplos en el cine y en los libros. Ya ha sucedido antes. Si alguien te escucha, todos acuden a ti. Recuerdo, Mariana, la definición de Federico Luppi en el Espinazo del Demonio: “¿Qué es un fantasma? Un evento terrible condenado a repetirse una y otra vez, un instante de dolor, quizá algo muerto que parece por momentos vivo aún, un sentimiento suspendido en el tiempo, como una fotografía borrosa, como un insecto atrapado en ámbar”. También podría ser personajes no jugables en un videojuego. La mínima inteligencia, un bot de respuesta de atención al cliente en una web de venta online asiática.

Los pájaros de la muerte: recuerdo a Suárez, a Rosario Bléfari, cantando aquello de “Río Paraná” en un disco que publicó Zona de Obras. Y Rosario, que lleva demasiados años lejos de aquí, lejos de todo. Lugares inhóspitos, larguísimos viajes en autobuses de línea, revisar a algunas de mis últimas cuentistas, la asfixiante naturaleza, como las de Emilio Dueso, los lugares pantanosos, Providence, Maine de Stephen King, Nueva Inglaterra, Galicia, Edgard Allan Poe, todos los secretos del gusano, De Vermis Mysteriis, luego volveremos a ello. Lugares donde los fantasmas se revuelven, enfermos, hacia el encuentro con los vivos, pájaros y personas… un cuento que nos deja sumidos en la duda, ¿pero acaso importa?, ¿y si fuera al revés?, ¿y si tú, que me lees o yo, que te escribo, fuéramos, en realidad, personajes, invenciones, encarnaciones de Mariana Enríquez?

 

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Algunas palabras sobre Espía de la primera persona de Sam Shepard (Anagrama, 2023)

El final del camino, las últimas notas manuscritas, dictadas, el temblor de la muerte en las manos de Shepard. El ángel y la serpiente. Adiós, Shepard. Bienvenido al Motel. Shepard siempre esperando, siempre con los ojos más bellos de América mirando un futuro que se niega a alcanzar. Bob y Patti, los dos, escriben cartas, con sellos secos de saliva perdida. Shepard recuerda la América, la temporal y la espacial, en la que todo era más sencillo: sus padres, sus hijos. Él entre medio, a punto de unirse a unos, alejándose de los otros. Shepard en la paz donde no existen advertencias frente a los peligros potenciales porque el mayor está tan cerca que no puede huir de él. Es más fácil escapar de Alcatraz que de la muerte. Shepard en formato corto, él mismo viéndose en un juego de espejos a ambos lados de la carretera, el anciano que quiere aprender es él mismo, es la muerte, la muerte es él mismo, porque están dentro de él. Como si vida se hubiera concentrado en un único instante. En cien páginas.

Shepard se espía. Suspicaz. No sabe si es él o si es la muerte, si es un lacayo que compra la parca. Ella apunta con un lápiz un horario, la muerte no necesita lápices de repuesto. Con uno le bastará. En una mecedora vigila al que lo vigila. Podría levantarte temprano, casi con el amanecer, aprovechar las horas de los días que le restan. Pero no tiene fuerza. Duerme. Sabe que los inmigrantes esperan trabajo en una esquina. Ellos, que están vivos, que seguirán vivos al terminar el libro, miden el tiempo de otro modo.

Hijo de padre, padre de hijos. Ahora sacas las facturas que quedaron pendientes, sin pagar, cubiertas de humo: “No intento demostrarte que fui el padre que creías cuando eras pequeño”. Sin deseos, sin arrepentimiento. El hombre, Shepard, al completo, acude a una clínica, arena, cactus y cascabel. El infierno es un lugar helado, un romance en Durango, un absoluto de la vida, Pancho Villa, pipas saladas, Emiliano Zapata, la frontera, Allen Ginsberg, Alí… Lee Marvin bañándose en las aguas heladas para bajar la reseca, entre la prisión y el Valle de la Muerte, todos los hijos de Lee Marvin le sostienen, son iconos de la contracultura, a quemarropa con Angie Dickinson, una fuga, repito: escapa de Alcatraz es más sencillo que hacerlo de la enfermedad. Dos décadas en las que todo sucedió. Un año. La décima parte. No sucedió nada. Solo la muerte de Sam Shephard. Y Patti Smith pidiéndole el banjo para que la acompañe en Smells like teen spirit.

«Crónicas del tiempo. Cuando uno ha escrito sobre el mundo, sobre la explosión de todos los cambios, ¿qué queda ahora? Porches, espectros, pájaros, asumir o despedir el último día: jugar a la ruleta rusa contra el amanecer».

Persigue a un hombre incapacitado. Una silla de ruedas. Reducir los movimientos físicos frente a un observador astral, ¿Será Shepard protegiéndose de sí mismo? Tras Wenders y los ángeles… hoy, ayer, mañana, se ha cortado por completo el suministro de ángeles de la guarda y es Shepard quien tiene que hacer todo el trabajo. Caballos que escaparon hacia la muerte hace años, recuerdos que son ceniza en cualquier otro lugar. La mano de la hija es lo más real que podrás encontrar. Una habitación. Siempre una cama. Alquilar por una noche. La noche, el cuarto, el motel, el arenero, la biblia, la televisión encendida, el hielo en mitad de Arizona. Un cuarto ajeno para poder sentirse vivo. Una máquina de refrescos, el olor de la gasolina, el cielo azul, cegador. Víveres en un colmado, alubias, sardinas, café. Todo está en su cabeza. El trabajo.

Shepard y sus padres. Al final de su vida todos los personajes junto a los que respiró, los que convirtió en mitos, los que se olvidaron de fanfarrias y coyotes, todos se manchan. Shepard nos los regala. Consérvalos tú, Octavio. Me quedo con mis hijos. Con las manos, con los brazos, con el abrazo de mis hijos. Haz con ellos lo que quieras, me dice. Es como una gran caja de cartón llena de muñecos muy usados, figuras en la memoria de un niño que es un viejo, tocadas, manoseadas. Son buenas, las ha sacado de su blister, ha jugado con ellas: marionetas con una historia detrás. Pero ahora solo quiere los pedazos que le regalaron sus padres, esas memorias mínimas, papá, mamá, vendajes, aire, autopistas, Arizona. Pastillas, el instante de la muerte. No importa. Solo minutos y segundos. Estamos en el descuento. Su madre es lo más importante, recuperar su rostro un instante, la humanidad resumida en una bocanada. Luego, la nada, luego, solo él, el marido, el padre, el hijo. Sus hijos, sus hijos que reciben el dolor, que recuperan los intereses un millón de años después.

Una clínica en Mojave. Las serpientes de cascabel, no querer seguir, si hubieras calzado las botas de nieve en vez de las sandalias… ¿Y tus botines, Sam? En un año dejó de llevar la cabeza erguida, de poder limpiarse los orificios tras el baño. Él no sabe que los queríamos ser como él o queríamos que una parte de él se nos quedara dentro, ahora, ahora ya no sabemos muy bien qué hacer. Hijos y trabajo, edad y barba con canas, abstemio, sin tabaco, con barriga. Aún tenemos fuerza para escribir, para recordar su grandeza, para recordar el desierto, el motel, los ojos de Dylan llenos de maquillaje, los Stones, los beatniks y su vino barato, el combustible de los aviones, las congas de Allen Ginsberg, Patty y Joni. La Lange.

Nueve. Banda de amor. Las uvas están secas. La comida mexicana. Es el último viernes del último fin de semana de la vida y no tienes fuerza ni para llevarte un tequila a los labios. Ellos regalarían el mundo por un día más, pero no hay trato. La muerte y la vida son poemas que uno tiene que escribir solo.