Algunas palabras sobre Mirar atrás de Elías Moro (Newcastle Ediciones, 2024)

Recibo esta maravilla en una noche intermedia, es Motel Margot un lugar impreciso, más de recuerdos que de proyectos, a pesar de las novedades, de las canciones, de todos los textos que se lanzan al azar. Es una sorpresa transitiva, un amigo que me manda a un nuevo amigo, un maestro que me presenta a otro. Me emociona. Son tiempos confusos y tenemos que agarrarnos a algo. Este libro, Mirar atrás de Elías Moro editado por Newcastle Ediciones es una de las mejores opciones. De agarre, de aguante, de violines sobre un tiempo de recuerdos. Leo y tomo notas, leo y doblo las hojas. Porque tú, Elías, me ofreces tus recuerdos y, casi al instante, desentierras los míos. Por eso hablo, por eso escribo, con tu permiso, una carta en paralelo. Tus ayeres y los míos. Reflejo imprudente, pero así son las habitaciones de este Motel, tienen mejor aspecto por dentro que si atraviesas el pasillo.

Las marcas, el balón de Nivea que lanzaban los aviones, aviones-anuncio, en la playa de los Capellanes en Salou, y la gente se arremolinaba, lanzándose mar adentro a por ellos. La cerveza Skol, la prehistoria del baloncesto, el baloncesto de Zaragoza. Aquel sepulturero en paro que conocí y que fumaba compulsivamente para atorar sus sentidos y olvidar el olor de los productos químicos con los que se preparaba a los cadáveres. El serrín en la escuela donde mi padre era maestro, en la escuela donde mi madre era maestra, donde yo mismo fui alumno, el serrín en los institutos de Aragón, el serrín para los niños que mandan sus padres enfermos a clase porque son demasiado pequeños para quedarse solos en casa y, a mitad de mañana, con el rostro blanco, o amarillo -según el caso, con la cara y el estómago alterados, y el estropicio, el mismo desde hace décadas, que hay que cubrir con serrín, y recogerlo y pasar luego la lejía o algo semejante, el serrín eterno. En la época del GPS, de la IA, y el serrín, efectivo, imprescindible. Como los maestros y los bares.

Las películas de espías. La que se rodó en Zaragoza. Zaragoza tenía mar y tenía metro. Me acuerdo de que mi padre guardaba un billete de trolebús entre las hojas de un libro que nunca leía. Porque mi padre ha leído muy poco. Me lo ha dejado todo a mí. Eso sí, me ha ofrecido todo el dinero, el espacio y el ánimo. Ahora yo también miro atrás, maestro. Mi padre me veía leer Hazañas Bélicas y me decía que él también las leía de niño. Las mías eran ediciones nuevas y durante mucho tiempo no entendí que los norteamericanos pasaran de la II Guerra Mundial a la de Corea en tan pocos años. Me acuerdo cuando la mercromina dejó de llamarse así y que pasó a mercurocromo. O quizá fue al revés. Pero recuerdo que la mercromina tenía un color sangre, sangre arterial, parecía más sangre que la propia sangre. También que cuando se separaron Surfin Bichos Fernando Alfaro montó Chucho y su compañero Joaquín Pascual Mercromina.

«Me acuerdo de pasar el dedo por el bacalao seco que exponían en el mercado. Al lado de la escuela. Donde me recogía mi padre. Y chupar ese dedo y el sabor de la sal».

Pienso en las botas de baloncesto Jon Smith y las Chuck Taylor, que llevaban los Ramones y cómo nos volvimos locos con las Reebok Pump el día que Dee Brown ganó el concurso de mates de la NBA y el millón de imitaciones que aparecieron, incluidas las J Hayber y las Kelme, con lengueta y cámara de aire y pienso en las Converse y en las Kelme Villacampa y que ahora, como en todo, hay un mercado de lo antiguo. Como de los juguetes, del Exin Castillos o del castillo de Playmobil que traía su propio fantasma. Y pienso en lo que compro en China para montar mis dioramas y en las figuras que guardo en sus cajas y en los ojos golosos de mi hijo cuando ve los estantes. Y espero que disfrute abriéndolas y jugando con ellas. Y tú piensas en el Optalidón y yo en el Katovit. Cada generación ha tenido su estimulante de venta legal hasta que alguien se ha dado cuenta de lo potente que era. Me pregunto qué estarán tomando ahora mis alumnos sin receta.

Y en todos los tópicos del ciclismo y me da pena que hoy todo el mundo esté ciego con el fútbol y olviden qué fue el Naranco o los Lagos de Covadonga o las cronos de Zaragoza. Y las chapas y el KAS y el Reynolds. Y si tú te acuerdas de Rigoberto Picaporte y yo de «Chicha, Tato y Clodoveo, de profesión sin empleo» que fueron de los últimos personajes de Bruguera antes de entrar en quiebra y cómo todos esos tebeos, esas rimas consonantes, reflejaban la sociedad española, año tras años. Y volvemos al baloncesto: porque Sibilio está muerto y Epi no tiene pelo. Y Fernando Martín lleva mucho más tiempo muerto y Corbalán fuma y Antonio Díaz Miguel nos hizo llevar unas gafas de pasta horrendas a los miopes. Y, sobre todo, que a Luyk lo conocí como entrenador del Madrid de Sabonis, en los años noventa. Y que tuvo un hijo, Sergio, que llegó a jugar en la ACB y murió con solo treinta y seis años.

«Me encoge el corazón cada vez que mi hijo ve capítulos del Coyote y el Correcaminos. Porque pienso en mi amigo Félix Romeo y su primer libro y cómo esa portada suicida y desesperada me acompañó toda mi adolescencia».

Y de esa serie, Kung Fu, que estaba ambientada en el oeste, y eso que la vi muy poco. Tenían una narrativa extraña las series de principios de los ochenta: nadie recordaba lo sucedido en el episodio anterior. Cada uno era como una especie de programa piloto. Leía los tebeos de «La masa» y no se parecían en nada a lo que hacía Lou Ferrigno en la pantalla chica. Y en la escena de Woody Allen, la del jabón y la pistola, esas primeras películas de Allen, una sucesión de gags cómicos, muy físicos. Luego llegaría el miedo, Kafka, la cuarta pared.

Me acuerdo de Rascayú, del libro de Raúl Herrero, pero todavía más de Javier Gurruchaga cantando el tema con el auténtico Bonet de San Pedro y dándole vueltas a grabar una cinta de canciones para Todos los santos que abriera con la versión de Peret, más bien con la de «Los gitanos de mi barrio», con el mítico Mosketón, del que solo hay una grabación y es una especie de «Spanish Gods» de la calle La Cera.

Anoche era ya tarde. Me detuve a mitad de libro. Podría haber seguido. Pero comenzaba a emocionarme demasiado. 19 años de separación. Qué es cuando ambos deseamos conservar en ámbar el recuerdo. Incluso este texto es una manera de preservar los tuyos y de esconder alguno mío, en una bolita pequeña de nácar, cerrado, con el barniz del tiempo. Poco más que un guiño. Pero quiero seguir.

Me acuerdo que mi tío Octavio, poco antes de morir, le habló a mi padre de los cigarrillos Mencey, que habían fumado los dos en la mili, en Canarias. Me acuerdo que yo les pregunté por los Celtas, por los Gitanes, pero me dijeron que eso era casi como Marlboro comparado con los Mencey. Me acuerdo de que los dos se marcharon de voluntarios a Canarias para poder hacer la mili juntos y que estando allí España abandonó el Ifni y algunos muchachos terminaron el servicio militar en Canarias. Me acuerdo que fueron en barco hasta las islas.

Recuerdo unos VHS sobre las historias de los mundiales. Y cómo hablaban de Garrincha. Y cómo me enteré, paseando por Salou con mi padre, que había muerto completamente alcoholizado. Me acuerdo de la primera vez que escuché a Marie Laforet cantando «La playa». La escuché en español. En un recopilatorio que tenía mi tío Pedro. También salía «Manchester et Liverpool» y acabé comprando un doble vinilo con sus canciones. Siempre que me piden mixtapes sobre el verano y la playa aparece ese tema, también uno de Los Planetas. Es de 1998. Me han besado tan poco que no tengo más que recuerdos confusos. Me acuerdo de que cerraron el Texas, de los artículos de Carlos Herrera glosando los pajaritos fritos, me acuerdo de aquella tasca en la entrada del Tubo y de la sensación de asco que me producía. Mi generación se mantuvo alejada de aquellos sabores, como el de las criadillas o las cabezas de cordero. A la de mi hijo le cuesta acercarse al sofrito de ajo y el regaliz negro.

El día que descubrí que el aceite de colza podría ser de consumo humano. Pero también que los aceites vegetales para la conserva pueden ser indigestos. Isabel, la matanza, la etiqueta de Anís del mono que parecía sacada del cuento de LA PATA DE MONO de WILLIAM WYMARK JACOBS, a pesar de que, lógicamente, solo salía una pata. O de «El misterio del cuarto amarillo» de Gaston Leoroux (en edición adaptada, claro) que comencé muchas veces y que durante muchos años confundí con «Los crímenes de la calle Morgue» de Edgard Allan Poe… y siempre, siempre, el mono, el primate, el simio, se parecía al de Anís del Mono. Recuerdo que durante unos años al Joventut lo patrocinaba el Ron Negrita y al desaparecido Santa Coloma de baloncesto, el Licor 43 (y que eliminó al CAI Zaragoza en la 84-85. Al año siguiente Manel Comas vino a entrenar al CAI). También, por cierto, hubo un par de temporada en los que al Joventut lo patrocinó la leche RAM y el champán Montigalá. Menudas mezclas. Como el CLAS de Tony Rominger. O el Puleva de Granada.


«Me acuerdo de cuando Joselito contó que había sido mercenario en la guerra de Angola y que confundo «El cabo del miedo» con «La noche del cazador» porque en las dos sale Robert Mitchum. En la versión de los noventa de «El cabo del miedo» Robert de Niro lleva tatuajes y hay una escena realmente lúbrica en la que Juliete Lewis chupa uno de los dedos de la mano de De Niro. La vi en el cine y sigue turbándome».

Los pajarillos de las minas mueren por el monóxido de carbono. Es lo mismo que usan los suicidas que se encierran en el garaje de sus casas con el motor en ralentí. O de lo que morían los ancianos que usaban braseros en invierno con todas las ventanas cerradas. El dióxido de carbono suele ir junto al metano y también lo avisan los pájaros bajo tierra, pero es una cuestión de explosión, no de veneno. Perdona por este momento de listillo, maestro Elías, pero recuerdo que me lo contaron en la asignatura de prevención de riesgos laborales de la carrera. El mismo día que me dijeron que el vidrio caliente y el vidrio frío tienen el mismo aspecto.

Me acuerdo de cuando en Salou no tenían suministro de agua potable las casas y teníamos que ir a rellenar garrafas a unas fuentes. Era en el pueblo, en la zona antigua, donde vivía la gente de Salou en invierno. Parece que ha pasado un siglo. Han sido cuarenta años, que tampoco está mal. Nos duchábamos, cocinábamos, nos lavábamos los dientes con agua que no era potable. Aquella agua solo se usaba para beber. Cuando escucho «Santos que yo te pinte» de Los Planetas siempre pienso en la expresión «Quedarse para vestir santos». Me acuerdo del zapatófono del Agente 86. Y de mis abuelos, los sábados por la tarde, cuando íbamos a verlos y pasaban V por la tele. Me acuerdo de que me encantaban los dibujos animados de Naranjito, menos el momento en el que ponían trozos de partidos de ediciones antiguas de los mundiales. Recuerdo hace unos meses que mi hijo descubrió a Naranjito y me hizo volver a ver algunos capítulos que están colgados en Youtube. A mi hijo tampoco le gustó la parte de la historia de los mundiales. A mí sí.

Me gusta pensar que Mortadelo y Filemón sobrevivirán, como este libro, al Francisco Ibáñez. Me gusta pensar que los libros sobreviven a sus autores y a sus lectores. Me acuerdo de un personaje que se llamaba «Pepito Piscinas», que guiaba la banda de Ateca y repartía guías telefónicas y páginas amarillas por las casas. Yo llegué al pueblo en 2012 y él aún vivía. Durante un tiempo iba por el pueblo con un estetoscopio y una bata como si fuera médico hasta que desde el ambulatorio tuvieron que llamarle la atención. Cuando murió la banda del pueblo le dedicó una composición que interpretaron en el primer concierto tras su fallecimiento. Eran cosas que yo no había visto nunca en casi cuarenta años de vivir en Zaragoza.

Me acuerdo de que llamé mosqueperros a los mosqueteros hasta ayer a las seis de la tarde. Me acuerdo que los únicos libros que había en el bungalow de mis abuelos en Salou eran novelas de Agata Christie. Mi tío tenía toda la colección de El Víbora, pero cuando tuve edad para leerla mi abuela la había tirado por guarra. Me acuerdo que en una película inspirada en una obra de Agata Christie actúa Jane Birkin y, solo por eso, me compré el deuvedé.

Cuando veo que solo ha sobrevivido El jueves me doy cuenta de lo serviles que se han vuelto con el poder y su nivel de sectarismo. Me acuerdo de comprar los miércoles El Jueves y el jueves la Gigantes del Basket. Y que el partido que ponían en la tele de la NBA era en diferido y que, si te cansabas y te entraba el sueño, podías mirar cómo habían quedado en el número de esa semana de la revista. Ahora todas esas cosas te caen del cielo hasta tu teléfono móvil.

Me acuerdo el día que encontré un libro mío en la Cuesta de Moyano, rodeado de un montón de ejemplares de poemarios, novelas y dietarios de otros autores aragoneses. Alguien los había vendido. Tengo dos o tres candidatos. Pero no creo que nunca descubra quién fue. Recuerdo encontrar varios libros míos en tiendas de segunda mano y parecerme demasiado caros, porque me los habría llevado a casa. Recuerdo que algunos iban dedicados, pero como tengo una letra tan mala, no supe quién lo había vendido. Me acuerdo de un tebeo de Superlópez en el que la Medusa dormía con los ojos en la mesilla de noche, como si fuera la dentadura postiza de un anciano. El tebeo se llamaba «La caja de Pandora». Hace unas semanas publiqué un poemario llamado «Motel Pandora». Me acuerdo el verano de 1992 ó 1993 yendo a una academia de mecanografía al lado de la Puerta del Carmen, recién comido. Recuerdo que no podía ver el Tour de Francia, pero me daba igual porque era la época en la que Indurain ganaba siempre y, encima, nunca intentaba obtener el triunfo parcial de la etapa. Y eso me cabreaba mucho. Sigo mordiéndome las uñas. He podido dejar de fumar. De un día para otro. Pero no las uñas. Por lo menos ya no me hago daño. Eso sí, tengo la punta de los dedos totalmente deformada. Quizá, después de leer esto, alguien se acerque y me agarre de las manos para comprobarlo. Tengo unos dedos muy largos. Mi madre decía que tenía «dedos de pianista». Es cierto. No lo del piano, sí lo de la longitud.

No sé si yo he inventado la expresión, pero cuando lo digo a todo el mundo le hace gracia y nadie la ha escuchado antes: «Si te jode trabajar en domingo no te hagas futbolista… o cura». Siempre viene después de una conversación sobre ser profesor de instituto y pasar tiempo con adolescentes y saber dónde te has metido. Pero sin pasarse. Me acuerdo que mi tío Pedro el primer día que llevábamos a mi hijo del hospital a casas le hizo una revisión pediátrica completa. Una de las cosas que comprobó fue el número de dedos de la mano y los pies. Cuando le pregunte el porqué me dijo: «No sabes la de niños que nacen con cuatro o con seis dedos». No sé si se estaba quedando conmigo. Me acuerdo de haber pasado años diciendo a todo el mundo que no sabía ir en bici porque mi padre no me había enseñado hasta que mi padre, harto, me hizo ver unos super-8 que había pasado a VHS y, más tarde todavía, a digital, en el que se le ve corriendo detrás de mí, agarrando el sillín de la bici y soltándolo cuando me veía capaz de llevarla solo. Así que mi padre sí que me enseñó a montar en bici. La mentira (doble) es mía: sí que se olvida ir en bici y sí que lo hizo mi padre.

Me acuerdo de lo que me sorprendió el silencio casi absoluto de la noche en Ateca una vez que me puse tarde a escribir. Pensé que, acostumbrado al bullicio del centro de Zaragoza, nunca iba a terminar ni un solo libro más. El otro día, contándolos, me di cuenta de que he escrito más libros en los años que llevo viviendo en el pueblo que los que escribí en Zaragoza. Me pasó lo mismo cuando dejé de fumar. Pensé que no sabría escribir ni un solo cuento sin tener un pitillo al lado. Por ahora vamos 2-1 perdiendo la nicotina.

«Me acuerdo del día que pensé que el corazón de mi padre no iba a latir ni una sola vez más. Me acuerdo de que han sido ya tres o cuatro veces. Sé que no será la última, ni la primera, ni la segunda. He perdido la cuenta de las veces que me ha dado miedo el silencio del corazón de mi padre».

Me acuerdo de que Fernando Rey ya había muerto cuando yo fui consciente de Fernando Rey. Me pasa lo mismo con Paco Martínez Soria y Félix Rodríguez de la Fuente. Y con Fofó. Siempre hablo de French connection como si la hubiera visto. Si pienso en el Caballo de Troya pienso en el libro que leía mi padre y todos los padres del mundo en los años ochenta. Y de cómo me explicaba la trama en los paseos que dábamos todas las mañanas de vacaciones en Salou. Me acuerdo de que Tachenko jugó un año en la 1º B española, pero le dolía siempre la espalda y tuvo que retirarse. En aquella temporada ganó más dinero que toda su vida como pivot titular de la URSS. Belostenny, que lo sustituía cuando se cargaba de personales en la selección, jugó en la temporada 89-90 en el CAI Zaragoza. Aún tengo un cromo suyo. Aquel año ganamos la Copa del Rey en Canarias. Lo cortaron antes de terminar la temporada. Los sustituyó un tal Pat Cummings. Yo tenía un cromo suyo de cuando jugaba en los Clipppers de la NBA. Belostenny, antes de irse, le regaló un reloj a presidente José Luis Rubio.

«Hasta seis pivots extranjeros del CAI de la época han muerto: Greg Stewart, Kevin Magee, Eugene McDowell, Mel Turpin, Belostenny y el propio Pat Cummings. Es lo que se llama «La pintura maldita del CAI Zaragoza». Kenny Green y Piculín Ortiz han estado en la cárcel. Volviendo a Tachenko: el último cinco titular de la URSS fue Arvydas Sabonis, que lo dejó cuando la Caída del Muro para jugar con Lituania. Hay un grupo en Zaragoza que se llama Tachenko, por cierto».

Me acuerdo que en la Guerra de los Botones juntan dinero para merendar pan con sardinas y como no hay para todos uno de los niños se conforma con untar el aceite de las latas con su parte del pan. Cuando utilizo la frase de «Multiplícate por cero» para explicar que el cero es el inverso universal de la multiplicación mis alumnos de matemáticas no saben de qué serie estoy hablando. Me acuerdo de que una de las dos o tres veces que he visto toros por la televisión vi saltar a un maletilla. Me acuerdo que se pasó más tiempo dando golpes a los que le querían sacar del ruedo que toreando. Me acuerdo de las clases de prevención -sí, otra vez- y de cómo entendía allí lo terrible enfermedad que provoca el amianto. Y también recuerdo que en el cuarto disco de Suede hay un tema que se llama Asbestos y es de lo poco salvable de ese disco. Me acuerdo de que la primera vez que fui a Lisboa Óscar Freire fue campeón del mundo y descubrí lo que era la estructura racionalista de una ciudad arrasada por el fuego.

Me acuerdo de que me enamoré de aquel lugar. Me acuerdo de que todos los amigos muertos son escritores y que todos tenían tanta vida dentro que no sé qué habrá sido de todo ese excedente.

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