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Sambassassina de Turmell (Repetidor, 2024)

El nuevo trabajo de Turmell es una muestra clara del eclecticismo salvaje y atrevido de la escudería Repetidor. Sambassassina es un repertorio abstracto de cortes que funcionan en distintos estadios de sonido: hermetismo, canción pop, recuerdo de bandas como Primus o Picore, momentos de spoken word de la escuela Enablers y un reguero de cortes, frases, arreglos, que dejan descolocado al oyente a lo largo de los catorce temas del disco.

Excedentes de la rica escena underground catalana, David Berenguer (U-Tòpics, Princess Plan) y David Comas (Quòniams) se juntan con Albert Puig (Taknata, U-Tòpics) y ofertan surcos para paladares exquisitos y atrevidos: Tori abre con una voz extraída del corazón, artificial en lo orgánico, para adentrarse en territorios de compases disonantes, como el brío casi escatalítico de Strangulator o la presunción hipnótica de All i ceba. No llegan da dos minutos hasta que alcanzamos Arreveure, con una repetitiva estructura pop que converge a una disonancia de sortilegio, algo distante… no hay opción a lo ambiental, el ritmo del corazón funciona con vaivenes desconocidos: llegamos a Rius de riure y en noventa segundos amenazamos con Talking Heads para acabar la electricidad saturada, como si no hubiera colores suficientemente intensos en la paleta. Más armonía inicial en el juego de El conserge de Valls, un camino lleno de rítmicas desconocidas y punteos demacrados, en la onda del primer Invisible o el progresivo español, que, antes de cerrar la primera cara del vinilo, se convierte en una llamada extraterrestre en Bellprat, con sonidos que exhalan suspiros sintéticos en la onda de aquellos impresionantes soundtracks apócrifos de Angelo Baladamenti.

Marc Vila

La cara B se abre con Pesebre Mort, donde se produce una confrontación en la sección rítmica, una ida y venida como revotando contra las paredes del local de ensayo, la voz humana de Anar de vint-i-un botó, en un recitado que recuerda a los momentos más luminosos de Mäo Morta, no wave para el joven Jesús, u Oriol Solé, como ustedes quieran. Y llegamos a Entre pitos i flautes, distorsión melosa que se apoya en un saxofón esquizofrénico, un saxo clónico, un saxo Les Rauchen Verboten… no es Justo, es Ricard Morros. El final se concentra en Dimecres, con un punto más ácido, saboteando la melodía a través del algoritmo infinito de la guitarra, que nos deja en Vacaburra, con la presunción de inocencia del vacío, el violín de un cuarteto de cuerda como aquellos que capitaneaba el Doctor Liborio, en manos de Pep Massana. El final, Millor demà, son dos minutos de ofrenda para el creyente. La demolición estructural de la canción, la plegaria instrumental, la complicidad de la banda con sus seguidores, con sus descubridores, con los que nos acercamos a su obra por primera vez.

Canciones de amor de Isasa (Repetidor, 2023)

Solo un sello como Repetidor se atrevería a un gesto de belleza pura, una grabación de guitarra, de nylon destilado. Escapando al sistema decimal, nueve canciones, abriendo con Aigua, descarado arpegio en un tiempo controlado. Música ambiental y orgánica, música de calefacción y carbón pobre, intenso, casi nutricio en «Berenjenas rellenas», voces ausentes, como raspadas contra el suelo y que se congelan por cinco duros ganados a unos críos al gilé, nada más en «De Lajares a Coferte«, tema dedicado a su compañero de discográfica, Fajardo. Como si el verdadero nombre se ausentara en la grabación, como si las guitarras superpuestas vinieran traídas por un viento benigno, hay más de siete minutos en «Carta a mi joven yo» que, muda melodía, es como una playa en el invierno austral, acelerada por un niño que no sabe que existe Luis Alberto Spinetta, pero lo intuye, un Nick Drake de ojos bizqueantes, que no quiere mirar al sol, solo disfrutarlo. Es de un minimalismo nada forzado, como el sabor del agua fresca tomada directamente de la piedra, del comienzo de todo, como un confeti de estrellas que en cada acorde de «Firmamento», auscultan el pecho del gigante sobre el que vivimos, uno que duerme bajo la nana del metal, la máquina, la música. Es el único instante en el que la distorsión aleja la pureza, donde las cuerdas tañen como en una percusión improvisada, en un eco.

Hablé con el productor de las legañas, el hombre con cara de sueño, no hablé, solo le escribí para darle la enhorabuena, no contestó, da igual, estamos en esto por el sueño perfecto que nos ofrece «Nana alicantina», con unos susurros que parecen humanos durante un instante. ¿Quién ofrece sus oídos para recibirlos? Había algo, lo encontré entre la letra pequeña: autoarpa de Lorena Álvarez, la voz de Trice, los sintetizadores y el piano del productor Carasueño. La cáscara es el recuerdo de la semilla, así el «Pistachito» tiene un fulgor eléctrico, casi un destape sucinto, un fundido a gris contra la pared de la colmena, como un esbozo de banda sonora que discurre, ciega, camino de una vida dócil, una ciudad minada a la espera del «Primer amor», como esos primeros acordes que no distinguen de afinación o apasionamiento. La luz es el principio del fuego y la edad, un ábaco para asegurar la llegada del olvido: un disco evocador que termina con menos de tres minutos de «Zoe», un disco que es como la noche, que acumula todo lo que miras, todo lo escuchas, hasta hacer que se construya el horizonte.