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Algunas palabras sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez (La Navaja Suiza, 2024)

La reedición de este magnífico libro es una alegría para muchos de nosotros. La crónica perfecta de un momento imperfecto. La risa en la tristeza. Amigos que vuelven a verse con la excusa de la ausencia. Busco la fecha de la presentación. La de la primera edición, la de Xordica. Estamos Rodolfo y yo con Aloma, en Antígona. Guapos los tres. Aloma sigue guapa. Rodolfo y yo nos hemos dejado llevar. O la vida ha pasado por encima. Esta es la historia anterior a la nueva edición de La Navaja Suiza.

Busco lo que escribí aquel día. Casi todo sigue valiendo. Hay cosas nuevas, novísimas. ¿Dónde estabas tú el día que murió Sergio Algora? Hoy Aloma nos trae un libro sobre Algora. Mañana Aloma traerá un libro sobre Sergio. Las múltiples vidas de Sergio. Las divido en partes: 1986 Plasticland, El Niño Gusano, FNAC, Bacharach 1 Bacharach 2. Después de aquellos escribí una obra de teatro para mi amigo Saúl Blasco. La presentamos en Antígona. Fue antes de que el mundo se convirtiera en una historia de Philip K. Dick.

Quizá el Sergio más agridulce. ¿Por qué no nos gusta la palabra agridulce? ¿Por qué nos quedamos con la parte agria? No. Mezclemos. De paso hacemos un poco de honor a Sergio. Vino blanco, alguna cerveza, vino tinto en las comidas, ginebra y whisky. Y Champán. Se ponía muy pesado con el champán. No me gustaba. Pero daba igual. No había quién lo parara. Dolía tanto su ausencia que conseguí encontrar unas fotos suyas, él y yo, en la Plaza Santa Cruz, al lado de un restaurante que ya no está. Todos los garitos han desaparecido. Solo quedamos nosotros. Queda Aloma. Sobre todo queda Aloma, claro.

Sergio estaba desencantado con la música pop. No entendía a su discográfica, a los medios de comunicación, al Mondo Sonoro que no lo sacaba en portada con los discos de La Costa Brava. No hablemos mal de los ausentes, pero tampoco estamos aquí para ponernos medallas. Aquí, sobre todo, tienen que estar Joan, Joan Losilla. GRACIAS.

Sergio quería ser escritor. Novelista. Se acabaron los poemas, se terminó el invierno y los cuentos cortos. Leer y leer. La novela, otra novela. Volver a leer. Seguir amando. Casarse. Tener hijos. Escapar de Boris Vian, escapar d todo aquello. Leer el libro de Aloma, el Sergio desenmascarado, el Sergio distinto, un gran fabulador, el encantador de serpientes, el Sergio inseguro, el Sergio que tiene miedo. Miedo a morir. No poder ser feliz. Nunca iremos en autobús. La independencia se paga.

Sergio incandescente. No es una nova como en el 96. Es una estrella que madura y sigue dando luz una y otra vez. Y calor, y vida. Dio tanta vida que se quedó sin ella. Así, en aquel momento, todos descubrimos que Los idiotas prefieren la montaña era un libro de casualidades. De círculos que se cierran. Aquella tarde me pregunté, pregunté al mundo ¿todos los círculos se cierran? ¿Es un pleonasmo?

Hay tanto círculos que no quisimos que se cerrasen. Abrieron el jardín de La Harinera. Félix Romeo murió. Hemos tenido tiempo para llorarlo. Para ver sus obras reeditadas. Para contemplar que las casualidades acaban dando miedo: canciones y poemas que describían tu muerte, las visitas en sueños. Todo aquella precisión paranormal.

Hacía falta un retrato así de Sergio. Como el que escribió Aloma, como el que podemos volver a disfrutar ahora. No hay tantas fotos de Sergio. Desdén tecnológico. Es la familia real del pop. Solo fotos oficiales. Ni una más. Una de las mejores cosas del libro de Aloma es que podíamos ir más allá del Bacharach, de la fiesta interminable. Los días anteriores a la presentación del libro le pregunta a Aloma: ¿Quién quería ser Sergio? Quizá no fue así la pregunta, no está bien formulada. Lo mejor era la respuesta, quién no quería acabar siendo Sergio. Ni Gainsbourg, ni Bowie, ni Foster-Wallace. Precisamente Sergio tenía miedo de acabar siendo Gainsbourg. Hay alguna anécdota que lo corrobora, pero es demasiado íntima. Si alguien le interesa que luego pregunte.

Me hice funcionario. Me casé. Tuve un hijo. Cuando decidimos su nombre le confesé a mi mujer que Román era una canción de El Niño Gusano. Escribí libros. En alguno de ellos me ayudó Javier Aquilué. Pronto llegará su momento. El de Javier.

Volvemos a lo agridulce. Lo dulce, lo bueno. La muerte de Sergio mi unió a Maribel como la de Félix a la de Rodolfo. Y aquellas noches de supervivencia en el bar, en el Bacharach, las pasábamos Aloma y yo, poniendo música, bailando, sirviendo copas. No estuvo tan mal. Marisol y París. Aloma escribía, todos los días, porque era una escritora de verdad. Yo escribía sobre su obra: Siempre quiero ser lo que no soy y Puro Glamour. Una vez estuvimos de charla con Christina Rosenvinge gracias a Fernando Sanmartín. Fue lo más.

Me acabo de dar cuenta de que vino a la radio, cuando yo aún estaba en Comunidad Sonora. No sé si seguirá colgado el programa. Nos rebelamos contra lo que llega. Demasiado jóvenes para enfrentarnos a la muerte. Cantamos las canciones. No queremos que el vinilo llegue al final de la cara así que ponemos una y otra vez las mismas canciones. No queremos que esto acabe. No quiero acabar esta presentación porque será otro capítulo cerrado con Sergio. Aloma me contó el martes pasado el dolor que viene al terminar la novela. Inocente de mí pensé que terminar la novela sería una buena arnica, un buen yodo. No, seguimos escribiendo. Las mismas canciones, las mismas historias. Las mejores tapas de cada bar.

El día que Aloma presentaba su libro nacía mi sobrino. Estaba con Javier, con Aquilué. El heredero. El más inteligente de la clase. Hace muchos años escribí esto sobre él. Y me encanta que estén juntos. Haciendo cosas hermosas. Estoy seguro de que Sergio lo hubiera aplaudido:

«La única risa comparable a la de Sergio Algora es la de Javier Aquilué. Avanza en mitad de la mediocridad para crear una burbuja beatificadora. Me senté junto a Javier y aprendí dónde estaba la belleza entre los restos de una naranja. He inventado leyendas urbanas inspiradas en su persona, con cassettes y estrellas del pop envejecidad. Javier ha grabado discos sobresalientes junto a Kiev cuando nieva. A veces imagino a Javier y Antxon, como dos gemelos de Kollwitz envían señales desde el pasado. No hay abonos para las vistas que se han perdido. Junto a Orencio Boix y Antonio Romeo construyen frágiles armatostes en En vez de nada. Javier Aquilué toca el banjo, la armónica, bebe la sangre de los ferroviarios, Javier Aquilué solo pinta las escenas que sucederán. Pitoniso postmoderno en un el pantano del situacionismo. Javier baila música proto punk en un pueblo del Somontano, pinta portadas para Copiloto y Ornamento y Delito. Javier Aquilué enseñaba a los niños a no pintar fuera de las líneas, pedía litros de ginebra y tónica en mitad de una verbena, ilustraba fantasmagorías de vapor zaraguayo, colecciona cromos con portadas de vinilos de piedra, predica en la habitación del pánico, lleva zapatos de dandy, fabrica muebles con sus propias manos».

Este sábado, junto con Antxon Corcuera y Lorién Vicente realizan una exhibición de spoken word, de canciones y de fiesta para presentar la nueva edición de este libro, que publica La Navaja Suiza. Será a las 19:30 en el Centro Cívico Río Ebro. Hace unos años Aloma puso la semilla en el Festival Perpendiculares. Ahora ha mejorado la idea.

Me iba a ir a dormir. Pero he encontrado otro texto. Buscando cosas sobre Aloma y sobre el libro. El título de la entrada es Interino 17. Quizá iba a ser el capítulo 17 del libro, de la novela, de Interino, el manuscrito que pelea contra el corazón de mi padre, enfermo de la misma muerte y vida que fue vida y muerte de Sergio.

Estoy escribiendo una reseña sobre Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez para la revista Afiche. Me doy cuenta que el día de la presentación no pude contar todo lo que quería. Me doy cuenta de que sigo en un exorcismo continuado y prohibido. ¿Quién cerrará este círculo? El pleonasmo, el pleonasmo. Cuando operaron a Sergio Algora pasó semanas en una habitación de hospital. La peor abstinencia -puesto que estaba lo suficientemente medicado- fue la sexual. Su amigo Andrés Perruca le llevaba revistas de mujeres desnudas y artículos ilegibles para provocarle. Sergio contaba que cuando la enfermera le quitaba las grapas que mantenían su cuerpo unido el simple olor de su perfume lejano le producía una erección. Dolorosa, como todo lo que fuera sangre y carne. Y todo era sangre y carne en aquella época, sangre y carne dolorida.

Sergio Algora murió a la misma edad que su admirado Boris Vian. 39 años. Vian, tal y como me contó el mismo Sergio un domingo que comíamos en su casa, falleció de un infarto horas después de ver lo que él considerada una inefable adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestras tumbas. El corazón. El órgano de la sangre y la carne dolorida. Sufrí el Sergio enfermo. El de las latas de atún de madrugada y la cola del sintrom. Me levantaba, a veces sin haber dormido más de una hora o dos, e iba a la fábrica. Sergio se quedaba durmiendo y me decía que le llamara a mitad de mañana, cuando parara para el almuerzo. Que entonces él se despertaría, se ducharía y, sin lentillas, iría al hospital. No lo hizo nunca. Sergio me prestó la única biografía que existía en español sobre Boris Vian. Nunca pude devolvérsela. También se dejó una chaqueta, una cazadora en casa. Había sido de Andrés Perruca y la llevaba el día que le presentó su primer libro a Aloma. Ana me hizo tirar aquella cazadora. No sé porqué le hice caso. El amor es más fuerte que el olvido. En casa dejaste olvidado también el manuscrito con la letra de El hombre que perdió los papeles, una canción del último disco de la Costa Brava. No sé si esto es un pleonasmo pero sí que es una casualidad de narices. Luego seguimos con las casualidades. Una más, antes de que se me olvide. El día que murió Sergio me puse tan nervioso que terminé en un centro comercial muy lejos de todo, en el Actur. Me pasé la mañana comprándome pantalones para ir su entierro. Carmen vino a buscarme con su coche. En una horrenda librería clónica que había en la planta calle de aquel centro comercial encontré, aquel mismo día, en la sección de poesía, un ejemplar de Envolver en humo, el primer libro de Sergio, editado por Manuel Martínez Forega, antes del crack de Panero que trajo Nacho Vegas. El ejemplar estaba firmado.

La muerte del padre de Sergio, aquel personaje pícaro que protagonizaba el Día del Cielo fue unos años después. Nuestros padres, el abrazo protector y cómplice que ha sido nuestro mejor combustible. El día que mi madre conoció a Sergio fue en su casa. En casa de mis padres. Habíamos estado comiendo y Sergio quería imprimir sus nuevos poemas. Había ganado un premio con ellos. No teníamos impresora. Ninguno de los dos. Mi madre sí, claro. La independencia se paga. Otra vez tenía que ir al programa de Borradores. Se nos hizo tarde. Le propuse coger el autobús. Un hombre de tren y taxi. La independencia se paga. Todos tenemos vicios adquiridos, de nuevos ricos, de antiguos pobres. Yo compartía uno con Sergio, usar coche con chófer femenino. Lo he tenido que abandonar con el tiempo. La independencia se paga. Había estado en pocos funerales antes que el tuyo. La pérdida de la inocencia no la suministra el sexo ni la droga, la pérdida de la inocencia la trae la muerte. Y toda la vida habla de la muerte. La muerte nos sorprende siempre. Es inoportuna. Llega a la casa sin haber sido invitada y cuando se marcha no hay nadie capaz de acabarse las copas, tan calientes y sin hielo. ¿Cómo me voy a morir me decías? Ahora podría morirme, delante de ti, como un pajarico. Llevabas las piernas hinchadas y el vaso de vino estaba vacío.

Unos días antes de la presentación recuperé unas fotos que nos hicieron en la Plaza Santa Cruz. No hay muchas fotos de Sergio. Una mezcla de desdén tecnológico y oficialidad pop. Sergio era de la nobleza y solo tenía fotos oficiales. Me gusta recuperar esas fotos, en una terraza, después de comer. Más allá del Bacharach y de la fiesta interminable. Los dos vestimos igual: unos pantalones demasiado anchos con los bajos rotos y sucios. Calzado mestizo, ni zapatilla ni zapato. Hay momentos en los que reímos y otros en los que bebemos champán tibio. Ya no está Sergio ni está el restaurante donde comimos aquella tarde. El Portolés se llamaba. Tampoco está el alcalde que se convirtió en personaje involuntario de las columnas de Sergio en el Heraldo. El Heraldo y su manual de estilo para cómo se sobrevivir a una guerra. Hay gente que nos bajamos del barco y otros siguen que subidos mientras escupen el agua que les entra por el culo.Quería hablar el día de la presentación de Gainsbourg, pero no me dejaron. Se hacía tarde, me estaba pasando de tiempo. Antón Castro le preguntaba a su hija: ¿Quería ser Sergio Gainsbourg? Yo no quise leer la respuesta. Yo sabía la respuesta. El tenía miedo de convertirse en Gainsbourg. Guardo el recuerdo de una confesión a ese respecto que creo demasiado íntima para cualquier vía pública, si le interesa a alguien que pregunte.

La precisión paranormal con la que describe la muerte en sus poemas, sus amigos (Richi, Jesús, Aloma y yo mismo por ahora) con los que contactó en sueños después de muerto. Las botellas lanzadas al mar de la red (y vacías, en todo lo virtual), contenían el manuscrito Algora, el que hablaba del segundo Sitio de la ciudad. Y que sobrevive en distintas versiones en distintas manos.Hay más casualidades. Como que Javier Corcobado recuperara en su repertorio solista su versión de Getsemaní de Jesucristo Superstar la última vez que tocó en Zaragoza. El dolor llega al terminar las historias. Por eso nunca nos detenemos. No hay yodo ni arnica en ninguno de los finales que usemos o que intentemos. Ana me dice que detenga la riada, como si hubiera diques suficientemente resistentes. Son como chispazos en la memoria que lo desbordan todo. Imagino que tiene que ver con el alejamiento emocional de mi ciudad. Y también físico, no seamos estúpidos. Hay sitios que solo conocí gracias a Sergio, sitios donde la barra todavía tiene una huella de su codo, de su torso inclinado en busca de un trozo de bacalao rebozado. Tan sencillo como eso. La mejor de las prosas atrapada por la grasa, entre los dedos.