La Vuelta a España del 83: desde Ateca a Hinault

Este artículo ha contado con la ayuda inestimable de Rodolfo Notivol, Javier de Sola y Pablo Ferrer,
sin ellos no hubiera sido posible.

 

 

Es noche cerrada en mi pueblo. Miro a través de la ventana y veo la calle Bodeguillas, silenciosa y desierta. Desde 1983 a 1985 en la calle Bodeguillas de Ateca, una población de menos de dos mil habitantes a poco más de una hora de Zaragoza, tuvo su sede un equipo que compitió en alguna de las pruebas más importantes del calendario ciclista de la época, el mítico equipo Hueso. La Vuelta a España de aquel año 1983 es considerada por muchos la mejor de toda la historia, también fue la primera que se pudo ver por la televisión española, tanto los finales de etapa en directo como resúmenes de la jornada por la noche. Aquel equipo con raíces aragonesas, humilde pero peleón en cada etapa, tiene una bella historia detrás, como la de aquellas tres semanas de abril que cambiaron la trayectoria del deporte de las dos ruedas en nuestro país.

 

El 11 de abril de 1983, José Luis Garci ganaba el Óscar a la Mejor película en habla no inglesa, con Volver a empezar. Era la primera vez que una película española se alzaba con ese galardón y a ocho días de que diera comienzo la Vuelta a España y en todos los lugares del globo sonaba Cole Porter. Algo estaba cambiando en el ciclismo español: el número de equipos había aumentado y jóvenes corredores prometían tardes de gloria a la altura de las protagonizadas por los Ocaña, Fuente o Perurena. Pero hacía falta algo más, concretamente ocho millones de pesetas. Eso fue lo que el director de la Vuelta a España puso sobre la mesa del director del equipo Renault, Cyrille Guimard, para que su equipo acudiera a la salida de la carrera en Almufases con su gran campeón, Bernard Hinault, al frente.

El 19 de abril es la fiesta mayor de Almusafes, una localidad valenciana donde la factoría de coches Ford cumple una década en funcionamiento. Para celebrarlo se cocina una monumental paella en la Avenida del Paralelo. A las cuatro de la tarde, el helicóptero de la televisión captura las imágenes de la llegada a meta de Dominique Gaigne, sorprendente ganador de la crono de 6,8 kilómetros que sirve de prólogo a la prueba. El corredor del Renault está tan seguro de que su tiempo va a ser superado por alguno de los que todavía faltan  por llegar que se retira a su hotel y la organización es incapaz de dar con él antes de la ceremonia de entrega del maillot. El líder de la prueba no lucirá en el podio el primer amarillo de la carrera.

 

Con un gregario del favorito Bernard Hinault como sorprendente líder, para su primera llegada en línea la carrera se dirige a la bellísima ciudad de Cuenca. Serán 235 kilómetros entre Almusafes y la capital conquense en los que habrá lluvia y llegada con un desnivel notable y un empedrado histórico que dejará a los corredores a los pies de la Catedral. Antes de llegar a la ciudad de las Casas Colgadas y el Museo Nacional de Arte Abstracto, José Luis Laguía, enfundado en un maillot rojigualda que lo acredita como campeón de España de fondo en carretera, comienza a dar muestras de su deseo de imponerse en el Gran Premio de la Montaña. El corredor del Reynolds no tiene la fuerza suficiente para pelear en los grandes puertos que le esperan en esa edición de la Vuelta, pero su buena punta de velocidad y su sapiencia a la hora de acumular puntos en los más tendidos puertos de 2º y 3º categoría le van a permitir pelear por el que iba a ser su tercer entorchado consecutivo en la ronda española. El rostro de Laguía se mantendrá en el inconsciente colectivo de todos aquellos chicos que jugaban a emular las carreras ciclistas sobre el suelo de los patios de las escuelas colocando retratos adhesivos en los cascos de las botellas, empujándolos por turnos con un golpe seco de los dedos, intentando no salirse del camino marcado por el riesgo de tener que comenzar desde la salida de nuevo, dejando el índice de la mano derecha completamente despellejado al finalizar la competencia. Los botes de detergente Dixan o Luzil eran los más apreciados por contener los más eficientes remedos de las bicicletas y ciclistas de la época. José Luis Laguía aún conseguiría dos reinados más de la montaña en las ediciones de 1985 y 1986 y su récord de cinco victorias se mantiene vigente hasta el día de hoy.

El desnivel de los últimos kilómetros de la etapa es notable y aunque los segundos en juego de cara a la clasificación general no serán muchos, ninguno de los que aspiran a la victoria final se puede despistar en una competición que suele decidirse por diferencias muy pequeñas. El pelotón pasa junto a antiguos refugios de la Guerra Civil, supera los arcos que llevan hasta la plaza consistorial y en la línea de meta se impone un hombre de la tierra, el conquense Juan Fernández, demostrando un cierto carisma ardenero. A continuación del corredor del Zor -que consigue así su primera victoria parcial-, entrarán Guido Van Calster, belga del Del Tongo, y Jesús Suárez Cueva, del Hueso. El primero entre los favoritos es, por supuesto, Bernard Hinault. Ese día, el doméstico Dominique Gaigné podrá por fin enfundarse su primer maillot de líder.

En una de las salas del Museo, la bella Brigitte Bardot de Antonio Saura suspira ante el carisma animal de su compatriota Hinault. Tres lustros más tarde otros dos aragoneses, uno oscense, Javier Aquilué y otro de Zaragoza, Antxon Corcuera, se conocerán en un tren mientras se dirigen a comenzar sus estudios de Bellas Artes. En sus años universitarios experimentarán con las distintas expresiones del sonido, el espacio y la naturaleza. Los primeros temas de su proyecto de música pop Kiev Cuando Nieva se compondrán allí, en Cuenca. Cuenca tiene subterráneos donde la gente se protegía de las bombas y un pasado medieval con trasfondo esotérico. Pero Kiev cuando nieva prefiere la lírica de la sencillez y la instrumentación arreglada de manera pausada. No hay títulos para las canciones, solamente fechas. En 2014 volverán al lugar donde comenzó todo, cantar y contar, plasmar y tocar.

De Cuenca a Teruel, la carretera sigue siendo una aventura terrible. A mitad de camino hay un pueblo que se llama Libros. Si uno no conduce bien los camiones lo pueden devorar. En 1983, la carretera era la misma, pero no había más vehículos que los de la organización y los de los equipos. Eran 152 kilómetros y, tras la primera aparición de los gallos, el final de esa segunda etapa parecía estar abocado al sprint. En Teruel todavía existe la calle del Generalísimo y en la subida a la Avenida Ruiz Jarabo ataca con una potencia inusitada un joven rubio con gafas redondas. Su nombre es Laurent Fignon, corre en el equipo Renault y está sobrado de fuerzas. Trata de sorprender al gran grupo una vez que no hay peligro para su líder. Doscientos metros más adelante, superado el viaducto de la capital turolense, Fignon resiste. Con su aspecto de intelectual parisino, esa temporada había obtenido una bella victoria en la quinta etapa de la Tirreno-Adriático con llegada a Piceno: a dos kilómetros de meta Juan Fernández, el corredor que se había impuesto el día anterior en Cuenca, había lanzado un ataque en un repecho y Fignon contraatacó llegando a meta con veinte segundos sobre el conquense. Ver rodar a Fignon era ver clase en movimiento. Se había especializado en arranques en el último kilómetro, resistiendo el empuje del paquete a fuerza de juventud y potencia. Así había conseguido imponerse en la primera etapa del Criterium Internacional de aquel año o en el prólogo del desaparecido Tour d’Armorique. Pero en el pelotón de la Vuelta a España está la banda de galgos de Giuseppe Saronni siempre dispuesta a preparar la llegada para el campeón del mundo. Fignon se queda a unos metros de la meta y cuando el maillot arcoiris parece lanzado hacia su primer triunfo parcial, surge por la derecha la figura rotunda del joven belga Eric Vanderaerden, que se impone en la misma línea de llegada. El ciclista del Jean Aernoudt-Rossin había debutado esa temporada y ya había demostrado sus credenciales con dos victorias en la París-Niza. Vanderaerden sería uno de los hombres más rápidos de la década de los ochenta, pero no solamente destacaría en los sprints. Ganaría también, gracias a su enorme potencia, prólogos en grandes vueltas y carreras de una semana y se llevaría los dos grandes monumentos del norte: el Tour de Flandes en 1985 y la Paris-Roubaix dos años más tarde. No hay cambios en la clasificación general, donde Dominique Gaigne mantiene el amarillo por tercer día consecutivo.

Al día siguiente, la película de la etapa entre Teruel y San Carlos de la Rápita es muy parecida. Eso sí, la distancia que recorre el pelotón aumenta en casi 100 kilómetros, llegando hasta los 241. José Luis Laguía sigue sumando puntos para el maillot de la montaña. Y en la llegada una nueva decepción para el “campioníssimo” Saronni: no solo vuelve a ser superado por Vanderaerden -demostrando que en punta de velocidad el belga es superior- también por Giuseppe Petito, un modesto corredor del Alfa-Lum de Marino Lejarreta. El final de la etapa es un despropósito completo, el belga y el italiano confunden una pancarta con la señal de meta y dejan de pedalear unos metros antes de la verdadera llegada. Petito sigue con el sprint y obtiene la victoria, detrás de él entran Laguía y Vanderaerden, que hace tercero. José Luis Laguía está, pues, a punto de dar la sorpresa y demuestra que es rápido en cuesta y también en llano. Unas jornadas más tarde, volvería a intentarlo y esta vez obtendría el premio gordo.

 

Mercè Rodoreda (VILALLONGA – CREATIVE COMMONS)

El 13 de abril de 1983, diez días antes de San Jorge, fallece en Gerona Mercè Rodoreda, una de las escritoras españolas más importantes en lengua catalana. Su obra La plaza del diamanteLa plaça del Diamant-, ambientada en la Barcelona de los años 30, es un libro clave de la narrativa contemporánea de nuestro país. Los protagonistas del libro podrían muy bien ser fantasmales espectadores de las etapas que discurren por distintas poblaciones de Cataluña, lejos y cerca a la vez de la capital, Barcelona. El día de San Jorge, el día de Sant Jordi, el pelotón parte de San Carlos de la Rápita en dirección a San Quirico del Vallés. En esta etapa, previa al contacto con la alta montaña, se produce un extraño movimiento que provocaría una minúscula chispa dentro del incendio que se viene fraguando en el equipo Renault: de nuevo los kilómetros finales son movidos y, en un pequeño repecho, salta el corredor del TEKA Antonio Coll y a su rueda Laurent Fignon. Quedan 10 kilómetros hasta meta y el joven Fignon corre sobrado de fuerza y hambre de victorias. Pero aquel movimiento arrastra a un tercer invitado: Marino Lejarreta, que reacciona rápidamente y forma un trío en cabeza. Fignon no solo no detiene su marcha, sino que colabora en la fuga, obviando su papel como secante para su líder. Es tal la potencia de Fignon y los largos relevos de Lejarreta, que los tres consiguen llegar a meta, llevándose la victoria el parisino con un gran golpe de pedal final. Lejarreta, que se había impuesto en la edición anterior de la Vuelta tras la descalificación por dopaje de Ángel Arroyo, parece el más regular entre los corredores españoles y consigue distanciar en 17 segundos a Bernard Hinault. Una magra diferencia en una competición tan larga, pero es la actitud de su gregario lo que enerva al campeón francés. En sus memorias, Éramos jóvenes e inconscientes, Laurent Fignon recoge aquel momento: «Lo oí refunfuñar justo al cruzar la línea de meta. A pesar de que había ganado la etapa para el equipo». Esta jornada, con la victoria del joven gregario y el puñado de segundos perdidos, supondrán el primer paso en el proceso de demolición de la histórica alianza entre Guimard e Hinault: al final de la temporada, tras la victoria de Fignon en el Tour de Francia, el entonces cuatro veces ganador de la carrera francesa abandonará el equipo Renault. Las desavenencias entre Hinault y su director tenían su origen en la condición física con la que el bretón había vuelto de las vacaciones de invierno. Durante las primeras carreras de la temporada su actitud apática y la falta de compromiso le habían hecho obtener una única victoria, la Flecha Valona, dejando claro que su aura de imbatido estaba desapareciendo dentro del pelotón: el tejón no mordía como antes y las siguientes jornadas montañosas lo iban a demostrar.

 

 

En la quinta etapa llega el primer contacto con los Pirineos y el primer final en alto, el inédito Castellar de Nuch, un puerto de primera categoría que culminaba un recorrido rompepiernas. El pelotón alcanza agrupado el inicio de la subida, con el alemán Rudy Pevenage, lugarteniente de Giuseppe Saronni, y varios corredores del Hueso, que llenan la pantalla de la televisión con sus coloridos maillots, en las primeras posiciones. En un momento dado, se ve a Saronni y a Hinault ascendiendo hombro con hombro. A Hinault, cuando está bien y cuando no lo está, le gusta ser el que marque el ritmo. Un batido de la cámara muestra unos metros por detrás a sus dos supuestos gregarios, Greg Lemond y Laurent Fignon. La subida es exigente, la pendiente se mantiene constante y el grupo se va reduciendo en un goteo incesante. Uno de los primeros que se deja llevar es Saronni, que parecía haber fantaseado con aguantar el ritmo de los escaladores. Su momento llegaría más adelante. El primer ataque es de Vicente Belda, con su pinta de guerrillero sandinista, de pícaro de Hergé, con su maillot verdiblanco del Kelme. No avanzará mucho en solitario, en uno de los descansillos del ascenso, el grupo lo atrapa. Ahora sí el que marca el ritmo es Laurent Fignon. Es el momento de Alberto Fernández. Arrancará y le seguirán su compañero del ZOR, Pedro Muñoz, y el alemán del TEKA, Reimund Dietzen. Pero el terceto no se mantendrá destacado durante mucho rato, con un esfuerzo final Fignon lleva a Hinault hasta ellos. Hinault se mantiene impertérrito, su rictus es serio, en su cabeza resuenan las primeras críticas que le llegan de la prensa de su país que lo acusan de indolente. La segunda arrancada, el segundo ataque de Alberto Fernández, es definitivo. Nadie puede seguirle y en unos pocos metros la ventaja llega hasta los 10 segundos. Aunque su rodar no es nada elegante y parece que con cada pedalada golpea su máquina como si fuera una cabalgadura que tuviera que ser domada, las imágenes de la televisión muestran que el hueco que está consiguiendo aumenta de manera cualitativa y a su paso por el Parador Nacional situado a tres kilómetros de meta la victoria de etapa parece al alcance de sus manos. El equipo patrocinado por encendedores ZOR se va a apuntar su segundo parcial, demostrando ser una de las escuadras más fuertes de la Vuelta, y Alberto Fernández a presentar su candidatura al triunfo final. Por detrás, sin que las cámaras puedan captarlo, se produce una arrancada de casta de Hinault que le permite entrar en meta con apenas tres segundos perdidos. Cinco años después de su primer maillot, Hinault vuelve a vestir el amarillo de la Vuelta Ciclista a España.

A pocos kilómetros del nacimiento del río Llobregat y, a pesar del liderazgo de Hinault, una nueva época ha comenzado para el ciclismo español: detrás de Hinault y resistiendo su fortísimo empuje final han entrado Marino Lejarreta y Pedro Muñoz, además de Dietzen. Solo han perdido unos segundos Vicente Belda, Faustino Rupérez y Antonio Coll. El siempre regular Fignon entra con ellos. También Heine Kuiper que, a sus 34 años y después de imponerse en primavera en la París-Roubaix, sabe dosificar sus fuerzas y, dispuesto a mejorar su quinto puesto de 1975 y el sexto de 1976, se coloca tercero en la general. Laguía entrará con nueve minutos perdidos y dejará en manos del joven Julián Gorospe la responsabilidad de ser el líder del Reynolds de José Miguel Echávarri. Gorospe, sobre el que se fían las opciones del conjunto navarro, ha salvado con solvencia el primer contacto con la montaña y espera, paciente, la llegada de su terreno: la contrarreloj.

La sexta etapa de esta Vuelta de 1983 se puede considerar la más dura y exigente de las diseñadas hasta entonces en cualquiera edición de la carrera. Acostumbrados a esquemas repetitivos y dureza limitada, en esta ocasión la organización ha seleccionado un recorrido de 235 kilómetros que, sin acabar en alto, tiene todos los elementos para que la épica haga su aparición: una longitud por encima de los 200 kilómetros, esa que marca la diferencia psicológica entre el vueltómano fondista y el corredor ordinario, con tres puertos de entidad: el primero La Creueta, al poco de comenzar etapa; un segundo, quizá el más conocido, el Port de Cantó, que, si bien no destaca por su nivel, exige un esfuerzo de ascensión continuado que supera la media hora y, cien kilómetros más tarde, un clásico, La Bonaigua, que se corona a 23 kilómetros de meta. A ese menú se le añaden las bajas temperaturas, pisos afectados por las heladas de la perezosa primavera española y un último descenso con nieve que deja a los pies de meta a los supervivientes del pelotón. Todo parece predestinado a una batalla sin cuartel. Y los corredores ofrecen un buen espectáculo. El primer protagonista de la jornada es el modesto corredor del Kelme Ángel de las Heras que llega en solitario hasta mediada la ascensión a La Bonaigua, con Faustino Rupérez por detrás prendiendo la mecha de las hostilidades entre los importantes de la ruta. Una vez alcanzado De las Heras, el siguiente en saltar es Alberto Fernández que, tras la exhibición del día anterior, parece confirmarse como el más fuerte de la carrera. Pero, aunque se marcha en solitario, es alcanzado antes de llegar al Premio de la Montaña por Marino Lejarreta y los Reynolds Julián Gorospe y Perico Delgado. El descenso es un espectáculo que tiene algo de dantesco. En la meta se impone al sprint Marino Lejarreta y un minuto más tarde, completamente agarrotado por el frío y la nieve, llega Hinault. Aterido y con la mirada perdida, no responde a las preguntas de los periodistas en meta. Mastica su derrota con discreción y rabia. Es la única vez en la Vuelta 1983 que se verá en los primeros puestos al segoviano Perico Delgado, el hombre llamado a ser mito del ciclismo español y cuyo ascenso al panteón de los elegidos va a comenzar en el caluroso julio francés, solo un par de meses después, cuando, junto con Ángel Arroyo, golpearán las puertas del cielo en la cronoescalada al Puy de Dome haciendo primero y segundo en una de las actuaciones más recordadas de la historia del ciclismo patrio. Luego vendría la Vuelta de 1985, la decepción del Tour del 87 y sus victorias en el Tour del 88 y la Vuelta a España de 1989. A Perico ya se le veían hechuras de ciclista en aquellas jornadas de abril, pero también se notaba a su alrededor el aura tragicómica que le llevaría a protagonizar momentos como el del fatídico día de Luxemburgo en el Tour de 1989, cuando llegaría a la salida del prólogo con casi tres minutos de retraso, o el despropósito de la siguiente jornada de esa misma Vuelta, entre Les y Sabiñánigo, que le dejaría sin ninguna opción para la general.

Y es que si algo tenía la edición de 1983 de la Vuelta a España era que sucedía algo en todas las jornadas. La expresión «etapa de transición» parecía ajena al pelotón y día tras días los acontecimientos se sucedían: en la sexta etapa, 221 kilómetros con llegada en Sabiñánigo el pelotón se iba a encontrar con que el frío y la lluvia del día anterior no solo iban a continuar azotando las carreteras, sino que la situación iba a empeorar por momentos. En el kilómetro 26 el pelotón llega al túnel de Viella, por delante va escapado José Luis López Cerrón, vallisoletano humilde, rodador de raza, que ya acumulaba cinco minutos de ventaja después de coronar en cabeza el primer puerto. Se produce una primera neutralización oficial, los cinco kilómetros del trayecto que recorre el túnel se realizan en los coches de los equipos, pero a la salida el pelotón, más bien los equipos de las dos estrellas extrajeras, Hinault y Saronni, se niegan a continuar bajo esas condiciones climatológicas. La organización cede a las presiones de los líderes foráneos y los corredores vuelven a los vehículos que los llevan hasta el kilómetro 52 de la etapa. Perico Delgado, nuestro Perico, siempre despistado, se encuentra sin ropa de repuesto y, con lo puesto, se deja caer en el asiento trasero del coche del Reynolds. Como él dijo, se quedó helado. En el camino a Sabiñánigo llegará la fiebre y la enfermedad y su desastrosa actuación en la crono de Panticosa lo dejarán fuera de los diez primeros de la clasificación. Aún le veríamos realizar unos breves alardes en las últimas etapas que recorrían sus conocidas tierras segovianas, pero tenían más de fuegos de artificio de cara a la galería que de recuperación real. Perico, despistado y genial, siempre se debió más a la afición que a sus compañeros. Pero volvamos a la etapa de Sabiñánigo en la que López Cerrón sigue escapado. No está muy clara la distancia que tiene respecto al grupo, cuánto le van a permitir mantener entre parones y discusiones. López Cerrón trata de aislarse de las noticias que le llegan desde el coche de su equipo y sigue devorando kilómetros mientras a su alrededor la lluvia se transforma en nieve y le susurra que se rinda, que se detenga y busque cobijo en la caravana de coches que avanza hacia la meta de Sabiñánigo. En el kilómetro 52, la organización pide a los corredores que abandonen las tapicerías de piel que acogen sus cuerpos ateridos, que olviden la tentadora calefacción que inunda el interior de los coches y reanuden la carrera. Pero el plante continúa y no es hasta el kilómetro 105 cuando se deciden a arrancar. Como en un juego infantil la organización permite una ventaja de cinco minutos a López Cerrón y después suelta a las liebres. Liebres asustadas por el frío que de pronto se convierten en lobos hambrientos, descansados y con el físico templado. Se ven fuertes y tienen una golosa victoria de etapa al alcance de la mano. Los hitos de la carretera son familiares para los aragoneses: López Cerrón pasa el puerto de segunda del Collado de la Forarada en primera posición y alcanza los nueve minutos de ventaja en la meta volante de Boltaña. Con el cansancio calando su alma y su cuerpo, en el kilómetro 159, la cima del Serrablo, la distancia baja hasta los cinco minutos y medio. Su equipo, el ZOR, trata de ralentizar la carrera por detrás, pero es imposible. Finalmente, serán 200 los metros que lo separen de la gloria. Al finalizar la etapa, lloroso y amargado, lanza improperios contra los grandes nombres que con sus artimañas han hecho que su aventura quede en una nota a pie de página, una aventura que se escribe con minúsculas cuando solo es el recuerdo quien la premia. En el sprint final, su compañero Juan Fernández trata de salvar el orgullo del equipo con su buena punta de velocidad, pero será Jesús Suárez Cueva, del equipo Hueso, quien se imponga en la línea de meta.

 

El equipo Hueso era un conjunto muy humilde patrocinado por una fábrica de chocolates situada en un pequeño pueblo de la provincia de Zaragoza, cerca de Calatayud. Los Huesitos, galleta y chocolate, ya eran muy populares en la época. En sus filas corrían modestos de la ruta que se especializaron en largas fugas con el permiso de los equipos de las grandes figuras que no los veían nunca como un peligro para la general o en las clasificaciones intermedias: sprints especiales o metas volantes, que en aquella edición serían ganadas por Carlos Machín y Sabino Angoitia, respectivamente. Jesús Suárez Cueva aún obtendría otra victoria de etapa en Torrejón de Ardoz en la siguiente edición de la Vuelta e Isidro Juárez se anotaría un triunfo parcial con final en Alcalá de Henares en la Vuelta de 1985. La estructura del equipo fue, sin embargo, cambiando conforme lo hacían sus patrocinadores (Zahor, Lotus, Lotus-Festina) hasta cambiar también su nacionalidad a la francesa y convertirse en uno de los equipos más poderosos y polémicos del mundo en los años noventa, el Festina.

La distancia entre Sabiñánigo y el balneario de Panticosa no llega a los cuarenta kilómetros y las rampas que llevaban hasta la estación de esquí aragonesa no eran excesivamente exigentes. Pero la lucha contra el crono engrandece al fuerte y deja al aire las vergüenzas del que va más justo. Es un enfrentamiento del hombre contra la arena del reloj, que desciende insobornable mientras el ciclista escucha a su director cantándole referencias, dándole gritos de ánimo y, si la situación no es favorable, contándole alguna mentira piadosa que evite que se hunda en el camino. La cronoescalada a Panticosa parecía el terreno propicio para que Bernard Hinault comenzara a dejar claro quién era el más fuerte de la carrera. El soniquete de que era el máximo favorito se llevaba repitiendo desde la salida de prueba, pero hasta entonces había más ruido que nueces. Los insolentes españoles agitaban a Hinault y le hacían perder tiempo en cada escenario. Como es habitual en una prueba de este tipo el orden de salida es el contrario al de la clasificación general, así que Marino Lejarreta, líder desde la Viella, sería el último en tomar la salida. El mejor tiempo cuando las cámaras de Televisión Española conectan en directo es para Heine Kuiper, seguido de Faustino Rupérez y tercero otro hombre del ZOR, el gallego Álvaro Pino, que comenzaba a dar muestras de la excelente forma en la que se comenzaba a encontrar. Cuando las imágenes de la ascensión de Alberto Fernández llenan las pantallas de los televisores, los aficionados desde sus casas pueden apreciar que su ritmo de ascensión es magnífico, incontestable. Es el Alberto Fernández de los mejores días y más cuando el siguiente fotograma muestra el pedaleo atrancado de Hinault cubriendo los últimos kilómetros. El bretón, por primera vez en mucho tiempo, parece sometido a su máquina en vez de ser él quien maneja el tiempo. Entra en meta Pedro Muñoz, después Vicente Belda y Antonio Coll. Alberto Fernández pisa la línea y marca el mejor tiempo provisional. Las referencias que los periodistas habían tomado a mitad de ascensión, justo a los pies de la subida a Panticosa, una vez recorrida toda la parte llana de la crono, reflejaban una diferencia de treinta segundos entre Fernández e Hinault. Es el momento en el que la cámara se fija en Julián Gorospe. El joven vasco es ya entonces un contrarrelojista contrastado, habiendo pasado a profesionales con una última victoria en categoría amateur en el Gran Premio de las Naciones, considerado por entonces el Campeonato del Mundo oficioso contrarreloj. Pero después de haberse defendido con pundonor en los Pirineos en meta hay una cierta decepción, Gorospe no consigue mejorar el tiempo de Alberto Fernández y cede 23 segundos en el que se suponía iba a ser su terreno. Aunque su frustración no alcanza a la de Bernard Hinault, que entra desfondado y se deja más de dos minutos. Es una humillación para alguien que desde 1977, en el que consigue su primera victoria en el Gran Premio de las Naciones, es considerado el mejor del mundo en la lucha contra el crono como lo acreditan sus otras tres victorias en 1978, 79 y 82. Algo no anda bien en el organismo del francés, aunque desde su equipo hablen de que el pico de forma tiene que llegar en julio para la disputa del Tour de Francia, otras voces, estas no oficiales pero también de dentro de la formación, hablan de una rodilla hinchada y un dolor en el pedaleo agravado por las frías y húmedas condiciones de las etapas disputadas hasta entonces. Lo que no saben todos los que celebran de forma más o menos velada el estado del francés es que Hinault es un competidor superlativo y en situaciones como esta, en la que no puede imponer su superioridad física, puede convertirse en un rival mucho más peligroso. Cuando ya solo queda por entrar en meta Marino Lejarreta parece que el triunfo no se le puede escapar a Alberto Fernández. Pero, aunque los tiempos se recogen a través de cronómetros digitales, hay una cierta confusión puesto que los registros de cara al público se exponente a través de un arcaico sistema de rectángulos de pizarra con el nombre del corredor y el tiempo final. Si Gorospe que ha estado a punto de doblar a Hinault no ha podido mejorar el tiempo de Alberto Fernández es muy complicado que Marino Lejarreta consiga superar a sus dos compatriotas. Mientras los comentaristas de la televisión tratan de recordar sus conocimientos de aritmética escolar sumando y restando segundos y minutos, el público ve cómo el corredor del Alfa Lum se presenta en meta como una auténtica locomotora. Sin referencias previas, cuando les llega el tiempo de Lejarreta, desde TVE descubren que ha superado en 10 segundos a Fernández y en 33 a Gorospe. La etapa es suya.

En la clasificación general Marino ha aumentado su ventaja sobre Hinault hasta los dos minutos y treinta y cinco segundos. Pero el Tejón cada día más dolorido y rabioso no iba a permitirse perder ni un segundo más de tiempo: aquel que se exhibió bajo la nieve para ganar la Lieja-Bastoña-Lieja de 1980 perdiendo incluso la sensibilidad parcial de sus dedos, el mismo que, vestido de campeón del mundo, se llevó la Paris-Roubaix de 1981, carrera que detestaba por considerarla un espectáculo de circo impropio de deportistas profesionales, solo por el hecho de demostrar que era capaz de ganar cualquier competición que se propusiera, iba a comenzar su remontada. Esos 155 segundos iban a ser su máximo retraso en aquella vuelta. Al día siguiente, comenzaba la recuperación. Y el pánico y el carisma llegarían hasta donde no llegaran sus fuerzas. La línea que separaba el respeto del miedo que causaba entre sus rivales era muy fina.

El 28 de abril se salía de Panticosa en una etapa de menos de 200 kilómetros con llegada en Zaragoza. Pero la meta no estaba realmente situada en la capital aragonesa, sino en el Casino Montesblancos de la localidad de Alfajarín, donde se llegaba después de coronar un repecho, una pared corta de porcentaje elevado perfecta para esos ciclistas que son felices cuando llega la cita con las Ardenas a mediados de abril. Era territorio de Giuseppe Saronni, que ha pasado junto a la Basílica del Pilar sin santiguarse. Él cree en Gino Bartali, porque Francesco Moser, que languidece todavía bello en Italia, es devoto de Fausto Coppi. O quizás sea al revés, no es importante. En Italia lo que gusta es la confrontación, elegir bando: Inter o Milán, Norte o Sur, Don Camilo o el alcalde Peppone. Saronni quiere ganar, lleva varios días apostando sin suerte. En el Casino Montesblancos el dinero es de plástico y eso ya lo sabía Mariano Gistaín cuando escribió La vida 2.0. Un adelantado en esta historia, Mariano. Sabe que al Casino se va con moneda de petróleo y marfil y que los billetes son para quemarlos y evitar el frío que entra a través de los vidrios agujerados por el tiempo en el edifico en el que ahora languidecen los restos de la ruleta y las tragaperras. Pero en 1983, la gente aplaudía la llegada del arcoíris de Saronni y guardaban un puñado de pesetas en sus bolsillos para jugárselas al siete y medio en cuanto acabe la etapa. No es el tiempo, es la sorpresa. Es ganar, porque ganar es no seguir perdiendo. Eso lo sabe el que juega al copo o a los montones. Niños o mutantes, en el futuro, aquel Casino tendrá, como la no muy lejana Belchite, un eco psicofónico de balazos mafiosos y escritores obsesionados que se dejan atrapar por el recuerdo. Giuseppe Saronni es un hombre con memoria, pero que no recuerda su victoria en Alfajarín en 1983. Aquel sprint en cuesta fue uno más de sus éxitos de aquellos años. Portaba el maillot ‘arcobaleno’ de campeón del mundo después de haberse impuesto el año anterior a un joven Greg Lemond en el circuito de Goodwood, en los Estados Unidos. La temporada había empezado de manera inmejorable para él, imponiéndose en la Milán-San Remo con una escapada en el descenso del Poggio que le permitió entrar en la Vía Roma con la ventaja suficiente para dedicarle el triunfo a su afición. En Alfajarín, Saronni demostró que en una subida de esas características, cuando estaba en forma, era casi invencible. Segundo, Pedro Muñoz, del ZOR. Y tercero, como siempre sobrado de fuerzas, gregario y protagonista, pronto campeón, Laurent Fignon. Saronni había venido a la Vuelta a preparar el Giro de Italia, un Giro que había diseñado a su medida Vincenzo Torriani, un Giro que sería el segundo y último de su carrera tras el que había ganado en 1979. Saronni no iba a correr el Tour de Francia. Bernard Hinault tampoco.

¿Podría pasar algo después de la breve batalla de la jornada anterior? Todos los candidatos al triunfo tenían que dar la cara cada día, con la carrera que se contaba, como la vida, en un puñado de segundos. ¿Qué podría pasar entre Zaragoza y Soria con solo dos tachuelas por el camino y el sello de «etapa de transición» en el libro de ruta de los medios de comunicación, en todas las previas de los periódicos de la época? Aquel día, partiendo de Zaragoza, de al lado del estadio de La Romareda, todavía con el lustre de las reformas hechas para el Mundial de fútbol de 1982, los corredores se encontraron casi de salida con el alto de la Muela y, llegando a Calatayud, con el del Frasno. El rodar era tranquilo por la antigua nacional que unía Zaragoza con Madrid hasta que en el avituallamiento de Villarroya de la Sierra el gran grupo se desvía hacia Soria. En el ambiente hay un aroma de crispación, de ozono saturado, quedan sesenta kilómetros hasta Soria. La noticia de que ha pinchado Marino Lejarreta se extiende como el fuego en un secarral. Hinault se pone en cabeza junto con dos compañeros, Lucien Didier y Maurice Le Guilloux. Maurice Le Guilloux estaba junto a él en aquella edición de la Lieja del 80, la de la nieve, y la historia cuenta que se acerco a Hinault para decirle: «No te preocupes, jefe, yo no abandono, yo me quedaré junto a ti hasta el final», el resto es mitología del ciclismo. Nueve hombres en cabeza. Los dos Renault hacen las veces de caballos percherones en una película del oeste, de estafeta en estafeta, asegurándose de que el correo llegue a su destino. Pero Hinault siempre da la cara y es uno más en los relevos. Si hay que reventar, lo harán todos juntos. En la fuga han entrado también Saronni y los españoles Julián Gorospe y Alberto Fernández, que han estado tan atentos al corte como otro rodador incansable: Heine Kuiper, y un corredor del Hueso, siempre presentes en las fugas, el jienense Enrique Martínez Heredia. Quedan 35 kilómetros hasta Soria y el viento ha comenzado a soplar, los abanicos, ese castigo mínimo que hace que las distancias aumenten gota a gota inexorablemente hasta el desvanecimiento total. Un segundo estás a punto de contactar y al siguiente los has perdido todo. El segundo grupo, con los gregarios de los que van por delante, transita tranquilo sin la responsabilidad de reducir las distancias. El drama está más atrás, con los Alfa Lum tratando de recomponer la carrera y acercar a Marino Lejarreta lo más posible a los lugares de cabeza. Pero los nueve magníficos de delante parecen un equipo de persecución realizando relevos casi milimétricos. Solo se reserva el corredor del Hueso que aspira a la victoria parcial en la meta de Soria. A 19 kilómetros la ventaja es de un minuto sobre Lejarreta, a diez kilómetros se ha doblado y en la entrada de la ciudad del Duero es de tres minutos. El puente sobre el río es el primero en recibir a los escapados. Enrique Martínez Heredia había corrido en las últimas encarnaciones del mítico KAS, campeón de España de fondo en carretera en 1978, ganador de la Volta a Cataluña en 1976 y de etapas en las principales vueltas nacionales, llegó a ser mejor joven del Tour de Francia de 1976, el año de la victoria de Lucien Van Impe, además de ser plusmarquista de la desaparecida Clásica de Sabiñánigo, en la que se impuso tres veces. Enrique es el que primero lanza el sprint pero el campeón del mundo, Giuseppe Saronni no estaba dispuesto a regalar una oportunidad así y acaba adelantando al corredor del Hueso. Tercero, por si acaso, Bernard Hinault. Además del hundimiento de Lejarreta, Pedro Muñoz que se había mostrado muy fuerte en montaña y los TEKA Antonio Coll y Raymund Dietzen, que habían mantenido una envidiable regularidad en todos los terrenos, quedan totalmente descartados para la victoria final. También uno de los pocos sorianos del pelotón, Faustino Rupérez.

Faustino Rupérez, nacido en San Esteban de Gormaz en 1956, ganó la Vuelta a España de 1980, el día que cumplía 24 años. El año anterior había sido cuarto y aquella jornada que se llegaba a su ciudad no había cumplido todavía los 27. Hoy, mañana, el día que leas este artículo, Faustino Rupérez tendrá ya 65 años o estará a punto de tenerlos. El 31 de agosto de 2006, cuando todavía no se había decidido si el ganador del Tour de Francia era Floyd Landis u Óscar Pereiro, Félix Romeo publicaba un artículo en la revista Letras Libres en el que narraba su viaje a Soria siguiendo las huellas de su admirado Peter Handke. Handke, tras rechazar el Premio Heine, uno de los más importantes de las letras alemanas, por las presiones sufridas por su apoyo al presidente serbio Slovodan Milosevic, había decidido huir del estruendo mediático y ocultarse en un lugar que le permitiera disfrutar de un silencio social total para poder seguir escribiendo. Elige Soria y allí escribe Ensayo sobre el Jukebox, come con frecuencia en el único restaurante chino de la ciudad y casi diariamente acude a la estación de autobuses para repasar los horarios de salida hacia Madrid. Años después, Félix fantasea con la idea de que Handke, en un arrebato de melancolía, ha vuelto a Soria para establecerse allí en un completo anonimato. Convence a su amigo, el también escritor Ismael Grasa para ir desde Zaragoza hasta Soria en coche. En el camino se pierden en varias ocasiones y paran en un bar de carretera. La persona que les atiende podría haberse llamado Faustino y podría haber sido un sosia de Faustino Rupérez, 50 años cumplidos. Peter Handke había soñado con los ángeles de abrigos largos que sobrevuelan el cielo de Berlín y que su amigo el director de cine Wim Wenders rodaría en dos de sus películas más conocidas, El cielo sobre Berlín y Tan lejos, tan cerca. En el verano del confinamiento estoy de vacaciones con mi hijo pequeño, con mis padres, con mi mujer y con mi hermana y su marido. Todos juntos en un pueblo muy cerca de Soria. Voy varias veces a la ciudad, compro libros de Handke en una librería Las Heras de la calle del Collado. Encuentro el restaurante chino donde comía Hankde, el restaurante chino donde acudieron Félix e Ismael. Más adelante hay un drugstore que vende periódicos un domingo por la tarde y le compro el Heraldo de Aragón a mi padre. Me limpio las manos con gel antes y después de pagar. Cuando le doy el periódico a mi padre recuerdo que unos meses antes estaba en la UCI de un hospital con el corazón infestado y pienso que la vida nos da una de cal y otra de arena. Félix Romeo, que también había escrito sobre el Casino Montesblancos en una de sus novelas, Discoteque, había muerto en 2011, cuando Faustino Rupérez tenía 55 años. En Soria el tiempo se detiene solo para los que lo observan sin mirar.

 

¿Pero, qué ocurrió realmente aquella jornada entre Zaragoza y Soria? Cuentan las crónicas que fue el director del Hueso, Miguel Moreno el que notando extraños movimientos entre los equipos belgas y el Del Tongo en la salida, avisó a al director del Reynolds, José Miguel Echávarri, que, a su vez, advirtió a Gorospe que estuviera muy atento desde el principio a la rueda de Hinault. En Soria, Gorospe se viste de amarillo con Alberto Fernández a solo dos segundos. Gorospe había completado una excelente primavera imponiéndose en la Vuelta al País Vasco con una victoria en el segundo sector de la última jornada, una cronoescalada final al alto de Regil. La desventaja de Hinaul estaba todavía por encima de los dos minutos, pero en una jornada donde no iba a pasar nada había eliminado el que a la postre se mostraría como el competidor más fuerte entre los corredores españoles: Marino Lejarreta. Hinault quería ganar aquella Vuelta y lo iba a hacer en subida o en descenso, con viento o con lluvia, aprovechando desmayos, despistes, cortes y abanicos. Y tirando, tirando siempre el primero.

 

 

1 comentario · Escribe aquí tu comentario

  1. Dice ser Camaleón

    Me ha encantado. Bien documentado y escrito, ameno e instructivo.

    14 julio 2021 | 7:13 am

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