Siempre quiero ser lo que no soy de Aloma Rodríguez (Editorial Milenio, 2021)

Aloma presenta su nuevo libro, un conjunto de relatos que abordan un salto cualitativo en su literatura: la escritora que peleaba con la post-adolescencia a base de ironía y de poner cubatas mientras emborronaba cuartillas se ha convertido en una madre, con un alto índice de capacidad cáustica en sus venas y que deambula por el mundo sin perder un ápice de independencia y escribiendo y escribiendo, porque sigue llevando semillas de historias en los bolsillos. Esta vez abrimos el Motel Margot a la vida y las canciones, porque hay mixtape y hay lugares distintos. Espero que lo disfruten.

Mixtape Operación combinada (se repartió en formato físico a los veinte primeros compradores del libro en la presentación en Zaragoza)

portada de la mixtape obra de Barreiros

Al comenzar «Siempre quiero ser lo que no soy» el lector habitual de la obra de Rodríguez se encuentra con una visión de la España interior, la de los pueblos con menor densidad por kilómetro cuadrado del mundo civilizado, localización preferida de interinos y gente que busca su lugar definitivo en el mundo, una visión que es parte de su pasado y que no evita, con sus defectos y pasiones. Besos con lengua, padres amorosos, toros y fiestas en los pueblos. Cada pueblo piensa que sus fiestas son las mejores y los que llegamos como forasteros callamos porque nos aburren igual que nos aburren las de nuestra ciudad.

«Y a veces trasegamos ginebra, esperando que la mezcla de destilado y aburrimiento te hagan creer que una de Barricada te pone tan cerca del Ray Loriga de los noventa como si sonara Iggy Pop».

Aloma enumera los besos de verano e inventa las lenguas que compartió, así parece que solo te quedas con lo bueno, con lo de dentro de la golosina. Ejulve se ha convertido en un lugar mítico de la literatura aragonesa, como el Lechago de Félix Romeo, el Valhondo de Ángel Gracia o el Híjar de Víctor Guiu. Solo nos falta una buena red de moteles donde esconderse y trazar planes de huida hacia delante, atracos fallidos, novelas que buscan directores lyncheanos o Jarmuschianos -disculpen el neologismo- para llevarlos a la pantalla grande. En las fiestas de los pueblos -las mejores, no lo olviden-, las zonas poco transitadas son caldo de cultivo para parejas fugaces, tinder analógicos que no entiende de algoritmos y sí de calenturas y migas con huevo frito para la resaca.

Este libro de Aloma es capaz de gestionar distintos niveles geográficos y convertirlos en emocionales. Cuando uno está pensando en una sucesión de anécdotas rurales saltamos a una Zaragoza mutante, cuando el mundo se abría frente a nosotros y cada novio parecía el último. Aloma ha sido de esos escritores que ha pasado más tiempo en el lado equivocado de la barra de los garitos, eso le ha permitido una riqueza mayor en la construcción de personajes: los clientes suelen ser fantasmas, los camareros personas que se construyen y deshacen con la misma solidez que un castillo de arena con la caída de una tarde de agosto. Aloma cantaba por Marisol con cierta gracia, más bien, bailaba por Marisol con más gracia todavía. Eso lo recuerda casi cualquier borracho de comienzo de siglo en Zaragoza.

Aloma siempre ha sido una estrella del pop en ciernes. El libro de relatos va mutando con lentitud en una novela de personajes múltiples, como una especie de Vidas Cruzadas de Robert Altman, pero plagada de heterónimos y personajes que se repiten, como en universos paralelos, con modificaciones mínimas: la amiga que hace canciones, los distintos hermanos -algunas veces ausentes por completo-, su prole, dentro y fuera, la ciudad. Sobre todo la ciudad. Las ciudades como personajes, entes lejanos que aburren a la autora: Valencia, Berlín, Teruel, Barcelona una isla de Mallorca. Las ciudades como amigos que siempre están, que dejan boyas, miguitas, lugares seguros, plenos de calidez o tristeza, Zaragoza y Madrid, Madrid y Zaragoza. Aloma coloca el foco en una generación que hizo sus pinitos con la rebeldía de manual, a base de un combinado de estimulantes, relaciones sexuales con un punto culpable y aspiraciones a trabajos remunerados relacionados con lo creativo. Es decir, una tragicomedia que dura siglos en la literatura universal pero que a cada generación resulta nueva y atrayente porque habla de ellos, de los suyos. Esas mismas personas que decidieron casarse porque comprarse un bajo y aprender a tocarlo resultaba demasiado tedioso y, que pasado un tiempo, no sabía si sufrían anhedonia o es que todo les aburría. Entonces llegaban las crisis, de piel y de dinero, de mudanzas y de miradas cómplices con los compañeros de trabajo. Porque esta generación solo engaña a sus parejas con sus compañeros de trabajo, porque sigue saliendo de copas con la misma pandilla de siempre y en los mismos lugares. La novedad es un divorcio y el vermú de sábado causa y efecto con el nacimiento de algún hijo.

«Por eso me gusta Aloma, por eso me gusta su literatura. Porque tiene una parafina exterior en la que resbalan convencionalismos, porque aunque demuestre una seguridad absoluta uno lee en su literatura -que es la fuente más sincera de sentimientos del mundo, muy por delante de la confesión de un católico-, que cualquier decisión tiene múltiples consecuencias y que casi todas son aterradoras».

El libro es un laberinto premeditadamente desordenado que va desde el centro de Madrid hasta los adosados con piscina a una decena de kilómetros de Zaragoza. Ir y venir, sin pereza. En el cuento El hueco, la visión de Madrid se distorsiona. Una escritora que no pierde el tiempo ni el librerías ni bares. Un marido que busca pisos y sabe manejarse con los gremios. La gallina, el papel de periódico envuelto, la visita de los padres. Aloma resulta igual de cosmopolita llegando a Nueva York que totalmente perdida en un pueblo de menos de cien habitantes. Al final las cosas básicas son las que funcionan: el café, un sitio donde preparan los bocadillos que te gustan y que te salvan el día, reírse de esa realidad de cartón piedra un poco sórdida del centro de Madrid, los libros, sobre todo los libros. Y sus amigos. Escritores cariñosos, profesores universitarios, humildes periodistas que corrían por la mañana con su hijo mientras por la tarde completaban a máquina los artículos que recogería un mensajero en moto. De aquello Aloma aprendió a ser paciente, a administrar su sapiencia, a caminar y caminar con una vida dentro y otras esperando fuera. El Hueco es uno de los cimientos del libro, sólido por el humor, entrañable por la pena. La aparición de la figura de Félix Romeo, el hermano mayor de su hermano mayor, el novio formal que nunca la abandona. El padrino, el tío, el hombre que lo sabía todo y que en su contradicción y sus formas soportaba una genialidad abrumadora. La sed de la noche de su muerte, la televisión de madrugada, las golosinas. Francia, Italia, la Barcelona de verdad, todo Félix resumido en una nevera llena para sus invitados, en poner en modo aleatorio la vida, porque de todo aprendía y con todo se apasionaba, porque era un imán de todo lo interesante. Ganchitos y risas.

La madurez es no estar en casa por Navidad. La familia es tener tu propia cena en Nochebuena. Todas las fiestas de mañana vuelve a esa premisa del cartón piedra -rodar el día de antes de Nochevieja, intentar hacer una receta de pulpo sin saber cocinar-, para asumir que cuando uno echa la vista atrás necesita agarrarse a las paradas del Calvario, marcar en la pared de la cocina la altura de tus hijos el día de su cumpleaños, quizá el mismo día que se cumplen cinco años de un concierto en la Lata de Bombillas o dos lustros de tu último jugueteo con las sustancias. Veinte del primer número de tu fanzine, de tu nombre en papel impreso. Todas las nocheviejas son decepcionantes. Eso es otro de esos absolutos, como el que he comentado antes. Pero no hay nada más auténtico que acompañar a un locutor que en una emisora de radio pelea contra las distintas cadenas nacionales y regionales o con las fiestas públicas y privadas, preparando una programación especial para después de las campanadas. Sobre eso habría que escribir un poco más. Habría que escribir una novela.

Otro momento mayúsculo es La mercería. Con un tono narrativo muy reconocible en la autora, una anécdota aparentemente trivial la sitúa en un espacio de intimidad inesperada con una dependienta, algo que produce extrañamiento al lector, acostumbrado al mito del orbe anónimo de Madrid. Acabar comprando los dos tipos de botones es una costumbre muy aragonesa (permítanme este dicho si me leen en el resto de España: «Mejor comer dos veces que dar explicaciones«). Una mujer, la dependienta, que suministra un anecdotario tan delirante que solo puede ser cierto: «La parte buena es que la niña ya nació con hermanito», justifica la infidelidad de su marido mientras ella está embarazada con otra mujer, que también acaba teniendo un hijo del mismo padre. Aloma sitúa en varias dimensiones la perspectiva del lector, por un lado la parte que he comentado de la súbita cercanía con la una persona en el monstruo capitalino, por otro el desconocimiento específico y la inocencia de la madre primeriza -pero resuelta, a pesar del temor por el parecido entre una piña y un suriken– y la parte más estrafalaria de la ausencia/presencia de lo tradicional y lo impostado en el centro de las grandes ciudades, llegando a la comparación volcánica entre una bata de trabajo y un traje Wonder Woman. La decepción final, esperable por otro lado, es la de la chispa que enciende la imitación, la ciudad que se desliza al abismo del plástico y la franquicia. Pero Aloma sugiere que parte de la culpa es del mismo cliente, del mismo espectador que, en su deseo de anonimato, evita la empatía y deja al descubierto la comodidad de la sombra, del cliente intercambiable, el catálogo estandarizado de gustos.

Y cuando llegamos a la mitad del libro y estamos cómodos con el inconfundible estilo de Aloma de pronto hay un quiebro, Viene a por ti. Un relato con aire de Poe y ensoñaciones de Perec. Donde los personajes crípticos rompen con el tono del libro -hasta ahora los conocías o podías intuir de dónde los había sacado Aloma-, con sus máscaras y su vocalización llena de hilillos de fábula. Solo el detalle de la Misa del Gallo, los botones y los cordones, la prueba y el error, la autora -Aloma o el personaje al que le haya encargado escribir esta parte-, solo parece estar segura cuando afina en el mismo tono que su hija o sintoniza, con la pajarita roja, una especie de sombras en la noche, entre Frank Sinatra y Woody Allen asustado (podría haber puesto tartamudeando, pero creo que hubiera sido un pleonasmo). La historia de la Navidad, un accidente, el cielo, los humores del alcohol y las grasas, la ruptura de los ritmos, el sueño atrasado y a destiempo. Sí, claro, la muerte tiene un toque frío y fantasmal turolense. En el relato que, repito, no está entre lo que uno ha leído hasta ahora en la obra de Aloma, evitando lo autorreferencial (aunque supongo que algo de truco hay), nos lleva a disfrutar de esa imaginería de la España rural donde la muerte y los espíritus se resisten a ser obviados.

«Así, la madre solo quiere que exista distancia entre ella y su prole. Para ello, con esencias tribales, remite a uno de sus amigos ausentes -fantasma benévolo-, para entonar el tema de El Niño Gusano, El fabricante de alas de mariposa».

No puedo dejar de analizar el cuento, porque el suicidio, los caminos, el loco y el tonto -van a llover cromos-, el extraño delirante, lo reconocerán porque lleva mucha ropa en verano y lleva una camiseta de publicidad el único día del año que nieva. Finalmente, uno se da cuenta que no podemos proteger a nuestros hijos del universo, que, en realidad, son ellos los que nos protegen del abismo con sus abrazos, con los días que, agotados, nos quedamos dormidos junto a ellos cuando tratamos de que se duerman. El relato termina con un delicioso aire a lo Robert Bloch, con la sugerencia del monstruo: ¿Y si dejarse llevar por el sueño es no cumplir tus tareas? ¿Y si utilizamos el cansancio como único culpable para nuestra pereza? ¿ O es un monstruo de verdad, el miedo que se queda escondido en su propia caja de miedos?

El siguiente relato, Así habremos envejecido nosotros, tiene un tono continuista. De ahí la idea de un personaje que surgen de distintos universos paralelos, alternativas seleccionadas en momentos concretos. Solo el autor permanece como una constante universal: perseguir un fantasma inmobiliario, el fantasma de las Navidades presentes, tener una compañía de teatro amateur, empleos precarios, el fantasma de las Navidades Pasadas como un chico con el que intercambiaron chispazos de tensión sexual, volver a encontrarse con un antiguo amigo y dejar que los algoritmos de la experiencia completen los huecos que por desidia o secretismo has ido perdiendo de su vida (aquí me recuerda a la obra de Michel Houellebecq y su ambigua interpretación de la amistad). Pensar en nuestros padres, que pudieron ser otros sus amantes, acabando en jardín lleno de agujeros donde las bifurcaciones son los topos de una vida que no conocimos.

«El peligro de la auto-ficción en las novelas o en los relatos es que los amigos -y los que dejaron de serlo-, acaban buscando su pequeña porción de protagonismo que siempre es decepcionante y nunca convence al protagonista. ¿Es mejor aparecer o desaparecer de la memoria? ¿es bueno unos minutos, unas líneas de fama, aunque el espejo de la narrativa no te deje en el lugar que tu pedestal vital se había construido previamente? Yo, por si acaso, siempre me busco.»

La realidad de Aloma, como escritora y como crítica, es la de una lectora formada bajo la exigencia diaria europea y mundial. Su trabajo en distintos medios de comunicación y la biblioteca familiar la han convertido en un referente de las últimas olas de la literatura occidental. Eso convierte su propia literatura en un enfrentamiento contra lo más selecto de las letras contemporáneas. Aloma juega con la ventaja de la naturalidad de una persona que es capaz de pasear por el Barrio Latino donde Gainsbourg compraba gitanes con la misma mirada que sufre los recuerdos de la escasez demográfica y emocional de un pueblo de Teruel. Así Aloma puede llevar bajo el brazo una barra de pan recién descongelado de un chino de las calles laberínticas del centro de Madrid o una hogaza del obrador de Garrapinillos. Aloma escribe sobre los hijos, la edad, las deformidades, la belleza, tiene la mejor mirada: la del despistado. Pienso en las noches en el Bacharach, con Jacques Dutronc, la Hardy y la Marie Laforet. Pienso en las imitaciones de Marisol -eso ya lo he comentado antes- y pienso que Aloma sigue estando igual. Pocas sonrisas, frases incisivas, hacerle el aguante a Aloma Rodríguez es más fácil en libro que en persona. Pero los lectores mediocres -que suelen coincidir con los peores escritores, como es mi caso-, les resulta más fácil bancarse a la Aloma con tres pibes y un marido.

«Uno nunca nota cómo los amigos envejecen. No existe el tiempo ni la distancia entre los amigos. Es una manera de contar, de medir, que escapa a lo euclídeo y formal porque se introduce en lo emocional».

Leo el relato del reencuentro. La casa llena de fruta y espacio, donde tanto espacio parece ser una contradicción con la estrechez de las relaciones digitales. Las conversaciones de móvil se comprimen y dilatan como un bandoneón -quiero ser más cool que nadie, por eso evito el acordeón-, con sus emoticonos y las sentencias que copias y envías a mil contactos. Como esa historia triste que no quieres contar una y otra y vez y copias y envías a mil contactos. De todos modos el arte de usar los emoticonos y sus matices acabará siendo un arte de comunicación en sí mismo -aprovecho para recuperar la muestra “Sine Die”, en el Centro Cultural Manuel Benito Moliner de Huesca en 2019 que realizó Javier Aquilué en el Festival Periferias de Huesca. Volver a casa, encontrar que las cosas no han cambiado tanto como habíamos temido o querido. La descripción perfecta de una relación que no cambiará el mundo pero que es un pedazo de tu vida anterior, esa pieza sin la que las cosas crujirían al girar. Así es la máquina de la vida, tiene los recuerdos como lubricante. Descubrir que tu relación con esos amigos perdidos no es una carrera de sacos, no es mejor la camarera que en la oscuridad de la noche amamanta a un adulto o la tener una vida donde amamantar es una labor que tiene algo de disciplina doméstica. Dos caras de la misma moneda. Al final cerebro, corazón y sexo. Y cito textualmente: «Un poco la misma y un poco diferente«.

Fotografía cedida por Javier Aquilué de su instalación SineDie

El relato Dos muertes, veinte euros, un anillo y una estampita es mi favorito de todo el libro. No sabemos si la voz de Aloma está presente, si es auto-ficción o ensoñación, pero sí que el ejercicio de humor negro la aleja de la persona y nos lleva al mejor personaje, semilla de una pícara despistada con un calentón, siempre con la familia cerca, como en una rima consonante («se cayó el Muro de Berlín/y yo conocí al Mago Merlín»). Seguimos buceando en las páginas y aparece un clásico en el repertorio literario del canon aragonés, los cuentos de piscinas, una especie de polaroid de la región, siempre con sed, siempre con envidia de mar. Aloma demuestra que las generaciones cambian tan rápido que acabas teniendo que medir el tiempo con parpadeos. Y volvemos a ese proceso literario que domina con tanto gusto la autora: recomponer a base de elucubraciones y experiencias pasadas las vidas olvidadas y los reencuentros. En este caso la de un amigo de su hermano. Una vez escuché salir de la boca de Aloma la expresión «follahermanas«, quizá sea hoy el momento para volver a definir el término desde el punto de vista de una distribución urbanística mejorable, como si a los personajes se les cambiara el nombre con una especie de código secreto (al modo de las historias de H.P Lovecraft o el Código de Julio César) que permiten identificar las apariciones solo a una logia de entendidos y así desenredar la maraña de espejos y personas, de personajes y reflejos que Aloma construye con una cierta malicia infantil. Madre y escritora. Aloma sabe que hay que vencer a la pereza, mantenerse al día con las lecturas, apartar los vicios -si no los has alejado ya. Todo español tiene un seleccionador dentro y un jurado de premio Planeta. Respiro aire puro, prendo fuego a la chispa y todo es un recuerdo: piscina-chalet-Jane Birkin-Éric Rohmer.

En Eva o el Guadiana aparece uno de mis iconos favoritos, «María Caníbal», la cantante de la película de Manuel Huerga, Antartida sobre un guión de Francisco Casavella y música de John Cale. Eva es amiga, Eva es nombre de manzana, de escapismo ante las arrugas. Brasas, libros que se dejan devorar por las colillas mal apagadas. Hay que huir antes de que la intensidad de la vida nos haga imposible seguir adelante. Todos damos bandazos, pero la idea es que te dejen renovar el carnet de conducir, es decir, que ese pantalla de videojuego de Atari no pite demasiado. A mí la última vez estuvieron a punto quitarme el permiso, como si fuera un anciano con cataratas.

«Somos de una generación que prolongaron su adolescencia quizá demasiado tiempo, que fuimos sometidos a un esfuerzo o una responsabilidad media/baja (nos alimentamos a base de comida rápida, camareras amables, novios más guapos que listos, carreras con futuros oscuros y mucha sugestión) y ahora estamos pagando la fiesta. A eso hay que ir bien cenado. Mientras no le tengamos que pedir prestado a nuestros padres».

Me gusta la maestría formal del relato, la amiga a la que la autora sigue y persigue, pero nunca termina de alcanzar. ¿Quién tiene la culpa? Recuerdo una noche en el Sótano de Cass -todos los sitios donde puse música están ya cerrados- y regalaba mixtapes a los que venían a verme. Incluí una canción inédita del enésimo grupo formado por Aloma y una amiga suya. No sé si su amiga vino a verme pinchar, si esa amiga es la que aparece en el relato, si la auto-ficción es una fábrica de cadáveres exquisitos que vamos formando a base de fragmentos de recuerdos. Será mejor no acelerar el paso.

Y cuando todo parece bucólica auto-ficción de una madre que hace malabarismos entre esa sensación de los padres que ven a sus hijos nonatos en pantallas con la definición de un videojuego de 1978 -y encima tienes que decir que sí a todo lo que te comenta el ginecólogo, porque es como cuando vas al taller mecánico, que te abruman con evidencias y tú, con tu formación y tus lecturas no quieres quedar como un tonto que no distingue la junta de la trócola o el pie minúsculo del mismo tamaño que la cabeza- y el revisionismo francés de la calle de los Cines Renoir de Madrid -y esos bares denigrantes que hacen su agosto con las cañas de antes y después-, recordamos que la capital siempre es una ciudad extraña, que te abruma, que es una ciudad para solitarios, que los encuentros son migajas de cariño.

Por eso me gusta que Aloma vuelva a Zaragoza. Porque sé que volverá a disfrutar de la sustancia vital y peleará por demostrar que la escritora ha vencido al sueño, ha derrotado a la pereza -eso es consustancial con ser madre o padre- y, encima, tiene buenas historias que contar. Me encanta que aparezca un poco de picante, que todo lo carnal siempre esté teñido del sentido del no ridículo, cuando, en realidad, todo se queda encharcado y da sed y ganas de volver a fumar. Cuando uno es padre le apetece más el cigarrillo de después que el antes. Quizá te quedas con el durante. Eso sí, olvidando la parte más sensual…

«¿Usan los escritores a sus hijos como excusa para una cierta ausencia de disciplina literaria o es que es culpa de los vástagos que las neuronas que antes se consumían entre sustancias y efluvios ya no den también para las teclas? Dejo la pregunta en el aire mientras miro a través de la tarde de mi pueblo, como media docena de novelas empezadas, algunas son buenas ideas. Lo prometo. Igual se las paso a Aloma. O a Carmen Mola».

El libro encara su recta final con una delirante estampa de un congreso literario-periodístico, donde todos los tópicos y las máscaras aparecen como musgos entre las páginas de los libros abandonados en un sótano. Aloma Rodríguez es una de las lectoras más importantes de nuestro país, su voracidad y sapiencia la colocan entre los referentes de la crítica española. Aloma nos podría engañar, debería hacerlo, en realidad. Debería tomar a las grandes autoras contemporáneas de nombres eslavos y cambiar la sopa de rábanos por la tortilla de patatas y tendría una novela o dos o mil. Yo antes lo hacía con frecuencia, colaba en mis poemas primerizos frases de Charly García o Soda Stéreo. Algún día, si revisan mi obra -que imagino que ya habrá algún doctorado en ello-, me pillarán. Volvemos a Aloma y su polivalencia, periodismo, literatura, hijos y algo de rock and roll. Y mucho humor. Humor hecho por ella y sobre ella. La valentía del autor que se encuentra en el laberinto y encuentra minotauros mucho más amables que lo que aparentan y príncipes que se les nota la piel de rana a mil kilómetros de distancia. Y en un lugar como un congreso literario abundan los bestiarios. Es un buen momento para reconocer la honestidad de Aloma heredera de la brutal -honestidad también, permítanme el guiño al comandante Calamaro-, de Félix Romeo.

«Yo, que en mi Motel recibo con frecuencia a muchos amigos o temo quedarme sin libros gratis a veces no escrito lo que realmente pienso y he creado un código entre mis lectores afines para que sepan si tienen que elegir los elogios entre alguna cantidad mayor que uno. Yo sé que Aloma no lo hace. Aloma es sincera. A veces demasiado. ¿Se puede ser demasiado sincero? ¿en qué momento perdimos las referencias? Lexatín o bordería».

El libro termina con pequeños extractos que lo resumen si lees con cuidado: escritores con hijos de tres años (no sé cómo hacer para leer o escribir con ellos a mi lado, solamente escribo cosas por las que me pagan o si me lo pide alguien al que de verdad aprecio…mi favorito: como pipas para no dormirme mientras leo la novela de la que voy a hacer la reseña), una mujer para la que las ciudades son la vida y las fluctuaciones entre los pueblos de Teruel, el monstruo goyesco de Madrid y la sobriedad cálida y familiar de Zaragoza, le alimentan vital y literariamente y la familia, un concepto donde se mezcla la relación paternal, filial y, aunque esta vez evite la auto-ficción amorosa, un marido que es un sustrato formidable y que encarna el entusiasmo y también la crítica necesaria para que el creador pueda seguir.

«Lo que me pareció un libro de transición al comenzar su lectura ha terminado mutando en una especie de manifiesto vital, un punto y aparte, un capítulo que mantiene vasos comunicantes con su obra anterior y, seguramente, incluye pistas para su producción posterior».

Hemos sobrevivido a la pandemia, al encierro, a los lloros, a las obras y los gremios, a los amigos ausentes, a los presentes que nos olvidaron, a los amantes que nunca nos desearon lo suficiente, a los pesados que lo hicieron en exceso, a los que nos criticaron sin leernos, a los que nos alabaron porque tocaba, a las estrías, a los discos malos y los discos buenos, al final de lo analógico, al sueño y las pesadillas. Ojalá un millón de años ensayando personajes para acabar descubriendo que siempre hemos sido el mismo.

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