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"Sin música, la vida sería un error". (Friedrich Nietzsche).

Música de negros

Hubo un tiempo no muy lejano, a finales de los años 50 y principios de los 60, en el que carteles como éste se distribuían por las calles de Nueva Orleans. «Ayude a salvar a los jóvenes americanos. No compre discos de música negra», reza su encabezado, bajo el que se pueden leer, entre otras cosas, frases como «los gritos, las letras idiotas y la música salvaje de estos discos están menoscabando la moral de nuestros jóvenes». Aquellos eran tiempos difíciles. Rosa Parks había encendido la mecha de los derechos civiles en EE UU al negarse a ceder el asiento a un blanco, tal y como obligaba la ley. Bessie Smith se había desangrado tras un accidente de automóvil por no poder entrar a hospitales para blancos. Y el temido Ku Klux Klan se encontraba en su momento de máximo apogeo. En ese marco social, la música, como incomparable vehículo de comunicación de ideas y sensaciones, fluía sin parar. Otis Redding, Sam Cooke, Chuck Berry, Bo Didley, Little Richard… todos negros. Los blancos trataban sin éxito de mantener a sus vástagos a salvo de la inevitable mezcla con una cultura que, en lo musical, le daba mil patadas a todo lo que estaba haciendo la clase dominante. Y de hecho, no tardaron en llegar las versiones blancas (y algo domesticadas) de los mismos géneros que practicaban los negros.

Por una serie de casualidades, en el lapso de un par de días he tenido ocasión de entrevistar a Jimmy Cliff y a Public Enemy, dos nombres que, desde ópticas tan distintas como el reggae y el rap, comparten su condición de iconos históricos en la lucha por la igualdad racial. También de ver el documental Marley, del que os hablé en el último post, y bajo el que subyacía un mensaje similar. Esta mañana he encontrado este cartel navegando por la Red y he sentido la irrefrenable necesidad de recordar lo imposible que sería imaginarse la música si no hubiera sido por los negros. No tendríamos rock and roll, ni blues, ni jazz, ni rap, mi reggae. Y aunque es de sobra conocido, nunca está de más volver a recordarlo.

Gracias, Dios, por los negros y por su música salvaje, sus letras idiotas y sus gritos.

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‘Marley’, la historia de un icono global

Ayer tuve la oportunidad de ver el documental Marley, que se ha estrenado simultáneamente en salas de cine y en la plataforma de streaming Filmin. Un trabajo dirigido por Kevin Macdonald (La legión del águila, El último rey de Escocia) que se aproxima de manera bastante fiel y equidistante a la figura de uno de los iconos globales más importantes de la música del siglo XX y que resultará interesante tanto a los poco iniciados en su carrera como a los que conocen en profundidad la trayectoria vital de la gran figura de la música jamaicana.

Quizá la mayor virtud del mastodóntico trabajo de Macdonald sea precisamente esa: haber sabido alejarse del estereotipo de documental homenaje -muy habitual en el mundo de la música- que sólo tiende a ensalzar desproporcionadamente al artista y ocultar sus defectos. Marley los tenía. A pares (el filme obvia, entre otras cosas, los supuestos malos tratos a Rita Marley que ella denunció en su biografía o muchas de sus oscuras relaciones con algunos de los sectores más criminales del gueto). Y aún así, pocos se atreverían a poner en duda su condición de genio carismático, compositor brillante y líder nato. Un tipo que, en lo puramente artístico, llevó la música de su país a cotas de popularidad inimaginables años antes y que, para muchos, ejerció de líder espiritual. Aunque fuera pregonando el credo rastafari, esa confusa y algo retrógrada mezcolanza de afrocentrismo y judaísmo que adora al que fuera dictador etíope, Haile Selassie I, como rey de reyes, pero que al mismo tiempo alberga componentes de igualitarismo, paz social y amor al prójimo enormemente necesarios tanto en la Jamaica de ayer y hoy como en el mundo entero.

En el plano personal, y más allá de su indiscutible condición de leyenda, la de Marley es una historia de tenacidad. La de un hombre que vivió convencido de que triunfaría en la música -quizás en ello resida buena parte del secreto del éxito-, pero también la de un joven que creció en Santa Clara antes de mudarse a Kingston, donde sufrió las burlas de otros por ser mulato, lo que marcó de manera definitiva su manera de ver el mundo. Hijo de un militar británico blanco que dejó embarazada a su madre para posteriormente desaparecer sin dejar rastro, el joven Robert Nesta Marley era introvertido y seductor (tuvo once hijos de nueve mujeres distintas), pero también alguien que no se fiaba de su propia sombra, una manera de ser forjada en las durísimas callejuelas del barrio marginal de Trenchtown.

Marley navegó con habilidad en las aguas del mento, el calipso y el ska para protagonizar, junto a nombres como Jimmy Cliff o su compañero en los Wailers Peter Tosh, la transición hacia el reggae, el singular sonido que entre todos exportaron de la isla caribeña al resto del mundo. Lo hizo dejando para la historia canciones inmortales. Muchas más que las que todo el mundo conoce de su etapa con la multinacional Island. De hecho, es en los primeros trabajos de Marley y en composiciones como Soul Rebel, Trenchtown Rock o Judge Not donde se encuentra buena parte de la magia que luego desarrollaría en discos como Kaya o Exodus, que le llevaron al éxito internacional de la mano de las emisoras de radio occidentales.

A pesar del éxito, Bob Marley sólo consiguió a medias el que era su gran sueño: triunfar en África, el lugar que -como todos los rastafaris- consideraba su verdadero hogar. Lo intentó tocando en países como Nigeria o Zimbawe, invitado por sus respectivos y sangrientos dictadores. Y sin embargo, no cabe duda de que si la vida le hubiera dado más tiempo hubiera llegadoa un estatus mucho más elevado en el continente. Su lesión en un dedo del pie, causada por su gran pasión, el fútbol, descubrió un melanoma que fue empeorando a pasos agigantados (en buena parte, por los malos consejos que recibió), y el cáncer se extendió de manera fulminante hasta acabar con su vida en mayo de 1981.

Hoy, 31 años después de su muerte, su legado sigue tan vigente como entonces gracias a trabajos como este soberbio Marley. De obligado visionado para todo aquel que se diga amante de la buena música.

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Voluntarios

Les presento. Estos 185 mozalbetes de la foto se hacen llamar «voluntarios». En realidad esa es la denominación  que les da el festival Rock in Rio, de cuya nueva e inminente edición forman orgullosa parte. Y no está mal traída la palabra, no: son voluntarios porque van a trabajar gratis en el macrofestival que se celebra en Arganda del Rey. Bueno, gratis no: a cambio les dan una entrada para un día y un diploma «que acreditará la experiencia adquirida en este importante evento», según aclara la web de Rock in Rio. Vamos, que después de currar les dan palmadita en la espalda y hale, a ver a los Maná. Y ellos, tan contentos.

Que el mundo está lleno de gente ávida de aprovecharse de los demás no es nada nuevo. Que haya tanta gente dispuesta a prestarse a participar en tan cutre tocomocho ya resulta más inverosímil.

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Cinco reflexiones sobre el Primavera Sound

Pasada la resaca festivalera, y con un par de días de por medio, nada como un balance totalmente parcial, subjetivo y sesgado de la que ha sido una de las más señaladas citas festivaleras de la temporada. He aquí un puñado de reflexiones.

1. De entrada: Primavera Sound es un festival magnífico, excelso, fabuloso. No le falta de nada. Dejémoslo bien claro, no sea que luego me ocurra como a Jordi Bianciotto y me veten la entrada. Penoso.

2. En cuanto a lo musical, los grandes cumplieron: Wilco son una apuesta segura, Justice no necesitaron gran cosa para hacer bailar a la concurrencia, Franz Ferdinand, aunque algo fríos, siguen siendo resultones. Y The Cure… bueno. Por mucho que me gusten, tres horas de concierto son un puto tostón. Los de la zona Champions también estuvieron a la altura: The Rapture supieron sacar partido a su hedonista propuesta; Death Cab For Cutie se marcaron una de las actuaciones más destacadas; The XX, más que dignos; Afghan Whigs,en plena forma; Beach House supieron sobreponerseal hype, The Weeknd no defraudaron, M83 -aunque a mí no me dicen nada- conquistaron a sus fieles… Y bueno, sí, Rufus Wainright estuvo sosete. Pero se le perdona a estas alturas. Los de aquí, por su parte, volvieron a demostrar lo poco que tenemos que envidiar a lo de fuera: Lisabo son una apisonadora, The Right Ons dominan el escenario con un desparpajo asombroso (el que sea: tocaron en dos), Biggott sigue ganando adeptos en cada concierto y John Talabot protagonizó uno de los sets electrónicos más aplaudidos de la cita. Mención especial para los suecos Refused, uno de los regresos más celebrados. Vale que un servidor es fan desde hace unos 15 años y que quizá no sea objetivo, pero el espectáculo y la potencia escénica de Dennis Lyxzen y compañía no tiene rival en cuanto a intensidad.

3. Las bajas. Más allá de Björk (sin cuya presencia el sábado quedó algo deslucido, y que me perdonen los fans de Yo la Tengo) y Guided By Voices, cuyas ausencias ya se sabían de antemano, las cancelaciones de Melvins y Sleep dejaron a muchos con cara de póker. El guitarrista de estos últimos sufrió una aneurisma cerebral que pintaba realmente mal y que, pese a todo, no le impidió ir al día siguiente a tocar para celebrar su cumpleaños. En cuanto a Melvins, la versión oficial dice que perdieron el avión. Una pena.

4. La apuesta por bandas «para incomodar al personal», consistente en metal y músicas del mundo, como ya declaró uno de los directores del festival a este diario, quedó en una anécdota para la mayoría. Vale que la de Godflesh fue una de las actuaciones más aplaudidas y redondas, pero en cuanto al resto, resultó curioso ver a buena parte del público desconcertado ante el black metal de Mayhem, el grind core de Napalm Death o el hardcore old school de Off! Los que preferíamos de largo cualquiera de esas propuestas a la de Sant Etienne (por citar una de las que coincidían con la banda de Keith Morris) estábamos encantados, eso sí. Lo de las «músicas del mundo» (etiqueta desafortunada y anglocentrista donde las haya, por cierto) fue otro cantar: Afrocubism estaban totalmente fuera de lugar y Beirut -siempre que entendamos la propuesta de Zach Francis Condon como músicas del mundo- no terminó de cuajar.

5. No hay crisis para los modernos: 150.000 personas se dejaron caer por Primavera Sound, a pesar del elevado precio de los abonos. Algunos incluso compraron la entrada VIP, que les daba acceso a una zona exclusiva al módico precio de 200 euros. Una zona, por cierto, compartida con la de prensa y en la que curiosamente le robaron el iPhone a una compañera del periódico. Sí, amigos, por si aún no os habíais dado cuenta, tener dinero no te exime de ser un hijo de puta.

Llegado a este punto, tengo que ser sincero: como ya he comentado alguna vez, no soy un gran aficionado a los festivales. No me gustan las aglomeraciones, ni las colas para tener que pedir una cerceza o ir al baño. Me molesta que se solapen los grupos que quiero ver o tener que caminar una distancia absurda entre uno y otro escenario. Y pese a todo, esta edición del Primavera Sound me ha dejado con buen sabor de boca. Mejor organizado que la anterior vez que fui (hace dos años), un sonido más que digno en la gran mayoría de los conciertos, buen ambiente… en fin.

¿Estuviste en Primavera Sound?

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Canciones para empezar bien la semana: «Auriga», de Linn Youki

Hace unos siete u ocho años llegó a mis manos un disco que llamó poderosamente mi atención. En su segundo álbum, titulado escuetamente #2, los catalanes The Linn Youki Project daban rienda suelta a su gusto por la experimentación electrónica, la música instrumental, los sampleos de todo pelaje y las bandas sonoras más desenfadadas. De hecho, el grupo -que en directo se presentaba con una original y minimalista formación de trompeta, batería y dos bajos- había nacido unos años antes, en 2003, para poner música a cortometrajes de animación, un elemento que también incorporaban a sus conciertos en forma de visuales. No era, de hecho, poco habitual que la gente se refiriese a sus composiciones como «música de dibujos animados».

Aquel #2 les puso en boca de muchos, pero fue su siguiente álbum, el más que recomendable #3, el que terminó por confirmarles como una de las propuestas más interesantes e inquietas de la capital catalana. Aquel disco dio muchas (muchas) vueltas en el reproductor de cd de mi coche. De hecho, no eran pocos los que, al escucharlo, se interesaban por la banda que se encontraba detrás de temas tan redondos y frescos como No eres tú a quien busco. Un hit:

Tras dar un paso de gigante con #4, en el acortaron su nombre a Linn Youki y se decidieron a introducir sus propias voces en las canciones, la banda liderada por Marco Morgione regresa ahora con (sí, habéis adivinado el título) #5. Un álbum más certero, oscuro y centrado en las canciones, con una presencia de las guitarras prácticamente inédita en ellos hasta la fecha y en el que, pese a todo, no pierden la perspectiva experimental que les caracteriza. Auriga, su primer single, nos sirve para arrancar este lunes de la mejor manera posible: reivindicando, una vez más, el talento de tantas y tantas bandas de la Península.

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Google rinde homenaje a Robert Moog

De entre los muchos doodles interactivos que el gigante de los buscadores ha puesto en marcha en los últimos tiempos, pocos han sido tan musiqueros y trabajados como el que nos hemos encontrado este miércoles en nuestra página de inicio. Hoy se cumplen 78 años del nacimiento de Robert Moog, creador del sintetizador Moog. Y con motivo de tan señalada efeméride, la portada de Google se convierte en un sintetizador en el que el usuario puede tocar y grabar sus propias melodías y añadirle un sinfín de efectos, casi como si se encontrara ante uno de aquellos prodigiosos cacharros. En vídeos como éste podéis cómo funciona.

Para quien el nombre de Robert Moog le suene a chino, cabría decir que su aportación a la historia de la música ha sido absolutamente fundamental. Nacido en Nueva York en 1934, en 1964 presentó al mundo, junto al compositor Herb Deutsch, el Moog Modular Synthesizer, un instrumento electrónico capaz de generar un número prácticamente infinito de sonidos diferentes. Aunque durante sus primeros años de vida apenas se utilizó para componer jingles publicitarios, no tardó en llamar la atención de los músicos más avezados. Jean-Jacques Perrey y Gershon Kingsley fueron los primeros en grabar un disco con el moog, «The In Sounds From Way Out!» de 1966 (un álbum a cuyo título rendirían homenaje mucho después Beastie Boys). Otros, como la compositora Wendy Carlos, también hicieron sus pinitos tocando, con aquel extraño aparato, algunas de las piezas más conocidas de la música clásica.

Las inmensas posibilidades de aquel prodigioso aparato llamaron la atención de algunas de las bandas más inquietas del momento, que comenzaron a experimentar con la música electrónica en su versión más primitiva. Serían, sin embargo, los grandes grupos del momento, como The Rolling Stones, Simon & Garfunkel o The Doors los encargados de popularizarlo. De entre los más recordados usos del Moog, el que hicieron los Beatles en Because. Johnn Lennon había comprado el sintetizador durante un viaje a Nueva York y George Harrison fue el encargado de tocarlo. Podéis escucharlo en el puente del segundo 01:34 y al final del tema, a partir del 02:15.

Con la llegada del rock progresivo, ya en los 70, formaciones como Yes o artistas como Jean Michel Jarre contribuyeron enormemente a dar a conocer un instrumento que, además, contaba ya con una versión más pequeña, el mini-moog, de precio mucho más accesible. Pero fue a finales de la década de los 70 y a principios de los 80, con la llegada de la música electrónica propiamente dicha de la mano de Kraftwerk y, sobre todo, con la explosión del techno pop de grupos como The Human League, Ultravox o Depeche Mode, cuando el Moog se hizo con un papel absolutamente protagonista en la música popular. Su sonido invadió las radiofórmulas y definió toda una época.

Hoy por hoy los sintetizadores han evolucionado enormemente. Y sin embargo, quizá ninguno de ellos habría visto la luz de no ser por la aportación de Robert Moog. Infinidad de géneros, desde la psicodelia al metal, del rock progresivo a, por supuesto, la electrónica, le deben mucho. Y en un día como hoy, en el que hubiera cumplido 78 años de no ser por su triste fallecimiento en 2005, Google le rinde un más que merecido homenaje. Este blog no podía ser menos.

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Idiotas

El submundo de la música, como otros tantos submundos, está lleno de idiotas. No me refiero a los que piensan que el género que escuchan (el que sea) es el mejor del mundo y el único que merece la pena escuchar. Ni a los que que, orgullosos de su ignorancia, degluten gustosos la hez que les suministran las radiofórmulas. Tampoco a los músicos de medio pelo que se creen más que nadie por subirse a un escenario, ni a los periodistas que, enquistados en su obsoleta y rancia tribuna, manejan los hilos de la industria en virtud de razones que poco o nada tienen que ver con la propia música. Ni siquiera a las estrellas que, lobotomizadas por un modelo de negocio en vías de extinción, han perdido el norte a base de adulación constante. No. Me refiero a los que, abierta y deliberadamente, son idiotas. Idiotas de pura cepa. Idiotas porque sí.

Recientemente, uno de los fotógrafos de la revista Mondosonoro se enfrentó a uno de esos idiotas: Cass McCombs (en la foto), cantautor californiano que recaló en la sala Arena de Madrid para presentar su disco Humor risk. El colaborador, según cuenta en su columna Luis J. Menéndez, acudió a la cita para cubrir un evento cuyas condiciones estaban claras de antemano: sólo fotos durante las tres primeras canciones, y sin flash. Cumplió con lo acordado, pero por alguna razón el señor McCombs estimó que estaba más cerca de lo que debía. Y así, durante la primera canción, decidió propinarle una patada que de milagro no reventó la cámara. Pensó en denunciarle, pero no lo hizo, y finalmente optó por no publicar ninguna foto del concierto. Es lo mínimo.

La música crea ídolos. Personas a las que inevitablemente tendemos a endiosar, pues poseen el admirable talento de transmitir sentimientos a través de un lenguaje universal, único e incomparable. Pero ningún artista debería olvidar que sin su público no es nadie, y que una de las principales maneras de llegar a ese público son precisamente los medios especializados, cuyos colaboradores a menudo cobran poco o nada por su trabajo. Y es que hay mucho de pasión por la música en el oficio de colaborador. Pero ni toda la pasión del mundo da como para soportar a un idiota.

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Usar y tirar

A mi vecino, que es una especie de mezcla entre Jaime de Marichalar y David Beckham, le apasionan los Black Keys. Fue uno de los primeros en conseguir entradas para su concierto en el Palacio de los Deportes del próximo mes de noviembre, y a menudo baja las ventanillas de su flamante Audi A3 para que todo el barrio escuche a toda hostia, quiera o no, los riffs de ese gran disco que es El Camino, y que les ha llevado a alcanzar cotas de popularidad impensables hace no tanto tiempo . Convertirte en el grupo de moda tiene estas cosas: gustas incluso a la gente a la que la música no le interesa lo más mínimo, más allá de su condición de producto de usar y tirar. Lo curioso del asunto es que, si hace un par de años le hubiese puesto un tema de Black Keys a mi vecino, a buen seguro hubiera torcido el morro. Probablemente habría dicho que son unos barbudos perroflautas. Y que lo que mola son The Killers.

Canciones para empezar bien la semana: ‘Sixteen Saltines’, de Jack White

Hoy por hoy, pocos lo ponen en duda: Jack White es uno de los artistas más influyentes que ha dado la música en muchos años. Un talento excelso y prolífico al que respetan por igual los críticos más furibundos y el público masivo. Y un hombre que merecería estar en un hipotético podium formado por los tres artistas más influyentes del rock americano de la última década junto a Dave Grohl y Josh Homme. Y no sólo por su trabajo con The White Stripes, sino también por sus fantásticos discos con The Raconteurs y The Dead Weather, sus innumerables colaboraciones con otros artistas (Danger Mouse, Alicia Keys, Tom Jones…) y su faceta como productor.

Estos días el nombre de Jack White copa los medios por la reciente publicación de su debut en solitario, Blunderbuss. Cuando se cumple un año de la disolución del dúo que le dio la fama, Jack White se desmarca con un disco sobresaliente que le mantiene en la cresta de la ola. Su primer single, Sixteen Saltines, consta de varias frases que parecen dedicadas abiertamente a su antigua compañera de andaduras, Meg, a la que no ha vuelto a ver desde entonces. En concreto, el estribillo («¿Quién está celoso de quién?”) parece referirse directamente a la lucha de egos que, se presupone, estalló en el seno del grupo. Mal rollo. Pero en lo que a nosotros concierne, otro riff explosivo perfecto para arrancar esta semana y que, precisamente, recuerda más que otros temas del disco al añorado dúo. Si estáis de puente, disfrutadlo. Si no, también.

She’s got stickers on her locker
And the boy’s number’s there in magic marker
I’m hungry and the hunger will linger
I eat sixteen saltine crackers then I lick my fingers

Well every morning I deliver the news
Black hat white shoes and I’m red allover
She’s got a big mailbox, that she puts up front
Garbage in garbage out, she’s getting what she wants

Who’s jealous who’s jealous who’s jealous who’s jealous of who?
If I get busy then I couldn’t care less what you do
But when I’m by myself I think of nothing else
Than if a boy just might be getting through and touching you

Spike heels make a hole in a lifeboat
Jumpin’ and waving, I’m talking and laughing as we float
I hear a whistle, that’s how I know she’s home
Lipstick, eyelash, broke mirror, broken home

Force fed, force mixed ‘till I drop dead
You can’t defeat her, when you meet her you’ll be what I said
And Lord knows there’s a method to her madness
Bustin’ those jokes as I float in a sea of sadness

She doesn’t know but when she’s gonna sit and drink up a few
I’m sure she’s drinkin two, but wondering what for and who
And I’m solo rollin’. I’m one side off the boat.
Looking out, throwing up, a lifesaver down my throat
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Las marcas, ¿al rescate de la cultura?

Olvídense los madrileños de lo que conocíamos como el teatro Alcázar: a partir de ahora pasará a llamarse teatro Cofidís, sumándose así a otros que ya cambiaron su denominación, como el teatro Haagen Dazs (en la imagen, otrora teatro Calderón) o el teatro Movistar, al que muchos siguen llamando Rialto. Un patrocinio que también ha afectado a salas de conciertos como la la sala San Miguel (nacida con esa denominación en el interior del palacio de Vistalegre) o la Marco Aldany, que antes fue la sala Heineken y hace aún más tiempo, Arena.

Años atrás, cuando esta última sala cambió su denominación por la de la conocida marca de cerveza, recuerdo haberme empeñado en seguir escribiendo en el periódico «Sala Arena» cada vez que incluía uno de sus conciertos en la página de agenda. No tardaron en llegar las llamadas de los responsables de la firma quienes, no sin cierta indignación, me pedían encarecidamente que escribiese correctamente el nombre de la sala, pues la firma holandesa había invertido una sustanciosa cantidad de dinero para figurar en todas partes. «Se llama sala Heineken, no sala Arena», me decían. Durante un tiempo, espoleado por su insistencia – también por mi animadversión a tan insípida cerveza- y por cierta dosis de rebeldía juvenil de baratillo, me negué a ello y seguí escribiendo la antigua denominación. Como si sirviese para algo. Al cabo de no mucho tiempo yo también acabé llamándola Sala Heineken. Casi todo el mundo lo hizo. Y no pasó nada.

Pese a que, de entrada, toda iniciativa destinada a fomentar la preservación de espacios culturales me parece digna de aplauso, tengo serias dudas respecto a esta nueva manera de «salvar» las salas, los teatros o los cines a base de patrocinios. Un buen amigo que trabaja en el mundo del celuloide me dice que estas operaciones le recuerdan «a películas y novelas de ciencia ficción en las que todo va encaminado al apocalipsis, como Blade Runner».  Otro, pintor, opina que » todas estas inicitativas son una prueba evidente del trato a la cultura y al patrimonio en España». Y un tercero, que trabaja en una conocida discográfica multinacional,  se muestra convencido de que estas son «la unica salida para financiar un espacio cultural que de otra manera no se sostiene».  Yo, por mi parte, no puedo evitarlo: Me incomoda la invasión del espacio público por parte de la publicidad. Me irrita la estrategia de los encargados del departamento de márketing de turno que, sentados en una mesa, intentan que su marca se asocie a fomentar la cultura, por éticamente reprobables que sean sus políticas de empresa. Simplemente no me gusta. Será que una parte de mí, la más ingenua, sigue pensando que la cultura se puede y se debe sostener exclusivamente por el interés que genera en los miembros de una sociedad.

Igual sólo es cuestión de recibir otras cuantas llamadas más y acabar por acostumbrarme a los tiempos que nos ha tocado vivir.

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