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Tu ciudad no necesita más árboles

Por Mariano Sánchez García (CSIC)*

En 1785, el historiador Antonio Ponz describió en su libro Viajes por España los desfigurados olmos del Paseo del Prado de Madrid. Debido a podas inadecuadas, los árboles se asemejaban a patas de araña. Hoy, casi tres siglos después, vemos exactamente lo mismo en esta calle.

Las imágenes aéreas de muchas localidades españolas reflejan terrenos muy verdes, pero esta percepción no siempre es correcta. Si miramos de abajo a arriba los árboles que componen estas arboledas, comprobaremos que, en la mayoría de los casos, éstos presentan un estado bastante mejorable.

Paseo del Prado de Madrid, con los olmos a los que se refería Antonio Ponz.

Las palabras ‘árbol’ y ‘ciudad’ parecen estar rodeadas de polémica, bien porque los árboles se caen, se podan o se talan, o bien porque se plantan o dejan de plantarse, poniendo o quitando sombras, molestando el tránsito peatonal u obstaculizando la circulación de vehículos, etc. Terminar con estas discusiones pasa por desarrollar una correcta gestión, disponer en cada localidad de un plan director de sus arbolados y facilitar información al ciudadano. Veamos algunas claves a tener en cuenta.

Una de ellas es que la calidad y la cantidad casan mal cuando hablamos de árboles en las ciudades; en contra de lo que suele pensarse, hay que optar por la calidad. Un árbol debe tener el mayor número de hojas posible, ya que son las encargadas de filtrar el aire y aportar oxígeno. Pero si el número de árboles es excesivo, las ramas se rozarán y entrarán en las viviendas, lo que obligará a podar cada cierto tiempo. El año que se pode, el número de hojas será menor, y por tanto menor la calidad medioambiental. Además, los cortes terminan generando pudriciones en ramas y tronco, y con el tiempo esto se traduce en riesgo de caída de ramas. La solución no es plantar más, algo que agrava el problema futuro, sino gestionar y seleccionar bien la especie para retrasar o hacer innecesaria la poda. Es mejor plantar 30 árboles que crezcan bien, con muchas hojas y que no requieran mantenimiento, que plantar 60 que haya que podar.

Las alineaciones son otra de las claves. Es curioso ver que en todas las ciudades españolas la distancia entre árboles es siempre la misma, 4 o 5 metros, independientemente de la especie de la que se trate. Sin embargo, una especie puede tener 30 metros de diámetro de copa y otra solo 8. Por ejemplo, si entre una sófora y otra se precisan 8 metros para que éstas puedan desarrollarse correctamente, es fácil deducir que en una calle con sóforas plantadas a 4-5 metros de distancia entre sí, sobra el 50% de los árboles. Igual ocurre en el caso de una calle con plátanos. Si entre un ejemplar y otro debería haber al menos 12 metros de distancia, con este criterio de plantación nos sobra un 70%. Este dato es extrapolable a todo el arbolado urbano de alineación. Si parece que no sobran árboles en las ciudades, es porque se podan ramas periódicamente, y acabamos de comentar que estos cortes conllevan riesgo de caída de ramas. Tampoco se tiene en cuenta, al decidir qué especies se plantan, si una ciudad es fría o cálida, si se encuentra cerca del mar o es continental.

Una clave más: nunca se debe talar masivamente una arboleda. La retirada de los árboles ha de ser progresiva, debe realizarse durante varios años antes de que se produzcan daños, y estar sujeta a un plan de gestión. Un plátano de paseo puede llegar a vivir 400 años, pero en la ciudad vive en buen estado unos 140 años como máximo. Una alineación urbana de Ulmus pumila llega a la senectud a los 40-60 años de ser plantada (según la ciudad y las podas realizadas). Pasado este tiempo, hay que retirarla progresivamente.

Plátanos del Paseo del Prado plantados con la separación correcta / Mariano Sánchez  García

La solución a la disyuntiva calidad versus cantidad es sencilla. Cada ciudad, según su clima y otras características, debe establecer una normativa con las especies que pueden ser plantadas, donde se indique la distancia idónea entre un árbol y otro, según el ancho de la calle y de la acera, y se fijen unos criterios de plantación. Por ejemplo, la prohibición de plantar pinos o árboles de grandes copas en praderas sin sistemas específicos de plantación. Los árboles plantados en pradera reciben el abonado anual y el riego frecuente y superficial que el césped necesita, y esto genera raíces superficiales que compiten por el agua y los nutrientes del césped con el que cohabita. En el caso de perennifolios como pinos y cedros plantados en pradera, sus raíces se despegan ligeramente de la tierra cuando llueve. Si coincide que hace viento, sus copas oponen resistencia y, al estar las raíces ligeramente sueltas, se pueden despegar de la tierra con el peligro de que el árbol llegue a volcar.

En las ciudades podemos mantener el mismo número de árboles siempre que cambiemos algunas especies de gran tamaño por otras de tamaño medio o pequeño, como ocurre en Tokio. En cualquier caso, la retirada de ejemplares y la plantación de un menor número de árboles, o de árboles de otros tamaños, no suponen una merma en la calidad del aire de la ciudad. Al contrario: si se realizan con criterio, mejorarán la calidad medioambiental y la seguridad de los ciudadanos y reducirán el presupuesto de mantenimiento; pero, además, habrá menos podas, residuos, floraciones (reduciendo así brotes de alergias) y disfrutaremos de más sombra todos los años sin depender del ciclo de poda.

 

Mariano Sánchez García es conservador del Real Jardín Botánico (RJB-CSIC).

Menús de algas contra el cambio climático y la superpoblación

Por Mar Gulis (CSIC)

Si eres fan de la cocina japonesa, te habrás hartado a comer nori, wakame o espaguetis de mar. Y si no, puede que acabes degustando estas y otras algas más pronto que tarde. Hablamos de un alimento que, aunque aquí se vincule aún con restaurantes modernos, en el continente asiático se consume habitualmente desde tiempos remotos. En Japón, por ejemplo, “se emplean más de 20 especies diferentes de algas en platos comunes”, afirman los investigadores del CSIC Elena Ibáñez y Miguel Herrero. Y en textos chinos de hace más de 2.500 años se describe a estos organismos como “una delicia para los huéspedes más selectos”, señalan en su libro Las algas que comemos (CSIC-Catarata). En la obra, Ibáñez y Herrero, del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación –centro mixto del CSIC y la Universidad Autónoma de Madrid–, describen en tono divulgativo las propiedades nutricionales de las algas, su potencial en la alimentación o su papel en la lucha contra el cambio climático.

Microscopía del cocolitóforo unicelular de la alga Gephyrocapsa oceanica / Neon ja

“Las algas son organismos fotosintéticos que poseen estructuras reproductivas simples y que pueden existir en forma de organismos unicelulares microscópicos o de organismos multicelulares de gran tamaño”, explican. Tienen características únicas que las diferencian de otros seres vivos, como su gran capacidad de adaptación a las condiciones ambientales y su rápido crecimiento, por lo que pueden obtenerse en grandes cantidades.

De su enorme diversidad da idea el siguiente dato: se considera que existen al menos 40.000 especies diferentes, con propiedades y composiciones químicas muy diversas. Hay también muchas clasificaciones, como la que diferencia entre microalgas (unicelulares y microscópicas) y macroalgas, más parecidas a lo que podríamos denominar plantas acuáticas. Dentro de esta última categoría comúnmente se habla de algas rojas, marrones, verdes… Sin embargo, desde el punto de vista nutricional sí pueden observarse algunas características comunes. En general, estos organismos “son ricos en polisacáridos y poseen muy poca grasa”, de ahí que se les considere alimentos saludables. En otras palabras, aportan fibra, que favorece el tránsito intestinal, y tienen poco aporte calórico.

Diferentes presentaciones culinarias a base de algas / Ewan Munro y Max Pixel

Además, Ibáñez y Herrero subrayan que algunas especies de algas son bastante ricas en proteínas. “Mientras que en las algas verdes y rojas la cantidad de proteína puede oscilar entre un 10% y un 30% de su peso seco, las algas marrones son más pobres en este tipo de componentes”. En concreto, los autores destacan las algas rojas, como Porphyra tenera (Nori), por su elevado contenido proteico. Respecto a su aporte vitamínico, este varía mucho según la especie y la estación del año, pero en general la vitamina C se encuentra presente en muchas algas en cantidades importantes.

Y aún hay más: los polisacáridos de algas pueden incluir otros componentes como los alginatos, utilizados por la industria alimentaria como espesantes para elaborar helados, salsas o las sofisticadas ‘esferificaciones’ propias de la cocina molecular. O los carragenanos, muy presentes en la alga roja Chondrus crispus, para formar geles. Asimismo, las algas más consumidas suelen “tener una buena cantidad de ácidos grasos poliinsaturados omega-3 y omega-6”, que pueden reducir el riesgo de desarrollar cáncer de colon, próstata y mama.

Algas empleadas en la preparación de maki sushi / Lizzy

Más allá de sus propiedades nutricionales, los investigadores inciden en otro aspecto: lo fácil que es su cultivo y lo rápido que crecen. Algo crucial a la luz de los pronósticos demográficos de la ONU. Según este organismo, para 2030 la población mundial aumentará en 1.000 millones de personas, situándose en unos 8.600 millones. Ante la necesidad de incrementar la producción de alimentos con valor nutritivo y cuyo cultivo sea sostenible mediambientalmente, los autores recuerdan la importancia de los recursos marinos, en particular las algas, para las próximas décadas. Estos seres vivos pueden ser una alternativa “a la síntesis química para la obtención a gran escala de determinados compuestos”, plantean.

Finalmente, su gran capacidad para absorber CO2, el principal gas causante del cambio climático, hace que el cultivo de algas se contemple como otra vía para reducir las emisiones a la atmósfera. Incluso el tratamiento de aguas residuales podría abordarse recurriendo a estos microorganismos, ya que son capaces de utilizar como nutrientes sustancias contaminantes que aparecen disueltas en este tipo de aguas, como el CO2, el nitrógeno y el fósforo.