La historia, que no por indemostrable deja de ser radiante, cuenta que el piloto de aquel F-16 de la aviación de Israel tuvo un rapto de lucidez y entendió que toda orden puede y debe ser desbodecida si contiene el germen de un crimen.
En algún momento del verano de 1982, durante la Guerra del Líbano, que la jerarquía sionista prefirió bautizar con un aroma bíblico y, por ende, pecaminoso, como Operación Paz para Galilea, el aviador recibió la orden de bombardear una escuela en la ciudad costera de Sidón, 50 kilómetros al sur de Beirut.
El militar, de quien no sabemos el nombre pero, como sucede con todos los ángeles, podemos imaginar los ojos pardos de los judíos, la nariz lanzada, la conciencia perseverante de una historia demasiado antigua…, fue inspirado por una luz interior —esta vez sí procedente del mensaje de paz y consuelo de la Biblia— e imaginó, no sin certeza, que los escolares a los que estaba a punto de matar tal vez leían El principito, la historia de un aviador, un niño de las estrellas, un cordero, una caja, un baobab, un zorro…
Decidió entonces, mientras surcaba a velocidad de cometa (casi 1.500 kilómetros/hora) la mañana candente del mismo territorio donde predicaron los profetas y los primeros cristianos se acostumbraron a la posibilidad de los milagros, cambiar de rumbo, adentrarse varias millas en el longevo Mediterráneo y soltar la carga mortal sobre una zona vacía del mar.
Los 7.700 kilos de bombas cayeron en la alfombra de agua, elevando sifones que parecían juguetes esculpidos por la historia y el valiente aviador regresó a su base, sabiendo, sin que le importase demasiado, que sería detenido, degradado, culpado de traidor y encarcelado por el Ejército cuyas órdenes acababa de desobedecer mediante esa figura legal que debería ser de obligado estudio en las escuelas: la objeción de conciencia.
Obra de Simon Beck en Powder Mountain, Utah – Foto: Simon Beck
Recorre con decisión extensiones montañosas y nevadas en las que sólo se oyen sus discretos jadeos. Tiene la piel curtida por el frío y morena por el reflejo del sol en la nieve. La marca de las gafas de esquiar está fija en el rostro del británico Simon Beck, de 57 años y residente en algún lugar de los Alpes franceses o suizos.
Desde hace más de una década, camina sobre la nieve con exactitud matemática, con el único fin de dar forma a una obra de arte efímera y a la vez magna: en las extensiones blancas imprime con pisadas amplios dameros, círculos concéntricos, estrellas, arabescos, espirales, redes de rombos… El artista, a ras del suelo, utiliza sus pasos como pinceles de precisión sin poder ver su obra hasta que no está terminada.
La española Celia Gómez, de 22 años, que se autorretata con una precisión notable en la descripción que inserta en su perfil de Twitter: «Comunicóloga pelirroja adicta al cine y las series. Algún día tocaré a David Fincher», es la autora de un exquisito vídeo montaje donde empareja una treintena de escenas originales de películas con la recreación de cada una en la serie Los Simpson, la única familia de la que resulta imposible cansarse.
Con un montaje de gran dinamismo y sincronía con la banda sonora —acertadísima elección: Sing Sing Sing (With a Swing), la canción-nitroglicerina del nunca suficiemente alabado Louis Prima, interpretada por la orquesta de Benny Goodman en 1937—, la habilidad de Gómez es lograr que ambas partes de la pantalla partida parezcan una sola en tempo narrativo y ritmo de edición.
Son caras de quita y pon, añadidos para simular que la guerra no dejó huellas físicas. Los soldados se las prueban con una seriedad que intenta blindar cualquier expresión de amargur, quienes les ayudan a ajustar las prótesis —aunque no son médicos— los tratan con una suavidad profesional.
La I Guerra Mundial (1914-1919) devoró muchos rostros, fue un conflicto de trincheras, los combatientes asomaban la cabeza y recibían una bala o ráfagas de disparo de las recién inventadas ametralladoras. A su vuelta, cambiaban la expresión de familiares y novias, asustaban a los niños, se convertían en monstruos de la guerra.
De director desconocido, Plastic Reconstruction of the Face (Reconstrucción plástica de la cara), en blanco y negro y sin sonido, es un fragmento de película de 5:36 minutos filmado en 1918. La pieza documenta el trabajo realizado en el Studio for Portrait Masks (Estudio de máscaras-retrato), un eufemismo para referirse a la única esperanza que le quedaba entonces al soldado desfigurado: que le hicieran un rostro postizo para ocultar la deformidad del auténtico.
El maniquí articulado había sido siempre una simple herramienta del artista, hasta que en el siglo XX las vanguardias lo elevaron a obra de arte en sí mismo. El surrealismo le otorgó el estátus de personaje, Giorgio de Chirico lo escogió como símbolo, Man Ray lo fotografió como a un ser humano. Aunque inexpresivo, la frialdad del modelo se adentraba en el subconsciente del espectador, que tenía vía libre para decidir cómo quería interpretar la presencia del muñeco.
«Sus sueños son grandes… Pero están casi fuera del alcance de sus manos», así se podría traducir la frase con que los autores de Woody resumen la historia del protagonista del mismo nombre: un muñeco articulado de dibujo que desde pequeño desea, más que nada en el mundo, ser pianista.
Con cerca de 3.000 muertos, los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron un signo de los tiempos, todo en ellos resultó tan megalómano como los poderosos edificios del neoyorquino World Trade Center. El 11-S se televisó y emitió a una hora conveniente, para que una buena parte del planeta pudiera incluso ver en directo cómo el segundo avión se estellaba contra la Torre Sur.
El fragmento de película que acompaña a este texto tiene un toque corporativo, sería frío y anodino, en todo caso anecdótico para quien conozca el lugar, si no fuera por la historia que hay detrás de las Torres Gemelas. En el film producido por Western Electric (compañía estadounidense de ingeniería eléctrica), la falta de sonido hace pensar que se trata de material bruto para un audiovisual industrial.
Ahora de dominio público y de visionado y descarga libre gracias al Internet Archive, el film documenta cómo se construyeron los colosos y cómo eran los primeros ocupantes. Desde el presente, podemos asociar cada segundo del metraje a la destrucción, el silencio —en otras circunstancias imparcial— contribuye a la incomodidad.
Hay muchos mundos que contar, muchas vidas, y un número indeterminado de creaciones, más o menos artísticas. Y detrás de todo esto, hay personas, personas que creen en lo que hacen, y hacen todo lo posible.
El enunciado declarativo pletórico de ilusión corresponde a las intenciones editoriales de Polpettas, una web con cierta veteranía (cuatro años en la red) que ahora se lanza a la azarosa aventura de la impresión física en papel. La promotora-directora de la publicación es la joven italiana residente en Madrid Margherita Visentini, nacida en Verona, licenciada por la universidad de Bolonia y amante del arte, la creación y los viajes —aunque a veces, según confiesa con humor, sean trayectos entre su casa y el supermercado—.
Mediante una campaña de crowfunding que culmina el 30 de octubre, Visentini quiere hacer tangible un sueño: editar en formato físico un número cero de la revista y, de tener éxito, convertir la publicación en bianual. Se trata de un compendio selectivo de los mejores artículos, entrevistas y reseñas de la web —dedicada a arquitectura, arte, diseño, ilustración, fotografía, vídeo y creación literaria— al que añadirán contenidos especiales para el número inaugural en papel. La editora desea que la revista se sitúe «a medio camino entre una colección de entrevistas y un libro de arte».
La cámara de ‘Camera restricta’ bloqueada y sin bloquear – Foto: philippschmitt.com
Sabemos que a la vuelta de las vacaciones ya no se lleva celebrar un visionado de fotos para sufridos amigos y familiares: hay que colgar las imágenes en directo, en las redes sociales. Sólo así podremos demostrar que somos dueños de una vida emocionante y cosmopolita.
Camera Restricta sería el antídoto perfecto para la compulsividad 2.0, la pesadilla del turista de catálogo: aquel que suspira por hacer la enésima foto de la Torre Eiffel, sujetar la Torre inclinada de Pisa o exhibirse junto a la Estatua de la Libertad como si la imagen representara el éxito del viaje a Nueva York.
Todavía en fase de prototipo, la cámara está conectada a un GPS que busca en la Red fotografías geoetiquetadas del lugar y de los alrededores. Si el sistema detecta demasiadas imágenes de la localización publicadas en Internet —en particular en los servicios de alojamiento de imágenes Panoramio y Flickr— la cámara bloqueará el disparador para impedir que engrosemos la lista de fotos-cliché.
Su creador, el diseñador alemán Philipp Schmitt, reconoce la «controversia» del producto que te impide capturar los iconos de la ciudad que visitas, aunque es capaz de defenderlo subrayando que «promete imágenes únicas» obligando al usuario a no contribuir «al desbordamiento de las imágenes digitales genéricas».
«Encuentro el alfabeto latino una de las creaciones más hermosas y profundas de la humanidad«, declara con pasión el británico Sebastian (Seb) Lester (1972). Ya en sus años de estudiante de diseño, inició una historia de amor dibujando letras, escribiendo con una dedicación ceremoniosa y a la vez compulsiva: ahora es uno de los calígrafos más prominentes de Internet, donde alimenta de palabras y mensajes manuscritos a sus más de un millón de seguidores en las redes sociales.
Aloja en Instagram vídeos en los que escribe, en la banda sonora combina piezas instrumentales actuales y sonatas de piano; a veces basta con el sonido de la pluma acariciando el papel. De la humilde herramienta brotan los caracteres, basados en manuscritos medievales, caligrafía inglesa del siglo XVIII, letras del renacimiento, del siglo XVII flamenco… Lester los imprime en el papel con firmeza y naturalidad, todo parece fácil cuando uno contempla el modo en que se maneja.
Isis , de Bellerby & co. , trabajando en un globo terráqueo – Foto: Bellerby & co. Globemakers
El primer globo terráqueo del que se tiene noticia lo creó, en el siglo II antes de nuesta era, el filósofo griego Crates de Malos, también gramático y cartógrafo y nacido en Malos, una de las ciudades griegas en la zona de Asia Menor que ahora corresponde a Turquía. Aquella esfera era pequeña e inexacta, incluso fantástica, porque su autor hasta se permitió el capricho de añadir lugares geográficos míticos y notas fantásticas en territorios que se conocían pero aún estaban por explorar, como Australia.
Herramienta mágica capaz de permitirnos dar la vuelta al mundo arrastrando el dedo por la esfera, es desde hace tiempo un trasto lleno de telarañas, uno de tantos objetos superados por la impecable tecnología del mapa digital, que permite incluso pasear por las calles de las ciudades que elegimos haciéndo clic con el ratón.
Aunque se siguen produciendo bolas del mundo, la falta de interés se traduce en menos calidad con respecto a los modelos viejos. Los antiguos tienen el problema del desfase, el mundo no deja de cambiar, las fronteras se desplazan, se crean y desaparecen y el cóctel de países deja obsoleto al antiguo globo del mundo, incapaz de redibujar sus cicatrices.
Con esa situación se encontró el británico Peter Bellerby cuando quiso regalarle una a su padre, que iba a cumplir 80 años. Pasó buscando dos años y sólo encontró ejemplares pseudoantiguos con «una generosa dósis de color sepia» o «modelos antiguos muy frágiles y caros, que realmente no puedes usar a diario». La única opción era fabricar él mismo un globo.