Entradas etiquetadas como ‘Sally Mann’

‘Selfies’ desgarradores como crímenes

Lee Friendlander - Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander – Haverstraw, New York, 1966

Lee Friedlander conduciendo un automóvil alquilado: lo hizo durante meses, retratando siempre con el parabrisas o las ventanas como marcos añadidos a la realidad externa, temible y fría. En la imagen se muestra como un ser martirizado por el insomnio, cegado por la llamada arrolladora del asfalto: es el conductor con quien no desearías cruzarte en contra dirección. El autorretrato podría llevar aparejada una adenda informativa —la dolorosa artritis reumatoide del fotógrafo, la capacidad perdida para moverse libremente por el mundo y retratar mientras caminas, el peso doloroso de la cámara, una carga que duele como un amor tóxico—, pero todo es verborrea y la imagen basta.

Diane Arbus - Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus – Selfportrait with Doon, 1945

Diane Arbus y su primer hijo, Doon. La fotógrafa, que tenía 22 años y aún no era legendaria, abraza al niño con una delicadeza torpe en la toma de la izquierda. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo. Los ojos de Arbus duelen de tanto miedo como acumulan. «No puedo hacer fotos porque quiero retratar el mal», diría en uno de los muchos momentos de angustia depresiva de su carrera. El temprano doble autorretrato contiene la misma declaración pero en un flashback infernal y se hace premonición: uno sabe que esa mujer acabará cortándose las venas, no sin antes tragar un buen puñado de barbitúricos para filtrar el dolor final.

Pieter Hugo - Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town

Pieter Hugo – Pieter and Sophia Hugo at Home in Cape Town, 2012

Pieter Hugo se retrata con su primogénita, Sophia. Nacido en Ciudad del Cabo en 1976 y todavía vecino de Sudáfrica, una de las naciones más violentas del mundo, el fotógrafo se había dedicado poco antes de la foto a concluir una serie para intentar responder a una gran duda: ¿vale la pena seguir en el país y atreverse a criar a un hijo en un ambiente tan marcado por «las fracturas y la esquizofrenia»?. El autorretrato de padre e hija desnudos no es una imagen dichosa. Las pieles vulnerables y la sensación de incomodidad desvelan un porvenir quebradizo y contienen alguna que otra brutalidad estadística: 50 muertes violentas al día, más de 60.000 asaltos sexuales al año (Sudáfrica encabeza el ranking mundial), una pobreza rampante y creciente violencia xenófoba contra los emigrantes y refugiados de los países vecinos—.

¿Por qué me asustan y desquician las tres fotos? Porque son autorretratos y están tomadas, precisamente, por el mejor de los matarifes: el fotógrafo que decide someterse a la posesión —y toda posesión es muerte— de despellejarse. El aurorretato sólo vale la pena si la víctima es también un asesino, el asesino de sí mismo.

La fotografía es poco segura o no es, insinuaba Roland Barthes en el ensayo La cámara lúcida. La afirmación lleva pareja la idea de que cada foto provoca un desorden de emociones y, si realmente se trata de una foto intensa —tan intensa que permite cerrar los ojos al espectador y mantener el sentimiento—, el fotógrafo ha desafiado «las leyes de lo probable, de lo posible y de lo interesante” sin perder en el camino la capacidad de sorprender.

Creo que las tres fotos de arriba cumplen: evitan la indiferencia y moldean un lenguaje que podría tener la forma de un grito animal a partir de un objeto inerte —una imagen sobre un papel—. A todas se les puede aplicar la norma según la cual un retrato sólo vale la pena, como afirmaba Henri Cartier-Bresson, si la cámara está situada «entre la piel y la camisa del retratado».

Sobre el pavimento, tejiendo autoemulaciones en las cristaleras de los comercios, jugando a la evidencia con los espejos… La sombra de Vivian Maier, niñera a tiempo casi completo y fotógrafa en los resquicios, abandonando para nadie —si la fotografía es satisfactoria para el fotógrafo, ¿a quién más debe importar?— 40.000 negativos que fueron descubiertos muchas décadas después en el desconcierto polvoriento de un guardamuebles.

En la «inmaculada misión de fotografiar el mundo como abrazándolo, sin más comentario que el contacto», como escribí en otra entrada de este blog, ella misma una sombra como la del pavimento, la fotógrafa-niñera se autorretrató a menudo, joven, despierta y armada siempre con la inseparable cámara Rolleiflex de medio formato, ejerciendo otro de los canócicos guiños de muchos selfies: el fotógrafo se expone con el arma del delito, quiere sugerir qué calibre es el más letal.

Si toda fotografía es terrorífica porque nos permite apropiarnos de la vulnerabilidada ajena —el «asesinato suave» del que hablaba Susan Sontang—, tal vez los autorretratos sean lo más cerca que un fotógrafo puede estar de su propia muerte. En estos tiempos en que la desvergüenza es entendida como una de las formas del sentido del humor y el atrevimiento se ha convertido en un valor seguro —cierto atrevimiento, debe anotarse, porque casi nadie se atreve a la intrepidez de los valientes: afirmar que todos somos culpables del mal olor, que la pestilencia es colectiva—, el autorretato, el selfie, as they say, se ha convertido en paleolítico, primario, condenadamente imbécil.

«El estilo de una persona es el espejo que muestra su propio retrato», afirmaba Goethe. La frase es complementaria con otra de Oscar Wilde: «Todo retrato con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo». ¿Qué dice de nosotros el puzzle universal que podría componerse con las piezas de los millones de selfies que desbordan el éter binario e intangible de las redes socialesel 91% de los adolescentes suben actualmente autorretratos a sus perfiles, cuando el porcentaje era del 79% en 2006? Que estamos más solos que nunca, quizá. Que nuestro sentido del pudor es el mismo que el de una gallina ponedora, podría añadirse dado el cerril resultado de las e-convocatorias mundiales para compartir selfies.

No me pidan que busque algo en el autorretrato que las hermanas Obama se están haciendo en el selfie muy difundido, compartido y comentado —con el smartphone de cámara frontal, por supuesto—. Sólo veo autohumillación y convicción —lo contrario a la necesaria inseguridad fotográfica que predicaba Barthes—.

Sasha y Malia Obama se hacen un 'selfie', 2012

Sasha y Malia Obama se hacen un ‘selfie’, 2012

Hace unos días escribí sobre Robert Cornelius, el autor, hace 175 años, del primer autorretrato del que se tiene constancia. Repito unas líneas de la entrada. «No entiendo (…) cómo es posible que el virus haya llegado tan lejos: tengo amigos sociales que se reinventan fotográficamente cada dia, reescribiéndose con selfies que son tan malos (es decir, que dicen tan poco y, cuando dicen, es tontería lo que cuentan) hoy como ayer y como mañana; conozco personajes que consideran honesto y francamente divertido hacer caritas y entregarlas al mundo como memento mori cotidiano».

Antes de dejarles otros cuantos autorretratos más desgarradores que crímenes, copio otra frase de Barthes que aconsejería leer a cualquiera antes de atreverse con un selfie: «La fotografía permite cerrar los ojos, los abrimos y sigue ahí (…), por eso debe ser silenciosa. En la foto no hay un fuera de campo, lo que ocurre solo ocurre dentro». Por favor, autores de selfies, dejen de gritarme al oído.

Ánxel Grove

 

Las fotos de niños desnudos que Facebook no quiere que veas

Acabo de enterarme de que Facebook —esa compañía que facturó el año pasado casi 6.000 millones de euros con los contenidos que le regalamos los usuarios y que la empresa comparte sin rechistar con los servicios de espionaje— acaba de censurar y borrar unas cuantas fotos de niños desnudos que algunos de mis contactos habían colocado en sus muros a partir de la publicación del vínculo a una pieza de la muy popular web de fotografía Feature Shoot, fundada y dirigida por Alison Zavos.

El artículo cuyas imágenes no pasaron el rasero moral de los chicos de Facebook era una reseña sobre el trabajo del fotógrafo francés Alain Laboile (Burdeos, 1968). Se titulaba The Beauty of Carefree Youth Captured In Father’s Portraits of His Six Children (La belleza de la juventud despreocupada en los retratos de un padre a sus seis hijos), un lema demasiado largo que Laboile podría resumir así: fotos de mis hijos desnudos haciendo el cabra y aprendiendo que esa es la mejor manera de vivir —sobre todo si no quieres terminar siendo un ingeniero informático techie de Facebook o de sus cómplices de la mafia del 2.0 con la misma calidad humana que la cota asintónica de un algoritmo, añado yo—.

Algunas de las fotos que la red social no quiere que veamos en nuestros muros saturados de memez, platos de lasagna y todo tipo de fauna aparecen al comienzo de esta entrada. Los envidiables miembros de la familia Laboile juegan en el barro, se lanzan al agua de una charca, se enjabonan en una tina, meten el dedo en la boca de una rana con dulce crueldad y, en fin, son niños haciendo lo que todo niño debiera hacer: interpretar su propia danza estelar de cometas. Pero, y ese es el problema, están desnudos.

En una entrada anterior del blog (Mi pecado, mi alma, Lo-li-ta) hablé de la ortodoxia y la inquisición de lo correcto ejercida por padres y madres con complejo de fiscales que lapidarían a Vladimir Nabokov («Oh, Lolita, tú eres mi niña, así como Virginia fue la de Poe y Beatriz la de Dante»). Repito dos párrafos de lo que escribí entonces:

La paranoia impone su mandato, amparado por la ley de la corrección. Todo fotógrafo que se acerque a un adolescente (no digamos a un niño) es un pedófilo más culpable que presunto. Ni siquiera el permiso por escrito de los padres o tutores del menor permite el acercamiento de la cámara, del ojo curioso que desea capturar una mínima porción del poder y los nervios del placer al descubierto que atesoran, quizá en exclusiva, los adolescentes.

La sociedad de la polineurosis y la dinámica hipócrita de la protección (esos mismos menores son avasallados por un sistema educativo que promueve la cosificación del individuo y le prepara para la inmoral carrera de ratas de la competencia y el sálvese quien pueda) (…) colocaría [al fotógrafo] frente a una actuación de oficio de la Fiscalía, a petición de un negociado oficial facultado por la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, que establece como preceptiva la intervención del ministerio público «en los casos en que la difusión de información o la utilización de imágenes o nombre de menores en los medios de comunicación pueda implicar una intromisión ilegítima en su intimidad, honra o reputación, o que sea contraria a sus intereses, incluso si consta el consentimiento del menor o de sus representantes legales» (el subrayado de la demencial expresión es mío).

El fotógrafo francés ha colocado en su web un texto de Cécile Le Taillandier De Gabory sobre esta bella narración familiar. Se nos indica que la serie de fotos están «liberadas de voyeurismo y de la rigidez de las imágenes diarias» y se afirma, con certeza, que Laboile desea «mostrarnos un mundo de libertad, sorpresas, emociones compartidas». No es eso lo que aprecian los repartidores de anatemas, que ven pecado y presunto delito donde sólo hay energía, amor y humor.

Cuando la gran fotógrafa Sally Mann estaba a punto de publicar Inmediate Family, el fotoensayo de la vida en libertad de sus tres hijos, todos de menos de diez años y desnudos en muchas de las imágenes, fue alertada de que algunas de las imágenes podrían ser delictivas. La fotógrafa se entrevistó con la fiscalía para pedir una opinión y le dijeron que había evidencia de pornografía infantil. En una decisión dolorosa, decidió posponer el libro diez años. Pero los críos, que también tienen voz aunque casi nadie les pregunte nunca, dijeron que no y la animaron a publicarlo. La obra apareció en 1992 y nadie se querelló contra Mann. La fotógrafa dijo sobre la serie: «Es la visión natural de una madre sobre sus hijos: desnudos, riendo, llorando, sangrando…».

Como coincido con la tesis y sigo pensando que la maldad y el ánimo depredador están en los ojos de quien mira, publico bajo la firma  de esta entrada una imagen de Mann y dos de sus hijas que Facebook nunca publicaría y los fiscales vocacionales jamás consentirían. Las tres mujeres orinando a carcajadas, creo, resume la revolucionaria actitud que Goethe expuso con simpleza cuando dijo que «la vida es la niñez de nuestra inmortalidad».

Ánxel Grove

© Sally Mann

© Sally Mann

Fotos familiares con cámaras de juguete

Phil Toledano

Phil Toledano

Una de las fotógrafas que ha ahondado todo lo posible en la intimidad familiar, la gran Sally Mann —aquí van tres vínculos de su mirada doméstica  1 | 2 | 3— intentó en una ocasión explicar la bendición de hacer fotos a los más cercanos: se trata de construir «un edén» iluminado por «la luz tenue de la nostalgia, la sexualidad y la muerte».

La misma idea puede ser aplicada a los participantes en la exposición I’ll Be Your Mirror (Seré tu espejo), que se inagura el próximo sábado en la galería HomeSpace de Nueva Orleans (EE UU) bajo la coordinación de Jennifer Shaw, que esta vez deja de lado las cámaras de juguete con las que hace fotos y se encarga de dirigir la colectiva.

En la muestra participan siete artistas: Angela Bacon-Kidwell, Laura Burlton, Warren Harold, Aline Smithson, Gordon Stettinius, Phil Toledano y Alison Wells. Todos son jóvenes y prefieren explorar los rincones cercanos, en ocasiones tan hondos y complejos como los escenarios más exóticos o ajetreados.

Angela Bacon-Kidwell

Angela Bacon-Kidwell

El más conocido de todo el elenco es Toledano, cuya cobertura del viaje hacia la demencia senil de su padre tuvo un  gran éxito en Internet y luego en formato de libro.

No se quedan atrás en intensidad Harold, autor de Alternating Weekends (Fines de semana alternos), un diario fotográfico en el que narra su experiencia como padre divorciado;  Burlton, que en Chalk Dreams (Sueños de tiza) mira a sus hijos como personajes de una realidad alucinada; Bacon-Kidwell, que documenta un verano con su hijo, o Smithson, autora de la serie Arrangement in Green and Black, Portraits of the Photographer’s Mother (Arreglo en verde y negro, retratos de la madre de la fotógrafa), donde camufla a su madre de 85 años como avatares que protagonizan más de veinte versiones del famoso óleo de Whistler.

Uno de los aciertos de la coordinadora tiene que ver con uno de sus caprichos: optar por autores que prefieren utilizar cámaras Holga, Diana y otros artefactos plásticos, baratos e incapaces de intimidar a nadie. Nada mejor que un juguete para acercarte a quien te quiere.

Ánxel Grove

Gordon Stettinius

Gordon Stettinius

Warren Harold

Warren Harold

Laura Burlton

Laura Burlton

Laura Bulrton

Laura Bulrton

Alison Wells

Alison Wells

Tendencia al acecho: se llama colodión

Foto: Tom Craig

Foto: Tom Craig

La reciente foto muestra a la actriz Thandie Newton en una toma publicitaria para la compañía Louis Vuitton -cuya probada colaboración con los nazis no parece importar a las celebrities-. La campaña se llama Double Exposure y comenzó en 2010 con la seudo artista Sam Taylor Wood como musa.

Nada inspirador: ni los protagonistas (millonarios con fortunas cimentadas durante los años del terror ciego, actrices de segunda o artistillas que convocan a la prensa para rascarse un grano), ni las fotos, vulgares pese a la dulce y apasionada textura del colodión húmedo, una técnica del siglo XIX que emplea placas de vidrio como soporte para la imagen.

Me interesan algunos fotógrafos que utilizan el colodión, pero suelo sospechar de los arrebatos nostálgicos cuando los ejercen los poderosos. Si hicieron tratos con el régimen de Hitler, me mosqueo todavía más.

Esta misma semana recibí otro indicio de que se está escribiendo el prólogo de otro crimen trendy. «A Haunting Old Photographic Process Reappears» (Reaparece un viejo y evocador proceso fotográfico), titulaba el New York Times. Me escaman, casi tanto como Hitler y sin excepción, algunos adjetivos: impactante, orgánico, minimalista, poliédrico y ecléctico.

Veterano de guerra y su mujer (fotógrafo anónimo, 1860)

Veterano de guerra y su mujer (fotógrafo anónimo, 1860)

Evocador, sobre todo si va encadenado a viejo, también está en la lista. Lo viejo no evoca, demonios, lo viejo enseña. Vean la foto de la pareja de la izquierda, también un colodión, de 1860, compárenla con la idiotez de arriba y denme la razón.

Con la fotografía está sucediendo algo parecido al delito moral que ha cometido la mafia gay contra el barrio de Chueca: compras todos los locales comerciales de una zona miserable y condenada por los poderes públicos, te trabajas la imagen gracias a tu red de contactos, empiezas a hacer caja y terminas convertido en rey del Monopoly (los viejos del cuarto piso, puerta centro ya habrán sido deshauciados por entonces o, con suerte, pasaron por la incineradora).

Los yanquis llaman al asunto gentrification, verbo que aún no tiene traducción española, acaso porque viene a ser lo de siempre: el que es perico, dondequiera es verde, y el que es tarugo, dondequiera pierde.

Los modernos pagan y pagan bien por lo evocador. Basta convencerles de que hacen lo que se lleva. Las cámaras de juguete -varios pedazos de plástico insertados unos a otros- cuestan veinte veces lo que costaban desde que se venden como Lomography y son tendencia. En los talleres de introducción te convencen de que cualquiera puede ser fotógrafo y nadie te explica que es la profundidad de campo, la proporción aúrea o el número f. ¿Para qué necesitas saberlo si las las imágenes serán muy vintage, muy evocadoras?

Foto: Isa Marcelli

Foto: Isa Marcelli

Temo que con el colodión suceda otro tanto, que se gentrifique. Advierto los síntomas: cursos de inicición, alquiler de laboratorios, bla bla mediático, galerías afilando los colmillos…

Decir «me encanta el colodión» tiene tanto sentido como decir «me encanta el vino» mientras bebes una sangría.

Ni una cámara ni un proceso hacen una foto. El artefacto no garantiza nada.

Conozco desde hace años la obra de la fotógrafa francesa Isa Marcelli. La he visto crecer: empezar con una cámara digital, pasar a las analógicas de medio formato,  a las estenopéicas y luego al colodión. Es su mirada la que ha buscado acomodo para finalmente encontrar sentido en el espectro de luces azules del proceso.

En una ocasión me dijo que cuando se dejó llevar por el hábito de experimentar con la cámara-agujero de infinita profundidad sintió que llegaba a un terreno “nuevo y familiar al mismo tiempo”, que las fotografías estenopeicas habitan en una cercanía que las asemeja a las difusas imágenes “que guardamos en nuestros recuerdos o en nuestras almas”.

Otro fotógrafo al que admiro, Christopher Perez, también ha elegido el colodión.

Foto: Christopher Perez

Foto: Christopher Perez

«Las cámaras no siempre hacen lo que tú quieres que hagan. Por eso me gusta desarmarlas y reconstruirlas, añadirles ópticas… Ahora estoy experimentando con una cámara de madera y placas de colodión húmedo (…) La fotografía es el modo que he elegido para mirar al mundo y la vida, que están llenos de imperfecciones. Por eso opto por las cámaras hechas a mano, porque permiten que la imperfección participe en el juego», señaló cuando le pregunté los motivos de su querencia oldtimer.

Hay muchos otros que ejercen el ritual del revelado húmedo sobre placas de vidrio, que piden a sus modelos que se mantengan quietos durante diez o quince minutos, que se tomen tiempo para abrirse: Mark Sink, Sally Mann, Jill Enfield, Roman Kravchenko

En las fotos de todos ellos me reafirmo en que es el alma quién elige el proceso. Lo evocador está en la foto, nunca en el soporte.

Ánxel Grove

Ama de casa y fotógrafa

Julie Blackmon - "Trampoline"

Julie Blackmon - "Trampoline"

La primera foto que recuerdo de Julie Blackmon -la fotógrafa que hoy traigo a Xpo– muestra la silueta perfecta de un niño recortada contra el cielo y los árboles de un jardín. La autora de la imagen está tendida en el suelo, bajo la cama elástica donde el crío desobedece a la gravedad (la física y la anímica), labor primordial de todo niño que habita el mundo.

La escena es de ese estilo que los estadounidenses han elevado a categoría de género: la vida en los suburbios.

Es lícito imaginar el decorado material (cesped afeitado con rigurosa perfección, casa de elegante planta baja, una truck Silverado en la vereda de lajas…) y también el espiritual (dieta rica en mantequilla y sour cream, las obras de Thoreau en los estantes, el voto demócrata cada dos años, en las legislativas y en las presidenciales…).

Blackmon nació en uno de los muchos Springfield que salpican la geografía de los EE UU, el del estado de Misuri, en el Midwest de los tornados, las plantaciones de tabaco, las destilerías de bourbon y la incredulidad. Los gringos llaman a Misuri Show-Me-State (algo así como Estado-Ya-Veremos). Nada se da por supuesto y es necesario argumentar. El laisser-fare es un orgullo entre los ciudadanos. No te apedrean si fumas en un bar. Puedes argumentar por qué necesitas hacerlo.

Julie Blackmon - "Naptime"

Julie Blackmon - "Naptime"

Cuando la fotógrafa vino al mundo en 1966 el gas mostaza despertaba cada mañana a los campesinos vietnamitas con tanta brutalidad como un tornado del Midwest. Las siluetas de niños despellejados e ingrávidos contra los palmerales del Mekong darían para buenas fotos.

Blackmon no es cómplice de ninguna perversión, de ningún pecado. De haber nacido en el sudeste asiático, su mirada sería la misma. Tomaría fotos de los encharcados arrozales pateados por pies infantiles, de un búfalo sobre el que cabalga una niña con descarada altivez, de un sueño imprevisto en los manglares . No retrataría otra guerra que la guerra cotidiana.

La serie a la que pertenecen estas fotos se titula igual que un (mal) disco de John Lennon, Mind Games, editado en 1973. La canción central, uno de aquellos cánticos kármicos del exbeatle, habla de «guerrillas mentales» y «danzas rituales bajo el sol»  y de la opción de la «paz y el amor» frente a la guerra.

Prefiero pensar que no se trata de una casualidad. Creo que la fotógrafa admite el axioma de que nadie como los niños para ejercer la rebelión y volverte loco, es decir, sacarte de esta lógica de reptiles y gas mostaza social, con las emanaciones de sus «guerrillas mentales».

Julie Blackmon - "Twirling"

Julie Blackmon - "Twirling"

La crítica ha emparejado con mucha razón a Blackmon con otras fotógrafas de la realidad inmediata, sobre todo con la gran Sally Mann y sus fotos familiares. Ambas son mujeres estadounidenses, de posición económica solvente, sensibilidad para descubrir oro entre los guijarros y condición dual: madres y artistas. Las separan la fama (Mann, 15 años mayor, es una primera figura) y la valentia: Blackmon sigue a lo suyo y Mann se ha lanzado en picado hacia la experimentación de las entrañas.

Lo último de Blackmon me gusta menos que Mind Games. La serie Domestic Vacations, dice su autora, está inspirada en los cuadros abigarrados y humorísticos del holandés Jan Steen, hijo de taberneros que tuvo la desgracia de vivir bajo la inmensa luz de su contemporáneo Rembrandt.

En una declaración de principios sobre su trabajo, la fotógrafa afirma que buscó los «momentos en que la fantasía entra en la realidad» e intentó explorar el caos de la vida cotidiana de un tiempo en el que pugnamos entre dos obsesiones, los hijos, como proyección casi única, y nosotros mismos, con un egoísmo igual de fuerte que el paternal.

Julie Blackmon - "New Baby"

Julie Blackmon - "New Baby"

Las fotos son teatralizadas y tienen un cromatismo ténue, un rebote de flashes y dispersores de luz que agranda la distancia que media entre la mirada de la fotógrafa y la del espectador.

Además, y ahí está la gran pérdida, están demasiado intervenidas con los milagros de las paletas digitales.

Es como si en el afán de recrear la magia (¡cuánta pobreza artística sufrimos desde García Márquez con este sustantivo como salvoconducto!), Blackmon hubiese olvidado las «guerrillas mentales», las faldas-campana, los súper héroes en ropa interior que se niegan a dormir la siesta…

El ama de casa de los suburbios ha comenzado a ver a través del Lightroom sin enterarse de que el software la ha dejado ciega en el camino. Supongo que lo próximo será la opción del pancismo 4G: retratar el mundo con el Instagram y, por ende, dejar de buscar y limitarte a ver, pensando en que también vean tus contactos. «Una manera rápida, bella y divertida de compartir tu vida», dice la publicidad de la maldita aplicación.

Julie Blackmon - "Chalk"

Julie Blackmon - "Chalk"

Pero no importa. Me quedan las fotos en blanco y negro de Mind Games. Puedo conjeturar a su autora perdida en las batallas cotidianas, con una cámara atada a la muñeca, siguiendo la mejor de las sendas hacia la salvación o la epifanía, el zig zag de un trazo de tiza, mientras piensa, como otro gran suburbial, John Cheever, que aquí nos han dejado para exprimir el mundo en que te encuentras, en el que te pusieron, para «darle algo de sentido», lo cual, sea en las riberas del Mekong o en una urbanización del Estado-Ya-Veremos, sigue siendo «la más interesante de las empresas posibles».

Prefiero a la ama de casa fotógrafa que a la ama de casa que se cree fotógrafa.

Ánxel Grove

«Mi pecado, mi alma, Lo-li-ta»

Josef Szabo

Josef Szabo - "Priscilla", 1969

La foto incluye poema. Sé que duele, dice la primera línea.

Fue publicada en 1978 en un libro admirable, Almost Grown. Está descatalogado y son necesarios billetes grandes para comprarlo como antigüedad, esa condición a la que jamás deberían ser reducidos algunos libros.

[Nota informativa para comentaristas marisabidillos: algunos reconocerán en la foto de Priscilla, agresiva, con el prohibido cigarrillo como ariete generacional y palabrota contra el mundo, la cubierta de un disco de J Mascis. Se titulaba Green Mind (1991). Además de vulnerar la foto con un corte rudimentario y una tipografía de tag de WC, la música nada tiene que ver con la elegancia escandalosa y turbia de Priscilla: es basura, música sin poemas].

El año 1978 duele. Fue uno de los que han descatalogado, extremo, himaláyico, de jugar a la ruleta rusa con la vida, de ensuciarte para lavarte y volver a ensuciarte. Un año que sentías hasta la médula, que sobrecogía en tiempo real, que no necesitaba Vimeo para conmover.

En 1978 regularon los anticonceptivos (pude decirle a la farmaceútica protofascista: «estás obligada por ley, vieja bruja»); nos endilgaron una Constitución vuelta y vuelta; estrenaron El cazador, que quizá sea la película de mi vida; nadie tosía a Bruce Springsteen, pillo de callejón sin desbravar, y si alguien podía toserle era de su misma calaña: los Ramones, por ejemplo, que editaron Road to Ruin, el último disco generacional (I Want Everything, ¿para qué pedir más?)…

Josef Szabo

Josef Szabo - "Hurt", 1972

La segunda foto, del mismo libro, del mismo año, también incluye poema. Acaba así: Esta es Mi Casa y Mi Cuarto y Mi Reloj y el tiempo está maduro / para pelar la piel de este cuerpo y dejar que baile, dejar que baile.

Josef Szabo -que hoy ocupa Xpo, la sección de fotografía del blog- tenía 34 años en 1978, solamente siete más que Springsteen. Como éste, había nacido en una ciudad industrial y adormilada. En la de Szabo, además, soplaba un viento capaz de helarte la sangre: Toledo, Ohio, en la esquina occidental del Lago Eire, donde ningún cuerpo maduraba lo suficiente para pelarlo y bailar. Una letrina social.

Se fue pronto de aquel malpaís norteño. Se matriculó en fotografía en una de las escuelas de arte más elitistas y de mejor fama (cualidades que suelen ir en el mismo pack en la tierra de las oportunidades de los EE UU), el Pratt Institute de Nueva York, que cobra entre 35.000 y 42.000 euros por curso. O sales convertido en un monstruo en lo tuyo o ya puedes ir pensando en tirarte al Hudson con una piedra atada a la cintura.

Joseph Szabo

Joseph Szabo - de "Teenage" (ed. 2003)

Szabo no debía estar demasiado seguro de sí mismo como fotógrafo, porque prefirió el sancta santorum de las aulas, el acomodo de la libertad de cátedra y el orgullo docente. Entre 1977 y 1979 fue profesor de fotografía en un instituto de Long Island, el Malverne, que tiene un edificio con forma de penitenciaría, pero suficiente voluptuosidad adolescente en el interior de la cárcel como para volverse majara.

En 1977, cuando Szabo empezó a dar clases en el high school, Tom Petty & The Heartbreakers editaron una canción que esquematizaba el poder físico-económico y la corrupción existencial de las adolescentes.

Era una chica americana / Criada entre promesas, dice la letra en un inicio inolvidable, un prólogo galopante perfilado por una cósmica guitarra de doce cuerdas. Luego, tras recrearse en las posibilidades del mundo exterior, la chica americana acaba encaramada en barandilla de un balcón, dispuesta a comprobar si  la noche permite que las hadas de 15 años floten en el vacío.

El profesor Szabo, podría apostarlo, conocía la canción y su corolario. Estoy seguro de que también conocía la confesión de Humbert Humbert:

Joseph Szabo - "Long Island Girl", 1974

Joseph Szabo - "Long Island Girl", 1974

«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un trayecto en tres etapas a través del paladar e impacta, en la tercera, contra los dientes. Lo. Li. Ta. Era Lo, Lo a secas, de mañana, con su metro cincuenta y una sola media. Era Lola en pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores sobre la línea punteada. Pero en mis brazos, era siempre Lolita«.

Las fotos de teenagers de Szabo, que aprovechó para sus fines (fotográficos) la situación dominante de ser profesor, son impúdicas como la adolescencia. No moralizan el amor prematuro, el demonio mortífero del inmeso poder de las chicas y los chicos. Son húmedas y aceitosas, dejan los nervios del placer al descubierto.

Joseph Szabo - de "Jones Beach" (ed. 2010)

Joseph Szabo - de "Jones Beach" (ed. 2010)

Hoy no serían posibles. La paranoia impone su mandato, amparado por la ley de la corrección. Todo fotógrafo que se acerque a un adolescente (no digamos a un niño) es un pedófilo más culpable que presunto. Ni siquiera el permiso por escrito de los padres o tutores del menor permiten el acercamiento de la cámara, del ojo curioso que desea capturar una mínima porción del poder y los nervios del placer al descubierto que atesoran, quizá en exclusiva, los adolescentes.

La sociedad de la polineurosis y la dinámica hipócrita de la protección (esos mismos menores son avasallados por un sistema educativo que promueve la cosificación del individuo y le prepara para la inmoral carrera de ratas de la competencia y el sálvese quien pueda) llevaría a Szabo a la cárcel, o como poco, le colocaría frente a una actuación de oficio de la Fiscalía, a petición de un negociado oficial facultado por la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, que establece como preceptiva la intervención del ministerio público «en los casos en que la difusión de información o la utilización de imágenes o nombre de menores en los medios de comunicación pueda implicar una intromisión ilegítima en su intimidad, honra o reputación, o que sea contraria a sus intereses, incluso si consta el consentimiento del menor o de sus representantes legales» (el subrayado de la demencial expresión es mío).

Tal como están las cosas, es posible imaginar que la gran Sally Mann -que ha fotografiado a sus hijos desnudos y ha exhibido las fotos por medio mundo (van tres vínculos ejemplares: 1 | 2 | 3 )- tendría graves problemas legales en España y otras latitudes cercanas en la ortodoxia.

En tanto, se permite que las revistas de moda jueguen a la prostitución con niñas de seis años por capricho del diseñador estadounidense Tom Ford, seudo director de cine y gay a capa y espada de los de “no me tosas que soy maricón y tú una basura hetero”.

Joseph Szabo - de "Teenage" (ed. 2003)

Joseph Szabo - de "Teenage" (ed. 2003)

Joseph Szabo tuvo suerte. Hizo sus mejores fotos a finales de los años setenta, cuando la inquisición de lo correcto no había estallado y las cosas eran más sencillas para los fotógrafos enamorados de los adolescentes y su libertaria desvergüenza.

Sus series son voraces: la cámara muerde y los modelos admiten la dentellada.

En una reflexión de la novela Lolita, Vladimir Nabokov, distingue entre dos tipos de memoria visual. Con una «recreamos diestramente una imagen en el laboratorio de nuestra mente con los ojos abiertos». Con la otra, «evocamos instantáneamente con los ojos cerrados, en la oscura intimidad de los párpados, el objetivo, réplica absolutamente óptica de un rostro amado, un diminuto espectro de colores naturales».

Sospecho que Joseph Szabo utilizó siempre la segunda para abordar a sus adolescentes. Ellas, ellos, se dejaban y, ante el corazón desnudo del fotógrafo (¿qué otra cosa vive en «la oscura intimidad de los párpados»?), devolvían el veneno.

Eran tiempos en que un fotógrafo podía decir, con Humbert Humbert: «Oh, Lolita, tú eres mi niña, así como Virginia fue la de Poe y Beatriz la de Dante».

Eran tiempos en que a los adolescentes, que saben bastante bien lo que se hacen, se les permitía corresponder.

Ánxel Grove