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A la ‘caza’ de exoplanetas por la sierra almeriense de Los Filabres

cara2Por J.M. Valderrama (CSIC)*

Más allá de los estereotipos que identifican Almería con las playas y el calor, nos encontramos ante una de las provincias geográficamente más heterogéneas de España. En efecto, el conjunto de relieves que la jalonan da lugar a una orografía que históricamente ha complicado las comunicaciones pero que, a la vez, contribuye a enriquecer la variedad paisajística. Una de estas cadenas montañosas es la sierra de Los Filabres, un muro de más de 2.000 metros en el que se encuentra el Centro Astronómico Hispano-Alemán, también conocido como el Observatorio de Calar Alto, financiado conjuntamente por el Instituto Max Planck y el CSIC.

Aquí, en lo alto de la montaña, a salvo de la contaminación lumínica, reina la calma y el frío. Una niebla envuelve a estos telescopios, los más relevantes de la Europa continental. Cuando uno los visita, de la mano del personal del Instituto de Astrofísica de Andalucía del CSIC, una de las primeras cosas que llaman la atención es la transformación que ha sufrido la observación del firmamento desde los tiempos de Galileo. Así, los primeros telescopios refractores (que utilizaban lentes) han sido reemplazados por los reflectores (que utilizan espejos); en Calar Alto los dos más grandes tienen 2,2 y 3,5 metros de diámetro. La razón es la siguiente: para llegar más lejos hacen falta lentes o espejos cada vez más grandes (el espejo de 3,5 metros tiene 60 centímetros de grosor y pesa 12 toneladas) y es más asequible la segunda opción, pues hacer una lente perfecta y gigante resulta técnica y económicamente inasequible.

Calar Alto nevado

Paisaje nevado en la sierra de Filabres, donde se encuentra el Observatorio Astronómico de Calar Alto / Santos Pedraz, IAA (CSIC).

El segundo cambio afecta al observador. No hay un ojo al otro lado de las estrellas, sino detectores que recogen las briznas de luz que nos llegan desde millones de kilómetros. Así, ahora los telescopios captan la radiación emitida por los cuerpos celestes y forman la imagen de los objetos observados. Hay dos tipos de instrumentos: las cámaras, que captan imágenes en distintas longitudes de onda, y los espectrógrafos, que descomponen la luz de los objetos en sus diferentes longitudes de onda, de modo que permiten conocer datos como la gravedad de un planeta, su composición química o la distancia al objeto observado.

Además de resultar más cómodo, hay un motivo esencial para justificar la observación remota: la temperatura en el interior de la cúpula, donde están el telescopio y los instrumentos, debe ser lo más parecida posible a la del exterior, con el fin de evitar cualquier mínima turbulencia y así mejorar la calidad de las observaciones. Esto implica varias cosas, como por ejemplo construir observatorios de color blanco con el fin de reducir la absorción de calor por el día, o eliminar cualquier fuente calorífica (personas, estufas, ordenadores) en el interior de la cúpula. Hay soluciones más radicales, y por eso algunos observatorios cuentan con cúpulas que se abren completamente. El hándicap es el viento y una exposición a los elementos que pueden deteriorar el delicado instrumental.

Todos los detalles se tienen en cuenta para que la estación sea operativa el mayor número de noches posible. Solo ante eventualidades extremas, poco frecuentes, se detienen los telescopios. En Calar Alto se han llegado a registrar temperaturas inferiores a los quince grados bajo cero, por lo que, para hacer frente a las duras condiciones, las instalaciones están conectadas mediante túneles para ir de un lado a otro cuando el espesor de nieve es excesivo (y seguimos en Almería).

Telescopio

Telescopio de 3,5 metros de diámetro de Calar Alto / Santos Pedraz, IAA (CSIC).

La observación astronómica tiene como fin conocer el universo. La búsqueda de exoplanetas (planetas fuera del Sistema Solar) es uno de los proyectos que se llevan a cabo en Calar Alto y alcanzará un impulso importante cuando en 2016 empiece a funcionar el espectrógrafo de alta resolución CARMENES, en cuyo diseño participa el Instituto de Astrofísica de Andalucía. Colateralmente, la tecnología desarrollada en la observación astronómica (potentes mecanismos para mover cúpulas o instrumentos diseñados para captar fotones a miles de años luz) enriquece y facilita nuestra vida cotidiana: ¿quién no tiene un CCD ─un sensor con diminutas células fotoeléctricas que registran la imagen─ en la cámara de su móvil? Pues ese cacharro se concibió inicialmente para capturar la luz de las estrellas.

La niebla va abriendo, dejando un paisaje asombroso y una noche que volverá a ser espectacular aquí arriba.

*J. M. Valderrama trabaja en la Estación Experimental Zonas Áridas del CSIC y escribe en el blog Dando bandazos, en el que entremezcla literatura, ciencia y viajes. Agradecimientos a Héctor Magán y Jorge Iglesias, del Instituto de Astrofísica de Andalucía del CSIC.

La importancia de los matojos

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Por J. M. Valderrama*

Las tierras áridas o secas no gozan de la misma buena imagen que las zonas boscosas. Su apariencia poco exuberante y aspecto un tanto desgastado las relega a un segundo plano en el imaginario colectivo. Sin embargo, prácticamente la mitad de la superficie terrestre (dos tercios del territorio de España) son tierras áridas. Es más, estos ecosistemas tienen un papel clave en el equilibrio global de carbono, siendo reservorios de extraordinario valor.

El rasgo esencial de la zona árida es el hecho de que la precipitación anual no alcanza a cubrir las pérdidas causadas por la evaporación superficial y la transpiración de las plantas. Al permanente déficit hídrico se le suma una distribución irregular de las lluvias, dando lugar a episodios recurrentes e impredecibles de sequías y diluvios torrenciales. Las tierras secas o áridas, que se clasifican en subtipos (subhúmedo seco, semiárido, árido e hiperárido), abarcan un gran rango de ecosistemas. Desde eriales y arbustos, hasta bosques xerofíticos (como acacias al borde del Sahara), pasando por sabanas y desiertos fríos y cálidos, que albergan algunas de las formas de vida más extremas del planeta.

Sierra del Cabo de Gata

Tupida cubierta vegetal de matojos (palmitos, espartales, etc.) en la Sierra del Cabo de Gata, Almería / J.M. Valderrama.

En estos amplios territorios viven 2.000 millones de personas y pasta la mitad de la ganadería mundial. Las especies vegetales y animales que conforman estos hábitats son producto de un proceso de adaptación a la errática y escasa disponibilidad de agua. En nuestro país, una de las expresiones más características de las zonas áridas son los matorrales, plantas de pequeño porte que prosperan en estepas, altiplanos y relieves con suelos de escaso espesor y muy pobres en materia orgánica.

Este paisaje de matojos (como vulgarmente se denominan) es en muchos casos el último bastión antes de llegar a la degradación absoluta: los desiertos. Su existencia es de vital importancia para proteger al suelo de la erosión, facilitar la redistribución del agua de lluvia y aumentar las tasas de infiltración. Además tienen un papel clave en el intercambio de carbono que se produce entre el suelo y la atmósfera. En lugares con vegetación abundante, la actividad fotosintética hace que se fije más carbono del que se emite. Sin embargo, en los drylands o tierras secas este balance está al límite. Los matojos evitan que se produzca una emisión mucho mayor de carbono a la atmósfera.

En algunas regiones, como es el caso de España, el hecho se agrava debido a que gran parte de las zonas áridas coinciden con sustratos calizos, especialmente ricos en carbono. En ellos, el agua diluye los sustratos haciendo que las emisiones de carbono sean enormes.

Los matorrales son el tipo de vegetación que gasta menos agua y en muchos casos no son sustituibles. Repoblaciones con especies inadecuadas pueden alterar el equilibrio hídrico y que el monte se seque. La desaparición de manantiales naturales debido a una tasa de consumo hídrico excesiva es un claro efecto de este tipo de repoblaciones.

Cuando las actividades humanas ponen en jaque estos ecosistemas, existen serios riesgos de que se desencadenen procesos de degradación que vayan minando la productividad del territorio. A este problema, en el que se combinan adversidades climáticas y un mal uso de los recursos, se le conoce como desertificación. Conocer la ecología de estas zonas, sus formas de vida y procesos que amenazan con degradarlos son los principales intereses de la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC. Todo ello con el fin de contribuir al desarrollo de estrategias que mitiguen los procesos de desertificación activos y otras que prevengan la aparición de nuevos episodios.

Si específicamente nos fijamos en los ecosistemas mediterráneos, la importancia de que el suelo tenga matorrales es aún mayor. La razón es que en muchos de estos lugares caen entre 200 y 400 milímetros de lluvia al año. Esta es una cantidad insuficiente para tener una densa cubierta vegetal, pero lo bastante como para causar estragos. Ante este escenario la solución óptima es mantener la máxima cubierta vegetal posible, como son los matorrales, para hacer frente a la amenaza de la erosión hídrica, el mayor depredador de suelos fértiles.

*J. M. Valderrama trabaja en la Estación Experimental Zonas Áridas del CSIC y escribe en el blog Dando bandazos, en el que entremezcla literatura, ciencia y amor a la montaña.