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Dibujando la adolescencia con boli Bic

'Laughing Daisies' - Helena Hauss

‘Laughing Daisies’ – Helena Hauss

Es un bolígrafo corriente que puede deslumbrar como un estilógrafo y su diseño (sin apenas cambios desde que se comenzó a vender en 1950) trae recuerdos escolares de libretas cuadriculadas. El boli Bic, el más vendido del mundo, sirve además como inesperada herramienta para el arte, sobre todo cuando se trata de hiperrealismo. Autores actuales —empezando por el asombroso Juan Francisco Casas (Jaén, 1976)— han demostrado que no hay límites técnicos para lograr la precisión.

A estas alturas, ya no sorprenden las ilustraciones hechas a boli Bic, pero las de Helena Hauss tienen el poder de transmitir la frescura adolescente de los años de instituto que muchos asociamos a la tinta azul de los apuntes. La artista afincada en París dibuja a chicas fumando a escondidas en la biblioteca o perforándose las orejas con alfileres, a amores de instituto besándose apasionadamente en un cementerio o carcajeándose del mundo tirados en el suelo.

'The Bet' - Helena Hauss

‘The Bet’ – Helena Hauss

Las latas y los botellines de cerveza, las revistas teen y las camisetas con leyenda son imprescindibles en el universo de Hauss. No racanea detalles y, además de confesar una «gran atracción por el color azul» se declara una fetichista de «los patrones y la tipografía»: en el lomo de cada libro de la biblioteca se puede leer el título, las etiquetas de las bebidas alcohólicas son fieles a la realidad, el papel de pared es un ejemplo de paciencia…

Justifica el uso de bolígrafos vulgares recordando sus dúas en el instituto, cuando dibujaba en los cuadernos y durante las clases, a escondidas de los profesores. «Era una buena manera de que no te pillaran cuando te miraban desde lejos», cuenta en su página web. Con el tiempo, se animó con otros materiales, pero siempre se sintió cómoda sujetando el tubo hexagonal del bic, poniendo a prueba la bola de tungsteno que libera poco a poco la tinta. «Al principio, sentía algo de vergüenza por usar bolígrafos, como que no me sentía una artista real, pero en los últimos años me he dado cuenta de que se ha vuelto una especie de moda y lo he aceptado, ya que siento que este es el momento y el lugar adecuado para hacer esto».

Helena Celdrán

'Midnight Lust' - Helena Hauss

‘Midnight Lust’ – Helena Hauss

'Cover Girl' - Helena Hauss

‘Cover Girl’ – Helena Hauss

Sin título - Helena Hauss

Sin título – Helena Hauss

'The Piercing' - Helena Hauss

‘The Piercing’ – Helena Hauss

Las adolescentes pavorosas de Lise Sarfati

© Lise Sarfati

Sloane #32 Oakland © Lise Sarfati

Asia #33, North Hollywood  © Lise Sarfat

Asia #33, North Hollywood © Lise Sarfati

Eva-Claire #2, Austin © Lise Sarfati

Eva-Claire #2, Austin © Lise Sarfati

Sloane #30, Oakland © Lise Sarfati

Sloane #30, Oakland © Lise Sarfati

Cuatro adolescentes para cuatro films inexistentes aunque posibles: cuatro muchachas congeladas y víctimas de la inacción, pasmadas, figuras de cera, casi inmateriales. Nada sabemos de ellas excepto el nombre de la urbanización en la que residen.

Sabemos también, por supuesto, que no son tan simples como podríamos deducir precipitadamente en un encuentro cara a cara en el que se mostrarían turbadas y nerviosas.

La fotógrafa Lise Sarfati (1958) busca en el extrarradio de las sobrecogedoras áreas metropolitanas de los EE UU a chicas solitarias a las que introduce en un mundo que no por real es menos ajeno para ellas, víctimas de las numerosas encrucijadas previas a la edad adulta.

La retratista prefiere los suburbios porque son páramos de almas sin compañía y la soledad le permite una excusa para entrar en conversación con las modelos a las que selecciona previamente mediante el infalible método del merodeo.

No le cuesta demasiado convencerlas para que entren en el juego de participar en los semicoreografiados montajes que confecciona con ayuda de las modelos: lo que muestran, después de todo, es parte de su vida y sólo necesitan el impulso para representarlo. Sarfati, que lleva retratando jóvencillos desde hace casi treinta años, ya conoce el material: gracia angelical, diabólica inseguridad y sensualidad en pleno desarrollo.

«Me gusta acercarme y mostrar a las jóvenes. Es una excusa para volver a acercarme a mí misma cuando tenía su edad», dice en una entrevista la fotógrafa francesa, convencida de que la mímesis puede conseguir el milagro de la perpetua adolescencia.

Los retratos, añade, son la prolongación de sus sueños cinematográficos —las películas de Robert Bresson, que obligaba a la repetición constante de la filmación de cada escena para conseguir evitar toda carga sentimental y convertirla en una escenificación pura— y literarios —adora la novela Ferdydurke, donde el gran Witold Gombrowicz extendió un mapa sobre el «fervor por la inmadurez»—.

Hay algo de aterrador en los retratos de Sarfati, quien no ha podido sacudirse uno de los recuerdos más morbosos de la infancia: cuando su madre la llevaba a visitar ancianas internadas en asilos o centros de cuidados paliativos. Aunque aquellas giras por las antesalas de la muerte tenían un propósito noble —acercar a la cría a lo inevitable y hacer compañía a las mujeres agotadas y solas—, algo del pavor ante el abismo retuvo la fotógrafa.

Desinteresada de los adultos, se ha dedicado a censar a chicas impávidas a las que caza con la sensibilidad de un insecto en busca de alimento. Sabe que son porosas, que todavía son capaces de quitarse de encima el pegamento unificador de la ciudadanía, la civilización, la clase, el género, la corrección…, sabe que pueden mostrar el miedo o el vacío primordiales.

Uno de los soliloquios del protagonista de la novela de Gombrowicz que cité más arriba sobre el peligro de que la individualidad se pierda bajo la acrimonia de la madurez puede describir estos retratos de teenagers de inusual severidad:

Entonces me iluminó de repente este pensamiento sencillo y santo: que yo no tenía que ser ni maduro ni inmaduro, sino así como soy…, que debía manifestarme y expresarme en mi forma propia y soberbiamente soberana, sin tener en cuenta nada que no fuera mi propia realidad interna. ¡Ah, crear la forma propia! ¡Expresarse! ¡Expresar tanto lo que ya está en mí claro y maduro, como lo que todavía está turbio, fermentando!; ¡que mi forma nazca de mí, que no me sea hecha por nadie.

«Busco a las muchachas que me interesan, necesito verme en ellas, saber que tienen algo que enseñarme sobre mí misma, aunque sea dramático y terrible«, asegura Sarfati, buscadora de un contrapeso para los cuidados paliativos que a todos nos aguardan.

Jose Ángel González

Sloane #34 Oakland © Lise Sarfati

Sloane #34 Oakland © Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

© Lise Sarfati

Adolescentes sirios refugiados en Zaatari retratan sus vidas

Campo de refugiados de Zaatari, antes y después

Campo de refugiados de Zaatari, antes y después

Entre las dos fotos de arriba han transcurrido menos de tres años. La zona es la misma, un territorio desértico situado diez kilómetros al este de la ciudad jordana de Mafraq, muy cerca de la frontera con Siria. La imagen de la izquierda es de septiembre de 2011 y la otra, de abril de 2014.

El campamento de refugiados de Zaatari se ha convertido de pronto, como si se tratara de un acelerado time-lapse, en una ciudad. Con un censo oficial de 81.000 habitantes, es el 13º núcleo más poblado de Jordania. Es redundante y doloroso anotar que todos los vecinos son refugiados que han escapado del holocausto consentido por Occidente de Siria, país que ha sido abandonado por más de dos millones de personas para evitar el exterminio.

Gestionado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), el campamento de Zaatari es uno más: en el mundo hay 50 millones de personas refugiadas viviendo en lugares donde no desean vivir. El número es el más alto de la historia de la humanidad.

En Zaatari, presentado por algunos medios occidentales con el paternalismo condescendiente habitual —»La ciudad del hazlo tú mismo«, titula The New York Times un reportaje no muy distinto al que merecería un lo que no debes perderte de las islas del Egeo; «Tierra fertil para pequeños negocios», añade la BBC en el mismo tono que un informe sobre posibles oportunidades para inversores—, hay calles, tiendas de ropa y comida, algunas clínicas médicas montadas por militares europeos (no españoles), prostitutas, robos, drogas y frecuentes redadas indiscriminadas de la policía.

Triunfos y derrotas cotidianas, en suma, que pueden contabilizarse también en cualquier barrio español de pocos ingresos.

En agosto de 2014 el fotógrafo  Michael Christopher Brown visitó el campamento para hacer un reportaje. Le gustaron las sonrisas de los 4.000 adolescentes que acuden a diario a los dos centros de actividades educativas y de tiempo libre que gestiona la organización Save the Children y decidió intentar transmitir a algunos la pasión por la fotografía. Les enseñó media docena de normas básicas y les regaló un smartphone.

Los muchachos han montado ahora Inside Za’Atari, un microblog que funciona como diario personal del grupo de fotógrafos aficionados. Las imágenes de sonrisas, brincos y otros desmanes adolescentes aparecen combinadas con fotos de las que brotan arena, hedor y ausencia.

Los chicos de Zaatari también escriben pequeños mensajes. Son incompatibles, por frescura y objetividad, con las resabiadas crónicas de los medios de Occidente. Son periodismo puro.

«En el futuro, si me convierto en un buen reportero, podré dejar este lugar», dice Khaled (que lleva una camiseta del Real Madrid). «El proyecto me ayudó a moverme por el campamento e ir a lugares a los que no me atrevía a ir», añade Rahma, que dibuja un universal corazón con las manos.

El testimonio que mejor sintetizala condición del expulsado de casa por la sinrazón bélica me parece el de Omar: «Es duro vivir aquí. El agua, por ejemplo, no sabe como el agua de Siria».

Jose Ángel González

Olivia Bee (18 años), la última estrella de la fotografía en los EE UU

Tiene nombre de dibujo animado y edad para que le guste. Es Olivia Bee, 18 años, neoyorquina de Brooklyn («y a veces de Portland», advierte, lo cual parece muy adecuado porque la capital de Oergón es el nuevo bastión de lo cool), la última estrella de la fotografía comercial de los EE UU. Pueden ver su carita lavada en la pimera foto de arriba a la izquierda.

A veces he considerado que la adolescencia es una condición que conlleva todo lo necesario para hacer buenas fotos.  El delicioso desorden en el que habitan los teen, el tribalismo que profesan con embriaguez, la ufana seguridad que padecen y esgrimen como frontera para ejercer el ninguneo sobre el rest0 del mundo, la propensión tóxica a utilizar un sólo pronombre personal en las conversaciones (yo, por supuesto, ¿hay otro?), el salvoconducto social para que hagan el mono y tengas que reir la gracia, el poderío económico de la dictadura de lo joven es hermoso, la falta de cultura que les envalentona pero la entienden como actitud

En suma, la deificación de las gonadotropinas y la espermogénesis en el altar de la trivialidad occidental, contribuyen a que puedas ser fotógrafo si eres adolescente: tú lo vales y el pasado no existe.

En su declaración de principios Olivia Bee comenta: «La vida es bella, perfecta y cinemática si te fijas en los momentos adecuados». En veinte años hablamos, Olivia.

La muchacha, que acaba de dejar el instituto y cuya agenda es gestionada por una agencia de postín, es autosuficiente económicamente gracias a las fotos que hace y le compran. Se pelean por sus servicios y en los últimos meses ha firmado encargos para The New York Times, Zeit y Vice —lo de esta última revista no es demasiado meritorio: si tienes menos de 20 y amigos molones que enseñen bragas (ellas) y calzoncillos (ellos) estás dentro— y trabajos publicitarios para Levi’s, Converse, Nike, Fiat y Hermès. En algunas de las sesiones la acompañó un profesor-tutor. No había cumplido 18 años y las normas impiden que los niños trabajen (excepto los que cosen por unas rupias las piezas que componen los bellos zapatos de casual wear para teens occidentales).

Olivia Bee pertenece a su tiempo: tiene un Tumblr donde rinde culto a Elvis Presley, un Soundcloud en el que versiona a Neil Young y los Strokes, una cuenta de Twitter con casi tres mil followers y un perfil de Facebook abierto con otros tantos amigos. El Flickr en el que empezó en 2007, con 13 años, a colgar fotos y mediante el cual fue contactada, a los 15, por la empresa de publicidad que le encargó el primer trabajo, supera los 13.000 contactos.

En diciembre, la fotógrafa teen dió una conferencia en Amsterdam organizada por la división femenina de TedX en la capital holandesa. Ante 300 mujeres y conveniente ataviada con un collar de pinchos, compensado con una cantidad de maquillaje que quizá supere a la que se pone su abuela, reveló el secreto del éxito: «Nada se interpone en mi camino, porque no dejo que nada se interponga en mi camino». Aplausos.

Las fotos de Olivia Bee me gustan, sobre todo las que no ejecuta desde la obligación de un contrato. Todas, por ejemplo, las que ennoblecen esta entrada me parecen dignas.

Tiene una mirada atrevida sobre sus colegas (en Lovers retrata momentos de intimidad con gracia y ternura), se atreve a experimentar y forzar los límites (Dreams) y ha tanteado con la foto-documental con valentía (Spitting Image). Además, es una declarada partidaria de la película analógica, lo cual es un valor añadido desde mi punto de vista de enamorado de la vieja química.

Pero no comparto la opinión de que Olivia Bee es una genio en ciernes. Le sobra adolescencia —es decir, correción política en este régimen totalitario donde cualquiera con espinillas es dios— y tiende a solazarse en la belleza supuesta de sus sanos, bien alimentados y cinemáticos amigos.  Me gusta la gente dispuesta a tropezar, insegura de sí misma, fea, absurda, inquietante, loca, deprimida, recorriendo caminos plenos de obstáculos y tropezando con ellos. Gente con el alma vieja, muy vieja…

 Ánxel Grove

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee

© Olivia Bee