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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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El embrujo de Ricardo Darín

Dice Ricardo Darín de sí mismo que es “un mentiroso que siempre dice la verdad”. Yo no le creo del todo la segunda parte de la oración porque soy testigo de algún pecadillo de súper estrella y alguna pequeña trola para taparlo; nada grave, cosas veniales que conviven en el mismo tipo que, cara a cara, es un encantador de serpientes, alguien a quien le prestarías mil euros sin dudarlo un sólo instante, un buen tipo, buena gente, simpático y dicharachero, amigo de sus amigos y honorable y respetado para sus adversarios. Un tipo guapo para los que gusten de los tipos guapos, un triunfador, un tipo con suerte y sobre todo, y esto sí que lo digo sin pizca de ironía, uno de los mejores actores del mundo. Si Ricardo Darín se expusiera en la carnicería de Hollywood no sería carne de primera A, sería carne de categoría Extra. Espero que me perdone el símil bovino.

En San Sebastián Ricardo Darín recibió el Premio Donostia a toda su carrera y con las emociones y las prisas se olvidó de citar a su mamá en la lista de agradecimientos, aunque luego, con reflejos juveniles, volvió al estrado para rectificar; este hombre es que es un brujo y le aprovechan hasta los errores para caer aún mejor al respetable.

Los nombres de Darín, y de Mónica Bellucci, que cité el viernes, están en una zona de seguridad, pero el de la directora belga Agnès Varda con sus ochenta y nueve años de edad nos recuerda que los responsables del festival ya hace mucho tiempo que se olvidaron de aquel mal fario que durante algunas ediciones convirtió este reconocimiento en la convocatoria al entierro –real, no metafórico- del premiado. A decir verdad, la cosa queda muy atrás: Bette Davis en 1989 sobrevivió una semana al honor. Anthony Perkins en 1991, apenas un año. Lana Turner, poco más o menos en 1994. Por aquella época las viejas glorias debían de estar temblando ante la posibilidad de que les llamaran desde Donosti: no gracias, son ustedes muy amables, pero no me gusta viajar tan lejos, que me resfrío con facilidad y lo paso muy mal; ofrézcanle el premio a algún buen mozo, como Al Pacino. Dicho y hecho, se lo dieron en 1996 cuando aún no rozaba los sesenta, y aquí sigue dando guerra todavía.

Darín presentaba película, además de dejarse agasajar, concretamente una en la que encarna a un presidente de la República Argentina con más pliegues que la piel de un paquidermo, un individuo taimado que oculta su verdadera personalidad detrás de una confortable apariencia. Se trata de La cordillera, coproducción de Argentina, Francia y España, dirigida por el bonaerense Santiago Mitre.

Santiago Mitre introdujo su cámara en la Universidad de Buenos Aires con gran desparpajo y capacidad analítica volcada sobre unas elecciones a consejo universitario que convertía en espejo de cualquier tipo de elección presidencial en El estudiante. Fue una excelente disección de los mecanismos psicológicos que gobiernan al arribista, experto en camuflar su verdadera naturaleza detrás de hermosos principios y altisonantes declaraciones de idealismo. Un justificado Premio a Mejor película en el Festival de Gijón de 2013.

En El estudiante la materia política ocupaba todo el espacio básico de la trama y sobre ella se superponía la psicológica. En La cordillera, estrenada el viernes pasado, la materia política ve  disputada su importancia por la psicológica e incluso la parapsicológica. De la pequeña política universitaria, ecosistema fértil para el surgimiento de especímenes como los retratados, Mitre salta a la gran política. Y de un guion en el que se verbalizaban mucho los pensamientos, era una película “muy hablada”, pasa a otro que privilegia los silencios, las intenciones ocultas, el cinismo y las falsas apariencias, en virtud de un personaje de impresionantes dimensiones mefistofélicas, el presidente de la República Argentina con el que nos obsequia, con la acostumbrada apabullante maestría, Ricardo Darín en cada nueva película.

Entre El estudiante y La cordillera, Santiago Mitre abordaba también en Paulina (2015) la política en otro de sus estratos más pegados a la realidad ciudadana, a través de una joven abogada de izquierdas que decide emplearse como maestra rural y se ve impelida a conjugar su compromiso ético con el terrible drama que padece: la violación por parte de un grupo de alumnos indígenas y el dilema de si debe o no denunciarles, pues ello les expondría a las torturas de los aparatos del Estado.

Argumentalmente La cordillera se apoya sobre dos columnas: la asistencia del presidente argentino a una cumbre de mandatarios del continente sudamericano, cargada de decisiones cruciales, en un hotel chileno –una especie de Overloock Hotel que muta los fantasmas y el resplandor por intrigas policiales no menos pavorosas–  y el encuentro en ese lugar con su hija, que sufre ciertos desequilibrios emocionales.

Las maniobras políticas entre los países, el frágil equilibrio de poderes en la conferencia amenazado por la llegada de un emisario del gobierno de los Estados Unidos, las decisiones controvertidas y las tensiones que provocan son expuestas por Santiago Mitre con una mirada lúcida y dan lugar a secuencias excitantes de espléndidos diálogos dichos por estupendos actores, como el mejicano Daniel Giménez Cacho o el norteamericano Christian Slater, por ejemplo.

Por el contrario, la línea dramática introducida por la hija del presidente no está a la misma altura. El tratamiento de hipnosis que pone al descubierto lo que parece ser un secreto inconfesable de su padre sitúa al filme en una segunda dimensión de tonos irreales, proyecta una sombra de incertidumbres y ambigüedades que acentúa el perfil misterioso con que ya había sido descrito el presidente y lo desvía a un callejón sin salida, sobre el que no se puede ser más explícito para no destripar el misterio, que eso está muy mal visto.

Ricardo Darín en una escena de La cordillera. Warner Bros. Pictures

El retrato del presidente que compone Ricardo Darín es de una inteligencia mayúscula, tanto por el desempeño del actor como por el camino trazado por los guionistas, Mariano Llinás y el propio director, Santiago Mitre. El libreto le regala frases agudas, certeras y cargadas de intencionalidad a las que él saca partido con la contundencia de quien parece estar volcando en ellas sus pensamientos íntimos. Véanse las conversaciones con la periodista española (el personaje de Elena Anaya desaprovechado y dejado de lado de manera repentina), con el presidente mejicano o con el secretario de estado yanqui. Cuando no habla, Darín es capaz de modular un rostro que va de la dulzura impostada a la implacable firmeza negociadora de un canalla, pasando por la fragilidad de padre, compatible a su vez con los otros aspectos mucho más oscuros de su personalidad. Igual cuando dijo aquello de que era un mentiroso y sin embargo siempre decía la verdad era su personaje el que se expresaba por su boca.