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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Churchill es Brian Cox

Sobre Churchill se ha dicho y escrito tanto que resulta imposible delimitar dónde comienza el mito y dónde termina el ser humano. Teplitzky intenta abordar las zonas de sombra, las esquinas de la identidad de un personaje “bigger than life”, más grande que la propia vida, los aspectos menos conocidos o menos publicitados, si bien lo hace con cuidado y delicadeza: su perseverante práctica del levantamiento de vidrio, en particular, rellenado por un buen whiskie, su comportamiento atrabiliario y mandón, su carácter autoritario y despótico, sus arranques de ira… en este retrato hasta las volutas de humo requisadas al cigarro puro, que semeja ser una prolongación natural de sus labios, parecen estar marcando el territorio de un bulldog, grueso, gruñón y peligroso. Brian Cox se apodera del bombín, el puro y la voz y se transmuta en Churchill y nos hace olvidar su verdadera figura, como si nunca hubiéramos visto otros rasgos del prohombre que los del actor, un monstruo de la escena británica y mundial.

Brian Cox en una escena de Churchill

El actor escocés, alma y soporte fundamental de la película, es uno de esos animales escénicos que  han labrado su carrera a lo largo de muchos años sin tener demasiadas oportunidades de ocupar el centro de la escena él sólo. Algunos de los títulos en los que ha participado en segunda línea son: Braveheart, Troya, El mito de Bourne, Red o Match Point.  No hace mucho le vimos en un producto digno de serie b (si es que aún sigue vigente este término), macabro e inquietante en el que dejaba patente lo que en Churchill es abrumador, su dominio de la escena, de la voz, de la ocupación del espacio con su sola presencia en el papel de un padre consagrado a la medicina forense y enfrentado con la ayuda de su hijo al misterio de un bello cadáver femenino: La autopsia de Jane Doe, dirigido por el noruego  André Øvredal (2016).

Contribuyen a la humanización del mito de Churchill aquellos detalles de la estampa tanto como la relación que establece el dirigente con su esposa, a la que confiesa necesitar para ser él mismo. Y ayuda enormemente a que dejemos a un lado cualquier descreimiento la fabulosa interpretación de Miranda Richardson, otra qué tal, actriz con letras de molde, capaz de darle la réplica al mismo Lucifer que se le pusiera por delante. ¿Recuerdan Herida, de Louis Malle (1992) con la que fue nominada al Oscar? O incluso El sueño del mono loco (1989), aquella maravilla de nuestro Fernando Trueba, su mejor película de largo. Miranda Richardson engrosa las filas de las grandísimas actrices que aún no han sido reconocidas a la altura que merecen porque demasiadas veces aparecen como fieles escuderos de los protagonistas, dando empaque y nobleza a la profundidad de campo con toda discreción.

Ahí tenemos a la pareja, la institución familiar, el eje sobre el que se yergue la tradición. El gigante y a su sombra el apoyo imprescindible. Zonas de sombra sí, en el lado crítico del filme, pero la luz se impone al final cuando las dudas, las vacilaciones, las polémicas con los aliados, los miedos a no estar a la altura de la responsabilidad histórica, el compromiso con el pueblo dispuesto a inmolar a sus mejores jóvenes en la batalla por la libertad… cuando todo eso se aparca y resplandece el discurso del gran estadista, la película adquiere el perfil mitómano que había estado intentando burlar.

¿Recuerdan El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010)? Por mucho que Jorge VI tartamudeara y caminara por senderos de cierto cariz estrafalario, el “speech” final, el alegato «histórico» le redimía y elevaba a la estratosfera, donde habitan los héroes. Algo muy similar ocurre con este Churchill, humanizado sí, pero finalmente vuelto a divinizar consagrado por su discurso, el discurso político ante los micrófonos de la BBC y el discurso narrativo que nos lo acerca para volver a alejarlo. Es un discurso patriótico, acorde con los parámetros en los que se entiende comúnmente el término. Si prescindimos de este peaje, este tributo obligado por las convenciones al que el director australiano Jonathan Teplitzky no ha sido capaz de oponerse o resistirse, sólo por ver a estos dos grandes monstruos de la escena que son Brian Cox y Miranda Richardson, yo les recomiendo la película.

Brian Cox y Miranda Richardson en una escena de Churchill

Reportaje en Días de cine, de La 2 de TVE en este enlace.

La muerte le sienta bien al cine

La muerte en el cine, menudo tema. Junto con el sexo y el poder, la muerte constituye la santísima trinidad temática. Es por tanto un asunto muy serio que da para todos los tratamientos posibles. Hay un cine que lo exhibe y convierte en atracción de feria, que lo banaliza hasta tal punto y de tal manera que parece un elemento casual de la trama, las muertes (de los personajes secundarios) se suceden sin causar el menor impacto emocional en el espectador, son un accidente previsible y menor. Véase una determinada variante de thriller/terror pensado y dirigido particularmente a un público adolescente, que no exige más que una apariencia mínima de verosimilitud y acepta que se le dé gato por liebre sazonadito en abundantes chorros de sangre derramada.

Esta semana en nuestra cartelera tienen un ejemplo: Inside, de Miguel Ángel Vivas, un remake de Á l’interieur, filme francés que diez años atrás marcó tendencias en el terreno que les describo, premiado en el Festival de Sitges, dónde si no, por sus maquillajes de charcutería.  Aunque, comparada con Al interior, Inside en un ejercicio de contención monacal, como digo, la muerte es sólo un elemento imprescindible en un juego de espejos que la desprovee de su naturaleza trágica para convertirla en un elemento de feria, supuestamente espectacular.

Hay otro cine en el que la muerte ocupa el centro de la vida, está al otro lado de la línea que separa el rótulo de FIN y su inevitabilidad arrastra por la senda del dolor desgarrador a los personajes, con la intención de atrapar y conmover a los espectadores haciéndoles partícipes del destino de aquéllos. Estas películas tratan de ceñirse a la realidad más cruda para ofrecerse a sí mismas, a quienes las hacen y al patio de butacas algo parecido a una catarsis. No hace mucho hablaba yo aquí de la obra de Lino Escalera, No sé decir adiós (desde ya les digo: sigue siendo lo mejor que he visto hasta hoy producido en España) y a la vuelta del verano está pendiente de estrenarse Morir, de Fernando Franco, con La herida ganador del Goya al Mejor Director novel, que guarda con la anterior una conexión argumental muy importante: en ambos casos encontramos a una pareja confrontada a la enfermedad terminal de un hombre, proceso descrito con la sequedad y dramatismo que cuadran con la visión más honesta y comprometida con la verdad, justo lo opuesto a la absurda falsificación promovida por el gore y sus variantes.

Es cierto que Morir –vaya titulito, veneno para la taquilla– no ofrece un resquicio de luz, un clavo ardiendo al que agarrarse para no dejarse arrastrar al pesimismo más feroz, muy al contrario de lo que sí consigue No sé decir adiós; igual de duras las dos en las formas, pero mucho más facilitadora de la empatía y la emoción la segunda que la primera.

Hay una tercera forma representación de la muerte en el cine. Consiste en diluir el dramatismo y evitar las cautelas que debería tener la escenificación de la violencia, con el fin de vender el producto al público aún más desarmado que el adolescente, el infantil, y maximizar el rendimiento económico. Ejemplo de la semana que viene: la saga Tranformers, que ya va por su quinta entrega sin ningún propósito de enmienda. Cruentas batallas libradas entre humanos o entre robots, o entre los unos y los otros, con muertes, despiezamientos y desgracias a diestro y siniestro, sin que una sola gota de sangre sea derramada en la pantalla para no alterar la frágil estabilidad emocional de los infantes. Transformers: el último caballero nos coloca en el reino de la mixtificación y la mentira, el adoctrinamiento desacomplejado en una mentalidad violenta y militarista que se regocija con grandes explosiones y  el despliegue de armas de destrucción masiva. La muerte y el sufrimiento no existen en este territorio, sólo es una parodia. Y el público al que va dirigida, inocente, candoroso y desarmado ante la lluvia de mensajes belicistas subliminales con que es obsequiado.

A dar fe y testimonio de todas las variantes que la Parca emplea en su ecológica labor de liquidar a personas o personajes relacionados con la gran pantalla se dedica mi buen amigo Ginés García Agüera, a quien tienen ustedes dedicada arriba a la derecha de este blog mi memoria de cinéfilo. Ginés escribe un artículo, encabezado por un elocuente Muertos de cine, en la revista trimestral Adiós cultural, que está editada por Funespaña, un grupo empresarial dedicado a los servicios fúnebres.

Precisamente en el último número que está en la red a disposición en abierto de quien quiera leerlo (el correspondiente al mes de julio lo estará en agosto) Ginés realiza la disección en vivo de la obra de Lino Escalera que mencioné más arriba, No sé decir adiós. Con la delicadeza y la aguda mirada de un cirujano experto y sensible Ginés no sólo analiza los tejidos que componen el cuerpo fílmico, sino que los contempla y describe como se contempla y habla de los seres queridos. Verán, si siguen mi sugerencia y lo leen, que lo suyo no se limita a hacer crítica, sus palabras acarician a la película como acariciamos a nuestro gato que ronronea aposentado sobre nuestras piernas mientras la estamos viendo.

¿Una revista dedicada a la muerte? ¿Una columna de cine dedicada a los muertos? Que no cunda el pánico. Aquí lo gratuitamente siniestro no tiene lugar. Por la columna de mi amigo, que es lo que nos interesa en particular, desfilan películas, actores, directores, acontecimientos en general relacionados, sí, con el destino al que todos estamos convocados (a los dioses demos gracias porque en esto, al menos, ni los ricos y poderosos se libran) pero Ginés convierte la materia con la que trabaja no en motivo de pesar y tristeza, sino en lúdica cita con el conocimiento.

Una esquela mortuoria más falsa que un billete de mil euros, la de Francisco Paesa, fallecido en Tailandia de mentirijillas, ilustra su estupenda crónica con el título que revela su desenfadado estilo: Solo y Fernández, sociedad limitada, en alusión a los extraordinarios rendimientos actorales de Manolo Solo en Tarde para la ira y Eduard Fernández en El hombre de las mil caras. Un poste telefónico en las afueras de Santa Mónica y el suicidio más largo de la historia del cine, lamenta el encontronazo de Montgomery Clift conduciendo completamente borracho con un destino anticipado por adicciones sin cuento que diez años después acabaron con él. La criada “Ramona”, Margarita Lozano, levanta el vestido de novia que Silvia Pinal porta con dignidad ante la atenta mirada de Fernando Rey en Viridiana. Margarita Lozano, de la estirpe de actores y actrices que enriquecen sin ruido los planos que privilegian a las estrellas, es protagonista de la columna La cómica que durmió en el colchón de Unamuno. Y la semblanza de un cómico muy serio y genial, el más serio y casi más genial del mundo, Buster Keaton, inspira el poético encabezado de Los pasillos del cielo estarán sonando con risas divinas.

Les he citado cinco peldaños de una escalera refulgente que une la tumba de los protagonistas con el cielo de la inmortalidad pasando por la pantalla de cine, en ese cuaderno de notas mortuorias al que Ginés García Agüera añade páginas con diligencia y pasión por las películas y sus hacedores. Sólo cuatro, pero la escalera tiene un número infinito de escalones porque la muerte da mucho juego y beneficio. A los guionistas, novelistas, periodistas y también, por desgracia y sobre todo, a los mercaderes de armas y los gobiernos que les protegen.

Con este «entretenido temita» de hoy les dejo tranquilos durante un mes. Vuelvo con ustedes en septiembre. Que descansen en paz… pero vivos y coleando.

¡Más mujeres!

La directora francesa Blandine Lenoir reivindicaba en las entrevistas de promoción de su película 50 primaveras, que se estrena mañana viernes, la presencia de las mujeres en el primer plano de las películas. No sólo es necesario y muy conveniente que las historias reflejen los problemas reales de las mujeres, sino también que sean descritos y analizados según la óptica de las mujeres. Su película es un buen ejemplo, puesto que está escrita y dirigida por ella, interpretada por una gran actriz (y asimismo excelente directora) como es Agnés Jaoui, además de contar con un grupo numeroso de personajes femeninos. Y para que no quepa duda del signo del enfoque el personaje de Jaoui, de nombre Aurore (que es el título original en francés), se encuentra en plena batalla contra los sofocos causados por la menopausia, tabú que un director difícilmente se hubiera atrevido a tocar sin temor a ser juzgado con lupa. ¡Siiii!, gritaba Jaoui desde otro cuarto mientras esperaba su turno cuando le pregunté a Lenoir si era tan duro lo del climaterio.

Agnés Jaoui (arriba en el centro), Sarah Suco, Pascale Arbillot y Lou Roy-Lecollinet en 50 primaveras. Surtsey Films

No es el tema principal, sólo un indicio de por dónde van los tiros de una comedia que a veces aprieta las tuercas de lo risible hasta el borde mismo de la caricatura, aunque se mantiene en un tono general razonable para poner de relieve algunas cosas que a fuerza de silenciarse olvidamos que son evidentes: que hay vida más allá de los 50 para las mujeres, que no todo ha de ser preocuparse por los hijos, que no pueden hundirse en la miseria por la pérdida del trabajo y que incluso a esa edad, y mucho más tarde también, el sexo sigue siendo una fuente viable de placer. Last but not least, pasado el medio siglo de edad el amor puede llamar dos veces a la puerta y una mujer inteligente debe estar dispuesta a abrirla sin esperar a que insista. 50 primaveras es ese tipo de cine que no aspira a erigirse en referencia de nada pero sí a cumplir una misión encomendada por la realizadora, decirle a las mujeres -y los hombres, a los que trata con natural respeto- que se sientan vivas y disfruten, y de paso que echen unas risas en la sala. No es poca cosa.

Parece claro que este filme francés puede proponerse como el reverso de la situación española que denunciaba el mes pasado CIMA (Asociación de mujeres cineastas y medios audiovisuales) en un ciclo (que llevaba por título “Mujeres que no lloran”) organizado en la Academia de Cine, en Madrid en el cual las películas proyectadas tenían en común estar protagonizadas “por personajes femeninos que, siendo muy distintos entre sí, comparten la capacidad de tomar sus propias decisiones e incidir en el desarrollo de la acción”.  Su diagnóstico quedaba resumido en los siguientes datos:

⦁A las mujeres se las borra en la ficción y, cuando aparecen, lo hacen como personajes estereotipados

⦁Solo el 36% de las películas españolas tienen protagonistas femeninas

⦁Solo el 28 % de los personajes que hablan en las películas son mujeres

⦁En las películas, de los personajes que trabajan el 80% son hombres y el 20 %, mujeres

⦁Ellas son 4 veces más propensas que ellos a ser mostradas en ropa interior

Vaya por delante que comparto plenamente las inquietudes de estas cineastas y lo he señalado en repetidas ocasiones lamentando el papel subalterno de los personajes femeninos en la gran mayoría de historias escritas, dirigidas y protagonizadas por hombres. Se me permitirá por tanto que con el debido sentido del humor exprese una objeción sobre el último punto, el de la propensión masculina a mostrar a las mujeres en ropa interior. ¿Acaso no guarda lógica con todo lo señalado en los puntos precedentes? Si los hombres cuentan historias en las que las mujeres son con frecuencia simples acompañantes o meros objetos de deseo, es lógico que sean ellas las que se desvistan más; y si es lógico no habría que rasgarse las vestiduras.

Pongamos como ejemplo el filme de Buñuel en el que tanto Carole Bouquet como Ángela Molina interpretan al mismo personaje, Conchita, por quien pierde los papeles Fernando Rey. A nadie puede sorprender que sean las dos chicas las que se desnuden para el bueno de don Fernando y no al revés. Esta magnífica película, producida en Francia en 1977 (Cet Obscur Objet du Désir, se tituló), pero que a los efectos consideramos como nuestra, hubiera engrosado esas estadísticas negativas desvirtuando un poquito el sentido de la denuncia. A menos que se considere a don Luis Buñuel integrante de las hordas machistas.

Al otro lado podríamos colocar a La novia, vibrante y brillante, apasionada y poética adaptación de Bodas de sangre, de Federico García Lorca, texto de incuestionable sensibilidad femenina. La audaz directora Paula Ortiz echa el resto y decide que Leonardo (Álex García) esté desnudo retozando junto a un árbol con la novia, que porta todavía su traje blanco. Cuando aparece el novio (Asier Etxeandía) enfurecido como un toro, en una arriesgadísima y potente secuencia de lucha cuerpo a cuerpo entre los dos hombres, Leonardo viste sólo la camisa que apenas llega, con la ayuda de un fino trabajo de montaje, para semiocultar recatadamente sus partes pudendas. El combate se organiza al ritmo de la canción de Leonad Cohen Pequeño vals vienés (que como es sabido pone música a versos de Lorca) interpretado por Pachi García y constituye el momento cumbre de la obra, de gran altura estética y dramática.

Es evidente que Paula Ortiz, que quería representar toda la potencia y atracción de la belleza masculina opuesta a las convenciones sociales, hubiera podido concebir la secuencia con una puesta en escena muy distinta, como sin duda hubiera sucedido de haber sido un hombre quien la orquestara. Pero ¿a alguien se le ocurre reprocharle la desnudez de Leonardo? Por cierto, la camisa que viste fue imposición de los coproductores turcos. Propongo por tanto que eliminemos ese punto débil de la argumentación.

Asier Etxeandia y Álex García en la escena de la lucha en La novia

Por lo que atañe al meollo de la cuestión, tenemos que felicitarnos de que cada vez más se pueda escuchar la voz de las mujeres en el cine, aunque sin lanzar demasiados cohetes porque en España la cosa avanza con cuentagotas. Aun así tenemos un número en aumento de directoras que han estrenado en los últimos meses. A bote pronto: Elena Martín (Julia ist), Roser Aguilar (Brava), Carla Simón (Verano de 1993)… Por delante quedan nombres nuevos y consagrados y títulos rodados y por rodar que se irán abriendo paso: Andrea Jaurrieta (Ana de Día), Carmen Blanco (El último unicornio), Patricia Ferreira (Thi Mai), Elena Trapé (Las distancias), Mar Targarona (El fotógrafo de Mauthausen) Paula Ortiz (Barba azul), Ana Murugarren (La higuera de los bastardos), Celia Rico Clavellino (Viaje alrededor de una madre), Isabel Coixet (La librería). La lista no es ni pretende ser exahustiva.

Al escribir estas líneas recordé que existió un Festival Mujeres en dirección que se celebraba en Cuenca y dejó de celebrarse en 2012 por falta de financiación, retirada por  la Junta de Castilla La Mancha, la Diputación y el Consorcio Ciudad de Cuenca. Lamentable.

Icíar Bollaín, Marta Belaustegui, Gracia Querejeta y Chus Gutiérrez. Foto Emilio Naranjo EFE

De todos modos, me parece muy interesante recordar las palabras de Nely Reguera en el festival de San Sebastián rodeada de jóvenes directores como Jonás Trueba, Rodrigo Sorogoyen o Alberto Rodríguez: “Comparto la emoción de ver cada vez más mujeres directoras, si bien no suelo diferenciar entre cine hecho por mujeres y hombres. Lo que no me gusta es que se piense que hay un cine para hombres y otro para mujeres. Creo que mi película María (y los demás) es igualmente disfrutable independientemente del género de quien la vea”. Independientemente del sexo de quien la vea, precisaría yo.

P.S. Unas horas después de colgar este post, un tuit publicado por la SEMINCI indica que la 62 edición “incorpora a su programación un nuevo ciclo que, bajo la denominación “Supernovas”, ofrecerá los trabajos de destacadas jóvenes directoras, con los que han conseguido situarse en el primer plano de la cinematografía actual. Fundamentalmente se trata de directoras que han dirigido su primer largometraje el pasado año, con la excepción de algunos realizadoras que cuentan con una breve trayectoria. ¡Vaya! ¡Qué coincidencia temporal con mi lamento por la desaparición del Festival Mujeres en dirección! Pues me alegro mucho.

 

Dunkerque: impresionante espectáculo

Debo admitir que me hubiera gustado ser uno de los privilegiados espectadores que verán en una sala IMAX la última genialidad de Christopher Nolan, Dunkerque. En realidad, de todas sus películas anteriores ninguna me pareció, por unas cosas u otras, tan espléndida; sin duda ésta es la mejor, más espectacular y más redonda. En España no van a ser demasiados los que disfruten  teniendo en cuenta que, si no me equivoco, sólo quedan tres salas con este sistema de proyección de pantalla gigante, una en Madrid (Cinesa Parquesur), otra en Palma de Mallorca (Cinesa Festival Park) y la tercera en Valencia (en L’Hemisferic, Ciudad de las Artes y las Ciencias). Dunkerque podrá verse en las dos primeras.

No es que sea muy recomendable, para hablar de la excelencia de un filme, comenzar por resaltar las cuestiones técnicas, pero en este caso resulta inevitable por el empeño que le puso el director y por la magnitud de los resultados conseguidos. Rodar en 70 milímetros, en el viejo soporte de celuloide, exige una cámara de grandes dimensiones y reducida manejabilidad, lo que complica todo para que, al final, el 95 % de los espectadores de todo el mundo tenga que conformarse con ver la película en salas “normales”, salvo en ciento y pico lugares escogidos del globo.

En un pase de prensa organizado en la sede de Warner en Madrid la experiencia, pese a no proyectarse en el sistema IMAX, fue impresionante. No sólo porque la puesta en escena es de un realismo abrumador sino porque la poderosa banda sonora resuena en la caja torácica, la música se instala en el cerebro hasta parecer que regula el ritmo cardíaco y las detonaciones de las armas te hacen pensar que los casquillos van a atravesar el espacio invisible de la pantalla y salpicar a la sala. Una experiencia sensorial que Nolan quería a toda costa hacer vivir a los espectadores.

Christopher Nolan dando instrucciones durante el rodaje de Dunkerque. Warner

Imagino que la pantalla curva que sobrepasa el ángulo de visión debe de provocar algo bastante parecido al vértigo, particularmente en las escenas rodadas en el aire con aviones reales, Junkers, Messerschmitts, Supermarines Spitfires, etc. Del mismo modo, el desamparo de los personajes en el mar, de los ataques del enemigo (por cierto, no se hace hincapié en que es alemán), y a merced de las olas, en el interior de los buques, desencadena una desasosegante claustrofobia, con algunas secuencias realmente agobiantes y memorables. El miedo a la muerte y el impulso irrefrenable por sobrevivir, o por ayudar a otros a que se salven, son el motor que mueve a todos los personajes.

Pero todo este cúmulo de sensaciones nos resulta conocido. El cine siempre ha tenido la capacidad para suspender el ánimo de los espectadores, incluso el de los más aviesos descreídos. Hace falta más que esa habilidad técnica para que la película sea reconocida como superior. Y Dunkerque lo tiene. Un guion espléndido, una dirección de actores y un reparto extraordinarios, que mezcla jóvenes inexpertos con grandes comediantes aquilatados (entre éstos, Kenneth Branagh, Mark Rylance, Cylian Murphy o Tom Hardy), incluso Harry Stiles, cantante de la banda One Direction, que debía sacudirse de encima a las jovencitas durante la fase de promoción, demuestra saber llevar el uniforme y el personaje puestos en un papel de pocos diálogos.

El nombre que regala el título tiene amplias resonancias bélicas. Responde a un episodio histórico acontecido durante la 2ª Guerra Mundial conocido como “el milagro de Dunkerque”. Por supuesto, no tiene nada de milagroso y tampoco sirve para glosar grandes y heroicas gestas. Paradójicamente, es la historia de una evacuación tras la derrota que se celebra como una victoria por el número de soldados que salvaron la vida (aquí las cifras oscilan según las fuentes: entre trescientos y cuatrocientos mil soldados de los ejércitos aliados, principalmente británicos). No se sabe muy bien por qué Hitler no atacó con tanques a todo ese enorme contingente paralizado y rodeado en las playas de Dunkerque y dejó que únicamente lo hicieran sus aviones. Gracias a esa decisión táctica fueron tantos los que pudieron contarlo.

Christopher Nolan lo cuenta con maestría mediante un complejo mecanismo narrativo que aprovecha al máximo la potencialidad emocional del suspense. Junto a la eficacia de los medios técnicos arriba mencionados sirve para hacer vivir intensamente al espectador lo que se despliega en la pantalla. Perfectamente ensambladas las piezas, Nolan dibujo un fresco grandioso en el que las individualidades no sofocan ni ocultan el drama colectivo, aquí y allá convertido en tragedia.La acción se desarrolla en tres espacios físicos, tierra, mar y aire y en tres dimensiones temporales, una semana, un día y una hora. El montaje paralelo de los tres hilos argumentales a veces   provoca mínimos desajustes de continuidad y confusión.

Fionn Whitehead en un fotograma de Dunkerque. Warner

Pero el engranaje de lo visto y oído, en conjunto, resulta de un apabullante virtuosismo y espectacularidad que no deja un momento de respiro, una magnífica pieza de orfebrería narrativa, una obra maestra del género bélico a la que sólo puedo oponerle una objeción: ¿es acaso un peaje obligatorio en estos casos tener que añadir el colofón patriótico? ¿No se darán cuenta los autores de que los mensajes de cariz propagandístico desmerecen una obra imponente? No hace mucho comenté lo mismo a propósito de otra película extraordinaria (reportaje de Día de patriotas), que incurría con mayor gravedad en este defecto. Lo cual es un verdadero fastidio, pero en fin, habrá que aplicar el refrán: el mejor escribano echa un borrón.

Pueden encontrar un reportaje sobre Dunkerque en Días de cine, aquí.

Kedi (gatos de Estambul)

En estos casos conviene advertirlo cuanto antes: si a usted no le gustan los gatos, les tiene alguna inquina especial o prefiere no perder el tiempo con algo que considera completamente ajeno a sus intereses, no siga leyendo. Y por supuesto, ni se le ocurra ver la película de la que voy a hablar: Kedi (gatos de Estambul), que se estrena mañana viernes, 21 de julio. Sin llegar a esos extremos, si usted cambia de canal cuando en La 2 emiten documentales de animales es más que probable que tampoco le interesen ni este post ni la película correspondiente. A menos, claro, que esté dispuesto a descubrir algo desconocido, de que sospeche o tenga la sensación de que se está perdiendo algo especial relacionado con estos peludos.

Fotograma de Kedi

Uno puede ver una película en mil condiciones distintas, a cuál peor. Desde la micropantalla asesina de un móvil hasta la gigantesca superficie del IMAX, pasando por tabletas, ordenadores, pequeños monitores de tv, sentado en un coche mientras te meten mano, en los incómodos asientos de una terraza de verano… También hay otras opciones deseables, como una buena sala de cine con su sonido cojocuadraplus. Y luego están las situaciones insólitas como las que se dieron ayer en Madrid (La Gatoteca de Madrid) y Barcelona (Espai de Gats de Barcelona): rodeados de gatos reales viendo en la pantalla cómo se las arreglan los mininos de Estambul para dedicarse a su actividad preferida, que no es otra que los humanos les den de comer y un poco de cariño y a su vez les dejen en paz. No es una manera convencional de ver un documental de animales, pero es que éste no es un documental de animales convencional. Por desgracia, ustedes tendrán que conformarse con verlos rodeados de espectadores con barba o sin ella, al menos hasta que dispongan de su copia en soporte casero y puedan compartir la experiencia con sus propias mascotas.

Para empezar, nada de voces en off y explicaciones al estilo de National Geographic. En una megalópolis como Estambul, de casi 15 millones de habitantes, debe de haber unos cuantos gatos, a juzgar por las bellas imágenes, magnífica fotografía, del filme de Ceyda Torun. Viven a medio camino de la condición salvaje y del gato doméstico, con dos patas en el medio humano y las otras dos a su santísima bola. El paraíso terrenal, según parece, porque si nos fiamos de Torun, las gentes de Estambul les adoran y respetan. Ni Dios, ni dueño, y tan felices. La cantidad no nos importa; en este momento, desde luego, lo que cuenta es lo que reciben y lo que aportan al bienestar de los ciudadanos que se ocupan de ellos y les alimentan. La directora nos brinda una mirada respetuosa, encandilada, deliciosa y al ritmo plácido y sereno de sus protagonistas, que sólo en alguna ocasión muestran las garras para defender el territorio.

Se dice en el filme: “En Estambul un gato es algo más que sólo un gato. El gato encarna el indescriptible caos, la cultura y la personalidad única que es la esencia de Estambul. Sin el gato Estambul perdería una parte de su alma. Y no hay nada como esto en ningún otro sitio del mundo.”Para creerlo hay que detenerse a contemplar con detalle y deleite la escena en la que este pequeño felino está  como si no estuviera. De repente una mancha oscura que se mueve con filosófica discreción por la calzada o bien se instala, vigilante, en un lugar elevado de los destartalados edificios desde el que el gato ve y observa a todo lo que se mueve a sus pies. A veces la cámara sobrevuela la ciudad. Otras veces sigue los pasos de un animal que se diría familiarizado con ella desde siempre; como un actor que se precie, sabe que no debe mirar nunca hacia el objetivo y camina en busca de su sustento diario, el que los humanos anónimos le procuran con simpatía. Y si no le basta lo que recibe de manos de las personas, explora el territorio y encuentra su botín en bolsas de basura, lo necesario para alimentar a su prole, y corre presto a alcanzárselo.

¿De dónde extraen los gatos de Estambul, como el resto de los gatos del mundo, el coraje para aventurarse y sobrevivir, incluso disfrutar, en una jungla tan inamistosa como la urbana? De la suprema habilidad de escaladores, del nulo sentido de la agorafobia, ni la claustrofobia, del equilibrio inverosímil que les permite pasear sobre el filo del alambre. De siglos de observación y aprendizaje para detectar malos humores en algún energúmeno de la especie de bípedos con los que se mezcla. De siglos de observación para saber a qué buena sombra arrimarse para encontrar buen cobijo.

La cámara de Torun proclama la armonía de los encuentros entre humanos y felinos sin aspavientos ni pomposos discursos. Al contrario, juega sin complejos ni prejuicios las cartas de la sencillez y la humildad. Siempre habrá alguien que no se enganche con este aparente no contar nada. Pero sí cuenta cosas, pequeñas pero de una importancia capital para saber amar la vida, con su mirada plena de empatía hacia los gatos y las personas, muy atenta a la fascinación y el cariño que despierta en las gentes de Estambul.

Riña de gatos en Kedi

Cuenta la película las cosas que cuentan las personas que hablan allí porque son capaces de sentir amor, porque un día se libraron de la depresión cuando descubrieron la amistad de estos seres, porque son capaces de apreciar las virtudes que les adornan y pueden servirnos de ejemplo. Resulta curioso que los animales sean identificados por sus nombres y las personas no. El anonimato de esa buena gente que cuida a los animales sin esperar nada a cambio, salvo la beatífica sensación de paz que reciben de ellos, es todo un símbolo de la generosidad humana recompensada. Verles cuidar a los gatos que no poseen, de los que no son dueños, echarlos en falta si nos los ven, porque van y vienen con total libertad, es absolutamente enternecedor. De repente vemos a la gata Bengu defender su territorio y expulsar de sus proximidades a algún congénere, extremando las precauciones por sus crías. O dormitar despreocupadamente en la calle junto a algún can, contradiciendo la enemistad irreconciliable que se les supone.

Los minaretes de las conocidas e imponentes mezquitas agujererean los cielos de la ciudad. Un gato asoma entre las hojas de un jardín, otro sube sigiloso las escaleras de un barrio popular, más allá un tercero les contempla. Los ojos de los gatos son insondables y al contemplarlos uno se asoma a un pozo de misterio. Y luego, uno se topa con una gata y sus cachorros y queda desarmado porque la escena le pone en contacto con lo más primigenio, el amor de una madre, la inocencia de las crías, el milagro de la vida. Vean a este rudo marinero alimentar a los pequeños. Vean el cariño y el cuidado con que se aplica a la tarea. Acérquense y quizás descubran que con su actitud este buen hombre, amigo de los gatos de Estambul, desmantela la hipocresía y pone al descubierto la inhumanidad de las políticas de acogida a los refugiados. Si a ustedes les fascinan estos animales muy probablemente disfrutarán. Si no es así, permítanse el lujo de intentarlo. Tal vez lo consigan.

Fotograma de Kedi

Simios no tan monos

Siento mucho discrepar de la opinión crítica expresada en este medio por Daniel G.Aparicio. Lo bueno es que gracias a ello ustedes pueden tener dos puntos de vista diferentes.

Es lamentable que lo que más aprecie uno de una película sea el cartel. Aprovecho esa circunstancia para poder decir algo positivo de La guerra del planeta de los simios, por si luego no se me ocurre mucho más, que no quisiera yo ir de “destroyer” por la vida. Es un cartel fantástico en el doble sentido del término: en cuanto al género en el que se inscribe la cinta y como adjetivación de sus virtudes.

El careto de Andy Serkis trasmutado en César tiene la extraordinaria fuerza que en la acción se diluye como azúcar en agua, debido a un guion muy deficiente. Y la carita de la niña detrás del mono sugiere mucho mayor dramatismo, por contraste con él, del que luego encontramos en una historia cuya infantilización es la clave de una operación comercial que ha renunciado definitivamente a recuperar la línea de seriedad en la que se movía El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt, 2011) y no tanto su secuela, El amanecer del planeta de los simios (Matt Reeves, 2014). La elegante composición de la imagen en el póster remite por su lado izquierdo a un icono del relato original de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968) y por el derecho sugiere unas connotaciones ogro-doncella que no guardan relación con la película pero resultan muy atractivas.

No es seria y sí muy decepcionante la tercera parte de esta última trilogía de El planeta de los simios que ha vuelto a dirigir Matt Reeves, un director que adquirió súbitamente prestigio gracias a Monstruoso (2008), una demostración de sabiduría narrativa y optimización de los escasos medios disponibles para una producción del género de fantasía, y Déjame entrar (2010) remake a su vez del homónimo sueco de 2008. No es seria porque no se puede saquear una obra maestra como Apocalypse Now, de la que se extrae gran parte del planteamiento argumental, reducido a un esquema mínimo, para contarnos una batallita de consumo infantil.

Y no es de recibo que Woody Harrelson parodie a Marlon Brando con su Coronel Kurtz de opereta al mando de un campo de concentración para simios, so pena de recibir un razzie como la copa de un pino, aunque no sé bien por qué concepto. Al lado de este campamento militar, la verja de Melilla es el no va más de la sofisticación y eficiencia en la vigilancia; ¡Es un coladero de doble dirección, entrada y salida! ¡Vaya mierda de campo es ése! Y se hace eterno todo el episodio, desde que llegan allí los simios que César conduce hasta el final. Por dios, ¿no había nadie que arreglara eso en montaje?

Hay quien ha creído ver en la construcción del muro que este coronel peripatético se empeña en levantar una alusión crítica a las pamplinas del auténtico Kurtz  que rige los mandos actualmente en la presidencia de Estados Unidos. Ya es echarle buena voluntad, puestos a buscar algo que elogiar. No digo yo que no tenga nada que ver, pero finalmente la metáfora, de haberla, no queda clara cuando vemos quienes asaltan el muro. Lo que sí es evidente es que la rebeldía de César, estandarte de lo más sano y progresista del relato, se convierte en simple deseo de venganza y lo conduce de nuevo, pues ya apareció en la entrega precedente, a un terreno de enfrentamiento entre el bueno y el malo, primando lo individual sobre lo colectivo, simplificando el conflicto de clases representado por la dualidad hombre-simio. De añadidura proyecta una sombra de duda sobre cómo los buenos cuando tienen el poder terminan pareciéndose a los malos.

Hay también algún mensaje peligroso sobre la inutilidad del sentido de la clemencia. Y si digo peligroso es porque estoy convencido de que el público que busca la película, su “target de audiencia”, ha bajado estrepitosamente de edad y con ello de interés para el público adulto, a quien la excelencia de los efectos visuales ya no sorprende ni justifica la paciencia que se le pide ante una narración morosa, no por escasez de acción, sino que, en ausencia de ideas nuevas que enriquezcan el planteamiento intelectual, nos regala un discurso profamilia tan simple como el mecanismo de un sonajero (¿existen todavía los sonajeros?).

El origen del planeta de los simios se ofrecía como una interesante hipótesis argumental capaz de enlazar con el clásico sin forzar sus estructuras; era original e independiente de él, y a la vez una brillante actualización, tanto en el plano de las ideas como de la puesta en escena, merced al uso inteligente de los CGI, los efectos visuales creados con la técnica de la captura de movimiento, o motion capture. En este comienzo de la trilogía se superponían reflexiones, tanto sociales como políticas, con digresiones morales sobre los límites de la ciencia.

En El amanecer del planeta de los simios se simplificaba el discurso de la rebelión de los oprimidos y se introducía la semilla que ha germinado en su continuación. Cesar tenía su compañera y un hijo en edad preadulta; Malcolm, por su parte, mujer e hijo adolescente. Los polos positivos representaban a la institución familiar, mientras que los polos negativos eran individuos sin pareja con ínfulas belicosas. Lo cual nos daba la clave de a qué público se dirigía la película: jóvenes y padres de familia a quienes no molesta que los efectos visuales, con su apabullante perfección, terminen por ser el auténtico protagonista. Si ya resultaba irritante que la mujer siguiera siendo, como de costumbre, un acompañante secundario del héroe masculino, ahora tan sólo aparece en edad infantil.

En La guerra del planeta de los simios están las faenas de Andy Serkis y su peña de monos, algunas localizaciones espectaculares y la primera batalla, al comienzo del filme, como elementos a destacar. Sobre la bondad de los efectos visuales ya está todo dicho y no creo necesario reiterarlo. A cambio, un guion que promueve la risa, pero por no llorar. Porque díganme cuando la vean si no es para echarse a llorar con el mono que parece un trasunto del robot C-3PO de La guerra de las Galaxias, sobre cuyas gracietas reposa el lado humorística. Las resonancias bíblicas acerca de la “tierra prometida”, y no quiero dar precisiones para no destripar nada, tampoco son un prodigio de sutileza e imaginación ni presagian nada bueno para sucesivas entregas. Lo dicho, decepcionante. Pero en el fondo no tan sorprendente.

Cueros, bigotes y grandes penes

Imagino que a los distribuidores de Festival Films no les ha sido posible hacer coincidir la fecha del estreno de Tom de Finlandia con el World Pride, aunque han intentado aproximarlas lo más posible. Aunque los acalorados personajes que este hombre pintaba a mí me dejan muy frío y su traslado a la pantalla más o menos igual, creo que la película como mínimo cumple una función didáctica en un terreno del que no andamos sobrados, el de difundir una palabra de tolerancia para con la diversidad sexual.

No tenía ni idea, lo confieso, de quién era Tom de Finlandia, para asombro de mi buen amigo Jesús Generelo, Presidente de la Federación Estatal LGTB. Ahora lo sé, después de ver la película que con ese título se estrena mañana. No es que no hubiera visto nunca ninguno de sus dibujos, esos fornidos muchachotes, hormonados, orgullosos de su espléndida virilidad, con gorra y atuendos militares, cueros a tope, bigotito reglamentario y en actitudes de franca y promiscua camaradería en pareja o en alegres multitudes. Pero, ya digo, ni la más remota sospecha de su autor, el finlandés Touko Laaksonen, más conocido por su nombre artístico, Tom de Finlandia.

Lo dicho más arriba no es extraño: tampoco estoy familiarizado con la iconografía gay. Mi primer contacto, si puedo llamarlo así, se produjo a primeros de los ochenta, cuando vi Querelle, la adaptación de la novela de Jean Genet, Querelle de Brest, por parte del genial Rainer Werner Fassbinder. Me dejó anonadado el nivel de explicitud con que los marineros manifiestan sus inclinaciones y deseos sexuales. Además, la combinación explosiva de delincuencia, homosexualidad, asesinatos y traiciones produjo en mí un impacto que me echó para atrás con la brusquedad de una coz. Luego supe que el propio Bernardo Bertolucci, mi director predilecto, había rechazado llevar a cabo la puesta en escena de la novela ¡por escabrosa! Salí un poco espantado de aquella sala de cine. Aunque, seguramente, vista hoy no hay para tanto asombro.

No volví a pisar ese tipo de terrenos tan deslizantes hasta que descubrí la fotografía de Robert Mapplethorpe, otro genio prematuramente fallecido, como Fassbinder. Este grandioso artista es mundialmente conocido por la apabullante belleza de sus desnudos masculinos, de una inspiración clásica fuera de toda sospecha, y en su galería también pululan algunos de los personajes que parecen haber servido de modelos a Tom de Finlandia. De hecho, incluso Tom y Robert llegaron a ser amigos, algo tan lógico y explicable como natural. Algunas de las obras de ambos podrían haber sido mutuas reinterpretaciones en clave de dibujo o fotográfica. Mapplethorpe sí me atraía porque su orbe está compuesto por continentes de muy diversa naturaleza, a diferencia de Tom que se aplicaba al monocultivo. Soy un gran amante del arte fotográfico y los desnudos masculinos y femeninos del fotógrafo neoyorquino me fascinan.Los dos artistas sufrieron lo suyo, el estigma de la pornografía les persiguió (y sigue persiguiendo, por supuesto) hasta que vieron reconocido su talento; inmenso en el caso del fotógrafo, y de menor dimensión, me parece a mí, en el del dibujante.

Robert Mappelthorpe: Brian Ridley y Lyle Heeter, 1979. © Robert Mapplethorpe Foundation

La película de Dome Karukoski, Tom de Finlandia, avivará emociones entre muchos de los que se reunieron en Madrid la semana pasada. A mí me ha dejado una extraña sensación su visionado, más allá de su función divulgativa, que cumple con creces. Otro buen amigo, Santiago Tabernero, apuntaba certeramente a la salida del pase de prensa que el director había sentido pavor al enfrentarse a la obra de su personaje, huyendo como de la quema de representarla en pantalla. Y es cierto, Karukoski casi oculta el objeto principal de la película, la obra prohibida de Tom de Finlandia, esos dibujos que, no obstante, el personaje no para de realizar a lo largo de toda la función.  Vemos muchos planos en los que Pekka Strang, el actor que le da vida, traza unas líneas siempre sobre chaquetas o detalles menores, pero nunca para perfilar esos sexos de considerable tamaño que son la seña de identidad de Tom.

Si el director entra en pánico con los dibujos es fácil imaginar cómo representa a los modelos: prácticamente de ninguna manera. Hay, sí, un mocetón embutido en cuero como manda el canon, que se aparece como una fantasía recurrente a Tom; pero nunca desnudo y mucho menos aun enarbolando uno de los enormes penes que se adoran en sus láminas, ¡hasta ahí podíamos llegar! Tampoco se atreve el director a poner en escena actividad sexual que merezca tal nombre, ni homo ni hetero, salvo algún antes o algún un después; para solazarse, algunos juegos florales en la piscina de Los Angeles, el paraíso terrenal que visita Tom cuando es invitado por sus editores norteamericanos. En esa secuencia un detalle de sarcasmo que se agradece: la policía irrumpe en la fiesta, pero Karukoski subraya con la resolución del suspense lo distintas que son las cosas en ese momento en Europa y Estados Unidos.

Uno de los dibujos más recatados de Tom de Finlandia

Dicho todo lo cual, cabe pensar que este ejercicio de auto represión moderadamente castrante tiene por objetivo alcanzar la playa tropical del “para todos los públicos” y mecerse en sus deliciosas aguas, con un personaje harto difícil de vender. ¿Habrá intentado Karukoski la cuadratura del círculo? Pretenderá conseguir la respetabilidad para Tom sin perder demasiada clientela en el planeta gay? Lo veo francamente complicado. Me temo que muchos se van a sentir decepcionados y eso no evitará que otros tantos se escandalicen; es la dialéctica de la manta demasiado corta, si te tapas los pies no te llega al cuello.

El filme se abre y cierra con Touko Laaksonen en un auditorio frente a un fervoroso y ruidoso público gay, cuando se convirtió en poco menos que San Pedro encargado por los dioses de abrirles las puertas del cielo. Sin embargo, el retrato que entrega Pekka Strang, el actor que encarna a Tom, supongo que por decisión autoral, nos muestra a un Touko más cerca de la depresión que de la euforia, un rictus tirando a triste incluso cuando comienza a tener éxito. El episodio en el que mata a un enemigo soviético parece haber hecho un agujero en su conciencia, y aunque sus ecos terminan por extinguirse un poco arbitrariamente, sin previa explicación, como un hilo suelto en el argumento, termina por dejar flotando un efluvio de amargura. Que no sé yo si dejará un poco desencantada a la parroquia. Esperemos que no, porque pese a todo es una muy digna película, excelentemente ambientada. A la valentía hay que premiarla con un voto de confianza y Dome Karukoski ha tenido -aun con los miramientos señalados- el valor de meterle mano a un personaje peliagudo cuya obra sigue siendo subversiva y perturbadora.

Anne Hathaway, Vigalondo y el monstruo

Nacho Vigalondo se pellizcaba porque no se podía creer que estuviera asistiendo a un “casting” de productores para su última película, estrenada el viernes. ¡Era él quien debía decidir a quienes dejaban entrar en la producción de Colossal! El secreto de lo que –según reconocía el director- difícilmente volverá a repetirse (aunque vaya usted a saber) era Anne Hathaway, que había decidido que ese personaje estaba escrito para ella. La ganadora de un Oscar, un Globo de Oro y un rosario de premios en 2012 por su sufrida y cantarina heroína en Los miserables, se había interesado por un proyecto tan pequeño sin que el propio Vigalondo se lo hubiera enviado. Suerte para él.

A mí este director me cae muy bien, especialmente por su atrevimiento. ¿A quién se le ocurriría poner a bailar al monstruo de Godzilla, salvo a quien colocó una invasión alienígena en pleno centro de Madrid sin tener un duro para marcianitos? Con Extraterrestre (2011) demostraba dos cosas: 1. El espacio off es un recurso del que los pobres pueden con mucha imaginación  sacar dinamita. 2. Hace falta talento y saber manejar los mecanismos de la narración para que nos hagan creer que está pasando algo que no vemos entre los cuatro segmentos de la imagen, algo de lo que oímos hablar a través de las voces de un noticiario, o en los diálogos de los personajes pero no aparece en la pantalla, más que en un rincón del encuadre en algunos momentos durante pocos segundos, una nave espacial que ni se mueve, y con música y ambiente apropiados nos lo tragamos. Vigalondo posee el talento de un cuentacuentos embaucador, pero todavía tiene un terreno por recorrer para madurar la enjundia de sus historias.

Tampoco es necesario un gran esfuerzo para sostener la afirmación que acabo de hacer. Al fin y al cabo, haber sido nominado al Oscar con un  cortometraje no es algo que esté al alcance de cualquiera; ya lo recordé el jueves pasado: fue en 2004 y con 7:35 de la mañana Vigalondo dio con la tecla de la pulsión cómica que mueve no se sabe cómo a los espectadores. Delante y detrás de la cámara. Y luego, de un brinco al primer largometraje con aterrizaje feliz. Los cronocrímenes (2007) era un triple salto mortal sin pértiga en el que se metía y nos metía en un bucle de paradojas, un enrevesado argumento que empujaba a Karra Elejalde a apuñalarse a sí mismo después de desdoblarse tras pasar por un máquina de viajar en el tiempo por espacio de una hora. La ciencia ficción, con el propio Vigalondo embutido en la bata de un científico, tratada con mucha más seriedad de lo que aparentaba y premiada en el Fantastic Fest de Austin, Texas, Estados Unidos.

En aquella ciudad se rodó en parte Open Windows (2014), el resto en Madrid. No puede negarse tampoco el virtuosismo que le permitió a Vigalondo encerrar en una pantalla de ordenador repleta de ventanitas emergentes toda la acción de un thriller, una vuelta de tuerca narrativa complicadísima y espectacular por la que se colaban el voyeurismo, la acción trepidante y el suspense. Un experimento formalmente deslumbrante, aunque en el fondo escasamente nutritivo, que contaba entre sus atractivos con la presencia de Elijah Wood y Sasha Grey, ésta última portadora de una contraseña particular debido a su amplia experiencia en el cine genital. Fue su primera película en inglés. La segunda es Colossal.

La verdad es que sobre Colossal yo no soy tan entusiasta como Daniel G. Aparicio y considero que es ante todo y sobre todo una comedia sentimental en clave “indie” sobre treintañeros fracasados. Rodada en Canadá y Corea del Sur, la buena noticia, o el aspecto más positivo, es el aliento feminista que convierte a la chica en protagonista, obvio en este caso, dada la presencia de Hathaway, una mujer capaz de sobreponerse a su debilidad por la bebida (asunto con el que el autor roza el territorio de la moralina) para mostrarse decidida y combativa ante el trío de botarates que la rodean. Pero éste es el reverso de la moneda: mal asunto si hay que contraponer la fortaleza femenina a tres machos estúpidos, demasiado cerca de la caricatura. Vigalondo invoca un recuerdo infantil traído un poquito por los pelos para desvelar la oculta tendencia de maltratador de uno de ellos, que sirve por contraste para dar una pincelada más de fuerza en el retrato femenino.

Jason Sudeikis y Anne Hathaway en Colossal

A la trama principal se le superpone la osada ocurrencia de convertir a Godzilla (o como sea que se llame el engendro) en avatar de la protagonista, lo que provoca en los primeros momentos la perplejidad absoluta en el patio de butacas, al menos en el asiento que yo ocupaba. La chica se comunica a miles de kilómetros con el monstruo radioactivo coreano en una pirueta que toma el esquema de Extraterrestre y lo eleva a la máxima potencia: comedia sentimental + ciencia ficción delirante = humor surrealista al estilo Vigalondo. En Madrid los alienígenas no atacaban ni causaban ningún estropicio, pero en Seúl el pobre diablo gigantesco repite los gestos atolondrados de la protagonista, Gloria, y provoca involuntariamente pequeñas y dramáticas catástrofes. ¿Metáfora sobre las consecuencias de nuestras torpezas, del desconcierto generacional en los tiempos actuales, o simple divertimento y macguffin? En el primer supuesto, la correlación es un poquito forzada; en el segundo, la gracia es limitada. Dejémoslo en mitad y mitad.

En la filmografía de Vigalondo, un tipo simpático, humilde, inteligente y muy imaginativo, Colossal es una muestra de estancamiento, lo que significa un paso atrás. Porque la línea argumental que se desarrolla en Corea del Sur no sobrepasa la entidad de ocurrencia, y la línea romántico-sentimental que transcurre primero en Nueva York y luego en la ciudad natal de Gloria no llega a adquirir mucha complejidad. Aun así, ojalá encuentre muchos espectadores que encuentren motivos para pasar un buen rato ante la pantalla.

Alegoría subnormal

Parece mentira que quien dirigió Vete de mí, su segundo largometraje, que demostraba tan sorprendente madurez como entusiasmante resultado, incluido un Goya a Juan Diego por su impagable actor de teatro en decadencia, haya tardado un puñado de años, más de diez, en volver a realizar una película y haya tenido que hacerlo con la precariedad de medios de la que he hablado en los últimos posts: un presupuesto de 10.000 euros conseguido a base de amigos, gente que trabaja sin cobrar, esas cosas que transforman la penuria económica en entusiasmo y atizan la imaginación. Perdón, qué digo, no parece mentira, todo lo contrario, es un ejemplo más, suma y sigue, del estado depauperado y raquítico de nuestra industria. A ver si me explico: ¡el talento demostrado debería abrir puertas y en España demasiadas veces las cierra!

Víctor García León y Santiago Alverú, director y protagonista de Selfie / J. ZAPATA / EFE (Málaga)

Estoy hablando de Víctor García León, que otra vez lo ha vuelto a hacer, ha conseguido estrenar, después de penar en busca de distribución a pesar de que había obtenido una Mención especial del Jurado y el Premio de la Crítica en el pasado Festival de Málaga, una comedia sencillamente memorable, que empaqueta una buena dosis de mala leche en un envase de amabilidad aparente, que tiene el don de la oportunidad porque se rodó con las herramientas oportunas, las justas, una cámara en mano, un actor inspiradísimo y cuatro ideas bien colocadas para perfilar un aguafuerte de la España de hoy con el que uno no sabe si reír o llorar, y mientras deshoja esa margarita la sorpresa se traduce en carcajada.

En 1976 José Luis García Sánchez, padre de Víctor García León, dirigió Colorín Colorado en la que dirigía sus puyas hacia una pareja de jóvenes “burgueses” que se tenían por comunistas y a los que desenmascaraba haciéndoles mirarse en el espejo de la chica de servicio que les dedicaba este dardo: “el rojo es usted, señorito”.

Cuarenta años más tarde, Víctor García León utiliza el mismo instrumento, la ironía, en un artefacto narrativo mucho menos convencional que el de la comedia costumbrista-sociológica que usara su padre, el del “falso documental”, para desenmascarar no a un burgués que se hace rojo por moda o conveniencia sino a un auténtico caradura, un hijo de ministro de los que se estilan mucho en este tiempo de gobierno PP, venido a menos porque a su padre le han metido en la cárcel por corrupción, malversación de fondos públicos, blanqueo de capitales y varias decenas de delitos económicos, una minucia, ya se encargará algún juez de aclarar el embrollo.

Bosco, el individuo en cuestión se hace acompañar de una cámara a la que va mostrando su domicilio en el chalet de La Moraleja (exclusiva urbanización madrileña de gentes con muchos posibles), su estilo de vida, su piscina con jacuzzi, la criada cuyo país incluso desconoce… hasta que encierran a su padre y toda la familia huye dejándole a la intemperie, literalmente en la calle. El tipo, una especie de pícaro de clase alta, decide entonces mimetizarse con todo lo que se encuentra, sea un mitin de los suyos, su partido, el PP, o en uno de Podemos, sobrevivir a costa de los demás pidiendo ayuda sin ningún recato, liarse con una chica ciega simpatizante de Podemos pero yendo a lo suyo con todo descaro. Antológica, la secuencia en la que llega a su casa, se topa de bruces con un escrache organizado contra su padre y él, ni corto ni perezoso, se zambuye en el grupo para fundirse con los protestantes, antes de que éstos le identifiquen como enemigo.

Dos auténticos descubrimientos de esta singularísima película: el personaje y el actor que lo encarna, Bosco y Santiago Alverú, ante cuyas reacciones, gestos, dejes de pijo y ocurrencias tan naturalmente dichas que se dirían improvisadas, es imposible no dibujar una sonrisa casi permanente. Bosco pasará a la galería de inolvidables pícaros en la que se arraciman especímenes como los de Los tramposos, de Pedro Lazaga: Tony Leblanc, Antonio Ozores y Venancio Muro; los de Truhanes, de Miguel Hermoso: Paco Rabal y Arturo Fernández; o por citar a uno muy reciente, el Francisco Paesa que retrata con sabiduría Eduard Fernández en El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez.

Santiago Alverú y Macarena Sanz en Selfie

García León tuvo la feliz idea de sacar al personaje a la calle, en plena campaña electoral de diciembre de 2005 y mezclarlo junto a otros actores con lo que se encuentra, Esperanza Aguirre por aquí, Pablo Iglesias y la cúpula de Podemos por allá… Esta opción narrativa se revela eficacísima para caracterizar y caricaturizar tanto la estupidez e inmoralidad de la burguesía más rampante como la ingenuidad y atolondramiento de la moderna progresía, con las que sin embargo García León no establece una equidistancia, pues la primera se muestra egoísta –de natural- y la segunda, al menos, solidaria. Especialmente ácido y divertido resulta el retrato del tiempo presente en transición, una fotografía instantánea sarcástica y demoledora de los años de la corrupción, la efervescencia por el cambio sobrevenida tras el 15M y la fragilidad de la fuerza política emergente para combatirla con seriedad. Las situaciones son esperpénticas y los diálogos cargas de profundidad; particularmente revelador aquel en el que Bosco espeta sin miramientos al chaval que le ha acogido en su piso a regañadientes: “por mucho tiempo que pase no seréis capaces de romper ni cambiar nada”. ¿Aviso a navegantes o pronóstico? García León lo deja caer así, como si nada, en lo que él llama su “alegoría subnormal de la vida en España”. Pero escuece.

Amor y guerra de Lobo Antunes

Miguel Nunes en Cartas de la guerra

El sublime comienzo de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) sobrecoge y fascina porque envuelve al espectador en la misma nube en que se encuentra el capitán Willard, iluminado trabajo del perfecto desconocido que era en ese momento Martin Sheen, nube etílica agitada con el batir de las palas del ventilador multiplicadas en las de los helicópteros y el humo de las bombas tiñendo las notas de This is the end, de The Doors, con el hedor acre del napalm; nube de polvo abrasador, premonición del infierno que le espera al oficial del ejército norteamericano encargado de rastrear y eliminar al coronel Kurtz, ese divino monstruo que ha poseído a Marlon Brando.

El guion de John Milius y el propio Coppola adaptaba el relato breve de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, desplazando la acción desde el brutal escenario de la colonización africana en 1890 hasta el despiadado combate de David contra Goliat en la guerra de Vietnam. Era uno de esos felices encuentros de una obra literaria con su propio espíritu reformulado en formidables imágenes cinematográficas, el encuentro de dos auténticas obras maestras.

Cartas de la guerra, del portugués Ivo F.Ferreira es igualmente fascinante y le debe mucho también a su origen literario; toma prestada la prosa poética con que António Lobo Antunes enviaba sus pensamientos a su mujer a través del Servicio Postal Militar, misivas recopiladas en el libro Cartas de la guerra. Correspondencia desde Angola. Entre 1971 y 1973 el escritor aun no tenía en su horizonte entregarse a ese oficio y se veía trasplantado al corazón de la colonia para combatir en una guerra que todos sabían perdida de antemano.

Una guerra no es el mejor destino posible  para cumplir el servicio militar, ni siquiera como médico, cuando se deja a una joven esposa y madre reciente en Lisboa, pero sí puede ser el ambiente propicio para cultivar un estilo que rezuma pasión y desconcierto, melancolía y rabia, nostalgia y amargura, en unas cartas que no eran normales, sino aerogramas: una hoja de papel amarillo muy fino doblada para formar un sobre con sello prepagado ofrecido a los soldados por TAP, la aerolínea portuguesa; toda una metáfora de la fragilidad de los pensamientos que vuelan de un lugar a otro para conectar entre sí a las almas separadas.

En el filme de Ferreira, estrenado anteayer, hay pocos diálogos pero la palabra tiene una preponderancia casi superior a la imagen. Una melodiosa voz femenina, la de la receptora de las cartas, lee en off las palabras que le llegan desde aquellas lejanas tierras africanas. Podrían haber sido dictadas por cualquiera de los 800.000 hombres jóvenes que vieron sus vidas trastocadas, muchos de ellos, truncadas, dirigidas a su familias, a sus mujeres, novias o amistades durante los trece años que duró la guerra, y describen, lamentan, añoran, desean, maldicen y sobre todo esperan volver, con una paciencia resignada que nace de lo más profundo del ser y su capacidad de adaptación a la realidad.

El recurso de utilizar la voz de quien lee y no de quien escribe, de un elevado lirismo, ideado por Ivo F.Ferreira, encaja primorosamente con la bellísima fotografía de João Ribeiro, que capta insospechados matices de una tierra que percibimos invadida, manchada por la presencia extraña de unos soldados ajenos a ella reflejados en la mirada ausente del joven doctor. La guerra y sus sinsentidos, su violencia y su rastro de dolor y de muerte aparecen simultáneamente en el fondo del teatro y en el primer término de la voz. La guerra y la absurda pérdida de valores humanos que conlleva se sienten en cada sílaba, en cada vocablo y en cada línea, fieles transcripciones de las palabras de Lobo Antunes con mínimas correcciones.

La belleza poética de esas líneas de intimidad, casi rozando lo impúdico: “Mi querido amor, mi gacela, mi nomeolvides, mi amante, mi Vía Láctea, mi hija, mi madre, mi esposa…”, no escritas para ser reveladas sino para los ojos de su única destinataria, se potencia con la impecable reconstrucción histórica, el sofocante ambiente de tensión y vigilia, no sobresaltado más que con contadas escenas de acción, y con el magnífico trabajo del actor Miguel Nunes, el médico-soldado autor de las cartas, cuya dificultad radica en la discreción del gesto y los abundantes planos de miradas sin diálogo.

Miguel Nunes en Cartas de la guerra

Cartas de la guerra es un filme de amor y añoranza de la amada en un contexto bélico. El tono, obligadamente más descriptivo al principio, deriva rápidamente hacia una suerte de ensoñación fantasmagórica, que se acentúa a medida que el soldado ve mermadas sus fuerzas psicológicas, pasando por momentos de lucidez política. En esa evolución se aproxima al estilo del Terrence Malick de La delgada línea roja (1998), cuya influencia se percibe con claridad en el célebre plano del indígena que pasa junto a los soldados mostràndose indiferente, completamente ajeno a ellos: quintaesencia del poder evocador de la imagen que late también con fuerza en Cartas de la guerra.

Reportaje en Días de cine: http://www.rtve.es/alacarta/videos/dias-de-cine/cartas-guerr/4067546/