Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Archivo de marzo, 2014

El desorden del discurso europeo

Uno siempre espera más de un opúsculo que de un ensayo de 500 páginas. Está la seguridad de que te llevará menos tiempo el leerlo. Y está la esperanza de descubrir en él pensamientos encapsulados y directos: enseñanzas magras, pulidas, que justifiquen su poco volumen y ahorren el tener que rebuscar entre decenas de capítulos.

Pero no hay nada más frustrante que leer un opúsculo, un panfleto (siempre en el buen sentido) y no encontrarte apenas cargas de profundidad. Me ha pasado este fin de semana lluvioso, mientras leía de un tirón Europa como discurso (RBA, 2014), el primer libro de Toni Ramoneda, que lleva por subtítulo aclaratorio –y gancho publicitario– «un ensayo sobre democracia real».

El libro es un intento de desarrollar el «pensamiento crítico» a través del análisis de los diferentes discursos que genera la Unión Europea. Discursos que sirven para fomentar «la cohesión social» y que buscar un «compromiso democrático». Ramoneda analiza, basándose en las tesis de Paul Ricoeur, el presente de la UE desde tres vectores: el de los motivos, el de las razones y el de los deseos.

discursoseuropeos

La tesis del libro, aunque tampoco estoy muy seguro de ello, tienen que que ver con la dificultad de las instituciones europeas de generar discursos coherentes y creíbles sobre la realidad del presente. Términos antaño diáfanos, como laicismo, izquierda o derecha, representan hoy una amalgama confusa de conceptos que infecta los pilares clásicos del discurso sobre los que se levantó Europa: seguridad, solidaridad y justicia.

Postmodernidad. Post-democracia. «Totalitarismo discursivo». Falta de invocación a un demos. Los «mercados» y la «tecnocracia» han creado un ecosistema en donde los antiguos discursos tranquilizadores no sirven. Europa se construyó contra la identidad y contra la guerra, pero superada esa fase, se ha creado un hueco en donde la utopía, como motor de los nuevos discursos que deberían engarzar a las generaciones, está ausente.

Este hueco ha sido rellenado con una polifonía de voces, una incertidumbre donde los discursos sobre la realidad corren el riesgo de anestesiar las funciones básicas del contrato social. Ramoneda se pregunta, con justicia: «¿Votar en Europa no es un ejemplo de esta actitud post-democrática que nos lleva a renunciar al ejercicio político de la restricción de poder?».

Sinceramente no lo sé. Creo que hay preguntas en su libro muy sugestivas y análisis certeros. Como cuando incide en la contradicción que supone que la UE tenga una agenda perfectamente marcada para los 7 próximos años, y que al mismo tiempo trate de fomentar el disenso político. O seguridad en el futuro o legitimidad: las dos cosas al mismo tiempo, no. Pero hay un amago no logrado de ser profundo e ininteligible que recorre toda la obra y que rechazo.

He tratado de sintetizar las tesis de Ramoneda, limpiarla de cuestiones más o menos filosóficas (él es doctor en las llamadas Ciencias de la Comunicación, que mucho de científico no tienen, todo sea dicho), pero sigo sin comprender por qué, al comienzo de cada capítulo, hay una cita futbolística, de Míchel, Mourinho y Guardiola. Giros de la posmodernidad, supongo.

¿Por qué los llamamos ‘inmigrantes’ europeos cuando son ‘ciudadanos’?

Estadística y sociológicamente lo son, sí. Inmigrantes europeos. Cualquiera. Los franceses que vienen a España o los irlandeses que deciden marcharse a Italia. Pero esta denominación, con apariencia de locución aséptica, resulta un absoluto desprecio hacia los ciudadanos de los Estados que componen Europa.

Lo digo a propósito de esto. Alemania se plantea limitar el acceso de los ‘inmigrantes’ europeos a las prestaciones sociales y restringir sus permisos de residencia. Una barbaridad, de consumarse la idea. Porque, entre otras cosas, estos llamados inmigrantes son, en realidad, ciudadanos de la Unión Europea de pleno derecho, inclusive el derecho a la libre circulación.

Un grupo de rumanos coloca su equipaje en un autobús que los llevará desde Bucarest hasta Bélgica (EFE).

Un grupo de rumanos coloca su equipaje en un autobús que los llevará desde Bucarest hasta Bélgica (EFE).

¿Por qué entonces se les denomina, les denominamos, en los medios de comunicación, inmigrantes? Quizá porque son rumanos y búlgaros (desde enero, iguales a nosotros), y en el imaginario colectivo de las sociedades occidentales no se termina de aceptar que ellos son ciudadanos de un mismo Todo, lo mismo que lo somos los españoles o los portugueses.

El asunto del léxico sobre la inmigración es peliagudo. Las palabras pesan, y  a menudo las usamos sin tener en cuenta la carga de demonización que portan para un colectivo naturalmente frágil. La preocupación deontológica es, en este caso, justa, y las recomendaciones al respecto, bienvenidas (la deontología periodística no siempre lo es).

Por eso, creo, habría que tratar de evitar estas denominaciones, también cuando nos refiramos a personas que proceden de otros territorios de la UE que no son el nuestro. Hay una invisible carga eufemística al hablar de ‘inmigrantes europeos’, pues lo que viene a continuación, la posible sustracción de un derecho, se justifica gracias a esa imprecisión semántica que atenúa la solidaridad.

Parece que un titular que diga ‘Alemania estudia expulsar a los inmigrantes europeos si llevan seis meses sin trabajo’ nos resulta menos agresivo para la conciencia que otro que dijera ‘Alemania estudia expulsar a los ciudadanos europeos si llevan seis meses sin trabajo’. Pero no debiera.

«Hay que aprender algo del discurso euroescéptico… o al menos escucharlo»

Llevaba tiempo fastidiado, rechazando acudir a coloquios, unas veces por falta de tiempo libre o tras por imposibilidad laboral. Pero el lunes estuve, invitado por el European Council on Foreign Relations, de oyente (no participé en el debate: siempre huyo cuando llega lo mejor) en unas charlas sobre el único tema posible de aquí al mes de mayo: las elecciones europeas.

Los ponentes del acto, Piort Buras y José Ignacio Torreblanca, directores respectivamente del ECFR de Varsovia y de Madrid, estuvieron moderados por la subdirectora de El País Berna G. Harbour. Pese a la brevedad, la hora larga que estuve allí, en la sede en Madrid del Parlamento Europeo, fue de lo más interesante y profundo que he escuchado estos últimos meses.

Torreblanca habló del más que probable problema de la falta de participación, del auge del euroescepticismo, de los dos enfrentamientos que dividen a Europa (el de los ciudadanos contra las élites y el del centro contra la periferia). Por su parte, la intervención de Buras estuvo más centrada en Polonia, en sus paradojas como país miembro (su alineamiento con Alemania durante la crisis, su relativa buena salud económica) y su futuro como país candidato a la Eurozona.

Marine Le Pen, durante un mitin reciente (EFE)

Marine Le Pen, líder del ultraderechista Frente Nacional francés, durante un mitin reciente (EFE)

«¿Quién manda en la UE?». Fue la pregunta inicial de Torreblanca, que él mismo se respondió poco después: «No sabemos dónde está el poder actualmente». Hay un poder diluído, que trata de emitar en alguna forma a la retórica simbólica estadounidense, pero que al mismo tiempo no termina de articular un funcionamiento engrasado de las instituciones. Un problema, porque como aseguró Torreblanca, «el próximo parlamento, pese a los esfuerzos, podría no tener la fuerza política que algunos esperan y otros demandan».

Así pues, por un lado, falta de articulación política eficaz y, por otro, brechas visibles que afectan a cómo los ciudadanos perciben las instituciones («La gente está enfadada tanto con las instituciones cercanas, ayuntamientos, como las más lejanas, PE o Comisión) y cómo los propios estados miembros se han dividido en intereses contrapuestos («Las alineaciones, con la crisis, vuelven a ser nacionales«).

Todo lo anterior lleva a pensar, como argumentaron ambos ponentes, que hay algo que los eurófilos estamos haciendo mal… y que los euroescépticos hacen bien. Estos últimos, dijo Torreblanca, «conectan mejor con la sociedad gracias a sus mensajes simples y directos«. Los europeístas están de acuerdo en muchas cosas, básicamente en que europa debe ser más, pero sobre todo, mejor. Los euroescépticos solo quieren ir a Europa a destruirla, «aunque paradójicamente esa Europa les representa mejor y con más proporcionalidad que sus propios Estados».

La intervención de Buras, aunque muy interesante también, fue un pelín más técnica, amén de que estuvo bastante centrada en las particularidades de su país (es un buen ejercicio comparar España y Polonia, porque de esa comparación pueden salir conclusiones fecundas). Del parlamento de Buras me quedó con dos ideas. La de «revolución silenciosa», que engloba la atomización del poder europeo, la tecnocracia y el «nuevo intergubernalismo» y la del dualismo «fuera/dentro», que marca la interacción entre los países miembros que tienen moneda común y los que no.

Temas para reflexionar en voz alta:

  • Paradojas españolas vs paradojas polacas: ciudadanía y europeísmo.
  • ¿Cómo es la naturaleza política y social de los nuevos euroescépticos?
  • Los programas espejo de los partidos políticos mayoritarios para las elecciones

¿Por qué no una asignatura de Historia de Europa en los programas escolares?

En su Segunda Intempestiva, Nietzsche contrapone el sentido histórico, que mata la vida, con la capacidad de olvido (lo no histórico), inherente al hombre y que eleva su ser vital. Con lo que ha pasado estos días a propósito del fallecimiento de Suárez, algunas chuscas metáforas amnésicas comparando su enfermedad con la cultura de la CT y simplificaciones un tanto gruesas, estoy por darle la razón al solitario de Sils-María.

Pero tranquilos, esto no pretende ser un obituario más de Suárez (los ha habido lamentables, como este de Luis García Montero, pero también justos, preciosos e inteligentes) y la Transición, sino un comentario al hilo de la enseñanza educativa de la Historia. Porque, si todos –y yo lo recuerdo– estudiamos La Transición como un hito y le dedicamos horas y horas de aprendizaje, no sucedió lo mismo con la historia reciente de Europa.

Un aula de Instituto de Educación Secundaria, en una imagen de archivo

Un aula de Instituto de Educación Secundaria, en una imagen de archivo

En los programas escolares, la historia de la integración es una historia hasta cierto punto ajena. Sí, se hace mención a los principales acontecimientos del último medio siglo y a cómo España se incorpora a la CEE, pero se hace desde la lejanía profiláctica de una historia que no es propia. A los escolares se les introduce en el relato europeo igual que en el relato de la Secesión americana: sin polemizar.

La prueba de ello es que, al contrario que sucede con determinados episodios de nuestra historia como país (la guerra civil, la misma Transición de franquismo a la democracia), no ha habido un debate, ni lo hay, sobre cómo enseñar la historia de Europa… lo que en España se traduce en que a nadie le importa la manera en que se haga. La UE sigue siendo un ítem ajeno en los libros de texto porque se explica como un añadido, no como el núcleo (y el futuro) de nuestra historia.

No sé de qué forma se podría revertir esta situación, afortunadamente no soy un pedagogo, profesión de riesgo, pero quizá la mejor fuera la más drástica: introducir directamente una asignatura que llevase por título ‘Historia de Europa’ e incluir en ella, como un apartado más, la reciente historia de España (o de Italia o de Alemania…). Hoy, mientras tanto, en los programas educativos Europa sigue estando considerada una historia en fragmentos.

El aniversario de un fracaso: la idea de crear un ejército europeo que nunca llegó

Creo que hasta ahora no había traído aquí ningún fracaso, pero Europa también es la suma de sus fracasos, o mejor dicho, la transformación en otra cosa de la suma de pequeños y grandes fracasos. Hoy os voy a hablar de uno muy grande, quizá el mayor en toda la historia de la integración: la Comunidad Europea de Defensa.

El periodismo, en general, solo celebra cifras redondas en positivo… ¡ y a veces ni eso! Pero da la casualidad que este 2014, además de todas las conmemoraciones que estan por venir, también es el aniversario de algo que no llegó a ser finalmente nada, aunque sentó las bases de lo que vendría casi cuarenta años después, incluido Javier Solana.

Una furgoneta del Ejército francés en labores militares en África (EFE).

Una furgoneta del Ejército francés en labores militares en África (EFE).

En 1954, la Asamblea Nacional francesa decía ‘no’ al proyecto de integración militar y federal más ambicioso de la por entonces Europa de los seis. Una aspiración que, en mitad de la guerra fría, hubiera significado el resurgir de Europa como potencia exterior autónoma sin necesidad –al menos sin la perentoria necesidad– de acudir policías y ‘hermanos mayores’ externos.

Pero como explica Juan Miguel Ortega Terol, profesor titular de Derecho Internacional Público de la UCLM, «el papel centra la OTAN y el indeclinable protagonismo de EE UU, renuentes  a dejar de jugar el papel que ocupaban en ese periodo de polarización, limitó las oportunidades de alcanzar una política común autónoma«. Un deseo que todavía hoy no ha sido materializado ni siquiera en los mismos audaces términos que propusieron Schuman y Monnet.

La CED nació en 1952 de mano de los mismos países que habían llevado con éxito las negociaciones para la formación de la CECA, uno de los basamentos fundamentales de la UE. Pero a diferencia de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero, la política exterior y de defensa no pasaría de ser un papel mojado, pues dos años después el tratado quedó moribundo, si bien algunas cláusulas merecen recordarse hoy.

La alianza militar occidental, que tenía unos objetivos exclusivamente defensivos, comienza su exposición de motivos con una exhortación a la paz,  un «deseo de salvaguardar los valores espirituales y morales que son el patrimonio común [europeo] y la voluntaria decisión de “asegurar el desarrollo de su fuerza militar sin que se atente al progreso social».

La Comunidad Europa de Defensa, aunque hoy parezca algo descabellado, pretendía crear un ejército europeo, unas fuerzas armadas del continente que excluyeran los ejércitos de las distintas naciones. El objetivo era doble. Por un lado se alejaría así el fantasma de una posible futura nueva guerra entre estados europeos (¡el temido nacionalismo!), y por otro se creaba un elemento más de poder físico para hacer frente a la amenaza soviética.

La CED fracasó en Francia, país que paradójicamente la había impulsado, como muchos años después también lo haría la Constitución europea. Dos ejemplos (aunque hay más: la crisis de la silla vacía, por ejemplo) del ambivalente y no siempre bien explicado papel del país galo en la (trans)formación de la Unión.

La CED fue un deseo fallido y supuso una crisis dentro del seno de la comunidad que tardaría décadas en revertirse. Pero creo que hacer pedagogía del fracaso es también necesario hoy. Muchos siguen creyendo que la UE nació como proyecto exclusivamente económico porque así parece haberse ahora materializado, pero las pulsiones federalistas, políticas y militares están también en su origen… aunque infelizmente incompletas.

Los lobbies en la UE: transparencia a medias

Perdón. Hace unas semanas comencé la casa por el tejado. Os hablé primero del lobby de la bicicleta –que stricto sensu ni es tal– y también del lobby laicista, pero olvidé comentar el estado de la cuestión lobista en la UE. Un tema complejo, confusamente entendido por muchos (a uno y a otro lado de la línea ideológica) y cuyo entramado legal ha experimentado cambios durante estos últimos años.

Bruselas es, después de Washington, el segundo centro de poder político del mundo donde más grupos de presión se arremolinan para tratar de influir en las decisiones de los legisladores. Hay cerca de 30.000 lobbies trabajando entre la Comisión y el Parlamento, según Corporate Europe Observatory). Una cifra muchísimo mayor que la registrada –el llamado Registro de Transparencia no es obligatorio, como sucede en EE UU- que apenas sobrepasa los 6.000 (marzo de 2014).

Una imagen del logotipo de Telefónica en su sede central (EFE).

Una imagen del logotipo de Telefónica en su sede central (EFE).

Las crónicas desde Bruselas describen un trasiego –yo cuando estuve no fui capaz de darme cuenta– de gente encorbatada circulando por los edificios comunitarios o dando información a los viandantes, sobre todo en las semanas de pleno en el PE. Más de 4000 personas, según Blanca Blay, están acreditadas para acceder a las instalaciones del hemiciclo y circular con libertad.

El asusto de la regulación de los lobbies en la UE viene de largo. En Influir para decidir, un artículo publicado en 1995 en la Revista de Estudios Políticos, Francesc Morata ya hablaba del creciente «foco de interés» de los grupos de presión. Entonces las cifras, veinte años atrás, eran mucho menores: alrededor de 3000 lobbies y 10.000 personas más o menos dedicadas a la actividad de influir. Hoy la cosa es tan diferente que, desde hace un par de años, la UE entró a regular directamente su inscripción.

Inscribirse en el Registro de Transparencia es gratuito y salvo unas cuentas excepciones –iglesias, partidos políticos, autoridades locales– el resto de organizaciones por pequeñas que sean, pueden en teoría inscribirse para influir legalmente en el proceso de toma de decisiones diarias sin tener la obligación, además, de regentar una oficina propia en Bruselas. Eso sí, todos, pequeños y grandes, deben suscribir un código de conducta.

Según el Informe anual sobre el funcionamiento del Registro de trasparencia de 2013, el útlimo disponible, más de la mitad de las organizaciones apuntadas pertenecían a empresas y agrupaciones profesionales y comerciales, y solo un tercio ONG. Una cifra que va en aumento (un 10% más cada año) según el actual sistema común –que lleva en funcionamiento varios años- va siendo conocido por las entidades con intereses comunitarios.

Visto desde España, y a pesar de que el sistema sigue siendo imperfecto, sobre todo comparado con el estadounidense, la regulación de los lobbies en la UE es de una transparencia inusitada. En España también hay lobbies, como en cualquier  otro estado, pero ni hay un registro oficial de tales ni de momento parece que vaya a haberlo en un futuro a corto plazo.

Para compensar esta carencia informativa, he hecho una somera búsqueda, en el Registro europeo, de los lobbies con sede social en España que llevan a cabo sus labores de influencia en Bruselas. El resultado de la búsqueda me devuelve casi 370 asociaciones y empresas que gastan dinero en promocionarse en las instituciones comunitarias. Hay nombres propios obvios, como Telefónica, Abertis o Repsol. Pero también muchas asociaciones agrarias, fundaciones culturales catalanas, universidades (alguna pública, como la de Vigo, y también privadas) y hasta la Gran Logia Simbólica Española, una organización masónica; aunque no todas, claro, dedican los mismos recursos ni personal a hacer lobby.

El debate sobre la regulación de los lobbies sigue siendo crucial. No hay que ser ingenuos respecto a su existencia e influencia en la política, pero tampoco conspiranoicos respecto a su poder, que a veces es menor del que se dice. El foco de debate debería ser otro: qué instrumentos son los más útiles para su regulación o si es necesario crear un registro obligatorio, como algunos especialistas en el tema, caso de Direnc Kanol, investigadora de la Universidad de Siena, argumenta positivamente en un artículo del Journal of Contemporary European Research. Ya que haberlos haylos, que al menos que los conozcamos por sus nombres y funciones.

Los temores de 1979 son los de hoy: las primeras elecciones europeas y la abstención

Las primeras elecciones al Parlamento Europeo se celebraron en el año 1979. Participaron 9 estados miembros (España no lo haría hasta las de 1989) y fueron –teniendo en cuenta lo que vendría en los sucesivos comicios– todo un éxito de participación: un (retrospectivamente) honroso 61.99% del electorado (en la última cita electoral, la de 2009, el porcentaje apenas llegó al 43%).

Este descenso continuado, cada 5 años, de la participación se ha explicado, por parte de los especialistas, con una suma de motivos: la ausencia de un espacio electoral uniforme (muy bien contado por Dídac Gutiérrez), el desconocimiento de funciones del PE (y su casi nula relevancia antes del Tratado de Lisboa), la incorporación de estados miembros con históricas  bajas cotas de participación en elecciones nacionales, etc.

(Mario Biani/PressEurope)

(Mario Biani/PressEurope)

Esta vez, en 2014, las elecciones serán diferentes. Las razones están, creo, suficientemente explicadas, pero dado el pobre conocimiento de la realidad diaria europea que refleja la terca estadística del Eurobarómetro, me da que de aquí al mes de mayo habrá que hacer un esfuerzo todavía mayor de pedagogía (aunque la razón última de la desafección, tiene raíces más profundas que la voluntaria ignorancia, pienso).

Todo lo anterior viene al caso porque he estado repasando la hemeroteca, la del El País, que es la mejor y es a la que tengo acceso, para echar un vistazo a cómo se contaron aquellas primeras elecciones del año 79, qué temas preocupaban y cómo se preparó a la opinión pública. No es un trabajo exhaustivo, aunque me gustaría que alguien, especializado y con más tiempo, hiciera algo así respecto a los primeros comicios en los que España participó.

El caso es que, repasando los titulares de entonces cuesta pensar que hayan pasado casi 35 años desde aquella primera llamada a las urnas. Artículo de fondo sobre el «poder teórico» del Parlamento y sobre la necesidad de «pupularizar» la entonces CEE como uno de los retos futuros y principales de los parlamentarios que salieran elegidos. Las informaciones, además, ora hablaban del «control de los hombres sin rostro», ora alertaban de la abstención, que finalmente se dio, y que Carlos Mendo en su crónica calificaba entonces de «enorme».

La apatía política, la crisis de la izquierda, el miedo a la baja participación, la perpetua ‘clave nacional’ son vicios que nacieron entonces, en aquellas primeras elecciones, y que no parece que hoy –pese a tantísimos cambios– hayan desaparecido del todo. En esencial, las preocupaciones y los temores son casi idénticos, con una salvedad: hoy el nivel de integración europea y de acción del PE es muy superior al de entonces, aunque por el contrario hoy, hay memoria de lo ya vivido, y si las cosas vienen mal dadas, las comparaciones podrían llegar a resultar odiosas.

El cataclismo oriental: Anne Applebaum y el desconocimiento de la Europa del Este

Esta pseudoguerra fría, con acierto definida por Borja Lasheras, a la que estamos asistiendo un poco estupefactos me vale de excusa para hablaros del libro que me acabo de terminar, y que por infeliz casualidad se titula La destrucción de Europa del Este (1944-1956). Su autora, Anne Applebaum, periodista, historiadora y una gran conocedora de Rusia y de la Europa oriental, ha realizado durante seis años un ingente trabajo de documentación (archivístico y de historia oral) para alumbrar una obra excepcional y necesaria.

Anne Applebaum (A. A)

Anne Applebaum (A. A)

Excepcional por el nivel de detalle ofrecido, que sin perder la visión de conjunto del trauma que supuso la ocupación del Ejército Rojo tras la caída del nazismo, consigue captar la esencia de la vida y la resistencia en las sociedades totalitarias. Y necesario porque, aunque ella no lo diga expresamente, la historia de los países del Este es –a pesar de los esfuerzos de los historiadores por comprenderla y soldarla a la del Oeste– es una terra incognita a nivel popular.

Hay todavía una evidente incomprensión, que quizá sea mutua, entre los ciudadanos de uno y otro lado de Europa, y la raíz de esa incomprensión está en los 50 años que vivieron separados. Una Europa unida pasa, en parte, por la integración coherente, sincera y verídica de esos pasados tan diferentes. Asumiendo la parte de culpa que los países de occidente tuvieron al dejar al albur de los designios de la URSS media Europa y reconciliándonos con quien hoy, más incluso que nosotros, quieren por encima de todo (y a pesar de todo) ser europeos.

El libro de Applebaum comienza con una defensa del uso del término ‘totalitarismo’ como una herramienta de descripción empírica útil. La autora es más precisa al comienzo de la obra: «Intenté llegar a entender el verdadero totalitarismo –no es totalitarismo en teoría, sino en la práctica– y el modo en que determinó la vida de millones de europeos durante el siglo XX». Con esa premisa Applebaum comienza la inmersión en la historia peculiar de ocho países –Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia y Alemania del Este– desde el «falso amanecer» de la liberación soviética, la limpieza étnica, la política, la violencia y la propaganda hasta las diferentes maneras de (sobre)vivir o dejar de hacerlo en los países ocupados.

Cabeza de Stalin derribada durante la revolución húngara de 1956. (The American Hungarian Federation)

Cabeza de Stalin derribada durante la revolución húngara de 1956. (The American Hungarian Federation)

La ocupación del Este por la URSS fue un terremoto a muchos niveles: la planificación socialista de las ciudades, el estado policial, la prohibición de la música occidental o el cercenamiento de las organizaciones juveniles y religiosas que existían antes de la guerra, y que en gran parte había luchado antes contra la ocupación nazi. Fue un experimento social y económico que pasó por diferentes fases (la ocupación en sí, el momento estalinista y el tenue deshielo posterior) y que, según Applebaum, «demuestra lo frágil que puede llegar a ser la civilización».

No quiero aburriros con nombres propios de unos y otros (una de las bondades del libro es el acercamiento microscópico a las biografías), pero sí hablaros de dos elecciones vitales en sociedades ocupadas, y que podrían aplicarse –salvando las distancias– a otros contextos: la de los «colaboradores renuentes» y la de los «oponentes pasivos». Los primeros fueron aquellos que no cambiaron nada del sistema en el que vivieron y que tampoco «se sintieron responsables de los actos más brutales» del mismo. Los segundos fueron más valientes, pues no hicieron nada voluntariamente por el sistema y conservaron sus creencias, religiosas o democráticas, en contra de lo dictado por el Estado.

Por último, una reflexión que engarza con el presente. Dice Applebaum al final del libro que «los estados poscomunistas a los que les fue mejor son aquellos que consiguieron preservar algunos elementos de la sociedad civil durante el periodo comunista». No soy un especialista en Ucrania, pero quizá vayan por ahí los tiros de la historia reciente del país.

Las nuevas fronteras de Radio Europa Libre

Creo haberos hablado ya, durante estos meses, de varios proyectos europeos, unos más jóvenes, otros de larga tradición europeísta, que a su modo completan el fresco de los que es Europa, su inquieta sociedad civil y su historia reciente. Hoy vuelvo a la tarea con Radio Europa Libre, que no solo sigue emitiendo después de más de medio siglo, sino que estos días, con la crisis ucraniana, ha vuelto a cobrar relevancia.

Radio Europea Libre os sonará, seguramente, a Guerra Fría. Y así es. Fue la emisora de radio, que financiada con fondos de la CIA y el Gobierno de EE UU, llevó la propaganda anticomunista (¡y la perversa música occidental!) al otro lado del Telón de Acero, tanto a la URSS como a sus países satélites. Como tal, Radio Europa Libre es parte de la historia de la Europa dividida en dos bloques, pero a diferencia de hitos vergonzosos como el Muro de Berlín, sigue existiendo, aunque en parte reinventada.

Los antiguos estudios centrales de REL, en Munich, en los años ochenta.

Los antiguos estudios centrales de REL, en Munich, en los años ochenta.

Su principal misión, como ellos mismos fundamentan hoy, es la de «promover los valores democráticos» a través de la información periodística en países donde no existe aún libertad de prensa o donde esta sigue siendo un derecho con frecuencia cercenado. «El primer requisito de la democracia es una ciudadanía bien informada«, dicen. Yo no tengo nada que objetar, es más, estoy de acuerdo, aunque a algunos esto les suene a vil imperialismo yanqui.

Radio Europa Libre, o Radio Libertad, contribuyó ya en las décadas de los 70 y 80 –por supuesto mucho más que el Papa Juan Pablo II y que Margaret Thatcher– al fin del comunismo en Polonia y en la República Checa. Este peculiar medio de comunicación, que sufrió atentados con bomba y demasiadas críticas injustas del propio occidente, está asociado ya para siempre a personalidades ilustres como las de Lech Walesa o Vaclav Havel.

Hoy, pese a las apariencias, el mundo es bien diferente, pero Radio Europa Libre sigue emitiendo; lo hace para 21 países, entre ellos Afganistán, Pakistán, Irán o Irak. Como se puede apreciar, sus prioridades –que también son las de la Secretaría de Estado de EE UU, que sigue financiándola– han variado geográfica y culturalmente.

La radio sigue presente en algunos de los países del antiguo bloque soviético –basta leer el despliegue mediático sobre Ucrania–, pero ha ampliado su radio de acción a oriente próximo y Asia central. En Europa misma sigue presente en regiones de pasado reciente turbulento como Kosovo, Macedonia, Serbia y Bosnia. La CIA no me paga por ello, pero os animo a que le echéis un vistazo.

El deseo provinciano de ‘andaluciar’ Europa

No soy mucho de mítines, aunque me temo que de aquí al 25 de mayo, fecha de las elecciones europeas, voy a tener que sufrir más de uno. Prefiero leer los programas electorales, que aunque luego no se cumplan casi nunca, al menos te ahorran la indigesta retórica de telediario y están escritos en una prosa mínimamente aceptable.

Digo esto porque el sábado, a vuela pluma, escuché las palabras que pronunció en Málaga la candidata socialista Elena Valenciano en el acto de precampaña para los comicios al Parlamento Europeo. No voy a entrar a juzgar sus  propuestas políticas o su discurso económico: ¡no soy un comentarista ni un tertuliano! Pero sí voy a rescatar del olvido –porque este tipo de actos se olvidan con inusitada facilidad– una frase antológica.

Valenciano dijo: «Me comprometo a ser la eurodiputada más andaluza, voy a hacer una Europa más andaluza«. E, imagino, que todos los presentes la aplaudieron a rabiar, aunque espero que al menos uno de ellos sintiera internamente que lo que acababa de escuchar era la declaración de intenciones más absurda y dañina que puede hacer un candidato al Europarlamento.

Elena Valenciano, durante un acto del PSOE (EFE)

Elena Valenciano, durante un acto del PSOE (EFE)

Lo primero. ¿Qué quiere decir ser la eurodiputada más andaluza? Como imagino que Valenciano no se refería a bailar flamenco sobre su escaño, la promesa tendrá relación con alguna cuestión política, como velar por los intereses de esa comunidad en el PE. Pero, ¿y qué sucederá si estos intereses chocan con los de otras comunidades españolas? Es más, ¿qué sucederá si estos intereses chocan con los intereses de Europa en su conjunto,  y en concreto con los de su grupo político, que según los sondeos podría ser el mayoritario en la Eurocámara?

La segunda parte de su compromiso es todavía más beocio. Querer «una Europa más andaluza» es como querer un Estados Unidos más texano. Un imposible casi metafísico. Si cada región europea, y hay muchas, fuera al PE con la idea mágica de ‘convertir’ a todos a su causa –el portugués tratando de ‘alentejizar’, el alemán queriendo ‘sajonizar’– el hemiciclo sería una jaula de grillos. Además, para este tipo de cuestiones menores ya hay otras instituciones y foros, como el Comité de las Regiones.

Lo que subyace al comentario mitinero de Valenciano –y que en su defensa diré que no es un mal suyo propio, sino de los políticos de la mayoría de partidos– es un profundo desconocimiento de la idea de Europa, de lo que es su Parlamento y de lo que es hacer política europea. Pensar simplemente en hacer «una Europa más andaluza» es de un provincianismo tan básico, de una defesensa del terruño tan inane, de un nacionalismo de vuelo tan bajo –el nacionalismo nunca lo es de alto– que los ciudadanos deberíamos llevarnos las manos a la cabeza nada más oírlo. Hay que ‘europeizar’ Andalucía; hay que ‘europeizar’ Europa.