Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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Europa: esa vieja casa con fantasmas

El porcelánico acuerdo para un tercer rescate a Grecia ha minado de dudas el horizonte. Nunca antes, ni siquiera durante los cinco años de crisis en los que la zona euro caminó sobre el abismo, la sensación de fracaso, la decepción y la desesperanza fueron mayores. Un fantasma recorre Europa, y esta vez no se trata de una ideología, sino de un estado de ánimo.

La frustración es la nueva y única patria común de los europeos. La bandera de todos que nadie, por vergüenza, se atreve a ondear. Un sentimiento general de abatimiento recorre las salas de prensa, los periódicos, las fruterías y los timelines. Esta espiral pesimista (¿en qué lugar del mundo salvo Europa un rescate no provoca euforia sino temores, desasosiego y tristeza?) tiene un nombre: decadencia.

Juncker y Merkel, en una reciente reunión. (EFE)

Juncker y Merkel, en una reciente reunión. (EFE)

El desenlace agónico de la crisis (¿habrá más actos o habrá sido el último?, se viena a preguntar el infatigable Suanzes en una de sus extraordinarias crónicas) ha fracturado los huesos de un esqueleto ya endeble e inarmónico. Solo un proyecto en fase terminal es capaz de ofrecer niveles de absurdo tan elevados. Estados contra estados, ministros contra ministros y, mientras, una soberanía común que se deshilacha, una ilusión que retrocede varias décadas (la referencia escrita a un ‘Grexit temporal’ será desde ahora una mácula difícil de borrar).

El espectáculo bufonesco de políticos alardeando de que el acuerdo refuerza a Europa cuando la realidad es que en el último mes Europa -con su abstrusa y a la vez ineficaz forma de resolver problemas- ha perdido el remanente de credibilidad que le quedaba, es también un síntoma de decadencia. No de una decadencia spengleriana, orgánica, sino de una decadencia fruto de la tardía o nula corrección de los errores propios, de la falta absoluta de autocrítica, de la brecha entre gobernados y gobernantes y del agotamiento de los motores que condujeron al proyecto europeo al éxito en el pasado.

El nacionalismo de baja intensidad que se ha practicado estos días (así el egoísta referéndum de Tsipras o el encono insolidario de los socios nórdicos) no es la causa del desastre, sino su consecuencia. Cuando no hay voluntad de permanecer juntos (o tan solo hay una voluntad temerosa), cuando la fe originaria en el proyecto se ha perdido, lo que queda es una guerra de guerrillas, un hastío difuso, como al final de una pachanga (Eurogrupo) con dos balones. Es verdad que la UE se ha ido construyendo como resultado de la superación de distintas crisis, pero esa dinámica (esa potra histórica) no durará siempre. Y menos si todos los actores siguen prefiriendo pírricas victorias por separado que arriesgarse a superar juntos los dramas.

El Manifiesto de los cinco presidentes: bomba política para completar la Unión

Se conoce como el Manifiesto de los cinco presidentes, aunque oficialmente su título sea Realizar la Unión Económica y Monetaria Europea. Es el esperado informe que aspira a convertirse en “la hoja de ruta ambiciosa, pero pragmática” para completar la unión económica y monetaria antes de 2025. El documento ha sido impulsado por el presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker, y refrendando por los también presidentes Martin Schulz (Parlamento), Jeroen Dijsselbloem (Eurogrupo), Donald Tusk (Consejo) y Mario Draghi (BCE).

El texto, 24 páginas de asunción de errores en la gestión de la crisis y de propuestas audaces como la creación de un Tesoro europeo y una autoridad fiscal continental independiente, circulaba ya a comienzos de semana por Bruselas, y algunos avanzaron estupendos resúmenes, como el de Pablo Suanzes en El Mundo. El documento es una bomba política que pretende «reforzar los cimientos europeos» justo en un momento en el que la crisis griega, epítome de todos los vicios y disfunciones de la UE en estos años de crisis, parece que está, por fin, próxima a resolverse.

Juncker y Merkel, en una reciente reunión. (EFE)

Juncker y Merkel, en una reciente reunión. (EFE)

El informe comienza asumiendo que hoy la UEM sigue siendo un proyecto inacabado o «acabado parcialmente» y que si el objetivo es minimizar los daños de futuras crisis económicas hay que compartir el «impacto de las perturbaciones». Es decir, más unión fiscal, económica y financiera. Todo ello, claro, con la argamasa de un «verdadero control democrático» legitimado por una efectiva y profunda unión política. Todo esto, con el tiempo, se dice literalmente en el texto, «implicará inevitablemente compartir más soberanía».

El informe plantea dos fechas, 2017 y 2025. Para concluir con éxito los objetivos fijados para la más cercana se plantea un carrusel de medidas inmediatas (algunas de las cuales se comenzarían a aplicar este mismo 1 de julio) como un acuerdo sobre el sistema común de garantía de depósitos, la puesta en marcha de de la Unión de Mercados de Capitales o el establecimiento de un mecanismo de financiación puente para el Fondo Único de Resolución. En suma, profundizar y finalizar la tan esperada Unión Bancaria.

Una vez completado este primer impulso bianual, lo siguiente y más ambicioso sería completar la UEM. Un camino que no duraría más de 8 años y en el que se crearía un verdadero Tesoro europeo, se integraría el MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad) en los Tratados y se introduciría una función de estabilización macroeconómica para la Zona Euro. La puesta en marcha de esta maquinaria exige, según los presidentes, «visión de futuro común» entre los Estados y las Instituciones. Y para que comience a implementarse desde ya, invitan al Consejo Europeo los Estados a aceptar y refrendar las propuestas «a la mayor brevedad».

Leído el texto, sorprende por un lado la indisimulada intención política de sus firmantes. Parece que por fin las élites gobernantes aceptan que una Europa desigual, una Europa defectuosamente cerrada, no podrá competir en un futuro hiperglobal. La ambición de las propuestas, que aunque técnicas son un salto adelante evidente, puede, con todo, que sea excesiva para los Estados miembro, empeñados en una huida centrípeta permanente. Es muy probable, y no en sí mismo malo, que la urgencia de la propuesta de los Cinco venga fijada por el fiasco griego y la casi obligación de que algo así no pueda volver a repetirse. No al menos con la misma virulencia y la misma falta de previsión. Pero el documento trasciende lo coyuntural y planeará sobre el horizonte durante muchos años. Si es que, primero, es aceptado en todos sus puntos.

Diez años de la no Constitución: el fracaso que inauguró una década convulsa para la construcción europea

Han pasado diez años del referéndum que nos otorgaría una Constitución para Europa, que no europea (en aquella extraña sintaxis se escondía la trampa). Tengo dos recuerdos premonitorios del desastre final, posterior en unos meses a la pírrica victoria en España: en mi facultad, los debates para discutir el texto tuvieron menos repercusión que un congreso de Paleografía medieval. Y entre mis amigos, el interés estaba más en la ya cercana primavera que en la cubierta azul de ese corpus legal de buenas intenciones.

Los entonces príncipes de Asturias, votando en el referéndum constitucional. (EFE)

Los entonces príncipes de Asturias, votando en el referéndum constitucional. (EFE)

Confieso que yo fui de los que hizo apología. Mi primera y quizá única acción como europeísta fue ir a la sede en Madrid del Parlamento Europeo y hacerme con un puñado de ejemplares para repartir entre amigos y conocidos. Por ello me gané bromas a izquierda y derecha del espectro ideológico: siervo de Zapatero para unos; de las multinacionales para otros. El ulterior ‘no’ francés de mayo cuyos ecos todavía resuenan me hizo aparecer como un paria ingenuo a ojos de la mayoría.

He preguntado a varias personas cómo recuerdan todo aquello de la Constitución. No recuerdan. La amnesia sobre aquel hito negativo para la construcción europea es total, definitiva. Un sueño que se trocó en pesadilla en Francia y Holanda. Hoy, las instituciones pasan de puntillas y a quien más quien menos aún le dura la resaca. Una década después, la paradoja es que lo que no logró la Constitución la aceleración del proceso de integración lo consiguió, a regañadientes, la crisis económica.

En realidad, la fallida Constitución fue pionera del gran debate posterior en la UE sobre la falta de legitimidad del proyecto y el ‘déficit democrático’. Ya entonces, en 2005, muchos advertían de que la palabra Constitución era quizá demasiado excelsa para un demos europeo tan pequeño. Una forma de decir que los europeos no estábamos preparados para tanto… y que, en realidad, las instituciones tampoco lo estaban. Y así se demostró.

Los años posteriores al no constitucional, y hasta que irrumpió la crisis económica, fueron un tiempo de dudas, de escepticismo y de parálisis. Las élites europeas dirigistas habían fracasado en otorgar una carta magna al arinoso pueblo europeo. Y los ciudadanos, desconectados de los debates y la retórica de Bruselas, habían pasado página con total tranquilidad. No es que Europa retrocediera aquel 2005, sino que no avanzó, lo que viene ser, para este ente tan extraño, una forma de retroceso.

Carteles pidiendo el 'No' a la Constitución Europea en Francia en 2005 (WIKIPEDIA)

Carteles pidiendo el ‘no’ a la Constitución Europea en Francia en 2005 (WIKIPEDIA)

El Tratado de Lisboa, farragoso y apto solo para iniciados, incluye casi el 100% de lo planteado en aquel tratado constitucional. Entró en vigor en 2009, otorgando más poder al Parlamento, a los tribunales de Justicia de la UE, etc. Todo lo que ya más o menos nos sabemos. Pero lo que no ha conseguido Lisboa es eliminar los recelos que dieron origen al fracaso de 2005. Las instituciones europeas han querido sustituir el apego sentimental a Europa por la eficacia en la toma de decisiones.

El gran problema, y quizá la gran mala suerte de estos años, ha sido que las turbulencias económicas han dificultado esa ilusión de eficacia. Donde antes, hace una década, solo había un problema de desapego, legitimidad y falta de sintonía con los ciudadanos, en unos años hay todo eso, multiplicado exponencialmente, y además miedo al futuro económico y la pérdida de la sacrosanta prosperidad.

La excepción política se llama Alemania

Lo apuntaba hace unos días en una entrevista dominical a El País Romano Prodi, expresidente de la CE y ex primer ministro italiano. Alemania no solo ha logrado esquivar la crisis económica, sino que los seísmos políticos que sacuden a otros socios europeos  en forma de nuevos partidos, por ejemplo han pasado de largo de Berlín. Frente al fantasma de la debacle del sistema de partidos tradicionales, que se ha convertido en un mantra cotidiano en los países del sur, Alemania ha salido ilesa.

El colectivo Politikon lo explica con rigor y claridad en La urna Rota (Debate, 2014), excelente libro que, por cierto, viene de perlas para pertrecharse de elementos de análisis ahora que nos sumergimos en el piélago electoral. Si lo que vemos no es simplemente un trasvase de votos de Gobierno a oposición, como suele suceder siempre en democracia, sino «una transferencia a nuevos partidos, nos encontramos frente a un genuino realineamiento del sistema de partidos«.

Merkel y Hollande, en un momento de complicidad (GTRES)

Merkel y Hollande, en un momento de complicidad (GTRES)

Podemos y Ciudadanos en España; Syriza en Grecia; el Frente Nacional en Francia; el Movimiento Cinco Estrellas en Italia; los partidos de extrema derecha del norte de Europa, cuyo crecimiento no está directamente relacionado con la situación económica, pero sí con el temor a sus consecuencias… En Alemania, lo más parecido a una amenaza política para la CDU de Merkel fue, en las elecciones de 2014, Alternativa por Alemania (conservadores y euroescépticos), pero al final no obtuvieron representación parlamentaria.

La UE se ha convertido en una Unión Extraña, o en una Unión de Extraños. Mientras el resto de socios experimentan cambios brutales en su fisiognomía, Alemania pasará la década de crisis sin haber experimentado giros bruscos en sus tradiciones políticas. No ha habido propósito de enmienda, ni abismo del que alejarse ni sistema o régimen que tratar de refundar. Tampoco nadie a quien echarle las culpas.

Prodi se preguntaba, en esa misma entrevista a la que aludía al principio, qué tiene Alemania que le hace resistir a las mismas fuerzas a las que otros se doblegan. Y continuaba Il Professore con el argumento, lamentándose de que esa fragilidad del resto hace todavía más poderosa a una nación ya de por sí fortísima. Esa falla entre las experiencias de unos y otros será crucial en el futuro.

Triunfen o no las alternativas al sistema tradicional de partidos en países como Grecia, España o Francia, el riesgo de que Alemania acabe asimilando un relato de estos años antagónico al del resto es evidente. El temor a una Alemania solipsista, insolidaria, aunque es un temor que a día de hoy no se puede sostener con argumentos objetivos, es un temor plausible que deberíamos esforzarnos por neutralizar.

 

¿Qué ha sido de la ayuda al desarrollo en nuestra Europa de la crisis?

Con el fantasma de la crisis humanitaria vagando por el patio trasero (Léase: Ucrania) y con el objetivo de seguir siendo la potencia mundial en ayuda al desarrollo, este 2015 las instituciones comunitarias celebran el Año Europeo del Desarrollo. Un compromiso loable, pero difícil de sostener en un momento en el que la resaca de la crisis se deja notar en los menguantes presupuestos.

El viernes pasado, en la sede en Madrid del Parlamento Europeo, acudí a un interesante foro sobre el tema, organizado por el propio PE y en el que además de políticos y periodistas acudieron representantes de ONG y asociaciones. ¿Conclusiones? Pues básicamente dos, que en realidad se funde en una: Europa hace más que otros actores globales por el desarrollo… pero muchísimo menos de lo que debería.

Enrique Guerrero, durante el foro del viernes ( @PE_Espana)

Enrique Guerrero, durante el foro del viernes ( @PE_Espana)

Entre estas dos visiones, pelín irreconciliables, navegó la cita: lejos queda ya el voluntarioso 0.7% del PIB dedicado a ayuda al desarrollo de regiones pobres o en transición. «Estamos en un momento de inflexión», reconoció Enrique Guerrero, eurodiputado socialdemócrata y especialista en estas cuestiones, que alertó de que «se está imponiendo una visión securitaria del desarrollo». Guerrero hizo un balance «moderadamente insatisfecho» de los objetivos del desarrollo y puso sobre la mesa el que creo que es el tema fundamental, y que fue tratado de pasada el foro: la inmigración y las fronteras.

La crisis humanitaria en el Mediterráneo, de la que Europa no debe ni puede desentenderse, es consecuencia también de esas políticas de ayuda a terceros ineficaces o insuficientes. Lo dijo una interviniente, portavoz de una ONG, con visible enfado, pero lamentablemente la palabra frontera, y todo lo que la rodea, estuvo ausente del debate.

Además, en Europa hay 125 millones de personas que viven en el umbral de la pobreza, lo que introduce un nuevo ingrediente en la coctelera del bombo de dinero que la UE destina al desarrollo. A los habituales, África y America Latina, y a las nuevas realidades, las brechas regionales y urbanas dentro de un mismo país, hay que sumar ahora la propia crisis europea, que ha transformado la realidad social del continente.

En este sentido, una curiosidad que quizá pudiera tener una lectura más seria. Durante el acto, los asistentes votamos electrónicamente sobre una serie de preguntas, obvias de responder, por otro lado. A la cuestión de quién debe ser responsable de canalizar la ayuda al desarrollo, la mayoría de los presentes, un 47%, dijimos que los Estados miembros… y un 40% que la UE. ¡Significativo resultado para tratarse de un foro europeo!

¿Cómo seguir siendo europeísta si Grecia sale del euro y de la Unión Europea?

La posibilidad no es tan remota: existe. Y como tal, la pregunta sobre cómo seguir creyendo en nuestro proyecto al día siguiente es legítima. Aunque, claro, desesperanzadora. Si Grecia sale del euro más allá de quién tenga la responsabilidad última del fracaso, aunque, es una opinión particular, el fracaso sería sobre todo de quien guarda celosamente los triunfos en medio de la partida los europeístas lo tendremos bastante más complicado para defender nuestro credo.

Celebración de la victoria de Syriza en las elecciones Griegas (EFE)

Celebración de la victoria de Syriza en las elecciones Griegas (EFE)

Simplificar los argumentos que Grecia pague sus deudas vs. toda la culpa es de la troika no ayuda en nada, como se está viendo estos días de negociaciones menos diplomáticas de lo que todos quisieran. Más allá de las implicaciones económicas, legales, políticas, relativas a los tratados y al funcionamiento de los bancos, las instituciones, etc, todas ampliamente comentadas ya, lo fundamental es, creo, el abismo narrativo que produciría el abandono de Grecia.

Y no porque Grecia represente los valores simbólicos de la democracia y blablaba (basta con leer algunos de los libros del Kaplan viajero para darse cuenta que Grecia lleva viviendo de las rentas, en la mente de los ilustrados europeos, desde hace un par de siglos), sino porque si cae Grecia con ella caerá el principal argumento para sostener el proyecto europeo: la solidaridad entre los Estados y sus ciudadanos.

Leo en Twitter que hay quien se preocupa por los hijos, por la pedagogía. Por cómo les explicarán, cuando toque, que forman parte de una unidad que dejó despeñarse hacia el abismo a uno de sus miembros.  No es un tema menor. Hasta hace muy poquito, incluso hasta hoy, la UE es una historia de éxito. Pueden contarse fracasos, exageraciones, autoengaños, pero hasta los más críticos aciertan a encontrar bondades. Ese es el mayor activo, como se dice hoy, con el que cuenta Europa. Si se arrincona a Grecia, habrá que asumir un coste mayor: perder para la causa a las nuevas generaciones.

Europa 2014: lastres de un lustro negro

Como afortunadamente este blog no predispone a las listas, os ahorraré el trance de leer «las diez noticias europeas del año», «los cinco mejores políticos europeos de 2014»  o las infinitas variedades de chorradas que pueden ponerse una a continuación de la otra. Lo que sí quería, porque creo que da una visión panorámica muy nutritiva, es hacer un  resumen del año que hemos dejado. No un resumen del tipo fecha, dato, etc, que es muy fácil y muy estéril, sino un esbozo de movimiento de lo que ha sido Europa en este año decisivo.

(Foto: GTRES)

(Foto: GTRES)

¿Decisivo porque ha sido año electoral? También por algo más. La guerra ha vuelto a Europa en el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Ha vuelto por donde lógicamente habría de tener que venir. Por el flanco más débil de su movedizo vecindario oriental. Rusia ha iniciado, como recordaba Xavier Colás en un bonito post hace unos días, el mayor movimiento de fronteras en el continente desde la Segunda Guerra Mundial. Europa pese a su eficiente y taimada pasividad, se ve de nuevo inserta en la corriente de la Historia.

La complejidad. Europa ha suturado las heridas causadas por la crisis financiera y por la crisis de modelo. No confudamos. No es que no haya ya desigualdades y no vaya a seguir habiendo fatalidades, pero la tela de araña de la que se compone la UE, rota en mil pedazos hace cuatro años, parece haberse recompuesto. A pesar de que el drama griego no ha escenificado todavía su último acto, de que todos dicen que la anemia económica es más una realidad que un riesgo, se ha extendido la sensación de que Europa ha entrado en otra fase.

El tránsito de Gobierno continental, aun a pesar de los escándalos (algunos tan vergonzantes como LuxLeaks), se realizó como la firma de un acto notarial. Sin sobresaltos y con algo más de política y menos de policy, lo que siempre es de agradecer. Por el contrario, el fantasma de la extrema derecha, los partidos xenófobos y populistas vaga a sus anchas por casi todos los países de la Unión, la rica Alemania incluida. Es curioso que sea precisamente ahora, cuando la crisis más grave que ha vivido el proyecto europeo en décadas parece en vías de solventarse, cuando los extremismos antieuropeos amalgaman más partidarios.

Así pues: por un lado Europa ha conocido de nuevo aquello tan antiguo de las disputas territoriales y geopolíticas, ha renovado su ejecutivo y legislativo para afrontar cinco años de reformas en profundidad (eso se espera), ha sentido la amenaza de los valores que niegan su propia razón de ser y sigue soportando los lastres de un lustro negro, como la desigualdad económica entre sus miembros y la desconfianza ciudadana. Europa, un año más, ha vivido en proyecto. Y así seguirá viviendo.

¿Qué hay detrás del euroescepticismo?

¿Qué hay detrás del euroescepticismo? ¿Es una reacción hipodérmica a la crisis económica o tiene raíces más profundas? La prensa, mayormente, y también algunos políticos (de los bisoños, por lo general) suelen preferir la perspectiva economicista: los medios porque han encontrado en ella una omniexplicación a casi todo, los políticos porque logran así aislar el foco, pulir las aristas de una realidad demasiado compleja. Norte contra sur, centro y periferia, acreedores y deudores… o lo que es lo mismo, simplificando, buenos contra malos.

Frente a esta visión urgente, análisis más reposados ofrecen razones diferentes para lo que se ha venido a llamar «europeización negativa». Uno de estos trabajos es el de Albert Aixalà i Blanch, Crisis económica y euroescepticismo (Fundación Alternativas, 2014), que estudia el periodo de la crisis atendiendo a factores como la evolución de la opinión pública, el déficit democrático o la confianza en las instituciones. La principal conclusión, con la que estoy muy de acuerdo (aviso: aunque no lo estuviera también os habría hablado de este artículo), es que el euroescepticismo tiene su origen más en una crisis de legitimidad democrática que en el impacto de la crisis económica.

mapa¿Y por qué, diréis? Pues principalmente porque la desconfianza hacia el proyecto europeo se deja sentir, casi por igual, en todos los países de la Unión… con independencia de que la crisis económica les haya afectado más o menos. Además, la desafección hacia los poderes de la UE no es de ningún modo inseparable de la deslegitimación de las propias instituciones políticas nacionales, lo que lejos de ser tranquilizador, indica que no estamos ante un problema coyuntural, sino ante una especie de crisis de civilización. En este sentido, aquellos que aducen principalmente motivos económicos tienen razón (aunque por motivos algo equivocados): tras la crisis nada volverá a ser igual.

Aixalà recuerda muy bien que en la Unión Europea la crisis política precedió a la económica. La fallida Constitución Europea naufragó paradójicamente en un momento donde la economía no era una preocupación, sino todo lo contrario, una fuente de optimismo. A aquel borrón en el proceso de construcción se sumó, tres años más tarde, el impacto de la crisis económica y, todavía más de fondo, la resaca del malestar democrático nacional.

El ‘policies without politics’, como definió Schmidt al sistema político europeo, un sistema eficiente en lo legislativo, pero timorato en puramente político, está en la base de muchas de las contradicciones a las que se viene enfrentando Europa en estos últimos cincos años. En resumen, y con sus palabras: «Las causas profundas del malestar democrático [en la UE] están relacionadas con la pérdida de poder transformador por parte de las instituciones políticas en un contexto de globalización política y económica».

¿Bipartidismo o pluridad partidista? Depende

Voy a tratar de hacer de abogado del diablo (como hiciera el gran Hitchens antes de la beatificación de Teresa de Calcuta). No es la primera vez que lo hago, pero sí la primera vez que lo haré en público. Con mis amigos –todos muy listos, más que yo– ya lo he puesto en práctica y no he salido del todo mal parado, pero claro, no es lo mismo la intimidad y la confianza que lanzarte al vacío.

El bipartidismo no es intrínsecamente nefasto para la arquitectura de un Estado…. así como el pluralismo de partidos tampoco es una panacea infalible para resolver cuestiones como la desafección ciudadana o la falta de impulso ideológico. Esto, que es una perogrullada, se tiende a olvidar en estos días previos a las elecciones europeas del día 25.

Sagasta y Cánovas, como si fueran del PSOE y el PP, respectivamente (FOTO: desmotivaciones.es).

Sagasta y Cánovas, como si fueran del PSOE y el PP, respectivamente (FOTO: desmotivaciones.es).

Vaya por delante: no voy a votar a ninguno de los dos grandes partidos (a veces la excusatio non petita es necesaria), pero hablar de crisis y fin del bipartidismo parece un exceso más influido por el deseo que por la realidad. Debilitamiento, realineamiento, como le contaron algunos expertos a mi compañero Nico recientemente, parece un diagnóstico más sensato.

Solo hace falta darse una vuelta por Europa para comprobar que hay países a los que el bipartidismo (¡y las grandes coaliciones!) les funciona requetebién, y a otros en los que el pluralismo partidista les trae de cabeza desde hace un par de décadas. También hay países, como Bélgica, que hasta sin Gobierno salen adelante mejor que otros que cambian de gobernantes cada seis meses.

En España el bipartidismo, y de ahí parte de su mala prensa, que algunos tratan de exagerar hasta límites caricaturescos, está asociado a la crisis económica, en primera instancia, y a La Transición, como telón de fondo. Parte de esa reacción se explica desde la óptica generacional. Los jóvenes, y no tan jóvenes, rechazan la herencia de los años 70 y 80 con legítima y agresiva contundencia.

Yo estoy en parte de acuerdo y en parte no, por razones que no vienen al caso. Tampoco creo que el bipartidismo, tal y como sostienen algunos de sus defensores más obstinados, sea la consecuencia lógica de un Estado moderno y de una sociedad desarrollada. El bipartidismo en EE UU tiene unas características muy peculiares, por ejemplo, que lo hace difícilmente exportable. Y no siempre son postivas.

Pero celebrar cualquier ruptura del bipartidismo, y ahora estoy hablando de nuevo de España, sin tener en cuenta no ya que consecuencias tendría (eso es lo de menos), sino cuál sería la naturaleza de los partidos pequeños que ocuparían su lugar, me resulta demasiado audaz. Hoy Torreblanca plantea la pregunta de si Podemos es un partido populista. Es una pregunta incómoda, pero ampliable.

UPyD, Partido X (no digamos ya el resto de formaciones que no obtendrán representación) tampoco están libres de albergar tendencias populistas. Aunque más allá de eso, la pregunta que me hago es si estos partidos, en el caso de Gobernar, seguirían defendiendo lo mismo que defienden. Aquello que según Zweig, en su trepidante biografía de Fouché, al parecer decía Mirabeu de los jacobinos: «Cuando llegan a ministros dejan de serlo».

En cualquier caso, el bipartidismo –por similares que puedan parecernos sus propuestas políticas– no es, bajo ninguna de sus formas, equivalente al partido único, del que afortunadamente estamos todavía lejos y que sí es intrínsecamente nefasto. No conviene olvidarlo: la caricatura del PP y el PSOE, como una especie de Jekyll y Hyde políticos, también es una deformación interesada.

La geopolítica y los clichés: el ‘caso Ucrania’

Con todo lo de la movida ucraniana (que diría mi compañero Víctor Navarro) están proliferando los expertos en geopolítica como si fueran níscalos cuando llega el otoño. Muchos tocan de oído, otros simplemente se equivocan o exageran. Pero hay una modalidad más refinada: la de los que hablan sin saber, pero como si supieran.

Freddy Gray, periodista de The Spectator, ha recopilado diez clichés sobre esta crisis política que te harán quedar —a ti, periodista, o a ti, comentarista televisivo— como un informado especialista en relaciones internacionales. El post, que descubrí gracias a un tuit del entrañable Javier García Toni,  me hizo mucha gracia, porque hasta yo he usado, quién no, alguna de estas frases vacuas y totalmente mistificadas para salir del paso.

Soldados ucranianos. (EFE)

Soldados ucranianos. (EFE)

«Es demasiado simplista pensar en término de ‘este’ y ‘oeste’ es un mundo multipolar»; «A lo que asistimos aquí es aun retorno de la geografía»; «Los ortodoxos tienen una forma diferente de mirar estas cosas»… Son algunos de los cutres argumentos de autoridad que se han elaborado sobre el conflicto. Pero el cliché más certero, y por desgracia más usado —he leído artículos de opinión de esta naturaleza en la prensa española— es el que acude a la siempre socorrida, aunque inexacta, analogía histórica.

Estamos ante el retorno de la guerra fría, de la política de bloques. Europa, pergeñando un anacronismo de cien años, está al borde de un conflicto que, como el de los Balcanes en 1914, produciría una reacción en cadena similar a la de entonces. Nada de esto me lo estoy inventado. Está escrito. Como también está escrito que todo esto está ocurriendo, otro cliché, porque Europa (y EE UU) han olvidado que el tablero mundial no es un pacífico juego posmoderno, sino un lugar cruelmente hobbesiano, de choque constante de fuerzas. En fin.

Muchas veces los politólogos, como los sociólogos o los economistas, se equivocan. La mal llamada Primavera Árabe, por ejemplo. O la crisis económica, que ya es un lugar común del fracaso de los sabios. Hay variables que son muy difíciles de predecir, y analizar lo que está pasando —mientras está pasando— tiene sus riesgos. Personalmente, creo que hay un exceso de análisis, una inundación de porqués que acaba por sepultar a los hechos. Pero entre tanta ganga, la mena.

Os propongo algunos enlaces a artículos sobre el conflicto alejados del cliché: