Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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¿Bipartidismo o pluridad partidista? Depende

Voy a tratar de hacer de abogado del diablo (como hiciera el gran Hitchens antes de la beatificación de Teresa de Calcuta). No es la primera vez que lo hago, pero sí la primera vez que lo haré en público. Con mis amigos –todos muy listos, más que yo– ya lo he puesto en práctica y no he salido del todo mal parado, pero claro, no es lo mismo la intimidad y la confianza que lanzarte al vacío.

El bipartidismo no es intrínsecamente nefasto para la arquitectura de un Estado…. así como el pluralismo de partidos tampoco es una panacea infalible para resolver cuestiones como la desafección ciudadana o la falta de impulso ideológico. Esto, que es una perogrullada, se tiende a olvidar en estos días previos a las elecciones europeas del día 25.

Sagasta y Cánovas, como si fueran del PSOE y el PP, respectivamente (FOTO: desmotivaciones.es).

Sagasta y Cánovas, como si fueran del PSOE y el PP, respectivamente (FOTO: desmotivaciones.es).

Vaya por delante: no voy a votar a ninguno de los dos grandes partidos (a veces la excusatio non petita es necesaria), pero hablar de crisis y fin del bipartidismo parece un exceso más influido por el deseo que por la realidad. Debilitamiento, realineamiento, como le contaron algunos expertos a mi compañero Nico recientemente, parece un diagnóstico más sensato.

Solo hace falta darse una vuelta por Europa para comprobar que hay países a los que el bipartidismo (¡y las grandes coaliciones!) les funciona requetebién, y a otros en los que el pluralismo partidista les trae de cabeza desde hace un par de décadas. También hay países, como Bélgica, que hasta sin Gobierno salen adelante mejor que otros que cambian de gobernantes cada seis meses.

En España el bipartidismo, y de ahí parte de su mala prensa, que algunos tratan de exagerar hasta límites caricaturescos, está asociado a la crisis económica, en primera instancia, y a La Transición, como telón de fondo. Parte de esa reacción se explica desde la óptica generacional. Los jóvenes, y no tan jóvenes, rechazan la herencia de los años 70 y 80 con legítima y agresiva contundencia.

Yo estoy en parte de acuerdo y en parte no, por razones que no vienen al caso. Tampoco creo que el bipartidismo, tal y como sostienen algunos de sus defensores más obstinados, sea la consecuencia lógica de un Estado moderno y de una sociedad desarrollada. El bipartidismo en EE UU tiene unas características muy peculiares, por ejemplo, que lo hace difícilmente exportable. Y no siempre son postivas.

Pero celebrar cualquier ruptura del bipartidismo, y ahora estoy hablando de nuevo de España, sin tener en cuenta no ya que consecuencias tendría (eso es lo de menos), sino cuál sería la naturaleza de los partidos pequeños que ocuparían su lugar, me resulta demasiado audaz. Hoy Torreblanca plantea la pregunta de si Podemos es un partido populista. Es una pregunta incómoda, pero ampliable.

UPyD, Partido X (no digamos ya el resto de formaciones que no obtendrán representación) tampoco están libres de albergar tendencias populistas. Aunque más allá de eso, la pregunta que me hago es si estos partidos, en el caso de Gobernar, seguirían defendiendo lo mismo que defienden. Aquello que según Zweig, en su trepidante biografía de Fouché, al parecer decía Mirabeu de los jacobinos: «Cuando llegan a ministros dejan de serlo».

En cualquier caso, el bipartidismo –por similares que puedan parecernos sus propuestas políticas– no es, bajo ninguna de sus formas, equivalente al partido único, del que afortunadamente estamos todavía lejos y que sí es intrínsecamente nefasto. No conviene olvidarlo: la caricatura del PP y el PSOE, como una especie de Jekyll y Hyde políticos, también es una deformación interesada.

PSOE y UPyD: si tienen el mismo programa, ¿por qué no se presentan juntos?

Se trata en efecto de una pregunta retórica. Son partidos políticos, y si cada uno presenta su propio programa electoral será porque está íntimamente convencido de que sus ideas son diferentes (y mejores) que las del resto. Me estoy refiriendo, por si alguno se ha perdido, a las elecciones europeas y a los partidos nacionales que a ellas se presentan.

La tarde de ayer la dediqué a la sana y repetitiva tarea de leer los programas electorales que las formaciones han pergeñado para los comicios de mayo. Para ser sincero, aún no he terminado. Hay partidos, como IU, que todavía no han publicado el suyo en su página web y partidos, como el PP, que han optado por una extraña e ineficiente solución que ya comentaré (hay para todos).

(EFE)

(EFE)

El asunto es otro. Tengo aquí delante los programas del PSOE y UPyD. Para ser honesto por segunda vez diré que lo del PSOE no es exactamente un programa, sino un manifiesto fechado en Roma hace un mes y de alrededor de 15 páginas (no he logrado dar con el programa completo… si es que está disponible, que ya lo dudo) mientras que el documento de UPyD tiene cerca de sesenta.

Más allá de la diferencia de extensión y el nivel de detalle y concreción de las propuestas que contienen, el espíritu y la letra de ambos programas se parecen demasiado. Tanto que si esto fuera una cata de vinos o un concurso para distinguir el original de la copia, sería muy complicado –hasta para el más refinado observador– llegar a la conclusión de que se está frente a productos rivales.

Es verdad que UPyD abusa un muchito del término ‘nacionalismo’ (la cuasi obsesión marca de la casa) y que el PSOE hace lo propio con ese lenguaje lánguido que últimamente se gasta, tan naíf como los murales de abrazos que decoran su web. Pero por debajo de menudencias que solo un entomólogo político percibiría, las ideas políticas sobre Europa plasmadas en cada texto parecen invariablemente fundidas con el mismo molde.

Ambos ven en una Europa la solución a nuestros problemas. Ambos, quieren, eso sí, que Europa también cambié. Que sus instituciones superen el perenne déficit democrático que tienen. Ambos quieren, a su vez, regular el sistema bancario, separar la banca comercial de la de inversión y que fluya el crédito. Más puntos en común: la lucha contra la trata de personas, reforzar el Parlamento Europeo o la igualdad real entre hombres y mujeres. Y podría seguir.

La sintonía es total. Y me temo, como así he ido comprobando, que el resto de grandes partidos tampoco se desvían demasiado de esa línea invisible y común sobre lo correcto y lo incorrecto a la hora de proponer una mejor Europa. Pero esta mímesis, seguro que no pretendida conscientemente por nadie, favorece la aparición de las dudas.

Un ciudadano interesado en Europa, a la hora de votar, valorará las diferencias ideológicas, pero si no aprecia ninguna distinción sustancial entre los programas, es muy posible que decida retrotraerse  a la experiencia que esos partidos le evocan en en el plano doméstico. De esta forma, la tan criticada y con razón ‘lectura en clave nacional de las elecciones’ se vería reforzada por la casi ausencia de opciones realmente políticas en el momento de votar.

Además, si la semejanza intrínseca de los programas es tal que es complicado diferenciarlos unos de otros, ¿dónde queda entonces el debate sobre las ideas? ¿Qué argumentos tienen los cuadros de los partidos, y sus dirigentes, para pedir el voto si son conscientes de que lo que les separa de los otros son matices demasiado sutiles para que el grueso de la masa de votantes los perciba? De nuevo, la clave nacional. O los eslóganes superficiales de la teledemocracia.

 

El deseo provinciano de ‘andaluciar’ Europa

No soy mucho de mítines, aunque me temo que de aquí al 25 de mayo, fecha de las elecciones europeas, voy a tener que sufrir más de uno. Prefiero leer los programas electorales, que aunque luego no se cumplan casi nunca, al menos te ahorran la indigesta retórica de telediario y están escritos en una prosa mínimamente aceptable.

Digo esto porque el sábado, a vuela pluma, escuché las palabras que pronunció en Málaga la candidata socialista Elena Valenciano en el acto de precampaña para los comicios al Parlamento Europeo. No voy a entrar a juzgar sus  propuestas políticas o su discurso económico: ¡no soy un comentarista ni un tertuliano! Pero sí voy a rescatar del olvido –porque este tipo de actos se olvidan con inusitada facilidad– una frase antológica.

Valenciano dijo: «Me comprometo a ser la eurodiputada más andaluza, voy a hacer una Europa más andaluza«. E, imagino, que todos los presentes la aplaudieron a rabiar, aunque espero que al menos uno de ellos sintiera internamente que lo que acababa de escuchar era la declaración de intenciones más absurda y dañina que puede hacer un candidato al Europarlamento.

Elena Valenciano, durante un acto del PSOE (EFE)

Elena Valenciano, durante un acto del PSOE (EFE)

Lo primero. ¿Qué quiere decir ser la eurodiputada más andaluza? Como imagino que Valenciano no se refería a bailar flamenco sobre su escaño, la promesa tendrá relación con alguna cuestión política, como velar por los intereses de esa comunidad en el PE. Pero, ¿y qué sucederá si estos intereses chocan con los de otras comunidades españolas? Es más, ¿qué sucederá si estos intereses chocan con los intereses de Europa en su conjunto,  y en concreto con los de su grupo político, que según los sondeos podría ser el mayoritario en la Eurocámara?

La segunda parte de su compromiso es todavía más beocio. Querer «una Europa más andaluza» es como querer un Estados Unidos más texano. Un imposible casi metafísico. Si cada región europea, y hay muchas, fuera al PE con la idea mágica de ‘convertir’ a todos a su causa –el portugués tratando de ‘alentejizar’, el alemán queriendo ‘sajonizar’– el hemiciclo sería una jaula de grillos. Además, para este tipo de cuestiones menores ya hay otras instituciones y foros, como el Comité de las Regiones.

Lo que subyace al comentario mitinero de Valenciano –y que en su defensa diré que no es un mal suyo propio, sino de los políticos de la mayoría de partidos– es un profundo desconocimiento de la idea de Europa, de lo que es su Parlamento y de lo que es hacer política europea. Pensar simplemente en hacer «una Europa más andaluza» es de un provincianismo tan básico, de una defesensa del terruño tan inane, de un nacionalismo de vuelo tan bajo –el nacionalismo nunca lo es de alto– que los ciudadanos deberíamos llevarnos las manos a la cabeza nada más oírlo. Hay que ‘europeizar’ Andalucía; hay que ‘europeizar’ Europa.

Por unas encuestas (de verdad) europeas

Es perfectamente normal porque queda ya poco para las cruciales —que sí, de verdad, esta vez sí— elecciones al Parlamento Europeo. Serán en mayo, y al igual que los movimientos políticos se acentúan, la prensa comienza a publicar las primeras encuestas. ¿Qué partido ganará las elecciones europeas? ¿Cuál perderá más votos? ¿Quién subirá? Y resto de preguntas, todas equivocadas… porque todas parten del mismo error.

Seguimos, cinco años después, leyendo los resultados electorales europeos en clave nacional. Las encuestas se cocinan en clave nacional. Los periódicos las publican en clave nacional y las agencias las replican en clave nacional. Todo se queda en el reducido y miope ámbito nacional.

Sesión del Parlamento Europeo. (EFE)

Sesión del Parlamento Europeo. (EFE)

No soy partidario del término paradigma, pero en este caso es necesario que lo traiga: hasta que no haya un cambio de paradigma, hasta que no comprendamos que una encuesta sobre unas elecciones supraestatales no puede ni debe leerse en clave doméstica, seguiremos abusando del mismo pensamiento provinciano. Y errando el tiro.

Los medios de comunicación tienen el deber moral de informar de las elecciones en su única dimensión posible: la europea. Se trata de hacer pedagogía. Todo lo demás, esos castillos de naipes en la Carrera de San Jerónimo, son solo distracciones de lo principal. Que el PP gané en España no significa absolutamente nada de nada si no lo hace en Europa. El marco de referencia es Estrasburgo, no el Congreso de los Diputados.

PD: En cualquier caso, si después de esta argumentación tan… poderosa, os apetece seguir leyendo encuestas nacionales sobre Europa, aquí tenéis los enlaces. La de La Razón y la de El Periódico. El País también publicó hace no demasiado otra, en la misma línea.

 

 

El PSOE busca afinar su discurso europeísta

Las presentaciones de libros escritos por políticos —aunque no sean memorias, tan efímeramente de moda, sino obras más o menos técnicas— inspiran desconfianza. Como si un político, supongamos que honesto, no pudiera vender con la misma sinceridad que cualquier otro escritor (un novelista, por ejemplo) su nueva mercancía.

Esta reflexión me hacía mientras esperaba el jueves pasado a que comenzara el acto en el que eurodiputado Juan Fernando López Aguilar, con su almibarada locuacidad de siempre, iba a presentar La socialdemocracia y el futuro de Europa (Catarata, 2013). En la sala de la librería Blanquerna de Madrid había mucho socialista con mando en plaza, algún que otro ya en discreta retirada, académicos afines y bastante gente ociosa, como era mi caso.

Jordi Sevilla (izq) y Juan Fernando López Aguilar, charlando antes del comienzo del acto (N.S).

Jordi Sevilla (izq) y Juan Fernando López Aguilar, charlando antes del comienzo del acto (N.S).

No sé si todos estaban allí preoupadísimos por Europa o si más bien hacían tiempo para cambiarse (literalmente) de acera para ver a Zapatero y a Blair juntos. Ese dilema. Quiero creer que lo primero, aunque las frecuentes bromas e ironías sobre «la contraprogramación» de ambos actos lleva a pensar que no todos los allí presentes estaban especialmente entusiasmados por ser los teloneros involuntarios del expresidente.

Me desvío. La cosa era hablaros de este libro, que aún no he leído, y sobre todo de esta presentación, que me parece sintomática de un estado de las cosas según la cual lo primero que hacen hoy los políticos que se lanzan a hablar en público es «reinvindicar la política»; lo segundo es asegurar que las «instituciones no tienen la culpa de nada» y lo tercero es recordar que las cosas se cambian con «la movilización y con el voto».

El acto duró poco más de una hora, pero la primera alusión directa a ‘Europa’ llegó casi al final, cuando ya quedaban menos de 20 minutos para que finalizara (por la dichosa contraprogramación, imagino). Antes, durante las intervenciones de Carlos Carnero —director de la Fundación Alternativas— y Jordi Sevilla —ex ministro de Administraciones Públicas— se habló mucho de socialdemocracia, pero poco de la UE.

Ambos, en un tono estupefacto y preocupado, se hicieron preguntas como estas: ¿Por qué la derecha nunca está en crisis? ¿De qué hablamos cuando hablamos de la crisis de la socialdemocracia? ¿Cuáles son los retos que tenemos por delante? ¿Cómo hay que entender y reconducir la globalización? Preguntas para las que no hubo muchas respuestas, aunque sí severos análisis de urgencia. Lo que, estando como está el PSOE, no sé si será suficiente.

La munición pesada (¿preelectoral?) y el europeísmo llegaron con López Aguilar. Su libro, según sus propias palabras, es «una reflexión histórica sobre el papel de la socialdemocracia»  sobre su íntima relación con el «desarrollo de Europa». Según él «el continente está siendo deconstruido, desmantelado» y solo la reinvindicación de la «política socialdemocráta» puede asegurar su futuro. «La socialdemocracia debe ser europeísta o no será», aseguró con la vehemencia que le caracteriza, al tiempo que se quejaba de que «la complejidad es la naturaleza de la socialdemocracia, y los medios de comunicación la han jibarizado». Crítica —está sí— con la estoy bastante de acuerdo.

De hecho, quizá yo mismo estoy pecando de frívolo o de simplista al resumir una charla compleja en unos cuantos titulares. Aunque lo cierto es que tampoco ellos, los expertos en socialdemocracia y Europa, al menos sus practicantes, supieron profundizar en la cuestión. Como desde hace bastante ya, el diagnóstico es el acertado, está claro para la mayoría, pero las respuestas no llegan, y en el horizonte político, en este caso del PSOE, solo se divisa un bucle de preguntas a la espera de ser contestadas.