Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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Donde el asco era un lujo: Mauthausen, el campo de los españoles, en tres libros

Antes de que los rescoldos del aniversario de su liberación se apaguen, me gustaría traer Mauthausen. El campo de concentración nazi donde más presos españoles vivieron (casi 8.000) y murieron (la mitad no sobrevivió). Uno de los lugares más atroces del universo concentracionario alemán. No puedo competir con las buenas historias que estos días pasados se han ido publicado. Pero puedo compartirlas. Esta sobre los tuits desde el infierno. O este relato sereno y conmovido de Cuartango, visitante por un día. También puedo traer varios libros, muy recientes.

El primero de un historiador, Benito Bermejo. El segundo de un periodista, Carlos Hernández de Miguel, sobrino de un deportado que sobrevivió al cautiverio. El fotógrafo del terror (RBA, 2015), el primero de ellos, rescata la biografía y el legado de Francisco Boix, preso socialista que logró sustraer miles de fotografías que documentan las atrocidades de Mauthausen. Fotografías tomadas por los propios alemanes. Un testimonio que sería clave en Nuremberg, aunque Boix murió poco después, a los 31 años, con lo que su memoria y su coraje fueron amputados de los fastos en décadas futuras.

Miembros del Comité Internacional de Mauthausen, en los exteriores del que fuera campo de extermino nazi. (ARCHIVO / 20MINUTOS)

Miembros del Comité Internacional de Mauthausen, en los exteriores del que fuera campo de extermino nazi. (ARCHIVO / 20MINUTOS)

El segundo libro es Los últimos españoles de Mauthausen (Ediciones B, 2015). Una historia oral que recoge el testimonio de españoles supervivientes algunos ya centenarios y que recopila la memoria de los presos, la mayoría excombatientes republicanos de la guerra civil española. Pero hay un tercer libro, una novela en concreto, mucho más antigua que los otros dos. Se titula K. L. Reich (Libros del Asteroide, 2014) y la escribió Joaquim Amat-Piniella. Sobre él me extenderé más. Lo acabo de leer y me gustaría contribuir con razones, aunque lo haga peor que otros, a que vosotros también lo disfrutéis.

K. L. Reich es milagrosamente atípico. Una novela escrita en el siglo pasado… ¡publicada en los años sesenta en España! Toda una hazaña viniéndose de donde se venía: un régimen, el franquista, que hasta hacía nada había sido valedor de la Alemania hitleriana. Una novela testimonio que contiene universales humanos trágicamente similares a los de obras más conocidas (y quizá de mayor poso literaria).

Piniella, preso él mismo en Mauthausen, no es Jorge Semprún o Primo Levi, de acuerdo, pero su escritura más sencilla y menos elaborada, sobre todo comparada con la del autor de La escritura o la vida regurgita con más efectividad lo que fue la experiencia concentracionaria. En K. L. Reich reluce, con toda su tragedia a cuestas, la ‘culpa del superviviente’ (la sensación de haber conservado la vida cuando lo suyo era morir: «¿Estaré realmente estigmatizado?»). También otras vivencias clásicas de los campos: como las zonas grises alrededor de los kapos, la desinhibición fisiológica («el asco es un lujo aquí») o la renuncia mental («O te acostumbras o te mueres»).

Este año de conmemoraciones redondas (70 años) merece la pena pararse a leer un libro así. Un libro doble: un testimonio de primera mano y al mismo tiempo un ‘producto’ que sufrió las caprichosas contingencias de su tiempo. Es significativo, aunque el relato oficial lo obvie, las dificultades y el olvido que muchos testigos sobrevivientes padecieron para lograr publicar sus experiencias de muerte. Nadie, o pocos, les hacían caso. No tocaba. No estaba de moda. Hoy parecería que Europa tuvo una reacción instintiva e inmediata de protección y honra hacia ellos, pero no fue así para nada. Y en el prólogo del propio Piniella se percibe este desdén (y la sombra de la censura) cuando escribe:

No es nuestra la culpa de que este libro no haya salido hasta ahora, y si se edita pese a la mengua de actualidad que el tema ha experimentado es por creer que antes de olvidar una cosa es necesario haberla conocido.

NOTA: Espero que este texto os sirva a modo de recomendaciones indirectas para la Feria del Libro, a la que este año no le he dedicado un post específico, para desazón de mi amigo @raulnash.

 

Dos ficciones sobre Europa: entre la dictadura fascista y el islam crepuscular

¿Qué es más probable, una ciudadanía activa, combativa, que luche por las injusticias que se cometen en Europa o un conjunto de individuos cínicos, marchitados en la torre de marfil de sus saberes, cansados de todo, incluso de la novedad, incluso de la revolución? Os hablo de libros menos de lo que me gustaría, así que aquí va un dos por uno. En apenas una semana he leído un par de novelas proyectadas sobre la Europa del futuro. No creo que sea casualidad.

Una —París 2041 (Ediciones B, 2015)— es una distopía situada en la Francia gobernada por un régimen neofascista. Un planteamiento orwelliano, donde el poder es omnímodo y las oportunidades para resistir, mínimas. La firma el vicedirector de Amazon Europa, Ezequiel Szafir. La otra, supongo que era de rigor que así fuera, es Sumisión (Anagrama, 2015), de Michel Houellebecq, más que una novela, un casi ensayo crepuscular. De ambas he escrito reseñas aquí y aquí, por lo que no voy a profundizar demasiado en las tramas ni en los detalles literarios.

Houellebecq, en una imagen reciente (EFE)

Michel Houellebecq, en una imagen reciente (EFE)

El punto de unión entre ambas es la Francia futura. Aunque con diferencias. Szafir plantea de partida un escenario donde un partido fascista, después de una nueva guerra, ha alcanzado el poder. Los musulmanes viven recluidos en un gueto y el orden social y político recuerda, salvando distancias tecnológicas, al del París de la Ocupación. En cambio Houellebecq, que sitúa la acción en un futuro más próximo (comicios de 2022), plantea una situación diferente, menos simbólicamente canónica. Un partido islamista moderado se juega en segunda vuelta alcanzar el Elíseo. Su rival, el Frente Nacional. Los musulmanes logran el poder gracias a la alianza con socialistas y la derecha moderada e imponen su credo.

Estas diferencias de planteamiento, empero, no son lo decisivo. Lo realmente significativo es que las dos novelas sugieren —y de alguna manera logran representar— las dos visiones sobre Europa que están hoy en conflicto. Por un lado, una visión optimista dentro del caos. Un punto de vista humanista, o que sigue creyendo en el humanismo, que en este caso vendría representado por Szafir. Él dibuja un continente negro, donde el nacionalismo y la exclusión son de nuevo las señas de identidad. Pero lo hace con una vocación pedagógica, con una intención clara de exorcizar los fantasmas que pudieran conducir, de nuevo, a aquella Europa. Aunque ambientada en el futuro, su hilo conductor viene marcado por el pasado, y hasta cierto punto por un pasado victorioso (la lucha contra el totalitarismo) que habría que invocar de nuevo.

En cambio, Houellebecq representa en su novela —y quizá en sí mismo, aunque eso ya se me escapa— la antítesis del optimismo utópico. En Sumisión no hay rastro de la fraternidad colectiva de la resistencia que tanto elogia Szafir para hacer renacer a Europa de sus cenizas. Hay, eso sí, mucho nihilismo, aceptación pasiva de los hechos consumados, decadentismo, individualismo erigido en la única certeza moral. La novela de Szafir parece escrita para ser leída como una advertencia; la de Houellebecq, como un escarmiento. Szafir cree en la civilización; Houellebecq la trasciende. Ambas posturas coexisten hoy en nuestra Europa de no ficción. Son fuerzas complementarias. Idealistas y realistas. Martin Schulz y David Cameron. Hay veces en que la suma de ficciones ofrecen la oportunidad de resumir, siendo un poco rimbombantes, el espíritu de la época, y tanto París 2041 como Sumisión se deben leer también de esta manera.

William Saroyan y la cultura ‘armericana’

William Saroyan, retratado por Paul Kalinian en 1976.

William Saroyan, retratado por Paul Kalinian en 1976.

Tenía dos opciones. Un wikiresumen del párnaso cultural armenio o hablaros del único (¿mejor?) escritor de origen armenio que he leído. Mi norma es escribir sólo de lo que conozco (más o menos) bien, por lo que he optado por la segunda. Llegué a William Saroyan (California, 1908-1981) a través de la poderosa autobiografía de Iván Tubau, Matar a Víctor Hugo (Espasa, 2002), donde lo define como «una persona asequible y vanidosa rebosante de generosidad». Más tarde supe que Acantilado venía reeditando desde hacía años casi todas sus novelas. Las compré. Las leí.

También fui a librerías de viejo. Rebuscando encontré alguna joya ajada, baratísima, por ejemplo Respirando en el mundo (Plaza, 1963). En  su última página escribe Saroyan, con vocación antropológica, sobre su encuentro con otro armenio:

Y en seguida, las significativas gesticulaciones armenias. Las palmadas en las rodillas. Las carcajadas. Los juramentos. La sutil mofa del mundo y de sus grandes ideas. El mundo en armenio, las miradas, los gestos, las sonrisas, y a través de todo eso el rápido resurgir de la raza, fuerte y por encima del tiempo a pesar de los años pasados, de las ciudades destruidas, de los padres, hermanos e hijos muertos, de los lugares olvidados, de los sueños atropellados, de los vivientes corazones ennegrecidos por el odio. Me gustaría ver si algún poder del mundo es capaz de destruir esa raza, esa pequeña tribu de gentes sin importancia, ese pueblo cuya historia ha terminado, cuyas guerras se han perdido, cuya literatura no se lee, cuyas plegarias ya no se pronuncian.

Hay dos palabras que definen la obra de Saroyan: mundo y comedia. Se resumen en la siguiente exclamación de Me llamo Aram (Acantilado, 2005), un breve libro de relatos sobre un niño de origen armenio que despierta a la vida en el valle de San Joaquín, California, cuna de la diáspora en EE UU: «¡Estas locas y maravillosas criaturas de este loco y maravilloso mundo!». Para Saroyan el mundo es bello y digno de ser celebrado a cada momento en un ambiente de comedia intrascendente. Nada sucede. O muy poco. Más que el fluir apasionado de las estaciones y, de vez en cuando, la nostalgia, que aflora en personajes que añoran con melancolía el esplendor de la raza.

Visión humanística, intenso humor cotidiano y búsqueda del ideal. Así definía su magisterio literario Nona Balakian, antigua crítica del New York Times ya fallecida. Saroyan era profundamente armericano (dedicó Respirando en el mundo «al idioma americano, a la tierra de América y al espíritu de Armenia»). Saroyan vivió la Gran Depresión, década negra que paradójicamente lo encumbró. Antes había dejado los estudios y se había nutrido de todas las lecturas posibles de los clásicos. Su conocimiento de la literatura y del paisaje americanos eran fenomenales; y el recuerdo de Armenia Saroyan es hijo de los exiliados que llegaron a EE UU después de la primera gran matanza, la de 1896 brota en su escritura de una forma tímida, inexplicada y fortuita.

Saroyan es todavía hoy el escritor armenio más leído, el que de una manera más sutil e inteligente habló del pueblo armenio. En EE UU le concedieron un Pulitzer que él rechazó; en Francia fue una institución (aventuro: el tono melancólico y feliz de su obra comulga a la perfección con el espíritu francés); en España sus novelas eran bestsellers que se vendían por 25 pesetas en los quioscos. Lo saroyanesco, como escribe uno de sus biógrafos, John Leggett, fue un adjetivo muy usado en su tiempo para describir la ternura de la niñez, la evocación de la soledad y la inocencia del mundo.

Aunque también sabía mostrarse desafiante Saroyan:

Id y destruid esa raza. Repetid lo de 1915. Emprended una guerra en el mundo. Ved si lo podéis lograr. Expulsad a los armenios al desierto. Negadles el pan y el agua. Quemad sus casas y sus iglesias. Y veremos si no reviven.

Desaparecidos en los Balcanes: presente de una guerra que terminó hace 20 años

Manifestantes en diciembre del año pasado pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

Manifestantes, en diciembre de 2014, pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

La pequeña e industriosa ciudad bosnia de Tuzla, situada a 120 km de Sarajevo, alberga uno de los laboratorios principales de identificación de restos humanos de la Comisión Internacional para las Personas Desaparecidas (ICMP). Tuzla, que trepó de forma efímera a los titulares de la prensa hace un año por ser el epicentro de duras protestas obreras, está también cerca unos 100 km de Srebrenica. Pero nada de lo anterior, ni las algaradas de 2014 ni su puntero centro de secuenciación de ADN, tiene cabida en la breve entrada que Wikipedia le dedica.

En Tuzla, bajo condiciones no siempre favorables, se sigue tratando de identificar a las víctimas de una guerra que terminó hace 20 años. Hay un injusto desequilibrio entre el espacio-tiempo que dedicamos a informar de las guerras y el que concedemos a las posguerras. Los conflictos bélicos son todavía rentables: a los periódicos les reportan titulares y a los (ya pocos) reporteros, prestigio y fama. Pero lo que viene justo después de la paz acostumbra a permanecer en un incómodo claroscuro que solo vuelve a iluminarse si regresan las hostilidades.

La vida tras una guerra, con sus miserias, escaseces y contradicciones se desarrolla en un escenario secundario, en un microteatro espantoso y sin apenas público. La así llamada comunidad internacional va poco a poco perdiendo interés, y los periódicos recolocan a sus contados corresponsales en lugares donde la sangre aún está fresca. La dificultad de proseguir con las identificaciones de los muertos de la guerra en los Balcanes la reconoció hace muy poco la misma directora del ICMP, Kathryne Bomberger: «Muchos políticos creen que la presión de la opinión pública para que se siga buscando a los desaparecidos ha disminuido». En las fosas comunes localizadas, y en las aún ignotas, se calcula que quedan unas 8.000 personas por identificar.

Al desinterés de las autoridades locales (su disponibilidad es directamente proporcional a la rentabilidad que vayan a obtener) hay que añadir la desbandada de los medios de comunicación, que apenas dan cuenta ya de un trabajo, el de la identificación de desaparecidos, lento, exigente y complejo. Por suerte, hay a quien todavía se interesa por aquello que ya no interesa. W. L. Tochman es un periodista polaco que en 2002 viajó a Bosnia y Herzegovina para relatar la vida cotidiana en la posguerra. Ahora, más de una década después, el libro que recoge aquella experiencia va ser publicado en español. Como si masticaras piedras: sobrevivir al pasado en Bosnia (Libros del K.O., 2015) es una crónica escrita en un lenguaje seco, casi notarial, en la que se va tasando el desgarro y la incredulidad de los supervivientes de aquel conflicto. He tenido la suerte y el privilegio de leerla antes de que salga al mercado (queda ya poquito), y no quería dejar pasar la oportunidad de hablaros de ella.

Por encima de sus virtudes estilísticas, que las tiene, Como si masticaras piedras es bonita y necesaria porque se interesa por los vivos que sobrevivieron a tanta muerte. Por las viudas y las madres que esperan con fortaleza indómita a que los despojos de hijos y maridos emerjan del magma anónimo de las fosas para enterrarlos con dignidad. Por la heroica dedicación de los especialistas forenses que, pese a la escasez de medios y el aire insano que fluye de las heridas sin cerrar, buscan la verdad escondida en la doble hélice. Por el estupor que produce en las víctimas que los verdugos de tus seres queridos no solo campen a sus anchas sino que además ocupen tu casa, usen tu vajilla, duerman en tu cama.

Estos zarpazos de incómodo realismo que la vida cotidiana deja sobre la piel de los tratados de paz son los que Tochman salva para la posteridad. Europa, pese a su refinada capacidad de autocrítica, a veces excesiva y paralizante, sigue mostrándose extrañamente ausente de los lugares de memoria donde se puso a prueba sus virtudes civilizatorias. Los esfuerzos del ICMP por identificar a los desaparecidos, el trabajo en la sombra de cientos de especialistas y el desconocimiento general es lo que hacen que este libro, aunque refiera historias de hace una década, sea un documento espléndido para expiar (explicar) el pasado. Y el incierto presente.

Cien libros «memorables» sobre Europa que las instituciones te sugieren que leas

¡Las omnipresentes y fastidiosas listas! No sabía yo que el Parlamento Europeo viene publicando, desde 2014, una con los libros imprescindibles sobre Europa. Grata sorpresa esta de tener un índice de obras «memorables» (unas más que otras, acabáramos). No voy a decir que me he leído las 100, ni muchísimo menos, pero sí que junto a felices inclusiones (mis admirados Szymborska, Patocka o Milosz) hay ominosas exclusiones (Mazower) y algún que otro pufo (del que no diré el nombre por respeto a los ancianos).

Más hombres que mujeres, más memorias de políticos que libros de Historia y más obras ‘viejas’ que contemporáneas. Ese es el resumen. Es curioso que, mientras de las primeras décadas de la Europa común hay una abundante y variada bibliografía, del pasado reciente y del tiempo presente no abunden los ejemplos (de hecho, de 2000 a hoy solo hay tres libros y ninguno, salvo el de Perry Anderson, de verdadera enjundia).

libros

Autor: EFE

A pesar de todo, me encanta que las instituciones comunitarias sean conscientes de lo importante que es el pasado. Dice en la presentación de la web Martin Schulz, presidente del PE y exlibrero, de quien nació a buen seguro la iniciativa, que «en estos momentos de crisis de confianza en la idea de Europa, estoy firmemente convencido de lo importante que es reflexionar sobre el contexto histórico del proyecto, para poder planificar mejor el futuro».

Encomiable, claro que un tanto utópico. Los libros como tal no están disponibles. Solo una breve ficha de los mismos y del autor. No en todos los idiomas de la UE y ahí radica el déficit más importante de la lista no se ha contado para su elaboración con las preferencias lectoras de los ciudadanos. Yo me reconozco en este índex porque es muy académico y sobrio y un tanto enrevesado, pero he hecho la prueba de preguntar a varios amigos cuántos de los autores que no sean políticos conocen: el resultado ha sido catastrófico.

El Pensamiento cautivo es, por ejemplo, una obra maravillosa, premonitoria, etc, pero por desgracia de lectura muy minoritaria. ¿No hubiera estado mejor, quizá, ampliar un poco el espectro de libros a novelas y autores más populares? Alguna vez lo he escrito aquí, y lo vuelvo a repetir: una de las mejores formas de alimentar el espíritu europeo es a través de la literatura continental. Todas estas obras, o muchas de ellas, son magníficas, pero responden más bien a un inaccesible deseo erudito que a una común pasión razonable.

Os animo de todas maneras a fuchicar en la web un poco. Ver los autores y echar un vistazo a las biografías. ¡Hay sorpresas agradables!

Las raíces de Europa en diez libros

No es una colección especialmente económica me refiero a su precio pero en español hay poquitas cosas así. Es también bastante breve, diez libros, y quizá alguno eche en falta un abanico ideológico más variado. Os hablo de la serie Las raíces de Europa, de la editorial Encuentro, que hace unos años publicó los discursos europeístas de De Gaspieri y próximamente hará lo propio con textos de Adenauer.

Encuentro es una editorial pulcramente conservadora en la órbita de la democracia cristiana de anteayer. Una corriente ideológica que aquí en España no es muy reconocida (ni tiene tanto ascendente entre las nuevas generaciones) y que en Europa, salvo excepciones, ha perdido fuerza en nuestros días sobrepasada por otras más atlantistas y tecnófilas. Una cosa ya más de otro siglo, quizá.

Alcide De Gaspieri (biografiasyvidas.com)

Alcide De Gaspieri (biografiasyvidas.com)

Se trata de libros sobre todo políticos, autobiografías como la canónica de Jean Monnet o la de Robert Schumann, ambos padres de esta patria. Hay otras obras más recientes, como la de Vaclav Havel, y alguna de contenido más intelectual, como La unidad de la cultura europea, del poeta T. S. Elliot. Es verdad que todos los autores están muertos (y la mayoría muertos hace mucho), pero todos son esenciales para la comprensión de una etapa de la historia de la integración.

La etapa, justamente, del prestigio de las élites. Cuando estas no estaban denostadas por su vulgar posicionamiento político y su falta de sentido de Estado. No voy a hacer una defensa de sus posiciones, pero si estáis pensando en qué Europa queréis para el futuro no está de más acercarse a estos viejunos. No los he leído a todos, pero sí a bastantes de ellos. Y la sensación, para que os hagáis una idea, es que su magisterio es una guía no explícita por la que hay que transitar: una deliciosa molestia.

PD: Aquí están todos los libros editados por Encuentro en esta colección.

PD2: Sobre De Gaspieri os recomiendo leer el texto de la conferencia que este pasado noviembre dictó Charles Powell, director del Instituto Elcano, con motivo del 60º aniversario de la muerte del estadista italiano. Un perfil evocador de su cosmopolitismo y su europeísmo (que como recuerda Powell en España es poco conocido). Aunque De Gaspieri murió antes de que se firmara el Tratado de Roma, contribuyó con sus iniciativas que quedaron en la cuneta a sellar el compromiso franco-alemán posterior.

 

 

 

‘Antici’: los encargados de anotar lo que hablan en secreto los líderes europeos

Hay una extraña mezcla de tradición y modernidad en la forma en la que la Unión Europea transmite sus decisiones. Junto a una voluntad encomiable de comunicación (los que hayan tratado con instituciones de la UE y con instituciones nacionales pueden dar cuenta del abismo que las separa) coexisten prácticas un tanto rocambolescas, conservadas en formol por la costumbre. Una de estas prácticas las llevan a cabo los antici.

Merkel y Rajoy conversan durante una reunión comunitaria (EFE).

Merkel y Rajoy conversan durante una reunión comunitaria (EFE).

Los antici son diplomáticos nacionales (de cada estado miembro) que se encargan de tomar notas mecanografiadas de lo todo que se habla en las cumbres de los jefes de estado y de gobierno de la UE. Ellos no tienen acceso directo a las conversaciones de los líderes, pero sí a un relato fiel transmitido por boca de un diplomático comunitario (conocido como debrief), que cada 15 minutos sale de la sala de reuniones. Un método con sus inconvenientes, pero que se lleva usando desde los años setenta.

De hecho, los embajadores permanentes ante la Unión que toman las notas se los conoce en la jerga bruselense como antici por el nombre del inventor del sistema, Paolo Antici, diplomático italiano recientemente fallecido que fue quien alumbró en 1975 este sistema. Los antici, aunque en España no sean muy conocidos, tienen una función muy importante en el engranaje comunitario, si bien –y ahí residen las críticas– sus transcripciones de las reuniones son secretas. Por ejemplo, el actual embajador de España en Turquía Cristóbal González-Aller ejerció de antici.

Precisamente ha sido este 2014 cuando los antici han salido de su relativo anonimato diplomático a raíz de un libro publicado en Alemania y que recoge las transcripciones oficiales y secretas de las cumbres de líderes europeos entre 2010 y 2013. El libro, que el periodista J. M. Martí Font, a quien entrevisté recientemente, traduce como Los que mueven los hilos en Europa, y no ha sido publicado aún, aunque debería serlo, en España. Esta obra no es la primera que analiza con una mirada crítica lo que sucede en Bruselas, de hecho en en el número 204 de la revista Le Monde Diplomatique (2012) hay un artículo que anticipa en parte lo que parece que sale en este libro.

Lo que dan a conocer Cerstin Gammelin y Raimund Loew, corresponsales en Bruselas para varios medios de habla alemana, es básicamente lo que en las crónicas periodísticas de los Consejos Europeos se vislumbra y lo que muchos creen con fe ciega: que durante los años de la crisis del euro la Alemania de Merkel, rocosa negociadora, se salió casi siempre con la suya, y cuando no, sus gestos de generosidad le sirvieron para luego ganar otras batallas más decisivas.

Supongo que algún día todas estas transcripciones dejarán de ser secretas y los historiadores que accedan a ellas podrán usarlas para mejorar el conocimiento de lo que pasó –y de cómo pasó– durante estos años decisivos para Europa. Mientras tantos los antici seguirán haciendo de escribas de las decisiones políticas debatidas a puerta cerrada.

Martí Font: «La caída del Muro de Berlín no acabó con Europa, sino que la rehízo»

— Alemania quiere ser Suiza

En un tono jovial, de café y sobremesa céntrica en Madrid, J. M. Martí Font reflexiona sobre los 25 últimos años de historia del país de sus desvelos. Alemania es hoy una nación satisfecha y apática, orgullosa de su pasado reciente y a la vez temerosa de su excesivo poder. Un pueblo que se dice a sí mismo, con algo de pesadumbre: «¡Y lo bien que estábamos nosotros sin liderar!».

— Me decía un embajador estadounidense que, cuando alternaba con diplomáticos y políticos alemanes, les solía advertir: «Ya veréis cuando os toque liderar, ya veréis»

La paradoja del éxito de Alemania es que, tras la caída del Muro de Berlín y la reunificación, su papel rector en Europa viene más forzado por la coyuntura exterior que por la voluntad interior. El alemán es un pueblo que ama el proyecto europeísta como pocos, pero aunque puede, no siente la urgencia de encabezarlo. Es algo profundamente trágico cuando se tiene que hacer de líder a regañadientes. Que se lo digan a Obama.

Martí Font sabe de lo que habla. Y de lo que escribe. Ahora libros, antes crónicas de corresponsal para El País. París y, sobre todo, Berlín, la «Pompeya del siglo XX». Despedido de Prisa, ha escrito un par de libros sobre Alemania, pues tuvo la fortuna —que también hay que buscarla— de estar en el centro del mundo un 9 de noviembre de 1989. El muro cayó y con los años él escribió una obrita de título revelador: El día que terminó el siglo XX (Anagrama, 1999). Ahora, a propósito del aniversario del colapso de la RDA, regresa con otra (Después del Muro, publicada en Galaxia-Gutenberg) en la que aborda las últimas dos décadas y media.

— 1989 es el punto que nos marca el presente, es un antes y un después. El gran error es pensar que el mundo real era el mundo de la Guerra Fría, cuando en realidad ese mundo era irreal, estaba congelado. Europa antes de la caída del Muro era un engendro raro occidental, y Europa no es occidental.

—  Claro, esa fecha significó la reconciliación de las dos Europas

—  No solo eso, es que el error es pensar que había dos Europas. Dile a un checo o un húngaro que estaban en otra Europa, a ver con qué cara te mira

© I. Montero Peláez

Cuesta ponerse en la piel de un periodista español en la Alemania aún dividida. Más todavía desde este presente aniquilado para la profesión, en el que salir de una redacción un día es más improbable que peregrinar a Tombuctú. Pero Martí Font cuenta las anécdotas justas para iluminar el relato de los hechos, y nada más. Su propósito es fundamentalmente ensayístico. Ni una concesión al «yo estuve allí» tan recurrente en los momentos estelares de la humanidad.

— Cuando pensamos que Alemania es un país pacífico, yo no recuerdo así aquellos primeros años de la unificación. El atentado contra el hoy todopoderoso ministro Schäuble, o contra Oskar Lafontaine en Colonia, que estuvo a milímetros de ser degollado en un mitin en el que yo estaba presente

Martí Font escribe en su libro, y confirma de palabra, que «Alemania es la campeona del mundo del recuerdo». Y es verdad. Aunque todavía no está del todo en paz consigo misma (¿qué país lo está realmente?), los alemanes están razonablemente satisfechos de cómo han superado los traumas de su historia reciente. Nunca más la culpa colectiva (por el Holocausto) ni el dichoso ‘muro mental’.

— España debería aprender…

— Y Polonia, por ejemplo, que tiene problemas parecidos, también

— Por supuesto. Además, ahora Polonia y Alemania viven en una luna de miel permanente. En el pasado se odiaron, pero ya no

Ese es uno de los grandes logros de Alemania, recuperar la influencia sobre su hinterland sin resultar odiosamente avasalladora. Tan plácidamente es aceptada su hegemonía entre los países vecinos que algunos, como la misma Polonia, temen menos su poder que su inactividad. Hay ciudades del Este de Alemania, Font lo cuenta en un capítulo, que han pasado del despoblamiento sobrevenido tras el fin del comunismo a vivir una segunda juventud gracias a los miles de polacos que cruzan la frontera para establecerse en ellas. Es el caso de Löcknitz, un pequeño pueblo de la región de Mecklemburgo-Pomerania, situado a escasos 20 minutos de la frontera polaca y donde el precio de la vivienda es cinco veces inferior.

— Hay un dato muy importante que ejemplifica la normalidad con la que Alemania ha asumido la unificación, y es que desde hace ya dos años el flujo de personas de Este a Oeste es el mismo que de Oeste a Este. Alemania tiene problemas (demográficos, de falta de fuerza de trabajo especializada, etc.), pero el proceso de unificación, salvo en pequeñas dosis y para ciertas personas, se ha completado del todo

— Quizá por eso, en parte, los alemanes están satisfechos con sus gobernantes

— Sí, ellos, al contrario que en España o Francia, creen en sus representantes, se sienten de verdad representados. En Alemania no existe la desafección con el sistema político. Los ciudadanos conocen a sus gobernantes, es un poco como sucede en Estados Unidos con la política local

— Además, está Merkel

— Lo de ‘mamá Merkel’ es digno de estudio. Llegó muy débil al poder, pero se ha ido construyendo a sí misma una vez alcanzado este. Merkel no hace promesas, sino que dice «voy a cuidar de las cosas» y luego actúa.

— ¿Y cómo sobrevive un político si no hace promesas?

— Pues a través de la buena gestión

Esto, la buena gestión, es quizá lo primero que le viene a la cabeza a cualquiera que piense en lo que hoy es Alemania: un país desmilitarizado, desinteresado del liderazgo global, receptor de inmigración sobradamente preparada y felizmente reconciliado. Un país todavía impregnado de las bondades del pietismo, pero que parece demasiado grande para Europa y demasiado pequeño para el mundo.

– Y a todo esto, ¿Francia?

– Los alemanes empiezan a no fiarse de Francia…

 

 

El debate sobre el pasado en Europa del Este se parece bastante al nuestro

Comentaba el otro día que las comparaciones son casi más paralizantes que odiosas. Y mientras escribía el post recordé un libro que había leído este verano que lo pone en duda. El libro se titula En busca del significado perdido. Y su autor es el mítico Adam Michnik. Publicado por la editorial Acantilado en 2013, se trata de una recopilación de artículos del intelectual polaco en los que analiza el pasado reciente de Polonia y las contradicciones, decepciones y frustraciones de los países del Este de Europa.

Son las suyas reflexiones que los españoles deberíamos atender, porque salvando todas las distancias, las cuitas de los polacos con su propio pasado (la dictadura comunista) son muy parecidas a las que tenemos nosotros con el nuestro (la dictadura franquista). Tanto que, cuando leía el libro, ví con claridad que España –tradicionalmente ajena de lo que sucede más allá de la frontera de Francia con Alemania– tiene en determinados aspectos más en común con los las naciones del Este del continente que con los países vecinos.

Presos, en 1942, en las obras de construcción de la cárcel de Carabanchel. (E. Amberley).

Presos, en 1942, en las obras de construcción de la cárcel de Carabanchel. (E. Amberley).

Polonia, como España, está inmersa en un debate profundo y antipático sobre la interpretación de su pasado. Ambas sociedades salieron, cada una a su modo, de largas dictaduras de signo contrario. Ambas sociedades, además, no han terminado de resolver satisfactoriamente las connivencias, las cesiones, las alianzas oportunas y las disidencias que se produjeron durante los años finales de cada régimen. Leyendo a Michnik uno se da cuenta de que existen lugares comunes y figuras que emergen siempre que una nueva generación revisa el pasado.

«He observado que, por regla general, los que se indignan no son las auténticas víctimas, sino los que se han arrogado los derechos de éstas», dice en un pasaje especialmente lúcido Michnik. Por decir algo parecido a propósito de los que ponían el grito en el cielo cuando derribaron la madrileña cárcel de Carabanchel, Fernando Savater fue menospreciado y acusado de blando con la dictadura (él, que estuvo preso allí por cuestiones políticas). «Su memoria viene de la ideología, no de la experiencia», decía al final de aquel memorable artículo.

De algo parecido le han acusado a Michnik en Polonia por decir con bastante sensatez, y en un proceso que parece repetirse en toda Europa tarde o temprano, que «resulta significativo que entre los partidarios de la revancha haya un número tan escaso de auténticos próceres de la oposición democrática». Una carencia que aquí en España, con tanto antifranquista criado a posteriori ocupando puestos de responsabilidad no deja de tener su parte casi económica…

El recuerdo del pasado en Polonia (y en España) está monopolizado por lo que Michnik llama la figura del ‘lustrador’. Un tipo o tipa con prédica en la opinión pública, que se dedica a ejercer de policía moral, de inquisidor, rastreando en las biografías de aquellos que se comprometieron en el tránsito hacia la democracia para buscarles cualquier mínima complicidad con el enemigo (franquista o comunista).

La escurridiza figura del ‘lustrador’, lejos de ser una guía para comprender mejor el pasado reciente, es un síntoma de que la lectura histórica está condicionada por adscripciones viscerales, demasiado tajantes y moralistas. Como dice, y creo que dice bien, Cees Nooteboom en una entrevista publicada este domingo en El País: «Alemania superó bien su pasado, España aún no». Los próximos años, con las sorpresas políticas que bien podrían llegar, parece que comienza a surgir un tiempo nuevo en España, con nuevas reglas tanto para el presente como, espero, para el pasado. Mientras tanto, tengamos en cuenta las experiencias polacas.

 

Notas aéreas de un viejo periodista europeo

No voy aquí, ahora, a descubrir yo a Manuel Chávez Nogales. Mi amigo David Yagüe ya compartió su fascinación por él en este nuestro blog sobre cosas literarias. Y también lo hicieron en algún momento Trapiello, Espada, imagino que Muñoz Molina… qué se yo. En mi caso, 2006 fue el año del primer contacto. Y aunque alguno de los libros reeditados no me resultan tan brillantes como dicen por ahí los nuevos apologetas me estoy refiriendo en concreto a La agonía de Francia, la enfática crónica de su huida del París ocupado, nada suyo me ha resultado jamás accesorio o caduco. Estos días ando con La vuelta a Europa en avión, como siempre bellamente editado por Libros del Asteroide, que aclaro: no me paga.

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(Fuente: manuelchavesnogales.info)

Un porcentaje de los elogios hacia Chávez Nogales son, en realidad, lamentos por el periodismo perdido. Es bastante probable que si el maestro estuviera vivo hoy, y fuera más o menos joven, sería carne de cañón del teletipo. Pero Chávez Nogales vivió y contó una época muy concreta: la de la guerra civil europea, y como otros periodistas intrépidos de aquella hora, lo contó con una honestidad nada balbuciente y con un tenaz espíritu europeo. Su lucidez, que ya quisiéramos algunos ahora, le llevó a identificar las grandes fuerzas emergentes, así como las brechas ideológicas que poco después de su muerte murió en los albores de la Segunda Guerra Mundial desgarrarían el continente.

Chávez Nogales hace en este libro, que os recuerdo que está escrito a finales de los años veinte, de flâneur aéreo. Seducido por la modernidad (porque entonces viajar en avión era una de las cosas más modernas que uno podía hacer), el reportero que ya disfrutaba en España de fama merecida recorre Europa desde España hasta Rusia, haciendo observaciones agudas y burguesas de todo lo que va viendo, ya sea el lánguido aburrimiento a las orillas del lago Leman, las prisas berlinesas, con sus cabarets y tugurios literarios, o el demediado Moscú de los soviets, que capta con una celeridad sorprendente:

El comunismo ha transtornado todos los valores humanos, está formando una nueva humanidad, y sin embargo no ha podido cambiar este panorama de Moscú con su sentido feudal, sus viejas murallas (…) sus barrios silenciosos en los que perdura aquel encanto burgués de otro tiempo.

Si tenéis curiosidad por saber qué opinaba un periodista español de los mejores sobre la Europa de su tiempo, os dejo varias píldoras, y ya paro.

  • Sobre Europa: «Al mes de estar danzando por Europa, uno no sabe si conserva o ha perdido aquel estricto sentido de la moralidad pública que se tiene en Celtiberia».
  • Sobre los catalanes: «El catalán es tradicionalista. Por encima de esos libres juegos de la inteligencia a los que se entrega, ama la tradición».
  • Sobre París: «Frente a las grandes aglomeraciones de casas que arbitrariamente se disponen en las ciudades, París se ofrece como el más feliz resultado de una sedimentación de siglos. Es la impresión más grata de París la de que está bien hecho, bien trabajado, bien terminado. Se da uno cuenta en seguida de que ésta es nuestra gran fuerza, la fuerza de Occidente, lo que no tendrán nunca los americanos. (…) Sólo por esta cuidadosa ponderación, París es la primera ciudad de Europa».
  • Sobre Viena: «La vida galante de Viena conserva, estilizado, el ritmo de la opereta. Europa se americaniza, se charlestoniza. Los negros han tomado París, y Berlín es una colonia yanqui. Viene es lo único europeo que queda en Europa».
  • Sobre el periodismo: «El talento periodístico no significa sino capacidad de expresión breve, precisa, eficaz. «Mi técnica periodística no es una técnica científica. Andar y contar es mi oficio».
  • Sobre Suiza: «Cuando se piensa que esta gente tan sosegada, tan prudente, tan correcta y discreta está aquí atrincherada en el cogollo de Europa, dentro de sus pequeños egoísmos municipales, desagrada un poco».
  • Sobre la Sociedad de Naciones y el nacionalismo: «A la Sociedad de Naciones se la puede atacar por muchas razones; por esta de que cuesta cara, no. La subsistencia de este grupo de gentes de buena fe, con un fervoroso sentido internacional en el cogollo de estos feroces nacionalismos del centro de Europa, bien vale lo poco que cuesta aunque ese gasto no evite el otro, el de los acorazados. Sobre todo, para nosotros, españoles, tan aislados, tan encerrados dentro de nuestro casticismo, es indispensable».
  • Sobre el comunismo (en Rusia): «Ser comunista en Rusia es como pertenecer a una clase aristocrática. Los comunistas han formado desde luego una especie de aristocracia que es la que rige hoy los destinos de Rusia. El acceso a esta clase es tan difícil como el acceso a cualquier aristocracia. No es comunista todo el que quiere».