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Karen Mardanyan: «En España estamos dando ahora los pasos que los armenios dieron en Francia en los años veinte»

Su deseo era Francia, la gran tierra europea de acogida para el exilio armenio desde los años veinte del siglo pasado, pero las implacables leyes migratorias lo impidieron (*). Cruzaron entonces a España. Viajaban con un hijo recién nacido y poco dinero. Tuvieron fortuna, y aquí siguen viviendo, en un barrio de una localidad del sur de Madrid, desde hace dos décadas. Karen Mardanyan es fuerte, de tez morena, nariz ganchuda y rostro ancho y simétrico. «La gente me pregunta si soy ruso», bromea, «y yo les digo que no, soy armenio». Metaksya Petrosyan podría pasar por una mujer del Este. Es rubia, corpulenta, sonríe casi como pidiendo perdón y, aunque se une a nosotros sigilosamente y con la conversación avanzada, pronto alcanza un tono más sentimental que el de su marido.

Lo primero que hicieron Karen y Metaksya al poco de establecerse en España fue comprar una antena parabólica. Encienden la televisión. Un domingo por la tarde los canales armenios emiten la misma programación monótona que los españoles. Pero lo que llega a través de la pantalla una película de época, un programa de variedades sirve bien a la nostalgia. Además, contribuye a que sus hijos Hayk y Mikayel acostumbren el oído a la lengua y las tradiciones armenias.

Metaksya, segunda por la izquierda, de negro sosteniendo una pancarta en la marcha del pasado día 26 en Madrid.

Metaksya, segunda por la izquierda, de negro sosteniendo una pancarta en la marcha del pasado día 23 en Madrid.

El genocidio también contribuye a esta educación y a aquella nostalgia, y pronto la charla deriva hacia el tema. Karen es un almacén de cifras y de líneas fronterizas, que desgrana con paciencia y pedagogía. A Metaksya no le interesan tanto los datos. Confunde el nombre de los tratados o no le importan demasiado. Qué más da París que Sevrès. Todos conmemoran una sucesión de traiciones a su nación. Metaksya sigue desconfiando de los turcos. Lo expresa sin rubor. Hay una maldad intrínseca en ellos, asegura. Jamás podrá tener amigos turcos.

Tanto Karen como Metaksya sienten un orgullo indisimulado hacia su menguante pueblo, estabulado entre naciones poderosas («Si tuviéramos petróleo…»), de credos enfrentados y poblaciones herederas de aquellas que asesinaron a sus antepasados. Karen es ingeniero técnico. Estricta formación soviética, aunque con matices: en su colegio se permitía estudiar armenio sin problemas, siempre y cuando no se mencionara el genocidio. El genocidio era un tema tabú. Lo fue hasta la década de los ochenta. Entonces la URSS se desintegraba y ya no prestaba tanta atención a las peculiaridades de sus satélites. Armenia fue una de aquellas repúblicas caucásicas: insignificante en cuanto a población, pero privilegiada en lo geoestratégico. Había una central nuclear y buen regimiento militar del Ejército Rojo. El nacionalismo armenio resurgió en ese momento. Y con él los problemas, que Karen sufrió en primera persona.

En España Karen ha sido de todo hasta ser lo que es ahora: autónomo. Tiene una furgoneta y un par de ayudantes. Se dedican a arreglar maquinaria hidráulica. Con la ayuda de un amigo llegó a inventar una máquina elevadora. Pero el proyecto nació muerto: los chinos construían casi lo mismo y más barato. Ahora Karen, que preside una asociación de armenios en España, sueña con hacer tímidos pinitos en política. Este verano toda la familia se irá a Armenia. En verano, en Yerebán hace mucho calor, pero desde cualquier ventana se ven las cumbres nevadas del monte Ararat, cuna sagrada para el pueblo armenio y hoy propiedad turca. La mujer de Karen sueña todavía con que les sea devuelto. «Me conformaría casi con eso», dice. Karen en cambio sonríe y mira el mastodóntico atlas de Armenia extendido sobre la mesa, trufado de tratados incumplidos y fronteras imaginarias. La Historia no parece dispuesta a darles una segunda oportunidad.

Karen y Hayk, en la manifestación de Madrid.

Karen y Hayk en la misma manifestación.

No hace tanto tiempo del genocidio armenio. No es como aquellos viejos relatos bíblicos, paleocristianos, que se pierden en la bruma de los tiempos. Solo cien años. Turquía sigue sin reconocer que el origen de su Estado moderno está manchado con la sangre del primer asesinato étnico del siglo XX. Karen y Metaksya guardan historias.

El abuelo de Metaksya sobrevivió al genocidio gracias a que se disfrazó de mujer. No fue el único, aunque estos engaños efímeros no siempre servían para despistar a la muerte, que al final se las arreglaba para llegar a todos los pueblos. Por fases: primero los soldados, luego la inteligencia, más tarde los civiles, los niños. Y más. Los turcos arrancaban los fetos de las embarazadas, los degollaban en presencia de sus madres y luego acababan con ellas. Hay fotografías. Testimonios. Memorias. Karen y Metaksya guardan en papel casi todas.

Los armenios en España no son ni mucho menos una comunidad tan poderosa como en Estados Unidos, Francia o Argentina. Apenas hay descendientes de la diáspora. Casi todos, unos 20.000, la mayoría en Valencia y Barcelona, vinieron a España poco después de que Armenia se convirtiera en un país independiente. Karen vivió los años convulsos de la caída de la URSS. Había que construir un país y se puso a ellos con energía juvenil. Pero una década después, ya sin trabajo y sin esperanzas, se lanzó a la aventura. Por eso España. Como él, los armenios que viven en nuestro país aspiran al reconocimiento simbólico por el Estado de aquella masacre fundacional del siglo. En «cinco o diez años», calculan, «habrán construido un lobby poderoso «como para poder aspirar a que su pasado sea tratado como lo es en otros países. España sigue siendo un socio poderoso de Turquía y España no es Francia, por lo que una ley que condene la negación del genocidio armenio sería una quimera aquí. «En España estamos dando ahora los pasos que los armenios dieron en Francia en los años veinte», dice Karen.

Karen y Metaksya compran alcohol armenio por Internet, comentan la actualidad política armenia, exhiben el sempiterno óleo del Ararat en el recibidor de casa y de vez en cuando organizan fiestas con comida y bebida armenias. España es una especie de segunda tierra prometida, pero como dice Metaksya, su casa siempre estará allí. Los pueblos más bonitos, las vistas más alucinantes, los mejores melocotones, granadas y albaricoques, no como los de los mercados de Madrid, puntualiza, que saben a nada. Karen y Metaksya están felices en España. Un mismo credo, un clima similar, costumbres parecidas. Solo de vez en cuando Metaksya se enfada. Alguien le pregunta por su origen, y cuando contesta «Armenia», le responden con una ignorancia ofensiva: «¿Ah, entonces eres de África? ¿Musulmana?». Como muchos pueblos acostumbrados a la persecución, habituados a ir sobreviviendo mutilados, el armenio ha adquirido una conciencia elevada y trágica de su patriotismo.

(*) Este es el relato de una tarde de domingo del pasado mes de marzo que pasé en la casa de Karen y Metaksya. Gracias a su paciencia y generosidad aprendí mucho de Armenia y de los armenios que viven entre nosotros. Shat Shnorhakal em.

Imágenes: K.M.

¿Por qué ha de importarnos el genocidio armenio que ocurrió hace hoy 100 años?

Una familia armenia (foto cedida por J. A. Gurriarán).

Una familia armenia (foto cedida por J. A. Gurriarán).

Durante los últimos días esta pregunta ha sido mi monte Ararat: imposible fingir que no está ahí e improbable abordarla con éxito sin una larga preparación. Tras meses pensando en armenio, documentándome y entrevistando a armenios, debería de ser fácil de responder. Pero no lo es. No soy muy amigo de celebrar los aniversarios periodísticos. Desconfío de su esfericidad y de las excusas caprichosas con las que exhumamos, justo ahora, los pasados. Hay aniversarios complacientes, como el de la Primera Guerra Mundial: es que ya no están moralizados. Nadie lo siente ya como una acusación íntima cuando se escribe sobre aquel horror. Otras fechas, en cambio, siguen agriando la convivencia. Así el genocidio armenio.

Hace 100 años los jóvenes turcos ebrios de modernidad y de Europa masacraron a un millón y medio de armenios que vivían dentro del Imperio Otomano. La matanza, que se sabe programada más allá de toda duda fáctica, supuso el bautismo de sangre con el que Turquía entró en la Edad Contemporánea. El primer genocidio del siglo XX se perpetró muy cerquita de Yevroba (Europa), en el fragor de la Gran Guerra y ante la mirada atónita de los dignatarios extranjeros. Aunque sin la precisión quirúrgica del futuro Holocausto, el número de víctimas apabulla a la razón la mayoría murieron degollados o en inhumanos desplazamientos por el desierto y las fotografías que lo atestiguan constituyen una siniestra prefiguración de la Shoah.

No me voy a extender en detalles. He escrito este artículo en el periódico recordando casi todas las aristas del tema. Desde el hecho en sí, su contexto bélico, el debate historiográfico y jurídico, la memoria de la diáspora, el negacionismo turco, etc. Casualidad, o quizá síntoma de que la cuestión no es un tema enterrado, hace unas semanas el papa se refirió al genocidio por su nombre. Ha sido el primer pontífice de la historia en hacerlo. Quizá no es un detalle menor que Francisco sea argentino, el tercer país con la comunidad armenia más numerosa del mundo. Turquía ha reaccionado como suele reaccionar cuando algún actor de la comunidad internacional menciona el asunto: llamando a consultas al embajador. Reavivando el conflicto diplomático, vaya.

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Fosa común con armenios.

Volviendo a la pregunta inicial, y esbozando un amago de respuesta, os diré que el genocidio armenio importa, por encima de cualquier consideración geopolítica, porque hay personas, varios miles, cientos de miles, cuyas raíces familiares fueron destruidas por aquel crimen, y que todavía hoy se educan en comunidad recordando a sus muertos no honrados. La diáspora armenia, aunque haya quedado relegada a cierto olvido por el macabro éxito de la diáspora judía, contiene casi todos los ingredientes de su siglo y también del nuestro: limpieza étnica, deportaciones en masa, fanatismo religioso, persistencia de la memoria histórica, lucha por el reconocimiento de la verdad, olvido de Europa, sentimiento colectivo de pertenencia a un pueblo…

Aquí no termino. He escrito varios post que iré publicando durante esta semana y la próxima. A esta presentación (o justificación) de hoy se sumará una entrevista con una familia armenia que vive desde hace años en Madrid, un post sobre cultura armenia centrado principalmente en la figura y la obra del escritor William Saroyan y, para terminar, otra entrevista, esta vez con José Antonio Gurriarán, el periodista español que más sabe de Armenia. Espero que el menú, a falta de granadas y albaricoques que lo endulcen, sea de vuestro agrado.

Turquía y la Unión Europea, un ‘ya te llamaremos’ que dura medio siglo

Hasta el más optimista de los diplomáticos estará de acuerdo. Algo falla si tras cincuenta años de negociaciones bilaterales entre actores internacionales –ni enemigos ni beligerantes– el fin último que se pretendía alcanzar sigue posponiéndose indefinidamente.

En 1963, Turquía firmó el primer acuerdo de cooperación con el entonces selecto club europeo –integrado por seis miembros– denominado CEE. Veinticinco años después solicitó el ingreso en la comunidad europea. Pero no fue hasta 12 años más tarde, en 1999, cuando Ankara adquirió oficialmente el estatus de país candidato; el mismo que sigue teniendo, aunque casi dando las gracias, en 2013.

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Medio siglo de espera. Cincuenta años en los cuales la UE ha pasado de un núcleo de naciones prósperas a un mosaico heterogéneo de 28 estados… ya no tan prósperos. Lo de Turquía es lo más parecido a ser rechazado en la (poco sublime) puerta de una discoteca por no llevar camisa y zapatos mientras el resto pasa alegremente en alpargatas y borrachos como cubas.

Siempre que se acerca el momento de la verdad, brotan argumentos imponderables que obligan a retrasar, replantear, reconducir, reformular, reloquesea, las relaciones entre la UE y Turquía. El lío chipriota, el enquistado problema kurdo o los ecos del genocidio armenio en tiempos del simpático Bulent Ecevit –a mí me caía bien, qué le vamos a hacer, con su bigote grouchiano y su fama de poeta clásico–; todos los anteriormente enumerados, más el autoritarismo y la islamización, durante la década (y lo que queda) de dominio del neosultán Erdogan.

La delegación diplomática de la UE encargada de velar por los asuntos turcos, que con diferentes denominaciones funciona desde 1974, hace estos meses horas extras. Los más de cien expertos que escrutan los avances (y retrocesos) del país respecto del acervo europeo tienen un nuevo foco de preocupación: el descontento popular hacia el actual Gobierno islamista moderado, simbolizado en las protestas multitudinarias de la plaza Taksim.

Para empezar, y sea lo que sea que haya pasado o esté pasando en Turquía, las opiniones en este punto difieren (primavera del pueblo, lucha de clases, revuelta anticapitalista pero de tintes occidentalistas, un nuevo modo horizontal de entender la política…), la UE ya ha retrasado hasta este octubre las nuevas negociaciones sobre la adhesión. Además, el pulso comunitario entre quienes son partidarios de reforzar, en estos momentos de crisis, el compromiso con el estado turco (a fin de cuentas, una potencia emergente) y los que prefieren soltar amarras se ha recrudecido.

Y, como en casi todo últimamente en Europa, la balanza se ha desequilibrado a favor de Alemania, partidaria muy poco discreta –el todopoderoso ministro Schäuble no es un hombre muy dado a los circunloquios– de la línea dura contra Erdogan (las razones germanas para decir no a Turquía son históricas, pero también coyunturales: el más que posible vuelco demográfico y las severas implicaciones que este tendría).

Un otoño que será clave

Visto lo visto, y tras lo que se dice que fue un duro (como siempre) debate, el checo Stefan Füle, comisario de Ampliación, saludaba el pasado 25 de junio en Twitter el acuerdo entre los estados miembros que retrasa la negociación del capítulo 22 –significativo punto dedicado a la política regional– hasta bien entrado el otoño. Cinco días después era el mismo Füle el que escribía ufano en su cuenta de esta red social que la «UE volvía a hacer historia»… con la incorporación de Croacia a la UE.

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El periodo estival por un lado y el desvío de la preocupación internacional de Ankara a Damasco por otro, parecen haber actuado de bálsamo.Mientras llega el nuevo informe que prepara Bruselas sobre el estado de la candidatura (el último, de 2012, fue de los más negativos de los últimos años), la temperatura política ha bajado unos grados.

Pese a todo, haríamos mal en no plantearnos con honestidad una serie de preguntas (que trataré de ir respondiendo, en los próximos meses, con ayuda de los que realmente saben): ¿Está realmente la UE preparada para recibir a Turquía? ¿Seguirá aduciendo evasivas hasta el fin de los tiempos (o de la propia unión)? ¿Qué otras fórmulas, que no son la adhesión pura y dura, podrían contemplarse?

Como escribió el mordaz y mediático Slavoj Zizek hace seis años en un artículo que no ha perdido apenas actualidad, «‘el problema turco’ no tiene tanto que ver con Turquía en sí misma, sino con la confusión sobre lo que Europa es». Y eso que en 2007 la cuestión de la identidad parecía felizmente encauzada.