Europa inquieta Europa inquieta

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Por qué nunca visitaré Auschwitz

Guardo en casa un tríptico en tres idiomas sobre Auschwitz. Lo encontré una noche mientras caminaba por una coqueta calle de Prenzlauer Berg. En Berlín pasan pasaban esas cosas extraordinarias. En el suelo, junto a un portalón de madera todo pintarrajeado, alguien había dejado una montaña de libros y papeles. Husmeé, es mi costumbre. Y allí estaba, como si fuera un catálogo de los Museos Vaticanos, la guía útil para acceder a los secretos del mayor campo de exterminio nazi. Auschwitz es el lugar de memoria más importante de la Europa contemporánea. Basta el detalle de los centenares de artículos que se han escrito en el 70 aniversario de la liberación para comprender la magnitud de un fenómeno que trasciende los esquemas habituales de lo que se entiende como memoria colectiva.

Auschwitz

Exprisioneros de Auschwitz dentro de los muros del campo (EFE).

Sobre Auschwitz, al contrario que sobre otros hitos del horror contemporáneo, no hay fisuras. Y si alguna hay, es completamente marginal. Sobre Auschwitz, además, se han escrito algunos de los mejores libros de Historia y algunas de las mejores obras literarias del siglo XX. No, no es necesario visitar Auschwitz para comprender el nazismo. Basta leer a Primo Levi. Las imágenes, los restos arqueológicos, algunos de tal terrible belleza que anulan su misma pretensión de denuncia, no dan la medida exacta. Son los textos de los sobrevivientes los que se acercan más a la descripción del mal radical; son las reflexiones de los historiadores las que mejor logran penetrar en la escurridiza zona gris que siempre es la más difícil de relatar y que los discursos oficiales arrinconan.

Os decía que guardo en casa ese tríptico y que lo he hojeado alguna vez, tampoco muchas. Explicaciones turísticas de una bondad pedagógica inestimable, pero sumamente inservibles. Auschwitz es un lugar de peregrinaje, la primera parada (y con frecuencia, la última) del universo concentracionario. La identidad alemana y europea moderna se funda sobre la sombra de sus hornos crematorios. Pero yo jamás iré. No me espanta la banalización turística, ni tampoco que los visitantes se tomen selfies delante del Arbeit Macht frei como si estuvieran celebrando la Champions. Pero jamás iré por una razón compleja y sencilla a la vez: no le veo ningún futuro a esta sacrilización del pasado. Además, tal y como yo lo he asumido, el horror del Holocausto debe decantarse en la intimidad, en una ascesis labrada a golpe de lecturas. Ir y ver y volverme sin más me resultaría una traición, como aprobar un examen sin haber estudiado.

Al final de su Ensayo sobre la casa de los muertos, incluido en Posguerra, Tony Judt escribe lo que sigue. La verdad que no he leído nunca una explicación mejor a todo este inmenso lío de la memoria, el nazismo, la conmemoración y la identidad europea:

[El] Riesgo que corremos al entregarnos a un excesivo culto a la conmemoración al desplazar la atención tanto hacia los verdugos como hacia las víctimas. Por una parte, en principio no hay límite para la memoria y para las experiencias que merecen recordarse. Por otra, conmemorar el pasado mediante edificios y museos también es una forma de contenerlo e incluso de desdeñarlo, haciendo que la responsabilidad recaiga sobre los otros. Quizá esto no tenga importancia mientras existan hombres y mujeres que recuerden lo sucedido por haberlo vivido personalmente. Pero ahora, como recordaba con ochenta y un años Jorge Semprún a otros supervivientes durante el sexagésimo aniversario de Buchenwald, ocurrida el diez de abril de 2005, «el ciclo de la memoria activa se está cerrando». Aunque Europa pudiera de alguna manera aferrarse indefinidamente a una memoria vívida de los crímenes del pasado –que eso es lo que se pretende, por deficiente que sea la empresa, al concebir monumentos y museos-, la cuestión no tendría mucho sentido. La memoria es intrínsecamente polémica y sesgada: lo que para unos es reconocimiento, para otros es omisión. Además, es una mala consejera en lo que al pasado se refiere. La primera Europa de postguerra se levantó sobre una memoria deliberadamente errónea: el olvido como forma de vida. Por su parte, desde 1989, el continente se ha construido, a modo de compensación, sobre un excedente de memoria: un recuerdo público institucionalizado en los mismos cimientos de la identidad colectiva. La primera no podía durar, pero tampoco la segunda. Cierto grado de abandono e incluso de olvido es necesario para la salud pública.

PS: Por cierto, la fotografía que acompaña al texto es conmovedora. Varios exprisioneros volvieron hoy al campo de la muerte. Es difícil no emocionarse con algo así, con el testimonio de los pocos que siguen vivos. Pero la pregunta de hasta cuándo se podrá seguir conmemorando de esta forma y, sobre todo, cómo se conmemorará luego, cuando la memoria vívida no exista, sigue presente.

El último aliento de un género muy europeo: la literatura concentracionaria

Hay un artículo imaginario en el que siempre pienso, pero jamás empiezo, que trataría sobre literatura concentracionaria y su influencia en la visión del pasado más o menos reciente. Un ‘género’, por así decirlo, de indudable naturaleza europea y del que ya van quedando cada vez menos, ay, representantes vivos.

He vuelto a pensar en él porque mi compañera del blog de al lado, la generosa Paula Arenas (@parenasm), me regaló hace unos días una biografía de Jorge Semprún, que ya hubiera devorado si no fuera porque al día siguiente me regaló otro libro tanto o más apetitoso —¡y europeo!—: Telón de acero, la destrucción de Europa del Este (1945 – 1956), de la gran Anne Applebaum.

La literatura concentracionaria es la guardiana de la memoria de Europa. De sus atrocidades y de su historia de exterminio. Es, además, una gran literatura. Los cuentos breves de Salamov, las novelas de Semprún y de Primo Levi o los recuerdos de Jean Améry, Buber-Neumann y Herling-Grudzinski son obras maestras literarias además de piezas documentales exquisitas.

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Tengo un amigo que dice que leer a estos autores y estas obras —que hablan de frío siberiano, torturas, ‘zonas grises’, hambre y desplazamientos en masa— en tu cama, calentito, a salvo, es un ejercicio culpable, pero extrañamente placentero a la vez. Como si te invadiera la seguridad de que nada de aquello que cuentan volverá a repetirse.

He hecho un repaso de los vivos y los muertos. Desde que Semprún falleció, en 2011, los escritores todavía vivos testigos del Holocausto son Elie Wiesel e Imre Kertesz. Quizá quede alguno más, pero no lo he leído ni lo conozco. Por el lado de los testigos del gulag, todos han muerto. Herling-Grudzinski, Salamov y el más conocido de todos, Solzhenitsyn, que lo hizo en 2008.

No sé cómo leerán las nuevas generaciones a estos autores. Si los leerán o si, definitivamente, como alguno ya pronosticaba fatalmente en sus libros, el recuerdo de sus experiencias se difuminará, el tiempo impondrá una brecha insalvable e irreconocible entre lo que quisieron trasmitir y lo que se extraerá —¿migajas?— de sus recuerdos en un futuro.

Los rusos, los españoles, los italianos o franceses sufrieron todos, en mayor o menor medida, la experiencia totalitaria. Los relatos de los rusos, quizá por su concisión, porque sus experiencias traspasan lo humano y cuesta someterlas todavía más a la razón, siempre me han parecido más espeluznantes, aunque si se analizan, hay similitudes de fondo en todos ellos. Por eso estoy plenamente de acuerdo con que esa experiencia totalitaria, como dice Applebaum al comienzo de su nuevo libro, «sigue siendo una descripción útil y necesaria» para la comprensión de la historia del siglo XX. Un ejercicio humano, demasiado humano.

Por si alguno está interesado en ellos, os dejo una pequeña lista con mis obras preferidas (todas fácilmente encontrables), aunque hay muchas más, de estos y otros autores:

  • La escritura o la vida (Jorge Semprún)
  • Los hundidos y los salvados (Primo Levi)
  • Prisionera de Hitler y Stalin (Buber-Neumann)
  • El universo concentracionario (David Rousset)
  • Relatos de Kolimá (Varlam Salamov)
  • Un mundo aparte (Herling-Grudzinski)
  • Un día en la vida de Ivan Denisovich (Solzhenitsyn)
  • Nuestro hogar es Auschwitz (Tadeusz Borowski)
  • Más allá de la culpa y la expiación (Jean Améry)

Queridos negacionistas, no os esforcéis más: el Holocausto sí que tuvo lugar

No os conozco personalmente, queridos negacionistas, pero observo con fastidio creciente que cada vez que publico un artículo sobre algún asunto espinoso relacionado con el nazismo, la extrema derecha o el Holocausto estáis prestos al quite con comentarios que en algún que otro país europeo rozarían, siendo magnánimos, el delito.

Internet es un nicho ideal para vosotros, negacionistas. No lo digo yo, que solo puedo afirmarlo —poca cosa— por la experiencia, sino un estudio reciente de la Agencia Europea de Derechos Fundamentales. Aquí está el estudio. Es extenso, no os va a convencer de nada, pero bueno, yo os lo enlazo. ¡Por datos que no sea!

El negacionismo es una malformación propiamente europea. El residuo intelectual de una civilización que ha pulido sus valores de forma obsesiva. Tanto deseo de perfección moral deja esquirlas: aquellos que, contra la razón, el sentido común y el principio de realidad, se empeñan en sostener públicamente mentiras refutadas.

Todo lo anterior tampoco lo afirmo yo solo —ya véis que no soy nada original—, sino que es moneda frecuente entre historiadores. ¿Cuáles, os preguntaréis? Pues, en principio, los mejores. Tony Judt, Mark Mazower, Alan Bullock, Daniel Goldhagen. Y más. Y no solo los historiadores, también los testigos (autores de eso que se llama literatura concentracionaria): Elie Wiessel, Primo Levi, Jorge Semprún…

Pero la cuestión, diréis, no son los nombres, sino los hechos. Y en eso sí que os doy la razón. Así que, vayamos a los hechos. En un post reciente alguien que decía ser María dejó un comentario con una serie de preguntas, aparentemente contundentes, que vendrían a poner en aprietos la «versión oficial» del Holocausto. Estas preguntas, dirigidas a los «creeyentes», conminaban a mostrar pruebas de las órdenes de exterminio o de la existencia de los hornos de Auschwitz.

Presos en Buchenwald (WIKIPEDIA)

Presos en Buchenwald (WIKIPEDIA)

Es una forma de proceder clásica de los negacionistas. Tratar de poner en aprietos a los historiadores académicos usando argumentos circulares, como en este caso, proporcionando citas falsas o descontextualizadas y haciendo un uso espurio de los documentos. En esta ocasión, la comentarista del blog lo que hizo fue reproducir sin más algunas de las preguntas clásicas de los negacionistas más famosos, como el condenado David Irving o Paul Rassinier, considerado el primer negacionista, cuya biografía es muy curiosa: pasó del comunismo al socialismo, estuvo preso en Buchenwald (como Semprún, por cierto) y luego se alió con la extrema derecha tras la Segunda Guerra Mundial.

No voy a dedicarme aquí a refutar uno por uno cada argumento negacionista. Es un trabajo ingente, necesario aún hoy, pero del que ya se encargan con sobrado celo y precisión los profesionales. Alguien dirá: ¡Ajá! ¡Como no ofrece argumentos ni respuestas a los planteamientos concretos de los negacionistas, será porque estos tienen razón! Pues no, no la tienen. Y antes de nada por lo siguiente: la carga de la prueba, como en cualquier conspiración (11-S, la muerte de Kennedy, 11-M) está del lado de aquellos que se amparan en hechos extraordionarios… que como nos enseñó Carl Sagan, requieren de pruebas igual de extraordinarias.

El negacionismo es una boyante industria cultural. Trata de vestirse con los ropajes de la ciencia (vocabulario científico, profusión de notas al pie, uso de herramientas históricas) y sus partidarios se ven a sí mismos como quijotes que luchan por lograr que aflore una verdad presuntamente hurtada a la sociedad por el establishment académico. Ideológicamente suelen estar muy a la derecha del espectro político, pero no siempre. El historiador Vidal Naquet, cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz, escribió en un famoso libro que «el negacionismo se haya en la encrucijada de ideologías muy diversas y a veces contradictorias».

Por mi experiencia en este blog, la mayoría de los negacionistas que depositan sus en él sus disparates parecen provenir de la extrema derecha, pero también me he encontrado con algún comentario negacionista desde posiciones ideológicas  de ultraizquierda (antiimperialistas, principalmente). Qué le vamos  hacer. Por mi experiencia también sé que este post, tristemente, no servirá de nada, que muy posiblemente los negacionistas, mis queridos negacionistas, redoblarán sus esfuerzos —como en la famosa definición de fanático que dio George Santayana— aunque hayan perdido de vista hace mucho su objetivo.

 

Auschwitz, el estadio Heysel y la troika: viejos y nuevos lugares de memoria europea

Europa tiene un serio problema con su memoria: la conmemora sin cesar al mismo tiempo que desprecia la historia. Procesos simultáneos y contradictorios. Movimientos tectónicos apenas perceptibles para los que simplemente vivimos, pero que los historiadores —los aguafiestas del presente— se encargan de tasar con puntillosa precisión.

No voy a entrar hoy en estos jardines espinosos de si memoria e historia son conceptos antagónicos, me reservo para cuando esté más inspirado. Este post trata solo de cómo los europeos manejan públicamente sus recuerdos, sobre todo los recientes, y de si va siendo necesario que Europa se tome en serio y reactualice sus ‘lugares de memoria’.

Vigilia por los muertos de la matanza de Katyn (EFE)

Vigilia por los muertos de la matanza de Katyn (EFE)

¿’Lugares de memoria’? Sí, para quienes nunca hayáis oído hablar de ellos, os lo resumo. Se trata de un término historiográfico, el hallazgo de un historiador francés (Pierre Nora) que en los años ochenta del siglo pasado dedicó siete gruesos volúmenes —que sinceramente no he leído, solo me he encarado con resúmenes— a la búsqueda «empírica y casi lúdica» de «los puntos de cristalización de nuestra herencia nacional».

Es decir, Nora fue recopilando objetos, físicos pero también simbólicos, del patrimonio francés —desde la torre Eiffel, pasando por Juana de Arco, el republicanismo o los funerales de Victor Hugo— para luego desentrañar lo que él denominaba «su verdad simbólica más allá de su realidad histórica». Una tarea compleja, infinitamente más profunda que un simple paseo turístico por los hitos nacionales, que explicó con mucha claridad en este artículo.

El salto que viene, os lo podéis imaginar, es obvio. ¿Sería posible fijar los lugares de memoria europeos? El mismo Nora reflexionó sobre el tema. Su concepto había hecho muy pronto fortuna y rápidamente había sido exportado a otros países, como España o los países del Este, que se valieron de su metodología para encararse de una forma diferente con sus conflictivos pasados.

Pero con Europa, como advirtió Nora, existían varios problemas. Por un lado, la tarea de recopilar lugares de memoria es ingente y casi imposible de acotar. Por otro, antes habría que dar respuesta a una pregunta clave: «¿Existe, independientemente de un patrimonio europeo, una memoria europea que se formule en los moldes de lo nacional? «.

El historiador francés no llegó a encontrar entonces una respuesta positiva —sus lugares de memoria, decía, estaban intrínsecamente unidos a la potencia y desarrollo del Estado francés—, aunque sí aventuró nombres propios: Lepanto, Waterloo, la Universidad de Salamanca, Verdún, el proceso a Galileo, Auschwitz, La declaración de derechos del hombre y el ciudadano…

Revisar los antiguos y fijar nuevos lugares

Campo de exterminio de Auschwitz (EFE).

Campo de exterminio de Auschwitz (EFE).

Llevo un tiempo planteándome la cuestión. No soy el único, por supuesto, faltaría más. La Fundación Academia de Yuste organizó hace unos años un seminario centrado en Las Memorias y Lugares de Memoria de Europa, en el que tuvo un papel relevante la anciana luchadora Simone Veil. Superviviente del Holocausto y primera mujer en presidir el Parlamento Europeo, Veil escribió entonces que aquellas jornadas estaban «dirigidas a la juventud» para «comprometerla en el proceso de construcción» del continente.

Así pues, y dejando al margen los inevitables y fastidiosos problemas metodológicos, ¿cuáles podrían ser, a día de hoy, los ‘lugares de memoria’ que aúnen las diferentes identidades europeas? Voy a enumerar —con sus porqués— algunos de ellos, aunque me gustaría que vosotros me ayudáseis a completar esta somera lista. Quién sabe lo que puede llegar a dar de sí un post.

  • Auschwitz y el bosque de Katyn: Quizá los más fáciles de justificar, sobre todo el primero. Las cámaras de gas nazi y la matanza de oficiales polacos por el Ejército Rojo son dos hitos oscuros del pasado reciente de Europa. La construcción europea se levantó teniendo presente ambas y, mutantis mutandis, su recuerdo es una forma de expiación de aquella memorial del mal. El problema, quizá, es que las nuevas generaciones europeas ya no se identifican de una manera tan pasional —como sí lo hace y lo reconoce la propia Veil, por ejemplo— con aquel pasado. De ahí que la conmemoración anual e institucional del Holocausto cada vez sea un rito más artificioso que real y, hasta cierto punto, vacío de contenido.
  • La Declaración Schuman: Calificada por muchos estudiosos europeos de «acto revolucionario», este hito institucional avalado por el que entonces era el ministro de Asuntos Exteriores francés significó, por una parte, la aceptación de Alemania como Estado de pleno derecho en la Europa de posguerra y, por otro, la creación de una Alta Autoridad, un órgano, como señala Ricardo M. Martín de la Guardia (1), «de naturaleza supranacional independiente de los gobiernos«. Hay que recordar que la Declaración Schuman data de 1950 y que el propio Schuman, un democrata cristiano, había sido soldado alemán en la Primera Guerra Mundial y prisionero de la Gestapo nazi en la Segunda. Cada 9 de mayo —fecha de la declaración— Europa celebra su día.
  • La tragedia del estadio Heysel de Bruselas: En breve hará 30 años de la tragedia más llorada del fútbol europeo. Fue en 1985. En el estadio Heysel de Bruselas, durante la final de la Copa de Europa. 39 aficionados —32 italianos, 4 belgas, 2 franceses y un británico— fallecieron debido a la avalancha producida tras romperse la valla que separaba a las aficiones de los dos equipos, Liverpool y Juventus. La culpa fue de los hooligans ingleses, y más de una decena de ellos fueron condenados en el juicio posterior. Pero las consecuencias para el fútbol en el continente han sido evidentes, y no solo en lo referente a la seguridad en los estadios o el fin de la permisiva exaltación de la violencia de los aficionados radicales. Es fútbol es un deporte de masas, la guerra por otros medios en Europa, y Heysel (hoy renombrado Rey Balduino, como explica en este informado post @educasado) puede considerarse un hito de lo que no debe volver a repetirse. El espectáculo civilizado que es hoy la Champions League le debe mucho a aquella tragedia.

Se me ocurren muchísimos más ‘lugares de memoria’ para reactualizar el pasado de Europa. No voy a detallarlos todos porque no quiero convertir este post un texto infinito. Me voy a limitar a enumerar unos cuantos más, aunque descontextualizados: El Tribunal de la Haya, el euro, Sebrenica, la troika. Algunos son, lo sé, objeto de discusiones vívidas, pero de alguna manera —y más allá de cuestiones académicas— la memoria colectiva de los europeos (si existe tal cosa), se construye gracias a —o a pesar de— ellos. Espero vuestas aportaciones.

(1) Historia de la intregación Europea, Ariel, 2001.

 

La UE no debería sancionar el negacionismo

Negar los crímenes del Holocausto es delito en países como Alemania y Francia. Lo es desde hace años, después de intensos debates en los que participaron juristas, historiadores y víctimas. El tema es apasionante, y para tratarlo con la densidad que merece es necesario manejar con precisión conceptos como verdad jurídica, verdad histórica, derecho de las víctimas al reconocimiento, culpa colectiva y memoria institucionalizada.

Una Decisión Marco de la UE insta —desde el año 2008— a homogeneizar la legislación de los Estados miembros en la lucha contra el racismo y la xenofobia. Una normativa, a la que por cierto España hace evidentes esfuerzos por adaptarse, que obliga a sancionar la «apología pública, la negación o trivialización flagrante» de «crímenes de genocidio», pero sin hacer referencias concretas al Holocausto judío ni a otros episodios igualmente genocidas del siglo XX, como los de Sebrenica o Ruanda.

Los jefes del campo de de Auschwitz, tomando un refrigerio (Museo del Holocasuto )

Los jefes del campo de de Auschwitz, tomando un refrigerio (Museo del Holocasuto )

Viviane Reding, comisaria de Justicia, se refirió hace pocas semanas a este asunto. Fue por escrito y a propósito de un homenaje a la División Azul que había tenido lugar en mayo en un cuartel de la Guardia Civil de Barcelona. En una carta de respuesta a varios eurodiputados españoles, Reding aseguró que «la exculpación, negación o trivialización pública de los crímenes nazis deben ser sancionables penalmente». Además, la comisaria recordó que, a partir de 2014, la Comisión Europea (CE) podrá iniciar procedimientos de infracción contra los Estados que no condenen estos actos, algo que hoy todavía no puede hacer.

Al margen de la cuestión técnica de cómo ejecutar las sanciones, elevar el negacionismo a delito europeo implica hacer frente a obstáculos espinosos que deben ser recordados. El primero es que, pese a los intentos institucionales por dotar al continente de una memoria histórica compartida, no todos los Estados miembros tienen la misma relación con su pasado totalitario. Hay países donde solo hubo víctimas; otros en los que hubo víctimas y verdugos (y una compleja imbricación entre ellos que aún es objeto de estudio) y unos pocos más fueron esencialmente fabricantes de ejecutores.

El segundo tiene que ver con la naturaleza política y geográfica de la ideología totalitaria. En 2010, un grupo de países del Este europeo solicitó a la CE que incluyera los crímenes perpetrados por el comunismo bajo el mismo paraguas penal que los cometidos por los nazis. La propuesta fue rechazada, si bien la argumentación de los solicitantes era, en esencia, la misma de aquellos que pedían legislar sobre el nazismo: evitar el resurgimiento de las ideas totalitarias. Sobre este punto en concreto pienso que pesó más la habitual displicencia con la que la Europa occidental trata a la oriental que la débil empatía que históricamente suscitaron los crímenes comunistas entre las potencias del oeste.

Esta bienintencionada obsesión por legislar sobre el pasado —una cosa es hacer apología y otra distinta negar o trivializar— es profundamente peligrosa, y no solo para el oficio de historiador (aquí están la razones liberales de Timothy Garton Ash, que suscribo). Tras el recurso al Código Penal está la vana pedagogia y, justo detrás, la tentación de convertir —como escribió Tony Judt en Sobre el olvidado siglo XX— la historia europea en una especie de palacio de la memoria moral. La europea es una sociedad madura que, aunque tiene que resolver aún bastantes cuitas pendientes con su pasado, sabe distinguir la mentira de la verdad histórica. O debería.

En el caso de que se introdujera finalmente esta tipología delictiva, qué sucederá en países como España: ¿Se impondrán penas de cárcel para quien niegue el Holocausto que, a fin de cuentas, no aconteció en su territorio y para el que no existe una tradición negacionista asentada? ¿Será posible trivializar, de forma impune, los crímenes del franquismo o estos también estarían incluidos dentro de las exigencias de Europa?