Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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Donde el asco era un lujo: Mauthausen, el campo de los españoles, en tres libros

Antes de que los rescoldos del aniversario de su liberación se apaguen, me gustaría traer Mauthausen. El campo de concentración nazi donde más presos españoles vivieron (casi 8.000) y murieron (la mitad no sobrevivió). Uno de los lugares más atroces del universo concentracionario alemán. No puedo competir con las buenas historias que estos días pasados se han ido publicado. Pero puedo compartirlas. Esta sobre los tuits desde el infierno. O este relato sereno y conmovido de Cuartango, visitante por un día. También puedo traer varios libros, muy recientes.

El primero de un historiador, Benito Bermejo. El segundo de un periodista, Carlos Hernández de Miguel, sobrino de un deportado que sobrevivió al cautiverio. El fotógrafo del terror (RBA, 2015), el primero de ellos, rescata la biografía y el legado de Francisco Boix, preso socialista que logró sustraer miles de fotografías que documentan las atrocidades de Mauthausen. Fotografías tomadas por los propios alemanes. Un testimonio que sería clave en Nuremberg, aunque Boix murió poco después, a los 31 años, con lo que su memoria y su coraje fueron amputados de los fastos en décadas futuras.

Miembros del Comité Internacional de Mauthausen, en los exteriores del que fuera campo de extermino nazi. (ARCHIVO / 20MINUTOS)

Miembros del Comité Internacional de Mauthausen, en los exteriores del que fuera campo de extermino nazi. (ARCHIVO / 20MINUTOS)

El segundo libro es Los últimos españoles de Mauthausen (Ediciones B, 2015). Una historia oral que recoge el testimonio de españoles supervivientes algunos ya centenarios y que recopila la memoria de los presos, la mayoría excombatientes republicanos de la guerra civil española. Pero hay un tercer libro, una novela en concreto, mucho más antigua que los otros dos. Se titula K. L. Reich (Libros del Asteroide, 2014) y la escribió Joaquim Amat-Piniella. Sobre él me extenderé más. Lo acabo de leer y me gustaría contribuir con razones, aunque lo haga peor que otros, a que vosotros también lo disfrutéis.

K. L. Reich es milagrosamente atípico. Una novela escrita en el siglo pasado… ¡publicada en los años sesenta en España! Toda una hazaña viniéndose de donde se venía: un régimen, el franquista, que hasta hacía nada había sido valedor de la Alemania hitleriana. Una novela testimonio que contiene universales humanos trágicamente similares a los de obras más conocidas (y quizá de mayor poso literaria).

Piniella, preso él mismo en Mauthausen, no es Jorge Semprún o Primo Levi, de acuerdo, pero su escritura más sencilla y menos elaborada, sobre todo comparada con la del autor de La escritura o la vida regurgita con más efectividad lo que fue la experiencia concentracionaria. En K. L. Reich reluce, con toda su tragedia a cuestas, la ‘culpa del superviviente’ (la sensación de haber conservado la vida cuando lo suyo era morir: «¿Estaré realmente estigmatizado?»). También otras vivencias clásicas de los campos: como las zonas grises alrededor de los kapos, la desinhibición fisiológica («el asco es un lujo aquí») o la renuncia mental («O te acostumbras o te mueres»).

Este año de conmemoraciones redondas (70 años) merece la pena pararse a leer un libro así. Un libro doble: un testimonio de primera mano y al mismo tiempo un ‘producto’ que sufrió las caprichosas contingencias de su tiempo. Es significativo, aunque el relato oficial lo obvie, las dificultades y el olvido que muchos testigos sobrevivientes padecieron para lograr publicar sus experiencias de muerte. Nadie, o pocos, les hacían caso. No tocaba. No estaba de moda. Hoy parecería que Europa tuvo una reacción instintiva e inmediata de protección y honra hacia ellos, pero no fue así para nada. Y en el prólogo del propio Piniella se percibe este desdén (y la sombra de la censura) cuando escribe:

No es nuestra la culpa de que este libro no haya salido hasta ahora, y si se edita pese a la mengua de actualidad que el tema ha experimentado es por creer que antes de olvidar una cosa es necesario haberla conocido.

NOTA: Espero que este texto os sirva a modo de recomendaciones indirectas para la Feria del Libro, a la que este año no le he dedicado un post específico, para desazón de mi amigo @raulnash.

 

Dos ficciones sobre Europa: entre la dictadura fascista y el islam crepuscular

¿Qué es más probable, una ciudadanía activa, combativa, que luche por las injusticias que se cometen en Europa o un conjunto de individuos cínicos, marchitados en la torre de marfil de sus saberes, cansados de todo, incluso de la novedad, incluso de la revolución? Os hablo de libros menos de lo que me gustaría, así que aquí va un dos por uno. En apenas una semana he leído un par de novelas proyectadas sobre la Europa del futuro. No creo que sea casualidad.

Una —París 2041 (Ediciones B, 2015)— es una distopía situada en la Francia gobernada por un régimen neofascista. Un planteamiento orwelliano, donde el poder es omnímodo y las oportunidades para resistir, mínimas. La firma el vicedirector de Amazon Europa, Ezequiel Szafir. La otra, supongo que era de rigor que así fuera, es Sumisión (Anagrama, 2015), de Michel Houellebecq, más que una novela, un casi ensayo crepuscular. De ambas he escrito reseñas aquí y aquí, por lo que no voy a profundizar demasiado en las tramas ni en los detalles literarios.

Houellebecq, en una imagen reciente (EFE)

Michel Houellebecq, en una imagen reciente (EFE)

El punto de unión entre ambas es la Francia futura. Aunque con diferencias. Szafir plantea de partida un escenario donde un partido fascista, después de una nueva guerra, ha alcanzado el poder. Los musulmanes viven recluidos en un gueto y el orden social y político recuerda, salvando distancias tecnológicas, al del París de la Ocupación. En cambio Houellebecq, que sitúa la acción en un futuro más próximo (comicios de 2022), plantea una situación diferente, menos simbólicamente canónica. Un partido islamista moderado se juega en segunda vuelta alcanzar el Elíseo. Su rival, el Frente Nacional. Los musulmanes logran el poder gracias a la alianza con socialistas y la derecha moderada e imponen su credo.

Estas diferencias de planteamiento, empero, no son lo decisivo. Lo realmente significativo es que las dos novelas sugieren —y de alguna manera logran representar— las dos visiones sobre Europa que están hoy en conflicto. Por un lado, una visión optimista dentro del caos. Un punto de vista humanista, o que sigue creyendo en el humanismo, que en este caso vendría representado por Szafir. Él dibuja un continente negro, donde el nacionalismo y la exclusión son de nuevo las señas de identidad. Pero lo hace con una vocación pedagógica, con una intención clara de exorcizar los fantasmas que pudieran conducir, de nuevo, a aquella Europa. Aunque ambientada en el futuro, su hilo conductor viene marcado por el pasado, y hasta cierto punto por un pasado victorioso (la lucha contra el totalitarismo) que habría que invocar de nuevo.

En cambio, Houellebecq representa en su novela —y quizá en sí mismo, aunque eso ya se me escapa— la antítesis del optimismo utópico. En Sumisión no hay rastro de la fraternidad colectiva de la resistencia que tanto elogia Szafir para hacer renacer a Europa de sus cenizas. Hay, eso sí, mucho nihilismo, aceptación pasiva de los hechos consumados, decadentismo, individualismo erigido en la única certeza moral. La novela de Szafir parece escrita para ser leída como una advertencia; la de Houellebecq, como un escarmiento. Szafir cree en la civilización; Houellebecq la trasciende. Ambas posturas coexisten hoy en nuestra Europa de no ficción. Son fuerzas complementarias. Idealistas y realistas. Martin Schulz y David Cameron. Hay veces en que la suma de ficciones ofrecen la oportunidad de resumir, siendo un poco rimbombantes, el espíritu de la época, y tanto París 2041 como Sumisión se deben leer también de esta manera.

William Saroyan y la cultura ‘armericana’

William Saroyan, retratado por Paul Kalinian en 1976.

William Saroyan, retratado por Paul Kalinian en 1976.

Tenía dos opciones. Un wikiresumen del párnaso cultural armenio o hablaros del único (¿mejor?) escritor de origen armenio que he leído. Mi norma es escribir sólo de lo que conozco (más o menos) bien, por lo que he optado por la segunda. Llegué a William Saroyan (California, 1908-1981) a través de la poderosa autobiografía de Iván Tubau, Matar a Víctor Hugo (Espasa, 2002), donde lo define como «una persona asequible y vanidosa rebosante de generosidad». Más tarde supe que Acantilado venía reeditando desde hacía años casi todas sus novelas. Las compré. Las leí.

También fui a librerías de viejo. Rebuscando encontré alguna joya ajada, baratísima, por ejemplo Respirando en el mundo (Plaza, 1963). En  su última página escribe Saroyan, con vocación antropológica, sobre su encuentro con otro armenio:

Y en seguida, las significativas gesticulaciones armenias. Las palmadas en las rodillas. Las carcajadas. Los juramentos. La sutil mofa del mundo y de sus grandes ideas. El mundo en armenio, las miradas, los gestos, las sonrisas, y a través de todo eso el rápido resurgir de la raza, fuerte y por encima del tiempo a pesar de los años pasados, de las ciudades destruidas, de los padres, hermanos e hijos muertos, de los lugares olvidados, de los sueños atropellados, de los vivientes corazones ennegrecidos por el odio. Me gustaría ver si algún poder del mundo es capaz de destruir esa raza, esa pequeña tribu de gentes sin importancia, ese pueblo cuya historia ha terminado, cuyas guerras se han perdido, cuya literatura no se lee, cuyas plegarias ya no se pronuncian.

Hay dos palabras que definen la obra de Saroyan: mundo y comedia. Se resumen en la siguiente exclamación de Me llamo Aram (Acantilado, 2005), un breve libro de relatos sobre un niño de origen armenio que despierta a la vida en el valle de San Joaquín, California, cuna de la diáspora en EE UU: «¡Estas locas y maravillosas criaturas de este loco y maravilloso mundo!». Para Saroyan el mundo es bello y digno de ser celebrado a cada momento en un ambiente de comedia intrascendente. Nada sucede. O muy poco. Más que el fluir apasionado de las estaciones y, de vez en cuando, la nostalgia, que aflora en personajes que añoran con melancolía el esplendor de la raza.

Visión humanística, intenso humor cotidiano y búsqueda del ideal. Así definía su magisterio literario Nona Balakian, antigua crítica del New York Times ya fallecida. Saroyan era profundamente armericano (dedicó Respirando en el mundo «al idioma americano, a la tierra de América y al espíritu de Armenia»). Saroyan vivió la Gran Depresión, década negra que paradójicamente lo encumbró. Antes había dejado los estudios y se había nutrido de todas las lecturas posibles de los clásicos. Su conocimiento de la literatura y del paisaje americanos eran fenomenales; y el recuerdo de Armenia Saroyan es hijo de los exiliados que llegaron a EE UU después de la primera gran matanza, la de 1896 brota en su escritura de una forma tímida, inexplicada y fortuita.

Saroyan es todavía hoy el escritor armenio más leído, el que de una manera más sutil e inteligente habló del pueblo armenio. En EE UU le concedieron un Pulitzer que él rechazó; en Francia fue una institución (aventuro: el tono melancólico y feliz de su obra comulga a la perfección con el espíritu francés); en España sus novelas eran bestsellers que se vendían por 25 pesetas en los quioscos. Lo saroyanesco, como escribe uno de sus biógrafos, John Leggett, fue un adjetivo muy usado en su tiempo para describir la ternura de la niñez, la evocación de la soledad y la inocencia del mundo.

Aunque también sabía mostrarse desafiante Saroyan:

Id y destruid esa raza. Repetid lo de 1915. Emprended una guerra en el mundo. Ved si lo podéis lograr. Expulsad a los armenios al desierto. Negadles el pan y el agua. Quemad sus casas y sus iglesias. Y veremos si no reviven.

Giacometti y la fragilidad europea

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la expo.

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la muestra.

Giacometti ejerció su arte de vanguardia, desde su mítico y casi místico taller, en la Europa de entreguerras y, sobre todo, en la Europa de después de la caída del nazismo. Sus esculturas conservan cierto espíritu arcaico, y me recuerdan a aquellos divertidos exvotos de las civilizaciones antiguas; sus bocetos a lápiz o a bolígrafo son, por su parte, nerviosos y minimalistas, y aspiran a envolver su mirada triste y perpleja del mundo.

He aparcado, como véis, el círculo de tiza podemístico, que ya empieza a cansar(me). El fin de semana visité —os animo a que lo hagáis, permanecerá hasta el 31 de mayo en Madrid— la exposición sobre Alberto Giacometti que alberga la Fundación Canal. Giacometti, ya sabéis, es el autor de esas figuras alargadas, de una rara fragilidad que las convierte paradójicamente en sólidas. Un clásico.

Si se quiere ver así, su obra es ejemplo de cómo el arte del siglo XX europeo reflejó la desolación de la guerra, la pequeñez del hombre y las tribulaciones del individuo en soledad. Puro patrimonio nuestro. Tan inestables. En la muestra de Canal no están sus esculturas más famosas ni cotizadas, pero sí un selecto puñado de aproximaciones a sus íntimos temas predilectos y alguna pequeña y leve maravilla, como podéis ver en la foto que malamente tomé.

Es curioso, el día que fui a la exposición vi mucha gente y muy interesada en Giacometti y su melancólico magnetismo. Hasta vi a lo que supuse que era un estudiante de Bellas Artes copiando a boli, en una libreta, algunos de los bocetos del suizo. A pesar de su aparente y desganada sencillez, no parece fácil llegar a imitarle.

 

Notas aéreas de un viejo periodista europeo

No voy aquí, ahora, a descubrir yo a Manuel Chávez Nogales. Mi amigo David Yagüe ya compartió su fascinación por él en este nuestro blog sobre cosas literarias. Y también lo hicieron en algún momento Trapiello, Espada, imagino que Muñoz Molina… qué se yo. En mi caso, 2006 fue el año del primer contacto. Y aunque alguno de los libros reeditados no me resultan tan brillantes como dicen por ahí los nuevos apologetas me estoy refiriendo en concreto a La agonía de Francia, la enfática crónica de su huida del París ocupado, nada suyo me ha resultado jamás accesorio o caduco. Estos días ando con La vuelta a Europa en avión, como siempre bellamente editado por Libros del Asteroide, que aclaro: no me paga.

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(Fuente: manuelchavesnogales.info)

Un porcentaje de los elogios hacia Chávez Nogales son, en realidad, lamentos por el periodismo perdido. Es bastante probable que si el maestro estuviera vivo hoy, y fuera más o menos joven, sería carne de cañón del teletipo. Pero Chávez Nogales vivió y contó una época muy concreta: la de la guerra civil europea, y como otros periodistas intrépidos de aquella hora, lo contó con una honestidad nada balbuciente y con un tenaz espíritu europeo. Su lucidez, que ya quisiéramos algunos ahora, le llevó a identificar las grandes fuerzas emergentes, así como las brechas ideológicas que poco después de su muerte murió en los albores de la Segunda Guerra Mundial desgarrarían el continente.

Chávez Nogales hace en este libro, que os recuerdo que está escrito a finales de los años veinte, de flâneur aéreo. Seducido por la modernidad (porque entonces viajar en avión era una de las cosas más modernas que uno podía hacer), el reportero que ya disfrutaba en España de fama merecida recorre Europa desde España hasta Rusia, haciendo observaciones agudas y burguesas de todo lo que va viendo, ya sea el lánguido aburrimiento a las orillas del lago Leman, las prisas berlinesas, con sus cabarets y tugurios literarios, o el demediado Moscú de los soviets, que capta con una celeridad sorprendente:

El comunismo ha transtornado todos los valores humanos, está formando una nueva humanidad, y sin embargo no ha podido cambiar este panorama de Moscú con su sentido feudal, sus viejas murallas (…) sus barrios silenciosos en los que perdura aquel encanto burgués de otro tiempo.

Si tenéis curiosidad por saber qué opinaba un periodista español de los mejores sobre la Europa de su tiempo, os dejo varias píldoras, y ya paro.

  • Sobre Europa: «Al mes de estar danzando por Europa, uno no sabe si conserva o ha perdido aquel estricto sentido de la moralidad pública que se tiene en Celtiberia».
  • Sobre los catalanes: «El catalán es tradicionalista. Por encima de esos libres juegos de la inteligencia a los que se entrega, ama la tradición».
  • Sobre París: «Frente a las grandes aglomeraciones de casas que arbitrariamente se disponen en las ciudades, París se ofrece como el más feliz resultado de una sedimentación de siglos. Es la impresión más grata de París la de que está bien hecho, bien trabajado, bien terminado. Se da uno cuenta en seguida de que ésta es nuestra gran fuerza, la fuerza de Occidente, lo que no tendrán nunca los americanos. (…) Sólo por esta cuidadosa ponderación, París es la primera ciudad de Europa».
  • Sobre Viena: «La vida galante de Viena conserva, estilizado, el ritmo de la opereta. Europa se americaniza, se charlestoniza. Los negros han tomado París, y Berlín es una colonia yanqui. Viene es lo único europeo que queda en Europa».
  • Sobre el periodismo: «El talento periodístico no significa sino capacidad de expresión breve, precisa, eficaz. «Mi técnica periodística no es una técnica científica. Andar y contar es mi oficio».
  • Sobre Suiza: «Cuando se piensa que esta gente tan sosegada, tan prudente, tan correcta y discreta está aquí atrincherada en el cogollo de Europa, dentro de sus pequeños egoísmos municipales, desagrada un poco».
  • Sobre la Sociedad de Naciones y el nacionalismo: «A la Sociedad de Naciones se la puede atacar por muchas razones; por esta de que cuesta cara, no. La subsistencia de este grupo de gentes de buena fe, con un fervoroso sentido internacional en el cogollo de estos feroces nacionalismos del centro de Europa, bien vale lo poco que cuesta aunque ese gasto no evite el otro, el de los acorazados. Sobre todo, para nosotros, españoles, tan aislados, tan encerrados dentro de nuestro casticismo, es indispensable».
  • Sobre el comunismo (en Rusia): «Ser comunista en Rusia es como pertenecer a una clase aristocrática. Los comunistas han formado desde luego una especie de aristocracia que es la que rige hoy los destinos de Rusia. El acceso a esta clase es tan difícil como el acceso a cualquier aristocracia. No es comunista todo el que quiere».

Jaume Vallcorba, una educación europea

Lo mío con Acantilado fue amor a primera lectura, aunque luego pasó bastante tiempo antes de atreverme a comprar una de sus ediciones. Las miraba, las deseaba, pero a mi huraña condición de maniático ahorrador (porque euros para libros sí tenía, para fundar una editorial no, pero para libros sí) le dolía gastarse un dineral en cada uno de aquellos volúmenes primorosos. Después lo he racionalizado diciéndome que quería posponer el momento.

Dos títulos de Acantilado que andan por casa. (N.S).

Dos títulos de Acantilado que andan por casa. (N.S).

Era falso: por aquel entonces los sacaba y leía de la biblioteca, algo ajados y ya profanado ese papel color hueso que tanto placer da aprisionar. En fin, que tardé bastante en tener mi primer Acantilado (¡afán de posesión!), pero cuando llegó –La filial del infierno en la tierra, qué maravilla– ya no paré… hasta llegar a pensar, con cierta satisfacción, que trabajaba únicamente para poder comprar los libros editados por Jaume Vallcorba.

Porque mi educación europea, mi cortísima erudición, le debe casi todo a los autores que Vallcorba publicaba y que ya no hará más. Me alegra observar que es un pensamiento común, que no estoy solo. He leído homenajes agradecidos que destacan en este hecho: los libros de Acantilado nos abrieron a lo mejor de la república de las letras que ha dado nuestro continente en 500 años. Así lo escribe, por ejemplo, Ramón González Férriz en su cariñoso elogio del finado en Letras Libres, y así lo afirmo también yo, aunque sea algo peor y algo más tarde.

¿No sabéis por dónde empezar y queréis una selección de libros? Os daré la mía, aunque itinerarios haya tantos como lectores. A todos los Joseph Roth, claro, y a todos los Zweig, por supuesto, añado un poquito de Danilo Kis, otro poquito de Montaigne (un mucho, en realidad), otra cucharada de Philippe Ariès, Tucholsky (la cita que encabeza el blog la extraje de un compendio de sus crónicas), Fumaroli, Schnitzler o Zbigniew Herbert. Ensayo, novela, poesía. A todos ellos, y a muchos más, los leí con una emoción inédita y guardo su forma y su fondo como un tesoro íntimo. Aunque ya lo dicho, lo estupendo, lo que más reconforta, es saber que no soy el único.

A Santos Segurado, que tanto los habría disfrutado.

 

 

Un vuelta a Europa en la Feria del Libro

La Feria del Libro es una feliz tradición entre mis amigos y mi familia. Lo más parecido a un acto de fe anual, como peregrinar al Rocío o a La Meca, pero sin las aglomeraciones ni el fanatismo. Pese a todo, es la primera vez que escribo de forma pública sobre la feria, un momento que llevaba esperando largo tiempo. Soy un animal de costumbres. Mi particular feria consiste en deambular saltándome las casetas de las grandes editoriales y librerías (no comprendo que se vaya a la feria a comprar a la Casa del Libro habiendo tanto material genial, y tan a mano). Luego, siempre compro algo, o bien para mí o bien para regalar; a menudo, para ambas cosas.

Feria del libro de Madrid 2014 (foto: NS)

Feria del libro de Madrid 2014 (foto: NS)

Este año ya he estado un par de veces (¡y quizá repita otra más!). La primera con mi padre. La segunda, hoy, con mi compañero Raúl Rioja. Ambos tuvimos la misma idea: escribir un post en nuestros respectivos blogs del periódico el suyo es de fútbol: ‘Al contragolpe’, os lo recomiendo, ¡el mejor complemento a Europa! sobre cómo la feria trata nuestro negociado. El boom de los libros sobre fútbol biografías más o menos trabajadas, publicaciones oportunistas, joyitas nostálgicas— no se corresponde, para mi desgracia, con un auge similar de las publicaciones sobre Europa, y para rellenar este post con buenas recomendaciones me las has he visto y deseado.

Así, y sin rebuscar demasiado, la Gran Guerra lo monopoliza todo. El aniversario de la Primera Guerra Mundial ha servido de excusa para desempolvar clásicos y dar salida a las novedades editoriales, algunas extraordinarias. El opus magnum de  Margaret MacMillan, De la paz a la guerra (Turner, 2014) , Sonámbulos (Galaxia, 2014), de Christopher Clark o Los cañones de agosto (RBA, 2014), de Barbara Tuchman son algunos de los libros imprescindibles sobre el conflicto. Pero además, como satélites orbitando alrededor de un planeta, han florecido otras obras que no tratan directamente de la guerra, pero sí se enmarcan en el mismo periodo.

Algunas de ellas las conocía, otras no, pero todas tienen una pinta estupenda y demuestran que en el mundo editorial, por trillado que parezca una época, con inteligencia, dedicación y cultura acaban publicándose obras maestras. Así, el Diario de un estudiante. París 1914 (Libros del Asteroide, 1914) de Gaziel, el gran periodista catalán (aprovecho para recomendaros sus memorias, Meditaciones en el desierto, un documento excepcional de la posguerra española) o los recuerdos bélicos del escritor británico Wyndham Lewis son dos obritas que completan estupendamente los grandes tochos. Ah, y una curiosidad para los entusiastas de El señor de los anillos, una biografía titulada Tolkien y la Gran guerra: el origen de la Tierra Media (Minotauro), escrita por el periodista John Garth.

El viaje de Chávez Nogales por Europa en avión (Foto: NS).

El viaje de Chávez Nogales por Europa en avión (Foto: NS).

Pero la Gran Guerra no agota el catálogo de libros sobre/preocupados por/que denuncian a/y que explican cómo es Europa. La editorial Minúscula una de mis favoritas, que lleva años cumpliendo con la terca aspiración de publicar libros primorosos e inolvidables— también desembarcó en la feria con un estupendo muestrario, en el que predominan las obras de literatura de viajes su tema predilecto y novelas y recopilaciones de artículos de autores de gusto europeo. Pero hay otras editoriales y libros que merecen su espacio. Entre ellos, Abada y su colección de obras de Walter Benjamin; Libros del Asteroide, ya mencionada, con su tino reeditando obras olvidadas de Chaves Nogales, como La vuelta a Europa en avión (que confieso que aún no he leído) o Capitán Swing, que publica un libro de relatos orales de Hans M. Enzensberger Europa en ruinas (que tampoco he leído, pero que se parece en la forma a su clásico El corto verano de la anarquía).

¿Más? Sin duda, aunque también he echado en falta obras más académicas, ensayos de naturaleza menos panfletaria (en el buen sentido) y algún que otro libro de carácter divulgativo y político. No digo que no los haya. Sé que los hay, y muchos los he leído, pero visibilidad en la feria parece que no están teniendo demasiada. Personalmente, me he quedado con ganas de comprarme Reinos desaparecidos, de Norman Davis, pero para compensar me he llevado dos que creo que me van a proporcionar momentos muy gozosos, que espero compartir con vosotros: En busca del significado perdido. La nueva Europa del Este (Acantilado, 1914) del gran Adam Michnik y A Moscú sin Kaláshnikov (Libros del K.O., 1914) de Daniel Utrilla.

 

 

 

Tres clérigos europeos ‘insiders’ atípicos

Tres europeos. Tres clérigos de Benda franceses. Los tres insiders de la cultura y la política de su tiempo. Pero los tres, a su vez, atípicos librepensadores en un mundo de compromisos ideológicos fanáticos e inquebrantables. El último libro de Tony Judt publicado en español –nunca una muerte prematura nos ha proporcionado momentos librescos tan gozosos– es un homenaje a una terna de intelectuales que «vivieron a contracorriente de épocas de irresponsabilidad».

El peso de la responsabilidad (Taurus, 2014) es un ensayo magnífico al tiempo que despiadado por lo que insinúa o calla. Quizá a aquellos que acostumbran a citar a Judt un tanto a la ligera les sorprenda su defensa intelectual y moral de Raymond Aron (no tanto la de Léon Blum o Albert Camus, figuras recordadas hoy con mucha más benevolencia), pensador instrumentaliazado en régimen de monopolio por la derecha, como sucedió también con Karl Popper y, salvando las distancias patrias, Ortega y Gasset.

Cubierta del nuevo libro de Tony Judt (N.S.)

Cubierta del nuevo libro de Tony Judt (N.S.)

Esto no pretende ser una reseña convencional del libro de Judt, que entre otras muchas virtudes era un especialista enamorado amargamente de la historia intelectual de la Francia del siglo XX. Si no una reflexión llena de virutas nostálgicas. Por mucho que se empeñara él y por mucho que nosotros tratemos de convencernos de que su magisterio sirve para iluminarnos en tiempos oscuros, ni Camus ni Blum ni Aron le dicen nada a nuestros días. Sus virtudes morales de espectadores comprometidos con la verdad se ha extinguido para siempre.

El presente es de los convencidos, de los fanáticos, de los duros. No hay tiempo para los argumentos reposados ni para las fértiles zonas grises. Así en el mundo como en Europa. Y más en esta última, donde la falta de conocimiento sobre una realidad compleja se suple con voces altivas y llamativas consignas. La era de los intelectuales como Camus, Blum y Aron, incluso el mismo Judt –que con tanta admiración e inteligencia escribe sobre ellos, y que también se contempló a sí mismo como un heterodoxo outsider– es una era periclitada.

Hay quien piensa que esta democratización de la opinión pública europea es una buena noticia (todo eso del procomún, la inteligencia colectiva y demás chorradas místicas, qué pereza). Pero creo que hoy, en medio de la tiranía de lo social, el espacio para el pensamiento libre y el desarrollo de la ética de la responsabilidad –entre tanto apologeta sin cabeza de la ética de la convicción– es más necesario que nunca.

El Grand Tour, el erasmus de los aristócratas

De aquella exposición sobre los tesoros artísticos del Westmorland solo recuedo la sensación de estar muriéndome de sueño y un primoroso (aunque fugaz en mi mente) grabado romano de Piranesi. Fue en 2002, en un museo de Murcia, cuando volvía de haber visitado Cartagena con la clase del ilustre profesor José María Luzón. Me acompañaba un amigo que recordará todavía menos que yo. Si recuerda.

El Westmorland fue uno de los navíos que transportaba de vuelta a Inglaterra las reliquias, obras de arte y enseres de todo tipo reunidos durante el Grand Tour, un protoerasmus del que gozaron los hijos (solo varones) de la aristocracia europea (inglesa, pero también alemana u holandesa) desde el siglo XVII. Una aventura iniciática, un rito de paso —que podía durar años— en el que jóvenes adinerados completaban su formación intelectual, artística y lingüística.

Un óleo de de 1757 Giovanni Paolo Panini en el que se recopilan los tesoros de la antigua Roma (The Metropolitan Museum of Art).

Un óleo de de 1757 Giovanni Paolo Panini en el que se recopilan los tesoros de la antigua Roma (The Metropolitan Museum of Art).

El Westmorland, al contrario que muchos otros buques que sí llegaron a su destino, acabó en un puerto español tras ser asaltado por barcos franceses en 1779. Allí, su valioso contenido fue vendido y se diseminó por España. Aquella exposición de la que os hablaba al comienzo fue el resultado de varios años de investigaciones sobre el patrimonio que albergaba su bodega, y que iba desde cuadros de Mengs a chimeneas.

El Grand Tour está considerado hoy como el origen del turismo moderno. Y en parte es así. Lo más parecido a los paquetes de viajes organizados de nuestros días, pero que en vez de tener como objetivo grupos de jubilados o solteros, eran aprovechados por unos pocos (los que podían pagar la complicada logística: desde cocineros a maletones con libros) para cultivar su espíritu y vivir aventuras civilizadas alejados de la sombra paterna.

Pero el Grand Tour, dejando de lado aquello que lo hacía prohibitivo e impensable para el 99% de los europeos de la época, albergaba una naturaleza profunda que hoy denominaríamos cosmopolita. El reconocimiento de las aportaciones culturales de otros territorios (en un periodo de guerras casi continuas entre los Estados) o la curiosidad por aquello que ahora resulta obvio, pero entonces lo era menos: el pasado compartido del continente.

Algunos de los que hicieron el Gran Tour fueron luego reconocidos hombres de letras, como Goethe o Stendhal, y sus libros son para nosotros patrimonio cultural de todos los europeos sin distinciones. Su aprendizaje sentimental, cultural y civilizatorio debe bastante, además de a su genio personal, a aquellas pintorescas y privilegiadas expediciones.

PD: Me ha sorprendido, no lo conocía, que algunas universidades privadas, como la Antonio de Nebrija, ofrecen la posibilidad —imagino que a los estudiantes que puedan pagárselo, no parece que den becas— de realizar un Grand Tour, de seis meses, un año o de un verano. Quién pudiera.

El último aliento de un género muy europeo: la literatura concentracionaria

Hay un artículo imaginario en el que siempre pienso, pero jamás empiezo, que trataría sobre literatura concentracionaria y su influencia en la visión del pasado más o menos reciente. Un ‘género’, por así decirlo, de indudable naturaleza europea y del que ya van quedando cada vez menos, ay, representantes vivos.

He vuelto a pensar en él porque mi compañera del blog de al lado, la generosa Paula Arenas (@parenasm), me regaló hace unos días una biografía de Jorge Semprún, que ya hubiera devorado si no fuera porque al día siguiente me regaló otro libro tanto o más apetitoso —¡y europeo!—: Telón de acero, la destrucción de Europa del Este (1945 – 1956), de la gran Anne Applebaum.

La literatura concentracionaria es la guardiana de la memoria de Europa. De sus atrocidades y de su historia de exterminio. Es, además, una gran literatura. Los cuentos breves de Salamov, las novelas de Semprún y de Primo Levi o los recuerdos de Jean Améry, Buber-Neumann y Herling-Grudzinski son obras maestras literarias además de piezas documentales exquisitas.

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Tengo un amigo que dice que leer a estos autores y estas obras —que hablan de frío siberiano, torturas, ‘zonas grises’, hambre y desplazamientos en masa— en tu cama, calentito, a salvo, es un ejercicio culpable, pero extrañamente placentero a la vez. Como si te invadiera la seguridad de que nada de aquello que cuentan volverá a repetirse.

He hecho un repaso de los vivos y los muertos. Desde que Semprún falleció, en 2011, los escritores todavía vivos testigos del Holocausto son Elie Wiesel e Imre Kertesz. Quizá quede alguno más, pero no lo he leído ni lo conozco. Por el lado de los testigos del gulag, todos han muerto. Herling-Grudzinski, Salamov y el más conocido de todos, Solzhenitsyn, que lo hizo en 2008.

No sé cómo leerán las nuevas generaciones a estos autores. Si los leerán o si, definitivamente, como alguno ya pronosticaba fatalmente en sus libros, el recuerdo de sus experiencias se difuminará, el tiempo impondrá una brecha insalvable e irreconocible entre lo que quisieron trasmitir y lo que se extraerá —¿migajas?— de sus recuerdos en un futuro.

Los rusos, los españoles, los italianos o franceses sufrieron todos, en mayor o menor medida, la experiencia totalitaria. Los relatos de los rusos, quizá por su concisión, porque sus experiencias traspasan lo humano y cuesta someterlas todavía más a la razón, siempre me han parecido más espeluznantes, aunque si se analizan, hay similitudes de fondo en todos ellos. Por eso estoy plenamente de acuerdo con que esa experiencia totalitaria, como dice Applebaum al comienzo de su nuevo libro, «sigue siendo una descripción útil y necesaria» para la comprensión de la historia del siglo XX. Un ejercicio humano, demasiado humano.

Por si alguno está interesado en ellos, os dejo una pequeña lista con mis obras preferidas (todas fácilmente encontrables), aunque hay muchas más, de estos y otros autores:

  • La escritura o la vida (Jorge Semprún)
  • Los hundidos y los salvados (Primo Levi)
  • Prisionera de Hitler y Stalin (Buber-Neumann)
  • El universo concentracionario (David Rousset)
  • Relatos de Kolimá (Varlam Salamov)
  • Un mundo aparte (Herling-Grudzinski)
  • Un día en la vida de Ivan Denisovich (Solzhenitsyn)
  • Nuestro hogar es Auschwitz (Tadeusz Borowski)
  • Más allá de la culpa y la expiación (Jean Améry)