Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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¿Hacia una nueva Guerra Fría?

Clichés retóricos que emergen del pasado. Movimientos de tropas y armamento que escenifican antiguas polarizaciones. Amenazas y sanciones. Alineaciones ideológicas que, sin estar del todo claras, perpetúan concepciones políticas con décadas de recorrido. En nuestro intento compulsivo por ordenar los acontecimientos mundiales reluce un concepto caduco, que se dio por amortizado y ahora vuelve. Los politólogos y los expertos lo han bautizado como nueva Guerra Fría.

En un reciente artículo en el esperado y prometedor diario Ahora (todavía está en beta), Ramón González Férriz expone su preocupación por nuestro lenguaje político, dominado por los caducos clichés de la Guerra Fría. González Férriz demanda un nuevo lenguaje para una nueva realidad. Herramientas de pensamiento novedosas para enfrentarnos a problemas que también lo son. Coincido con él. El debate público está repleto de tics políticos de un pasado que ya no se nos parece (‘fascista’, ‘comunista’… son reliquias que exhumamos para hacer frente a nuestros enemigos, pero de poco más nos sirven).

Pero existe un matiz. Quizá la realidad también conspira (y no solo nuestro perezoso cerebro) para inducirnos a pensar sobre la base de esquemas mentales del pasado. Es un hecho que la Rusia de Putin se ha lanzado a una carrera contra Occidente. También sabemos que todos nos espiamos compulsivamente, incluso entre aliados. Es cierto, por último, que hay regiones del planeta donde la lucha por los recursos y la geoestrategia son el pan nuestro de cada día. Claro que hay otros factores de desestabilización, y también de esperanza, pero se dan condiciones objetivas para hablar de un revival del teatro mundial de la segunda mitad del siglo XX.

Rusia

El conflicto ucraniano ha sido el detonante final, pero los mimbres venían tejiéndose desde tiempo atrás. De Gorbachov a Chomsky, el término ha hecho fortuna entre políticos, analistas y comentaristas varios. Aquí está la completa entrada de Wikipedia, que data de 2014. Y si queréis saber más, el blog Guerras Posmodernas lleva unos meses dedicándole una sección muy interesante, donde entre otras cosas se analizan algunas contradicciones y se matizan otras, como por ejemplo su naturaleza incomprendida: «La ausencia de una ideología fuerte en el bando anti-occidental es lo que quizás haya impedido que el concepto de Nueva Guerra Fría sea entendido».

El otro día Pew Research publicó un estudio significativo. Iba sobre la visión de la política y la economía de la Administración Obama fuera de EE UU. Los resultados refrendan el comportamiento bipolar del mundo. Los países de la Unión Europea siguen considerando satisfactorias las políticas de Obama (aunque, curiosamente, España es el país donde menos valoración tienen: ¿nuestro secular antiamericanismo?), pero en Rusia el vuelco es descomunal (ver gráfico) hacia lo negativo. También sucede algo parecido en países alineados con Rusia y en Oriente Medio (aunque aquí me remito al entrecomillado del anterior párrafo).

Esta conspiración de hechos y esta voluntad de pensamiento global (parece que es más sencillo pensar en términos de grandes bandos en permanente enfrentamiento que de multipolaridad) dejan a Europa en un lugar delicado. En plena crisis (todavía) de modelo, la UE se puede ver sin potencia ni decisión para servir de nexo entre potencias y discursos rivales. La nueva guerra fría pilla a Europa, después de todo, ensimismada en sus propias cavilaciones.

 

¿Y por qué no un ‘Hungrexit’?

Sobre la Unión Europea planean dos retos estivales. Uno es económico y político y se llama Grecia; otro es político y civilizatorio y se llama Hungría. Grexit es un vocablo familiar. Hungrexit me lo acabo de inventar. El pulso griego a las instituciones (y viceversa) está a diario en los medios de comunicación por la magnitud de lo que podría llegar a ser, y no tanto por la tragedia de lo que ya es.

En cambio, y he aquí un ejemplo del monopolio de la economía en la interpretación de la realidad, las noticias sobre Hungría son testimoniales, casi de un exotismo etnográfico. ¡Como si Hungría no fuera un país centroeuropeo que lleva 11 años en la Unión y que es la mayor amenaza a la tradición democrática de la reciente historia continental!

Viktor Orban, en Estrasburgo, este pasado mayo (EFE)

Viktor Orban, en Estrasburgo, este pasado mayo (EFE)

La Hungría de barniz autoritario de Viktor Orban (líder del muy derechista Fidesz, el partido gobernante) lleva un lustro echando un pulso a las instituciones en pilares fundamentales para Bruselas como la libertad de prensa, la inmigración, la pena de muerte y las relaciones con Rusia. Pero, pese a pisotear un día sí y otro también el zeitgeist europeo (lo último ha sido la cuota de inmigrantes, lo penúltimo el deseo de construir un muro antiinmigración), nadie ha sugerido, ni siquiera como una posibilidad, que Hungría abandone la Unión Europea.

Entre bromas, recientemente, Jean Claude Juncker llamó «dictador» a Orban en una reunión de primeros ministros. Broma ambigua que destila un poso de verdad. La última vez que os hablé aquí de de Hungría, en la primavera de este año, fue con motivo de la entrada en el Parlamento de la ultraderecha de Jobbik (quizá el partido más abiertamente antisemita que ha logrado escaño en el hemiciclo de un país europeo). Un poco antes había escrito sobre el fascismo que venía. Y sobre cómo puede convulsionar las relaciones con la UE.

Hungría es uno de los socios más pobres de la UE. Dos pinceladas, según Eurostat: el salario mínimo es de 332 euros y el porcentaje de población en riesgo de pobreza del 31%. Hungría ha pasado, como apunta el blog Desde Hungría (un excelente fresco escrito por un estudiante español de medicina residente en el país), de ser cabeza del grupo de Visegrád (Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría: antiguos países de la órbita soviética que entraron en 2004 en la UE) a ser el último.

Pero con todo, lo peor para Europa, lo que pone a las instituciones en un aprieto (y a los países también: no hay que olvidar que Alemania, pese a las malas relaciones, sigue siendo el principal socio comercial de Hungría), es el progresivo alejamiento de Bruselas y el acercamiento a Putin. Su condena de las democracias occidentales y sus elogios a Rusia, Turquía y Azerbayán. Elogios no solo políticos, sino algo más: ha venido acompañados de acuerdos económicos que desde Europa se observan con temor.

Porque Hungría puede ser todo lo reaccionaria que quiera… mientras los negocios los haga con nosotros.

Memoria histórica de dos velocidades

Francia revisa su propia mitología sobre la Resistencia con una exposición crítica en pleno París. Alemania, por su parte, recrea en una muestra en Berlín el arte patrio destruido por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. En contraste, en otros países europeos como Italia o España, el buen revisionismo histórico, la conjuración de los fantasmas de la memoria, ha progresado muy lentamente en los últimos años.

En este campo, el del pasado y sus reelaboraciones, también se impone una Europa de las dos velocidades (de tres, si incluimos a Rusia). Mientras unos asumen los tabúes del pasado y tratan de superarlos, otros prefieren no remover mucho la historia reciente, demasiado moralizada como para llegar a consensos, más preocupados quizá por este nuestro presente convulso que por aquella, ya lejana, historia dramática.

Merkel y Putin, en un acto en 2014 (EFE)

Merkel y Putin, en un acto conjunto en 2014 (EFE)

En este sentido, por ejemplo, suele ser habitual en España que los impulsos para revisar la memoria de la guerra civil y el franquismo (en algo tan sencillo y banal como la eliminación de la toponimia franquista) choquen con la indiferencia de muchos y la incomprensión de no pocos. «¡Pues anda que no hay cosas que mejorar en este país antes que eso!» suele ser el argumento, no por habitual menos erróneo, en este tipo de discusiones sobre las políticas de la memoria.

No es casualidad, pienso, que en los países más avanzados de Europa se haya alcanzado un consenso más honesto y profundo sobre los episodios oscuros del pasado. Entre otras virtudes, esta desconexión con lo peor de la historia de cada nación facilita que se asimilen con más inteligencia los profundos cambios del presente. Actuar, o pensar que el resto actúa en función de unos prejuicios históricos inmutables es un simplificación que entorpece mucho las cosas.

Viene todo esto a cuento del resultado de las elecciones municipales y autonómicas del 24M. Desde Europa, además de con cierto estupor o nerviosismo, los comicios se han interpretado fundamentalmente como un triunfo histórico de los indignados. Nosotros, los españoles, le hemos añadido a los hechos nuestras guindas épicas y nuestros apriorismos históricos. Que si un cambio tan transcendental como el de 1931. Que si el miedo a un nuevo frente popular o el cainismo secular español que todo lo entorpecerá…

Uno de los puntos del programa de Ahora Madrid para la capital es la eliminación de la simbología de la dictadura de calles y edificios públicos. Básicamente, cumplir con la ley de memoria histórica, que apenas se aplica en según que puntos. Ya se han escuchado voces críticas, que acusan a esta amalgama de partidos que seguramente gobierne Madrid de «reabrir heridas del pasado». Discrepo de estas críticas en la misma medida que discrepo de aquellos ufanamente convencidos de que la democracia solo la trajeron ellos, y exclusivamente ellos, a nuestro país.

El otro día comentaba que el resultado de los comicios nos sitúan por fin en el contexto europeo de pactos. También sería bueno que nos situara en el contexto de los países más avanzados en un tema tan espinoso como el de la memoria colectiva y sus trampas, como diría Todorov. Personalmente, me gustaría estar más del lado de Francia o Alemania, maduros ya por fin respecto a su pasado, que de Rusia, que lo usa como arma ofensiva (contra sí misma y contra ‘el otro’).

Europa 2014: lastres de un lustro negro

Como afortunadamente este blog no predispone a las listas, os ahorraré el trance de leer «las diez noticias europeas del año», «los cinco mejores políticos europeos de 2014»  o las infinitas variedades de chorradas que pueden ponerse una a continuación de la otra. Lo que sí quería, porque creo que da una visión panorámica muy nutritiva, es hacer un  resumen del año que hemos dejado. No un resumen del tipo fecha, dato, etc, que es muy fácil y muy estéril, sino un esbozo de movimiento de lo que ha sido Europa en este año decisivo.

(Foto: GTRES)

(Foto: GTRES)

¿Decisivo porque ha sido año electoral? También por algo más. La guerra ha vuelto a Europa en el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Ha vuelto por donde lógicamente habría de tener que venir. Por el flanco más débil de su movedizo vecindario oriental. Rusia ha iniciado, como recordaba Xavier Colás en un bonito post hace unos días, el mayor movimiento de fronteras en el continente desde la Segunda Guerra Mundial. Europa pese a su eficiente y taimada pasividad, se ve de nuevo inserta en la corriente de la Historia.

La complejidad. Europa ha suturado las heridas causadas por la crisis financiera y por la crisis de modelo. No confudamos. No es que no haya ya desigualdades y no vaya a seguir habiendo fatalidades, pero la tela de araña de la que se compone la UE, rota en mil pedazos hace cuatro años, parece haberse recompuesto. A pesar de que el drama griego no ha escenificado todavía su último acto, de que todos dicen que la anemia económica es más una realidad que un riesgo, se ha extendido la sensación de que Europa ha entrado en otra fase.

El tránsito de Gobierno continental, aun a pesar de los escándalos (algunos tan vergonzantes como LuxLeaks), se realizó como la firma de un acto notarial. Sin sobresaltos y con algo más de política y menos de policy, lo que siempre es de agradecer. Por el contrario, el fantasma de la extrema derecha, los partidos xenófobos y populistas vaga a sus anchas por casi todos los países de la Unión, la rica Alemania incluida. Es curioso que sea precisamente ahora, cuando la crisis más grave que ha vivido el proyecto europeo en décadas parece en vías de solventarse, cuando los extremismos antieuropeos amalgaman más partidarios.

Así pues: por un lado Europa ha conocido de nuevo aquello tan antiguo de las disputas territoriales y geopolíticas, ha renovado su ejecutivo y legislativo para afrontar cinco años de reformas en profundidad (eso se espera), ha sentido la amenaza de los valores que niegan su propia razón de ser y sigue soportando los lastres de un lustro negro, como la desigualdad económica entre sus miembros y la desconfianza ciudadana. Europa, un año más, ha vivido en proyecto. Y así seguirá viviendo.

Chechenia: 20 años del comienzo de una guerra olvidada… que Putin no olvida

Un grupo informe de soldados mal equipados, la mayoría de ellos alcohólicos y forajidos. En realidad más mercenarios que soldados. Saquean casas, comen perros y cortan orejas de los enemigos para enseñárselas a los reporteros. Es la ‘columna Chamanov’ y era la primera guerra chechena. Con motivo del veinte aniversario del comienzo del cruel conflicto he vuelto a ver aquel documental, una pieza espeluznante y al mismo tiempo una obra maestra de periodismo.

En diciembre de 1994 la Rusia del melifluo Boris Yeltsin invadía Chechenia, una exrepública socialista del Cáucaso. Comenzaba una guerra que duraría dos años y que no resolvería nada. Una guerra que convirtió la región en un Estado fallido y que, escribe Jesús M. Pérez en su muy recomendable blog Guerras Posmodernas, transformó la causa de la independencia en una causa yihadista.

Imagen de Grozni esta semana, tras la 'batalla' entre policías e islamistas (EFE)

Imagen de Grozni esta semana, tras la ‘batalla’ entre policías e islamistas (EFE)

Solo cinco años después vendría una segunda parte, más sangrienta y definitiva, en la que un inflexible y recién llegado Vladímir Putin arrasó (1999) a sangre y fuego la levantisca región. Para los soldados rusos, bisoños y temerosos, Chechenia fue un matadero; para los chechenos, un calvario: así lo recordaba el fallecido Julio Fuentes en su emotivo Réquiem por Grozni. Veinte años después, Chechenia es una región de Rusia gobernada de forma cuasi dictatorial por un presidente elegido en las urnas y aliado de Moscú.

El rebrote de la violencia en la capital (el jueves murieron, en un ataque terrorista, diez policías y nueve rebeldes) coincide estos días con el nuevo órdago dialéctico de Putin a Occidente, a quien acusa de casi todos los males de Rusia y en concreto, en este caso, de «haber apoyado a los separatistas chechenos durante las pasadas décadas». Un pulso por la hegemonía en la región que ha devuelto a una cierta actualidad (horrorosas dos palabras) aquel conflicto olvidado, hoy oscuro y agazapado, pero cuajado por fogonazos de violencia.

Daniel Utrilla: «Gorbachov y Yeltsin eran débiles y manejables. Putin no lo es»

Soy casi casi la némesis de Daniel Utrilla. Y perdón por la primera persona y por ponerme delante, pero mi disculpa es sencilla: soy seguramente más burro que él, salvo cuando se trate de ingerir hectolitros de vodka. Cometo periodismo digital, jamás he cruzado los Urales y prefiero Dostoievski a Tólstoi. Nos une el Real Madrid y Josep Pla, lo que no es poca cosa. También una forma antigua de entender el periodismo, que él logró practicar y yo –»la prisa venció a la prosa»– apenas alcancé a leer.

Daniel parece (desde la simpatía de lector agradecido) un tipo agudo y observador. Daniel es, eso sí que es seguro, un fantástico cronista. Sus piezas en El Mundo, periódico para el que trabajó de corresponsal en Moscú durante una década, son pequeñas joyas del oficio. De aquella experiencia objetiva nació su delicioso tocho subjetivo sobre Rusia, A Moscú sin Kaláshnikov (Libros del K.O., 2014), del que con entusiasmo apenas disimulado os hablé antes del verano. Esta conversación, pues, tiene su origen en aquella fascinación.

Pregunta. No sé si darle el pésame antes por Di Stéfano o por Shevardnadze… o por ambos al mismo tiempo.
Cuando el pasado 7 de julio me enteré que había muerto Di Stefano sentí el impulso de colgar una foto suya vestido de blanco como fondo de mi página en Facebook. Sin embargo, lo confieso, no sé qué tendría que pasar por o sobre mi cabeza (ni de qué tamaño) para que hiciera lo mismo con una foto de Shevardnadze. Curiosamente, recuerdo haber escrito dos cuentos sobre ellos en mi etapa de corresponsal (el sinvivir del periódico no daba tregua para narraciones de mayor alcance): uno mágico-realista sobre en Di Stefano y otro sobre Shevardnadze que se me ocurrió durante la revolución de los claveles que lo despachó del poder en 2003. Sin embargo, más allá de sus respectivos liderazgos en el Madrid y en la última diplomacia soviética, respectivamente, me cuesta encontrar puntos simbólicos de conexión entre estas dos figuras. Probablemente, porque son contrapuestas: Di Stefano encabezó la construcción de un ‘imperio’ y Shevardnazde la descomposición de otro imperio. Di Stefano forjó un Real Madrid de leyenda, el de las victorias infatigables y enceguecidas, la del “equipo invencible aunque pierda”, como recordaba el otro día Valdano; mientras que Shevardnadze fue el rostro de la perestroika, un periodo que desde Occidente se percibió erróneamente como triunfal porque suponía el fin de la bipolaridad, pero que desde Rusia se sigue asociando al desgobierno, a la penuria y al naufragio de una superpotencia.

Daniel Utrilla, asomado al balcón de la casa de Tolstói en Yásnaia Poliana (IMAGEN: Anastasia Laukkanen)

Daniel Utrilla, en la casa de Tolstói en Yásnaia Poliana (IMAGEN: Anastasia Laukkanen)

P. ¿Cómo explicaría a un chaval de 20 años al que le guste el fútbol y tenga curiosidad por Rusia la importancia de estos dos nombres?
Supongo que cuando dices «fútbol», en realidad querías decir «Real Madrid» (un error lo tiene cualquiera). Sin Rusia y sin el Real Madrid no se puede entender la historia política y futbolística del siglo XX. Ambos fenómenos, Rusia y el Real Madrid, tienen un rasgo en común que, precisamente, es el que Di Stefano trajo a Chamartín: la obsesión por la victoria (en el caso de Rusia una obsesión no solo aplicable al terreno militar, sino también al científico, cósmico, deportivo, arquitectónico, eurovisivo…).

P. Vamos a su oda a Rusia en 500 páginas… ¿A Moscú sin Kaláshnikov es un libro para hacer conversos a tu rusofilia, para explicarla, para entenderla usted mismo o simplemente constituye la racionalización de una pasión infantil?
Creo que es la crónica más subjetiva que he escrito sobre Rusia, pero a la vez la más verdadera de todas. No pretendo convertir a nadie ni sentar cátedra. Trato de indagar en una obsesión, en la gran obsesión estética de mi vida (con el permiso del Real Madrid). Porque, como decía alguien, no recuerdo quien, pero seguro que no era Shevardnadze, «somos nuestras obsesiones». Por otra parte, escribir con humor sobre un país al que la prensa occidental pinta como el más ceñudo del planeta era un verdadero reto. Los rusos son un pueblo muy divertido, y no se los puede conocer leyendo solo la prensa.

P. El libro sigue dos líneas, una amable, divertida, cuando habla de su Real Madrid y de su Moscú (a pesar del frío, las distancias y las rubias esquivas de piernas infinitas); y otra un poco más melancólica, casi irónica, sarcástica, que reluce cuando hace juicios sobre el periodismo. ¿Tan mal le ha tratado? ¿Le tachaban demasiados juegos de palabras y metáforas?
Al periodismo se lo debo profesionalmente todo (incluido este libro). Trabajar de corresponsal en Rusia fue mi sueño desde muy joven. Pero a lo largo de los once años que desempeñé el oficio aquí en Rusia, fui sintiendo cómo la profesión que amaba se iba convirtiendo en otra cosa (la prisa se impuso a la prosa). A ello se une el desgaste de once años sin desconectar un solo día el teléfono móvil, lo que puede desfigurar un sueño hasta dejarlo irreconocible. Al final, con la precipitación de las crónicas de internet, tuits, blogs, video-análisis y la muerte paulatina del diario de papel (atropellado por falta de tiempo y de recursos), acabé por no reconocer la profesión que amé, la de ese reporterismo que Gabriel García Márquez equiparó con un «género literario» y que me gustaría volver a practicar algún día. De hecho mi libro, como todos los que publica Libros del K.O. es a fin de cuentas una crónica, una crónica sobre fondo blanco (nevado y merengado) sobre mi vida en Rusia, y que he tenido el placer de escribir a lo largo de un año. Me queda la satisfacción (que reflejo en mi libro) de haber tenido la suerte de practicar la profesión del corresponsal tal y como se venía practicando desde que se inventó allá a finales del siglo XIX: viajando, observando, tomando notas y escribiendo con tiempo para pensar el adjetivo (como hacía Pla mientras liaba sus cigarrillos) o esas metáforas tan liadas que a mí tanto me gustan. En cuanto a si me tachaban juegos de palabras, confieso que intentaba contenerme dependiendo del género (no es lo mismo escribir una noticia sobre una fusión petrolera que un blog sobre un buscador de yetis), pero debo decir que El Mundo es un periódico que da mucha libertad estilística a la hora de escribir los temas. Al menos a mí me la dieron, y eso es algo que motiva al periodista y por lo que le estoy profundamente agradecido. La forma ha sido siempre para mí tanto o más importante que el contenido. Por eso, entre otras razones, no me gusta el periodismo digital, porque descuida la forma. Y la firma.

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P. Por las páginas de su libro aparece de vez en cuando el nombre de Limonov, al que todos nosotros –los no rusófilos– empezamos a conocer gracias a la novela o lo que sea de Carrère. Escribí una reseña de su libro hace unos meses, y en un comentario, un chico francés fanático de su figura (de la de Limónov) me dijo que estábamos equivocados respecto a él, que el mito creado por Carrère no se corresponde a la realidad… ¿Le gustó el libro de Carrère? ¿Y el Limónov de carne y hueso?
La magia de la literatura (y una de las razones por las que considero que es superior al periodismo) es precisamente esa: que pueda abordar personas y hechos desde puntos de vista impensables y mucho más profundos, poliédricos (¿metafísicos?) y originales que los de la prensa diaria. Objetivamente, Limónov es un personaje residual de la realidad política rusa al que los periodistas extranjeros (yo incluido) no se han tomado nunca demasiado en serio, por esa mezcla explosiva de bolchevismo y ultranacionalismo de corte fascista que gasta. En cambio, Carrère tuvo el atrevimiento de meterse en el alma del personaje y de hacerlo trascender más allá de sus caricaturescas circunstancias vitales (quizá por eso el propio Limonov reconoce que no se reconoce del todo en el retrato, según leí el otro día en la entrevista que le hizo mi amigo Rodrigo Fernández, corresponsal de El País). Al margen de la simpatía o rechazo que a cada cuál le despierte Limónov, el libro tiene el acierto de humanizar al personaje, con sus sueños, virtudes y bajezas. El periodismo no suele llegar tan hondo en la disección de las almas (que son la materia prima de la literatura). Carrère ha logrado hacer eterno lo coyuntural, y ahí reside el mérito del libro. Si en lugar de Limónov hubiera escogido al polémico ultranacionalista Zhirinovski o a cualquier otro personaje de la oposición política rusa el resultado habría sido parecido. A mí lo me que me gusta y cautiva del Limonov de Carrère no es su peripecia política (por peregrina que sea), sino su carácter completamente ruso, una mezcla explosiva y contradictoria de vitalismo, mística pagana, literatura, orgullo, patriotismo, sexualidad desatada (todo ello mezclado con suficiente alcohol como para parar un Transiberiano). Creo que Carrère conoce muy bien a los rusos y nos ofrece un espécimen en carne viva. ¡Chapó!

P. Siguiendo con Carrère. Su opinión sobre Putin me ha recordado en parte a la semblanza que tú mismo esbozas de él. Un concienzudo estadista, un hombre de Estado (con sus debilidades humanas), incomprendido por Occidente (tanto por la prensa como por los políticos) y que gobierna en virtud de un ‘algo trascendente’ que los europeos parece que han desterrado de su oficio…
En un primer momento tuve la ocurrencia de que ‘Putin’ no apareciera en esta ‘crónica sentimental de la ‘Rusia de Putin’ pues quería desterrar el discurso político de mi libro, para que predominase el elemento antropológico; pero enseguida me di cuenta que era imposible, no solo por la entidad del personaje, sino porque solo alguien como Julio Camba (que se iba en los años 20 a EE UU a escribir sobre las elecciones y se permitía el lujo de enviar artículos sobre el chicle o los bailes de los negros sin mencionar a los candidatos) era capaz de hacer eso, de centrarse únicamente en el factor humano. La dimensión antropológica me interesa por dos razones: primero, porque el choque cultural es una fuente constante de humor; y, en segundo lugar, –y volviendo a la pregunta– porque para entender a los líderes políticos, primero hay que entender a sus pueblos (cosa que al egocentrismo occidental a veces le cuesta mucho). En este sentido, hay que decir que Putin es muy ruso, de ahí que sea tan popular entre su pueblo, algo que también le cuesta entender a Occidente. En relación a esto, me gustaría rescatar una idea que aparece en El Imperio de Kapuscinski: La de que Occidente nunca se ha llevado bien con los líderes rusos fuertes. Se ofusca y no sabe tratar con ellos. Creo que por una mezcla de miedo e incomprensión. Gorbachov y Yeltsin eran débiles y manejables. Putin no. Cuando Obama se disponía a lanzar un ataque sobre Siria en 2013, Putin le espetó: «Me dirijo al señor Nobel de la Paz: piense en las víctimas inocentes que causará su ataque». Hacía mucho que un líder ruso no se atrevía a tratar de tú a tú a uno estadounidense. Putin ha recuperado ese orgullo de superpotencia que se perdió con la perestroika y que muchos rusos añoraban.

P. Usted, como Anne Applebaum, os referís con frecuencia al ‘putinismo’. ¿Qué es? ¿En qué se diferencia del ‘obamismo’, el ‘merkelismo’ o el ‘berlusconismo’?
Más allá del simple intento de abarcar un periodo histórico, en mi caso yo al -ismo del ‘putinismo’ le conferiría un cierto matiz de surrealismo (de hecho se suelen llamar ‘putinismos’ sus habituales salidas jocosas de tono, como cuando en un G8 le preguntaron si se consideraba un demócrata y respondió que «desde que murió Mahatma Gandhi» no tenía «con quien poder hablar». Esa faceta campechana no llega a los telediarios de Occidente, donde se lo suele mostrar siempre ceñudo o empuñando rifles, a ser posible con gafas negras. Putin es un tipo de líder realista-mágico (el realismo por delante), sobre todo cuando comparece dándole la mano a una morsa, besando un esturión o guiando a las cigüeñas con ala delta. A mí todo esto me parece muy raro, muy divertido y tremendamente literario, lo que contrasta con la grisura funcionarial de nuestros políticos. Además, yo de pequeño quería ser Félix Rodríguez de la Fuente y estas cosas me ponen.

P. Ucrania, Transnistria, Moldavia… ¿qué quiere hacer Putin en su patio trasero? ¿Con qué armas política cuenta y qué legitimidad tiene ante su población? Da la impresión que la oposición a Putin se ha desinflado en los últimos meses…
Si analizamos con cierta perspectiva lo ocurrido en Ucrania desde el golpe de Estado de Kiev del pasado mes febrero, hay un hecho objetivo a día de hoy: Putin no ha invadido militarmente el este de Ucrania, pese a que los agoreros de la prensa occidental se rasgaran las vestiduras desde el primer momento vaticinando lo contrario, en medio de una histeria mediática. De hecho, hubo quien comparó a Putin y a Crimea con Hitler y los Sudetes, e incluso quien vaticinó la entrada de tanques rusos en Tallin, Riga y Vilnius. Durante aquellos días recuerdo que me impactó un titular de la prensa española que decía algo así como: “la OTAN se refuerza en el Este ante el avance de Rusia”. Tuve que leerlo varias veces porque no lo entendía, pues los únicos que se han extendido aquí hacia las fronteras rusas en últimos veinte años (y siguen haciéndolo) son los militares de la OTAN. Luego entendí que por «avance» se referían a la anexión de Crimea («reintegración» según los rusos). Pero Crimea es diferente y no tiene que ver con el conflicto del sureste ucraniano (hasta Limonov, el fiero opositor a Putin, defiende la rusidad de Crimea y su reincorporación). La península de Crimea fue parte de Rusia desde el siglo XVIII hasta que Nikita Jrushchov se la regaló a la Ucrania soviética en 1954 en un gesto descabellado de dadivosidad, de la misma forma que podía haberle regalado un puñado de misiles intercontinentales, un iceberg del Ártico o el mausoleo de Lenin. Más allá de los lazos étnicos e históricos (en Crimea fue bautizado el príncipe Vladimiro que cristianizó Rusia), a mí me gusta enfocar la rusidad de Crimea desde un punto de vista más literario, ya que allí guerreó el joven Tolstói como oficial de artillería (léase El Sitio de Sebastopol) y allí cazó mariposas el niño Nabokov (publicó su primer trabajo entomológico fue publicado en 1920 bajo el título ‘Mariposas de Crimea’). Los menciono a ellos porque, junto con García Márquez, conforman mi Trinidad personal de genios de las letras. Lev Tolstói y Vladímir Nabokov son los verdaderos ‘sherpas’ de mi libro en todo lo que tiene de exploración del alma rusa.

P. Esto es un blog de Europa, así que para justificar la entrevista, vamos con la pregunta comodín: ¿Qué consejos daría a los funcionarios de la UE para que entiendan mejor Rusia, además de que, claro, lean su libro?
Glev Pavlovski, antiguo asesor del presidente ruso, dijo hace unos años en una conferencia en Moscú que lo preocupante no es que exista un pensamiento antirruso, que existe por inercias de la Guerra Fría, sino que haya un pensamiento ‘arruso’, es decir, que ignora o no se interesa por Rusia. De ahí nace un poco la idea del libro, la de interesar al lector por Rusia a través de vías culturales o antropológicas no tan trilladas en los medios de comunicación, que se centran con ahínco en la zona oscura.

P. Desahóguese, ‘la Décima’ ha sido como…
… como tocar el cielo con las manos a bordo de la nave Vostok que catapultó al primer ‘galáctico’ aquel mítico 12 de abril de 1961. Aquel día mágico (el de la Décima, no el del vuelo de Gagarin) estuve en el estadio Da Luz por obra y gracia de mis amigos Alberto Fernández Salido (que me llevó en coche de Madrid a Lisboa, donde le dije que reservara hotel en febrero) y Miguel Magro (atlético redomado que vive en Bakú y que me consiguió milagrosamente una entrada). Cuando Sergio Ramos marcó ese gol en el minuto 93, ese gol que conecta con tolo lo que hablábamos antes de Di Stefano y la obsesión por la victoria, salté como un resorte (la ignición), me rocé terriblemente las tibias con el asiento de delante y me hice dos rasgaduras sanguinolentas en carne viva cuya cicatriz aún no ha remitido. 24 de mayo de 2014: de Lisboa al cielo. La Décima era nuestra ‘Crimea’: tenía que caer por su propio peso.

La forja de un rusófilo: para entender a Rusia y a los rusos, hay que leer a Daniel Utrilla

Voy a hacer lo que nunca hago: escribir sobre un libro sin haberlo acabado de leer. La razón es doblemente caprichosa: el asunto del que trata está de forma permanente en la agenda europea… y además es que no sé si terminaré o no el libro (de tan bueno que es me da pena llegar a la última página, como quien prueba todas las mandarinas que quiere comerse y se deja la mejor para el final, aun con el peligro de que alguien se la zampe antes, o te robe el libro).

A Moscú sin kaláshnikov (Libros del K.0., 2014) es una maravilla de más de quinientas páginas escrita por un obseso de Rusia, del periodismo («allá tú»), de Tólstoi, de los juegos de palabras y, last but not least, del Real Madrid. Todo en Daniel Utrilla –corresponsal durante más de una década– remite a dos vectores: su pasión desmedida por los goles blancos y su entusiasmo no menos enfermizo por la historia, el presente, el idioma, las ciudades rusas y sus habitantes.

Putin, en una rueda de prensa (EFE).

Putin, en una rueda de prensa (EFE).

«Me siento rejuvenecido porque de nuevo existe aquel clima en el que me desenvolví, esa atmósfera de Guerra Fría«. Habla Oleg Nechiporenko, un exagente del KGB. Corría el año 2006 y acaba de estallar el caso Litvinenko, que vino a ser algo así como el despertar eslavo tras el dócil acomodo al capitalismo salvaje importado a uña de caballo desde Occidente y los años graciosamente regados en vodka de Yeltsin.

Daniel Utrilla (del que me han hablado maravillas, no solo etílicas) llevaba ya por entonces un lustro en Moscú como corresponsal de El Mundo, moviéndose como pez en el agua (del lago Baikal: guiño, guiño) entre una galería de tipos frikis, a los que extraía el jugo de la Rusia real para mezclarlo con el de la Rusia imaginaria y componer así un cuadro constructivista de su oficina: «una habitación de 17 millones de kilómetros cuadrados».

La Rusia que retrata Utrilla, la del cambio de siglo, el ascenso y caída de los oligarcas, la llegada de Putin, la crisis y luego el renacer patriótico, es una Rusia –como él dice– demediada, como el protagonista de una de las fábulas de Italo Calvino (otra de las cosas por las que Utrilla me cae simpático: sus lecturas son las mías, aunque mi porcentaje de autores rusos sea muchísimo menor, por razones obvias… y casi que de salud mental).

Un país permanentemente entre dos aguas, las de la descomposición del comunismo y las del ciclón del turbocapitalismo, con unos ciudadanos que miran con un ojo a Europa y con otro a Asia (él usa la instructiva comparación entre dos grandes de su literatura, Tólstoi y Turgénev): «La clase media es una utopía inalcanzable en un país de extremos, y los estratos sociales se superponen como piezas de Tetris colocadas al tuntún».

A través de la mirada rusófila de Utrilla, el país de Putin se despliega como una matrioska comprensible para un europeo que nunca ha puesto un pie más allá de los Urales. Un país «grandullón que, de alguna manera, sigue conservando esa mirada pueril, soñadora e insolente de la niñez«. Una nación supersticiosa y gigantesca de ciudadanos «orgullosos y competitivos» y al mismo tiempo aún convaleciente de su pasado febril, traumático: el de la descomposición de un sistema y la asunción brusca de otro.

Para entender en su esencia última lo que ocurre hoy en Rusia, desde el escándalo de las Pussy Riot a la invasión de Crimea pasando por la soberbia putinesca hacia EE UU, hay que leer este libro, que es una crónica de crónicas, un fresco humorístico (Utrilla es un Camba casi ruso) y también una necrológica del viejo periodismo, aquel que, ay, «garantizaba la calidad del producto, la depuración del estilo, la consulta de expertos, el poso maduro de la observación».

Utrilla está de broma casi todo el rato (y no es fácil mantener la tensión en un tocho así) salvo cuando habla de lo que es hoy el periodismo; entonces se pone melancólico y gélido, y dice verdades como puños sobre los «gurús de la crónica exprés» y los despachos de agencias (también, cuando menciona a las rusas de piernas imposibles, como él dice, le sobreviene cierta nostalgia indisimulable). Lo de las rusas no sé, lo del periodismo lo comparto.

Cuando le dije a Diego González (él y su estupendo blog ya han salido por aquí) que me había comprado A Moscú sin Kaláshnikov en la Feria del Libro me respondió con entusiasmo, que no se le apaga con la edad (no es que sea tan mayor, solo que le conozco hace ya mucho): «El de Daniel Utrilla es prodigioso. Narración político-periodística-autobiográfica de primer nivel. Y encima el tío es más merengue que Paco Gento». No hay más que añadir. Seguir leyendo y disfrutar.

Europa según el pesimista George Soros

Quien más quien menos sabe quién es el especulador George Soros, cómo logró amasar su fortuna y cómo luego, durante décadas, la ha ido generosamente distribuyendo –en una suerte de remedo de sí mismo: por eso le llaman filántropo– en diferentes proyectos políticos, sociales y culturales.

Judío de origen húngaro, aunque nacionalizado estadounidense, ha mostrado y sigue mostrando hoy una extraordinaria preocupación por los asuntos europeos. Aquí radican algunas de sus fundaciones, como la Open Society Foundation, y a las vicisitudes nuestro continente le dedica regularmente análisis certeros.

George Soros, en una imagen de archivo (20minutos.es).

George Soros, en una imagen de archivo (20minutos.es).

El último, una extensa entrevista (merece la pena leerla) publicada en el New York Review of Books donde Soros es preguntando por lo divino y por lo humano dentro de lo que atañe a la UE: desde la letra pequeña de la unión bancaria, la gravísima cuestión migratoria o la crisis en Ucrania y el creciente poder de Rusia.

Todas las respuestas que da Soros tienen su miga. Su opinión respecto de cómo se está llevando a cabo la unión bancaria –mi compañero Nico lo explicó perfectamente en un post hace pocono es demasiado optimista. Soros denuncia que se ha vendido su éxito de una forma orwelliana, y que «la unión bancaria se ha transformado en algo que es casi lo opuesto: el restablecimiento de ‘silos’ nacionales».

Según argumenta Soros, el mecanismo desarrollado para hacer efectiva la unión bancaria es «tan complicado, tiene tantos actores y entidades envueltos que será prácticamente inservible en caso de emergencia». Es una opinión de alguien que sabe cómo llevar bancos a la quiebra, así que, aunque no todas las opiniones merezcan respeto (las personas sí), habría que tenerla en cuenta.

Pero más allá de esto, me quedo con uno de los argumentos de Soros, conciso y que apunta en la línea de lo que muchos venimos pensando de la UE en los últimos tiempos. Dice Soros, a propósito de la integración política, el auge del populismo, etc: «Creo en la búsqueda de soluciones europeas para los problemas de Europa; las soluciones nacionales solo empeoran las dificultades». Pues eso.

Las nuevas fronteras de Radio Europa Libre

Creo haberos hablado ya, durante estos meses, de varios proyectos europeos, unos más jóvenes, otros de larga tradición europeísta, que a su modo completan el fresco de los que es Europa, su inquieta sociedad civil y su historia reciente. Hoy vuelvo a la tarea con Radio Europa Libre, que no solo sigue emitiendo después de más de medio siglo, sino que estos días, con la crisis ucraniana, ha vuelto a cobrar relevancia.

Radio Europea Libre os sonará, seguramente, a Guerra Fría. Y así es. Fue la emisora de radio, que financiada con fondos de la CIA y el Gobierno de EE UU, llevó la propaganda anticomunista (¡y la perversa música occidental!) al otro lado del Telón de Acero, tanto a la URSS como a sus países satélites. Como tal, Radio Europa Libre es parte de la historia de la Europa dividida en dos bloques, pero a diferencia de hitos vergonzosos como el Muro de Berlín, sigue existiendo, aunque en parte reinventada.

Los antiguos estudios centrales de REL, en Munich, en los años ochenta.

Los antiguos estudios centrales de REL, en Munich, en los años ochenta.

Su principal misión, como ellos mismos fundamentan hoy, es la de «promover los valores democráticos» a través de la información periodística en países donde no existe aún libertad de prensa o donde esta sigue siendo un derecho con frecuencia cercenado. «El primer requisito de la democracia es una ciudadanía bien informada«, dicen. Yo no tengo nada que objetar, es más, estoy de acuerdo, aunque a algunos esto les suene a vil imperialismo yanqui.

Radio Europa Libre, o Radio Libertad, contribuyó ya en las décadas de los 70 y 80 –por supuesto mucho más que el Papa Juan Pablo II y que Margaret Thatcher– al fin del comunismo en Polonia y en la República Checa. Este peculiar medio de comunicación, que sufrió atentados con bomba y demasiadas críticas injustas del propio occidente, está asociado ya para siempre a personalidades ilustres como las de Lech Walesa o Vaclav Havel.

Hoy, pese a las apariencias, el mundo es bien diferente, pero Radio Europa Libre sigue emitiendo; lo hace para 21 países, entre ellos Afganistán, Pakistán, Irán o Irak. Como se puede apreciar, sus prioridades –que también son las de la Secretaría de Estado de EE UU, que sigue financiándola– han variado geográfica y culturalmente.

La radio sigue presente en algunos de los países del antiguo bloque soviético –basta leer el despliegue mediático sobre Ucrania–, pero ha ampliado su radio de acción a oriente próximo y Asia central. En Europa misma sigue presente en regiones de pasado reciente turbulento como Kosovo, Macedonia, Serbia y Bosnia. La CIA no me paga por ello, pero os animo a que le echéis un vistazo.

La ideología del ‘putinismo’: del KGB al capitalismo fuera de la democracia

De Anne Applebaum estoy estos días leyendo El Telón de Acero: La destrucción de la Europa del Este (Debate, 2014), un libro soberbio, minucioso y del que espero traeros en breve una reseña, dado que es una pieza clave para conocer el pasado del continente y, además, entronca de algún modo con nuestro presente, y más estos días.

El caso es que de la misma autora, que es periodista, premio Pulitzer e investigadora de la London School of Economics, acabo de leer un artículo en el que disecciona con agudeza la biografía política de Vladímir Putin, desde ese extraño magnetismo oscurantista que le rodea —y que tan caro era de los dirigentes de la URSS— a su visión del orden, la vigilancia y la retórica democrática occidental.

De sus mentores en la KGB, en especial de Yuri Andrópov —que dirigió la policía secreta rusa durante 15 años—  Putin aprendió, dice Applebaum, «el orden y la disciplina», cierto sentido de la modernización, pero no de la democracia. Matiza Applebaum que esto no quiere decir que Putin, pese a la deliberada deformación del pasado soviético que suele acometer, quiera regresar a la Unión Soviética y sin más.

Putin, tomando un refresco en Sochi (EFE).

Putin, tomando un refresco en Sochi (EFE).

Pero sí que Putin, en su afán por controlarlo todo, o casi todo, tiene aversión hacia los principios democráticos (en especial la libertad de prensa) y la sociedad civil. Dice Applebaum que para él, a cualquier oponente político lo considera un «siniestro agente de los poderes extranjeros». Una retórica de la Guerra Fría que estos días parece haber tenido una vía de continuidad con su política militar, tan del siglo pasado.

Cuando los occidentales, dicen Applebaum, trata de calificar el sistema que ha ido confeccionando Putin en sus años de poder —la investigadora dice que podría permanecer en el Kremlin hasta 2025: un cuarto de siglo gobernando Rusia— hablan de «democracia dirigida» o de «capitalismo corporativo» o, en cualquier caso, una mezcla de los dos anteriores. Ella lo prefiere llamar, simplemente, ‘putinismo’.

El ‘putinismo’ se caracterizaría por el control exhaustivo de los procesos electorales (en Rusia, dice, «no hay candidatos accidentales»), la creación de falsos partidos de oposición, el diseño de think tanks antioccidentales con bastantes similitudes con las antiguas organizaciones soviéticas y el recurso a la ‘targeted violence’ para aquellos casos de opositores o periodistas que se pasan de la raya, como sucedió con la gran Anna Politkovskaya, cuyo Diario ruso os recomiendo leer.

Por otro lado, internamente, Putin busca la legitimación del pueblo ruso en la crítica de la retórica occidental, en especial la de los derechos humanos estadounidenses y Europeos, el revisionismo histórico en las escuelas y cierta dosis de nostalgia del comunismo (El comunismo era estable y seguro; el post-comunismo ha sido el desastre: un argumento que se puede escrutar muy bien en Limónov, la novela o lo que sea de mi admirado Emmanuel Carrère).

Por último, Anne Applebaum habla de la falta de ‘soft power’ de la Rusia de Putin. Lo que es cierto solo a medias, en el sentido de que, como dice ella, «la corrupción del estilo del putinismo» es una forma extendida de entender la relación entre el capitalismo, la democracia y el presente complejo de la política que otros países, en Asia central sin ir más lejos, también practican.